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Un mundo raro

en Hetero: Infidelidad

UN MUNDO RARO

Una vez parado en pleno Zócalo de la Ciudad de México me dio por pensar muchas cosas. Pensaba en que a veces las mejores cosas me ocurren cuando estoy justo donde no debo de estar. Mi predilección musical es el rock progresivo y el heavy metal, aunque no desdeño cualquier otro género o disco o canción que derrame devoción de un artista al hacerla. Digamos que aborrezco la canción de Serrat que se llama "Cuando duerme el rock and roll", que me parece musicalmente racista y apergatada. Se la han de haber escrito, pues suena senil y el alma de Serrat no es senil. Con estas pocas líneas ya habrán advertido que no soy precisamente un fanático de Joan Manuel Serrat, sin embargo muchas de sus canciones me parecen muy intensas.

Una cadena de azar me hizo decidir ir a ver a Serrat. Por principio, debo decir que entre mi casa y el asta bandera del Zócalo de la Ciudad de México hay un trayecto de 7 horas con trece minutos en coche. Vivo en Michoacán, en Uruapan para ser exactos. Más de uno diría que es un exceso manejar semejante trayecto sólo para ver a Serrat. Pienso sin embargo que podríamos dividir a la humanidad entre dos tipos, los que hacen locuras tan imprácticas como esa o los que se quedan seguros en casa, sin atreverse a nada por pereza. Yo definitivamente siempre he estado en el primer grupo, y me valió. Tentativamente fui a ver a Serrat, pero en realidad acudí a una cita mágica en la que Serrat no fue sino un brujo provocador que colocó un polvo extraño en nuestros vasos.

Las coincidencias se tejieron más o menos así:

Primero, acudí el lunes 26 de mayo de 2003 a la Feria del Libro en Uruapan. Presentaron un espectáculo de un grupo que se hace llamar La Giralda, al cual fui a ver porque se hacían acompañar de Rita Guerrero, la vocalista del grupo alternativo Santa Sabina.

La mirada de Rita siempre me ha parecido muy enigmática, de hecho, si tuviera que ser esclavo de una mujer me gustaría que fuese ella mi ama. Su boca roja, sus colmillos puntiagudos, sus cejas, su voz, su cuerpo entero, eran razones suficientes para ir a ver a aquella agrupación. Esperaba que ella fuese vestida de odalisca, que mostrara el vientre, un poco de sus pechos, o sus pies, sin embargo, nada de eso hizo. No hubo lobas en ese espectáculo. Pese a ello, fue una noche de música árabe muy emotiva.

Si bien Rita y su fama funcionaron en mi caso -como en el caso de muchas otras personas- como ese señuelo que agita el pejesapo para atrapar pescadillos incautos en el mar, fue una trampa que agradecí porque ella cantó maravillosamente la música árabe y el vocalista masculino cantó aun mejor. Lo interesante de esta velada fue que contaban cuentos de la tradición musical de medio oriente y luego lo alternaban con cantares de esa misma tierra.

En lo personal ellos me transportaron muy lejos. Muy, muy lejos. Y como me transportaron hasta una época sin tiempo, puedo atreverme a contar lo que pasó en primera persona, pues así fue como lo sentí: Me ví montado en un caballo de fuertes nalgas, alto, blanco, fuerte. Montado en él acariciaba su crin porque además de ser mi medio de transporte era mi amigo. Miré mi mano y sin mucha sorpresa advertí que en ella llevaba puestos cuatro anillos, uno para cada dedo, cada uno de ellos superior a los demás. Me llevé la mano al rostro y acaricié el tupido bigote que sólo en sueños tengo. Mi ropa, blanca, fresca, suave. Un sirviente se dirigió a mi en una lengua que, aunque extraña, me pareció perfectamente entendible. Me dijo que estábamos llegando al palacio de mi buen amigo el rey Maz Habib. A mi paso la gente me miraba con regocijo, alguien me extendía una fruta. Era muy querido. Al entrar a las puertas del palacio, y una vez bajé del caballo, sentí la verdadera suavidad de mis ropas. Al entrar al palacio de Maz Habib escuché a lo lejos una voz sublime que me hechizó desde el primer instante. Mi amigo me saludó y abrazó con la calidez de un padre y me agradecía los años de amistad que habíamos tenido, haciendo hincapié en que, para su desgracia, no había él concebido hijas, pues gustoso me las daría todas. Si bien yo eché de menos las hijas que él no tuvo y los placeres que me darían las hijas de tan ilustre rey, mi cabeza empezaba ya a diseñar una forma en que él pudiera agradecerme mi amistad. Mi atención completa estaba en una mujer que vestía con una burca negra con bordados rojos, cubierta de pies a cabeza, que si bien no mostraba un solo pedazo de su piel, emitía aquella voz celestial que me hacía estar en el paraíso. Al irme de su palacio le pregunté si de verdad me daría algo que él amase mucho. Él me dijo que sí, que lo que yo pidiese. Fue entonces que le pedí que me regalase la esclava de la burca negra, la cantante. Maz Habib palideció, su mirada se tornó triste y desamparada. Suplicó como suplican los reyes, con dignidad y dolor, y pidió que no le pidiese yo esa esclava, que a lo largo de los años muchos momentos sólo valieron la pena porque ella estaba ahí, para cantar, que en los triunfos reinventaba la dicha, y en las batallas perdidas traía el consuelo. Suplicó que no le pidiera esa esclava en particular. Ofreció incluso darme cien de sus más bellas sirvientes, pero yo me negué. Dolido en su orgullo me hizo saber que nunca me regalaría a la esclava, y que si ella era motivo de discordia entre nosotros, él prefería matarla, ello en acato a la tradición de no poder negar la venta de una esclava a otro rey. Entristecí. Propuse una solución que bien podría salvarnos. Le pedí la esclava en matrimonio. Maz Habib enmudeció, conmovido por mi amor, triste por sí mismo, feliz por Yodaya, la esclava. Una esclava podría no querer venderla, matarla inclusive, pero el honor no le permitía negarme una esposa. Antes de aceptar me comentó que, por raro que pareciera, él, que era un rey, no podía decidir por Yodaya, a quien guardaba un gran aprecio, de esta manera fue a preguntarle a ella si aceptaba mi propuesta. Maz Habib regresó y de sus labios llenó mis oídos de respuestas, y dijo que si en verdad deseaba yo a Yodaya como esposa debía prometerle a ella que nunca la tocaría y nunca le miraría sus carnes, ni sus ojos. "¿Cómo podría?" balbucee. Maz Habib contestó como todo un señor, "Podrás hacerlo como yo lo he hecho por años". Al escuchar esto supe que mi amor por ella sería más fuerte que el de Maz Habib, que cumpliría mi promesa. Y así sucedió, la voz de Yodaya llenó mi palacio hasta que un negro día calló para siempre. Muerta. No fue sino hasta que tuve que preparar personalmente la despedida de su cuerpo que conocí el secreto de Yodaya. Era una anciana, de noventa o quizá cien años, incapaz de hacerme feliz con su carne, pero que me hacía el amor con su voz. Y lloré, lloré profundamente. Y en justo homenaje alojé en mi mente su música para siempre, y ello me ha hecho vivir en amor.

Cuando cesó su canto, y escuche aplausos, volví en el tiempo y el espacio, degradándome de príncipe a simple ciudadano, volviendo de mi palacio a un edificio improvisado, y en vez de la voz de Yodaya, la de Rita. Con Rita si haría muchas cosas, pero no fue.

Me quedó clara una cosa, que la música es irrepetible; que para algunos músicos la música es literalmente su vida; que las canciones de alguna manera le pertenecen a su autor y son una sola sustancia con él, son el destello de su alma y, lo más profundo, que para entender un poco las canciones hay que oírselas cantar precisamente al autor. Ellos habían narrado la historia de Yodaya para luego de que la contaron decir: "La canción que el príncipe oyó aquella tarde fue esta..." Y dan paso a la canción, interpretada por Rita. ¿Cómo era la voz de Yodaya en su vejez? ¿Cuál era su dulzura, cuál su pasión? ¿Cómo se escuchaba aquella voz en el palacio mientras el príncipe le hacía el amor a sus concubinas inspirando su cuerpo en la voz de Yodaya?. Cuando uno muere se pierden para siempre sus talentos. Muere el timbre de la voz, el brillo del ojo, el olor particular, el peso, el tacto, la humedad, el sabor de las cosas que uno cocina, la fuerza de la mano al saludar, la vida es un despliegue de performances y nosotros artistas únicos cuya arte se extingue con nosotros.

Cabe decir que me había enterado tarde de los conciertos que Serrat daría en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Decir tarde significa una semana antes del primero de esos conciertos, momento en el cual ya estaban agotadas las localidades.

Que habría conciertos lo supe mediante un fugaz comentario en la televisión local de una chica que, desde ese instante, se convirtió en la peor para reseñar los espectáculos que he visto en mi vida. Recuerdo bien que ella había dicho con voz temblorina y mirada asustada, prisionera de la hojita donde previamente había escrito lo que diría en pantalla:

"Les comento que este fin de semana tendrá una serie de conciertos Juan Manuel Serrat en el Museo de Bellas Artes. Presentarse en este recinto es un capricho que este señor tuvo, y creemos que está bien porque es muy bueno. Estos conciertos forman parte de la gira que el artista realiza en 10 ciudades de nuestro país para promocionar su último disco. Le deseamos mucha suerte a Serrat para cada una de estas fechas."

Me quedé anonadado. No sólo había dicho mal el nombre de Serrat y el del Palacio, que no Museo, de Bellas Artes. Como quien no quiere la cosa le había llamado caprichoso, ignorando que Joan Manuel Serrat no es ya un nuevo talento, aunque siempre sea un talento nuevo. Por último le desea suerte, como si necesitara de ésta un hombre de su capacidad humana.

Sin embargo, por andar de necio criticando a la chica de los espectáculos, no puse atención en la información de valor que Dios le había encomendado decirme: ¡Que eran 10 las ciudades en las que se presentaría Serrat! Y así, me enteré, también tardíamente, que había estado Serrat en Guadalajara y en Morelia, ciudades que quedan a tres y 1 hora de camino de Uruapan, respectivamente. Sobre todo en la segunda de estas ciudades lamenté profundamente no haberme enterado a tiempo.

Bien, al día siguiente de haber visto a La Giralda, recibo en mi oficina una carta de la Seventh Records, que es una casa disquera que edita los discos de Magma, Offering y demás proyectos musicales de rock en oposición y jazz que realiza Christian Vander, un verdadero genio. Dado que soy cliente fácil de todo lo que haga Vander (cosa que saben por mis constantes pedidos que les hago por Internet), me invitan a comprar un box set de cuatro discos de Offering, mismos que han remasterizado conmemorando el XX aniversario de la agrupación. No dejo de notar que, en celebración, Offering, agrupación extinta desde los ochentas, daría una serie de cuatro conciertos en París. Es más, mientras yo leía esa carta bien podría Christian Vander estar cantando, aunque al otro lado del mundo, la canción Ehn Deiss, que es la que quiero que toquen en mi velorio. Pensé, qué bueno sería estar allí, escuchando de la voz de Vander esa pieza que sólo él sabe cantarla como se debe, y detrás de esta idea yacía Serrat como un cabello dulce en mi sopa.

Al día siguiente veo en un noticiero que Serrat daría un concierto gratuito en el Zócalo de la Ciudad de México. Ni hablar, tanta insistencia del destino me empujaba a ir. Saber que no habría comodidades era algo fácil de adivinar. Serrat ha dicho alguna vez que México es su amante, pues bien, no habría confort pero a cambio de ello uno podría ser testigo de cómo Serrat le hacía el amor a esa amante suya, ya no sólo a parte de ella, sino a toda ella.

Uno no va a la cama con la mujer amada y le reserva el derecho de admisión a un vello, a una cana, a su olor, al labio superior, al vientre o al dedo meñique del pie. La inmensa masa sería no sólo una mujer desnuda y en lo oscuro, sino que, además, sería una mujer completa, sin excluir a nada, sin excluir a nadie. Estarían ahí justo los que quisieran estar. Repito, no habría comodidades, pero en la incomodidad subyacía el encanto de la situación. Formar parte de ese idilio sin limites era ya de por sí interesante.

Había que llegar desde temprano si lo que se quería era tener un buen lugar. Por principio, integrantes del Sindicato de Maestros tenían tomado el Zócalo de la Ciudad. El gobierno tuvo que negociar con ellos para que permitieran el concierto. El resultado de sus negociaciones fue que los manifestantes quitaron sus carpas del centro del Zócalo, abriendo una franja del ancho de la catedral que atravesaba la plaza de cabo a rabo.

A los lados continuaban carpas de lona plastificadas que hacían las veces de deprimentes circos sin show, cajas de cartón desmanteladas que hacían las veces de camas, en una de ellas, dormido en plana tarde, un maestro que más bien parecía un indigente, hornillas con carbones ya jubilados, en uno de ellos todavía yacía un sartén de peltre con un poco de migas de tortilla con tomate. Señoras bordando un mantel y un par de niños jugando. El olor hace que la gente se pregunte dónde se duchan estos maestros, dónde hacen del baño. De un lado carpas y de otro la gente que entra a tomar su sitio para disfrutar del espectáculo, y entre ellos una barandilla de metal, tipo jaula de un zoológico en el que a ambos lados se cree que la bestia en cautiverio es la del lado opuesto.

Los maestros ven al público como parte de un mundo insensible y frívolo, como si fuera el público una burguesía a la que nada le ha hecho falta en la vida. El público ve a los maestros y de alguna forma los repudia, la simpatía que algunos les profesan se debe a que simpatizan con cualquier cosa que se queje del sistema, cualquier cosa que huela a revolución, pero no se solidarizan con su causa, pues en el más de los casos desconocen cuál es esa causa, de hecho, la mayoría intuye que muchos de los paristas ni siquiera son maestros, otros piensan que son holgazanes y más de uno masculla "Ya vayan a dar clases y dejen de estar chingando". La gente los ve, no les comprende. ¿Este paro se debe a causas políticas dado que se avecinan elecciones? ¿Les pagan por dar esta imagen de inestabilidad? ¿Algunas veces quedarán satisfechos con el sueldo que perciben estos maestros manifestantes?, ¿Por qué siempre se manifiestan los maestros de los estados y municipios con educación más jodida, si ganan lo mismo que otras zonas más progresistas del país? Nadie tiene respuestas a estas preguntas. Ese examen no lo aprueba nadie. O tal vez la respuesta correcta no nos gusta nadita.

La gente va entrando y se empieza a apretujar la masa. Yo estoy a unos quince metros del escenario, pues llegué a las 6:15 siendo que el concierto estaba programado para comenzar a las 7:30. En breve ya hay mucha gente, aunque entre una persona y otra hay todavía pequeños huecos que son aprovechados por ese gandul anónimo que, como una lombriz, está seguro de que con empeño y perjuicio de los demás llegará hasta el centro mismo de la tierra. Tampoco puede uno cerrarse demasiado, pues esos huecos le permitan a uno trotar en sus cuarenta centímetros cuadrados de privacidad para descansar los pies. Pronto se ve que muchos no verán nada. Y para ellos hay un enjambre de ingeniosos merolicos que aparecen como bocanada de aire fresco para muchos, y van diciendo: "Lleve los telescopios, mire, lleve los telescopios, son de a diez, son de a diez".

Los telescopios son en realidad unas cajas largas hechas de cartón, robadas seguramente de la farmacéutica donde se empacan las pastillas de Naproxen que reparte el Seguro Social, acomodadas ingeniosamente con un par de espejillos que, siguiendo el principio de los periscopios de los submarinos, permiten ver a la gente bajita lo que ocurre en el escenario por encima del nivel del mar de gente. Llegué a contar ciento ochenta y tres mal llamados telescopios, y lo curioso es que luego la gente alta tuvo que comprar telescopios para poder ver por encima del mar de telescopios de la gente bajita. No entiendo el principio, pero mucha gente que sí podía ver miraba el mundo a través de los espejillos, lo único que se me ocurre es que de tanto esperar el demonio del ocio comenzó a proponer idioteces y éstas sonaban razonables a los oídos de muchos.

Mientras está ahí uno parado no hace nada, sólo esperar. Yo ya había empezado a mirar hacia todas partes, nada parecía fuera de su sitio. Edificios por todos lados, el gentío. Fue entonces que mis ojos fueron a dar a un quinto piso de un hotel que queda justo frente al Zócalo. Este hotel, ubicado en un sitio privilegiado, tiene balcones que dan justo a la plaza mayor del Zócalo, su amanecer amanece con el asta bandera, con la catedral, enfrente tiene al Palacio Nacional, la ciudad deambula, ese hotel tiene vista al meritito corazón de México. Bien, en uno de esos balcones alcancé a ver una novia, vestida de blanco, con sus codos puestos sobre el pequeño barandal del balcón, con su velo echado para atrás. Atrás de ella, pasando de una habitación a otra estaba un tipo en traje de novio, caminando deprisa, con su mano al oído, seguramente llamando por un teléfono móvil. La escena me parecía extraña, la novia aburrida viendo las hormigas humanas que se reúnen en la plaza mientras el novio pasea como león enjaulado con un teléfono móvil. La habitación en que ellos estaban abarcaba dos de las ventanas que dan al Zócalo, por lo que se debió tratar de alguna suite o algo parecido. Si la novia estuviese llorando daría congruencia a la expresión de sus hombros, pero era algo que yo no sabría... por ahora. Lo único cierto era que por alguna extraña razón deseaba que ella me estuviese mirando específicamente a mi, así, sin razón alguna. ¿Qué motivos tendría ella para fijarse justo en mí? Ninguna, iba vestido de novio, pero de novio pobre, más bien de oficinista que toma su coche directamente del trabajo y maneja cinco horas para llegar hasta acá. Ella me veía, pues yo, y quienes me rodeaban, formábamos la muchedumbre, yo era la muchedumbre.

Ya eran las 6:40, faltaban, tentativamente, 50 minutos de espera. En las enormes pantallas habían ya puesto hasta el cansancio unos anuncios del Gobierno del Distrito Federal, "Dfiesta en el Distrito Federaaaaal", una y otra vez. En eso, sale al escenario un tal Humberto Vélez, sacado de no sé dónde, contratado para hacer matar el tiempo de espera. Comprendo que no ha de ser tarea fácil lidiar con una muchedumbre que, de inicio, no está ahí inútilmente parada por gusto, sino más bien por necesidad de tener un buen lugar, pero lo cierto es que el tipo fue, poco a poco, tejiéndose una soga al cuello. Primero se mostró entusiasta y saludó con esa confianza de quien prefiere dar por hecho que la gente le conoce en vez de demostrarlo; luego intentó aplicarle a la masa el viejo truco de "Vamos a ver quien aplaude más, las mujeres o los hombres", luego, "Vamos a ver quien está más prendido, los de la derecha o los de la izquierda", como la técnica no funcionaba, empezó a descalificar a esos personajes gritones del público que nunca fallan, en este caso, el turno le tocó a una "güerita". Tampoco funcionó el viejo truco de humillar a alguien en particular, así que empezó a cantar. Horrible.

Cabe hacer notar que el concierto era un concierto de Serrat y que el público, digamos, era gente al menos medianamente sensible, sin embargo, la actuación de este señor Vélez hizo sacar a flote la peor parte del público. Yo la verdad no podía sino admirar la capacidad de este sujeto para soportar los insultos y los improperios. Cantó primero la canción "Amigo" de Roberto Carlos, que cantada por él se convertía más bien en "Enemigo". Luego se amenizó con una canción de Napoleón que se llamaba "Ella se llamaba Martha" que habla de que al tipo lo abandonan. El ingenio del público rápido empezó a conjeturar que este abandono era merecido. Cuando el fulano amenazó con cantar la tercer canción se abrió un silencio maravilloso que sirvió de marco para el alarido de un hombre joven que gritó: ¡Desconéeeeecteeenmeeee!. La gente carcajeó sólo de imaginar que el tipo era un robot y que ante la amenaza de una canción más de parte de este interprete lo mejor sería estar apagado o muerto para no escuchar.

Es cierto que el tipo cantaba mal, pero había que entender que él no había sido contratado para brillar más que el artista estelar, sino por el contrario, había sido teledirigido para que la gente no se aburriera tanto mientras esperada ahí parada en pleno Zócalo. Así, me atrevo a decir que la función del tipo rayaba en lo terapéutico y era como una pelota antiestrés. Así, el fulano unió al público en el único objetivo de odiarlo. El cabrón Vélez soportaba tanto castigo que yo ya empezaba a sospechar que era indestructible.

Otro silencio que hizo marco para la voz de un chiquillo de 6 o 7 años que gritaba: "¡Yaaaaa Caaaaaaallaaaaaateeeeee!". Otra vez la carcajada. Luego comenzó a llover, muy poco, pero dado que el cielo estaba gris, un gris pesado de agua, nadie se mostraba optimista. Cubrieron los instrumentos, mala señal. Los merolicos, cansados de vender telescopios sacaron el nuevo producto de novedad: "Le traemos a la venta los impermeables, lleve los impermeables unisex, son de a diez". Nuevamente las víctimas, imaginando lo peor, compraron sin chistar los llamados impermeables, que no eran otra cosa que bolsas para basura tamaño jumbo con un par de tiritas de hule para anudar al cuello; en un horrible color celeste no podía yo imaginar en qué consistía lo unisex.

Humberto Vélez comenzó a caer todavía más bajo. Como no había logrado ganar la simpatía de la gente, comenzó a trabajar para lograr la absoluta antipatía. Comenzó a hacer escarnio de lo mucho que nos íbamos a empapar. La lluvia esporádica seguía. La gente seguía haciendo blanco en el pobre de Humberto, y en muchos de los casos también en su madrecita santa. Contó un chiste, dijo: "Llega un compadre con otro y le pregunta: ¿Oye compadre, a ti te gustan los tríos?, y el compadre contestó: "No sé, supongo que sí". "Pues córrele a tu casa con tu esposa que ya nomás faltas tú". La gente, a ser honestos, se rió de buena gana con el chascarrillo, pero más se rieron cuando después de contar este chiste, el buen Humberto preguntó: ¿Qué canción quieren que les cante?" y un tipo le contesta con un grito que retumbó clarito en todo el Zócalo: "Y a ti, ¿Te gustan los tríos?". Humberto lo buscó con la mirada, imposible hallar al grito anónimo. Cantó todavía una canción más, una que se llama "Secreto de Amor" de un tal Joan Sebastián, cuya interpretación requiere de un pasito sexy que en el traje del Sr. Vélez lució más bien cómico. Terminó de cantar y acto seguido sugirió que el espectáculo no comenzaría hasta las 8 de la noche, y se marchó.

Los pies dolían ya. Muchos se sentaron en el suelo para ahorrar energías para el concierto, o para disminuir la hinchazón de los pies. La nube negra cesó en su intento de mojarnos pero sin hacernos perder la esperanza de darnos un buen baño. Por un momento no había ni anuncios en las pantallas gigantes, ni un Humberto Vélez a quien gritarle. Yo me seguía entreteniendo mirando al novio que hablaba en un teléfono móvil recargado en el balcón del quinto piso del hotel, colgando, luego marcando otra vez al teléfono, luego hablando, luego colgando, como si fuese un corredor de bolsa o algo parecido, mirando él a la muchedumbre como hormigas mientras hablaba y daba la espalda a su acompañante. En el interior de la ventana completamente abierta se veía la novia, con su vestido blanquísimo y su corona de azahares, caminando en la habitación como león enjaulado. Me pareció la luna de miel más extraña, probablemente estaban en ese lapso que existe entre que terminó la misa y comienza la fiesta, tal vez esperaban consumar la boda haciéndose el amor frente al balcón mientras Serrat cantaba "El Amor", no lo sé.

Una nueva diversión apareció. Extinta ya la lluvia, los camarógrafos empezaron a tomar al público, quien comenzó a verse en las pantallas gigantes. Lo que no pudo hacer el buen Humberto Vélez lo consiguió el deseo del público de salir en la televisión, de ser el foco de atención por segundos. En las pantallas gigantes aparecían entonces los rostros de gente normal que se volvía más bella e interesante al saberse capturada por la lente, muchos sonreían, otros fingían que no sabían que estaba su cara en la megapantalla, y esa era la representación que regalaban al mundo, una chica bailó afro antillano y otra lanzó un beso, un señor se alisó el bigote y una pareja se besó en público. Las caras, todas distintas, todas deseosas de participar en esa nada que fue salir en la pantalla. Por un momento divagué en la posibilidad de que alguien se enamorara a primera vista de alguien que era capturado por la cámara, que le buscara, que diera con él, o que imaginara que se trataba de un fantasma. Otra idea vino a mi cabeza, tal vez la novia del balcón sabría de mi si mi cara saliera en la pantalla, después de todo, la megapantalla era bastante amplia como para que ella, desde su quinto piso, me pudiese divisar.

Voltee hacia el hotel para buscar a la novia. ¿Estaba ella viendo los artistas involuntarios? No lo sé. El novio la abrazaba por detrás, el vestido estaba alzado de alguna rara manera. Pudiera ser que me equivocara, pues estaba yo muy lejos de aquel balcón. Sus codos no estaban ya sobre el barandal, sino que ahora eran sus manos las que se asían del borde del mismo como si fuese una guacamaya parada en un trapecio. El novio la agitaba de atrás para adelante, y ella se dejaba poseer teniendo como vista romántica la plaza del Zócalo infestada de gente. ¿Era acaso una fantasía? El velo blanco se movía tembloroso como una orquídea que resiste las gotas de lluvia. ¿Alguien más estaba viendo aquel acto? Voltee para todos lados, y nadie, nadie miraba en dirección de la ventana del balcón donde estaban poseyendo aquella novia, todos miraban la pantalla. El novio abrazó fuertemente a la novia, y ella volvió el rostro hacia la espalda para agradecer con un beso la penetración. Sentí ver con claridad el cuello de la novia, y me excité. Segundos después, ella estaba de nuevo con los codos sobre el barandal, y el novio volvió a las andadas de llamar con el teléfono.

Salió un único y solitario tipo a quitar el plástico del piano, de los platillos de la batería. Encendieron unas lámparas que pendían del cielo falso del escenario con forma de caracolas rebanadas a la mitad, probaron también unas columnas de tela que se iluminaban en rojo.

Por fin salieron los músicos y desapareció el dolor de los pies, el espacio pareció suficiente por momentos, un bosque de telescopios se alzaron. Salió por fin Serrat. Repito, no soy muy fan de Serrat, y tampoco fui al concierto a tomar nota ni de los nombres de las canciones ni el orden de éstas. Empezó con una canción que culmina diciendo "Nací en el Mediterráneo". Fue muy buena. Luego, Serrat se tomó un tiempo para hacer algo que, supongo, le pareció prioritario, que fue, disolver la diferencia entre maestros y público, ya no mandando quitar la reja de metal que nos dividía, sino la otra reja, esa que es todavía más indestructible, la reja de indiferencia, la reja en que un grupo y otro se siente distinto y mejor que el otro. Serrat prácticamente dedicó ese concierto a los maestros y cuidó de hacer patente que él se solidarizaba con ellos (no con su causa ni nada por el estilo, sino con ellos, como gente que son, lo que me pareció brillante), invitándoles a disfrutar de ese espectáculo, invitándoles a compartir esa noche en que se tenía la suerte de coincidir. Así, el buen Serrat disolvió de inicio las diferencias, convirtiendo, ahora sí, a todo el Zócalo en público. No podía cantar para todos sin cantar para ellos también.

Siguió cantando, las canciones me parecieron unas tiernas, unas profundas, otras francamente aburridas. Más allá de su música estaba él, mostrando toda serie de expresiones. En lo personal estaba ahí parado y entusiasta esperando una canción en particular, que no era Penélope, ni Lucía, ni Cantares, ni Sería Fantastic. Iba yo por "Mírame y no me toques", del disco Utopía, el único de Serrat que he comprado, y precisamente por contener esta canción que me es tan importante, significativa e inspiradora para mi que he escrito una novela en su honor, para bien o para mal pornográfica -que es el único género que sé concluir- que me enternece mucho.

Esta novela relata una historia de amor duro y romántico a la vez que me parece muy intensa, y cuya historia ocurre en gran medida en la estación del Metro Insurgentes de la Ciudad de México, y en los propios vagones. Si bien Serrat no traía dentro del repertorio ensayado esta pieza de "Mírame y no me toques", si me sorprendió y conmovió hasta las lágrimas con esa de "La Bella y el Metro". Mi novela ya tiene dentro de las frasecillas que preceden a cada uno de sus cuatro grandes partes una cita de la letra de "Mírame y no me toques", y ahora tendré que agregarle alguna cita de esta pieza de "La bella y el metro" pues eso es lo que mi historia es, una que habla de una bella y de un metro, y de alguien que la mira.

Me distraje del espectáculo para voltear a ver a la novia, a la que ya había olvidado por un tiempo. No sé si fue la situación la que me inspiró a voltear o si fue la simple curiosidad la que me hizo enfocar aquella ventana en el momento justo en el que el novio se pasaba a la habitación de junto a donde estaba la novia, cerraba con llave la división existentes entre las dos habitaciones, y seguía hablando al teléfono. Entró en eso una mujer vestida de negro en la habitación donde estaba el novio. Para mi sorpresa, la mujer de negro se abrazó del novio y comenzaron a besarse. Desde donde yo estaba podía concluir que una de las manos del novio, cuya novia estaba en el balcón de la habitación continua, le palpaba las nalgas a aquella invitada, dama de deshonor, o lo que fuera. Tal vez mi mirada fija en la novia hizo que ella tuviera la necesidad de ir a la otra habitación, aunque la escena no sería grata para ella. Tragué saliva y pensé que si por alguna causa el novio comenzara a magrearse a las dos yo si me sorprendería. La novia dejó el balcón y de un empujón tumbó la puerta. Encontró a su novio besándose con la dama de deshonor. La novia se abalanzó sobre ambos y comenzó a pegarle al novio. Éste, sin gentileza, le dio una bofetada que la mandó al suelo. Ella se levantó y no intentó pegarle más, y se perdió entre aquellas habitaciones. Probablemente se marchaba.

Por un momento pensé de ir a su encuentro, pero ¿Qué le diría?, ¿Qué sentía pena por ella? No. Nada tenía que decir. Además, desde hacía un rato estaban impidiendo que la gente pasara hasta lugares como aquel en el que yo estaba, así que si mi plan, si es que lo había, fallaba, ya no podría regresar ni estar ligeramente cerca del escenario. Así, turbado por tantas historias, las de Serrat y las de los balcones, volvía al espectáculo.

Otra canción que me gustó muchísimo fue la de "Disculpe el señor". Hay que decir que el grupo que acompaña a Serrat tiene una calidad interpretativa indiscutible. De ahí a que la melodía que interpreten me guste hay cierto trecho. Por ejemplo, la de "La Mala Racha" la sufrí bastante, pues me sonó a un jazz ligth, aunque me de risa que Serrat maldiga a quien lo maldijo.

Repito, mi formación es más bien roquera. Sin embargo, el arreglo que hicieron de "Disculpe el señor" me pareció bello y espeluznante. Por alguna razón soy bastante sensible a la injusticia y sé que en mi país hay mucha. Ahora bien, el arreglo de esta canción para este concierto me suena con una intensidad parecida a la de Mike Outfield en su "Tubular Bells", que para quien no recuerde le diré que es la canción tema de la película de El Exorcista, que para quien siga sin recordar es el filme en que Linda Blair es poseída por el demonio y deja patentado, para siempre y como suyo, el numerito de la vomitada verde y horizontal, así como la volteada de cabeza a trescientos sesenta grados.

¿Qué tiene que ver esto con Serrat? Sencillo. La canción "Tubular Bells" provoca catarsis a mucha gente que vio la película de El Exorcista, su tonada, aunque dulce, aunque bella, anuncia un desastre. La tonadita de "Disculpe el señor" va por la misma línea, es rápida, es energética, omnipresente, como una espera dramática pero segura, es como el dique de una presa que comienza a admitir que tiene fisuras y comienza a escurrir hilillos de agua y chorros que por ahora parecen una simpática fuente, pero anuncian algo mayor y terrible. La letra es perfecta y retrata la ceguera que puede producir el poder y la opulencia. No quiero decir que la riqueza, el poder o la opulencia sean necesariamente malas, sino solamente que estos tres factores pueden ser nefastos cuando son indiferentes al entorno, cuando no coexisten con el todo.

En México habrá algún sitio en que viva ese señor, y también hay pobres que cada vez son más pobres y también más osados. Una rebelión violenta es algo bien posible. Esta canción es muy buena en el disco, pero en este concierto la encuentro insuperable. Si a ello agregamos que Serrat la interpreta con mucho dramatismo solidario, explicando de una manera sencilla y profunda a la vez que no puedes desatender que el prójimo también existe, concluiríamos que nos interpretó no una canción, sino una obra de teatro, o un posible libro de historia. Canciones como esta son peligrosas en México, pues pueden abanderar movimientos sociales, y este es un gesto muy interesante de Serrat, que con tantos años de andar por la senda del éxito, que no obstante que quepa perfectamente en el mainstream, en el orden de las cosas, puede resultar peligrosamente comprometido con la justicia. Oyendo esta canción un campesino, o por qué no, los maestros que hacen su manifestación, se nutren de esperanza y de valor, y el avaro y el político insensible de vergüenza. Serrat goza, sobra decirlo, de una credibilidad que no riñe con su fama. En él parece que la fama es más bien una herramienta de lo que tiene que decir.

Si bien la cámara tomaba mucho a Serrat, en ocasiones tomaba al público, y fue en una de esas tomas que, detrás de una dama de rostro bellísimo, me pareció ver una ráfaga blanca que atropellaba gente detrás. Voltee de inmediato hacia donde estaba el camarógrafo y calculé la inclinación de la cámara para dar con un punto aproximado de dónde pudiera estar la novia en fuga. Por un momento dudé que se tratara de ella, pues ya no dejaban pasar a nadie, pero vamos ¿Quién le dice que no a una novia vestida de blanco? Seguro el portero no tuvo corazón para impedirle que entrara a la mejor zona del concierto.

Corrí, atropellé gente, intenté divisarla, hasta que lo hice. Miré instintivamente al balcón y en el balcón estaba el novio, con sus codos recargados en la barandilla, como si buscase su novia perdida entre la multitud. Me acerqué a ella, ella dejó de correr, como si me percibiera, y se detuvo. Me paré enfrente de ella para descubrir que no tenía nada que decirle, al menos no algo que no fuese una estupidez. Me le quedé viendo a la cara, dándole la espalda al buen Serrat. Era de piel blanca, nariz aguileña, mejillas saltonas, muy bonitas, con una boca muy roja, y unos ojos irremediablemente tristes. Pensé en lo únicos e irrepetibles que éramos, y me nació una inquietud absoluta por descubrir aquellos detalles que hacían única a esta novia. Por una precaución absurda voltee al balcón del quinto piso sólo para descubrir que el novio ya tenía empinada a la dama de deshonor sobre el barandal del balcón, esta sí con la falda levantada, sujetándole el culo por los lados, tomándola con descaro exhibicionista. Ella volteó y vio lo mismo que yo veía, luego me volteó a ver a mi y de sus ojos eyaculó una lágrima por cada ojo.

El destino es así. En ese momento, la cámara dio con nosotros. Supongo que el camarógrafo soltó una sonrisa cuando nos vio a la novia y a mi, pues pudo suponer que éramos recién casados y que como un detalle romántico habíamos venido a ver a Serrat, lo cual el público aplaudiría. Ella, al verse retratada en la megapantalla, se abalanzó sobre mi y me comenzó a dar los besos más salvajes que hubiese yo recibido, con una lujuria y abandono muy extraño. El público aplaudió, creyendo que estaba presenciando un beso de dos recién casados, aplaudieron en nosotros la posibilidad de que la gente se pare una enfrente de otra y diga "Sí, quiero vivir contigo. Quiero estar a tu lado para siempre.", aplaudieron en nosotros lo que supusieron la promesa de una noche sexual e intensa, una noche de gozo, aplaudieron en nosotros la relación que siempre quisieron, atemporal, instintiva. Yo comencé a besar también. Comencé a abrazar, a tocar. La gente nos miraba y se enamoraba de nosotros. Sin embargo, entendía que para ella aquello había sido estupendo, pues mientras su esposo le hacía el amor a la invitada, él podría ver en la megapantalla lo fácil que era que su recién desposada novia encontrase otro hombre con quien joder. "Con quien joder" era la parte que me gustaba de toda aquella historia. Los besos que ella me dio eran muy extraños, pues no era que me besara a mi, sino que en su beso concentraba todos los besos que no le daría a su hoy esposo, todos los besos que le serían negados, yo era el resto de los hombres con quien ella jodería por mera venganza. Eran besos de desamor, de un profundo desamor que me supo casi al mayor amor. Pareció ser que el novio efectivamente nos vio, pues paró un momento de joder a la invitada para mentarnos la madre con los brazos.

Serrat cantó "Penélope" y las no sé cuantas miles de almas que abarrotaban el Zócalo vivieron y se conmovieron con esta adorable mujer. Hubo sin embargo, y a mi juicio, un detalle imperdonable. Dada la euforia, Serrat dejó que fuera el público quien cantara el "tu no eres quien yo espero". Es cierto, Serrat es mucho más que esas seis letras, de hecho canciones como "Pueblo Blanco" pueden ser tan o más intensas que "Penélope", pero también es cierto que miles de personas, incluyéndome, estaban ahí para oírle decir esas seis palabras. Por menos que eso excomulgué a David Torres en su refrito de la misma canción por decirlo sin gracia. En fin, no lo hace malo pero pudo ser mejor. Además, mi mente estaba en otra parte, pues abrazaba por la espalda a la novia. No nos hablamos ni nos dijimos nada, ella estaba ahí para mi. Cumpliría su amenaza, para mi suerte. Parecíamos dos novios, sin conocernos siquiera, durante el resto del concierto fingimos ser esa pareja de recién casados, ella lo quería creer, yo quería hacérselo creer. Acabaré de contar lo del concierto como si nada, para luego volver a mi novia.

Siguieron las canciones hasta que, literalmente, Serrat quiso acabar con la fiesta. Quiso acabar con "La Fiesta". Se retiró del escenario y la gente coreó bastante poco pero bastante fuerte el "Otra, otra, otra" para hacerlo regresar. ¿Se iba a ir sin interpretar "Cantares"? En realidad nadie lo creía capaz de ese crimen. Volvió. Y fue para interpretar "Cantares". Fue un instante sin precio. La totalidad de la gente cantaba la misma canción, como si la tonada fuese parte de la atmósfera misma. Serrat cantó pocas estrofas de la canción, supongo que porque la sonrisa inevitable le impedía de alguna forma cantar. Ignoro la cantidad de gente que estaba ahí, pero todos cantaban y, probablemente, sentían lo mismo.

Se volvió a ir y volvió a regresar para cantar "La Saeta". A partir de este encore, ocurrió algo singular. Terminada "Cantares" muchos empezaron a creer que todo había terminado. Así, se ausentaba Serrat y terminaba el concierto para muchos... pero continuaba para los que se quedaran. La gente gritaba pidiendo que regresara. Inocentes, algunos decían "Señora, Señora, Señora" pretendiendo que, en agradecimiento al éxtasis, Serrat cumpliera ese capricho de cantar la canción prohibida para quien ya no se siente yerno maldito. Otros repetían el "Señora, Señora, Señora" sólo porque es una palabra sencilla de repetir. Yo ya me empezaba a resignar de que no cantaría "Mírame y no me toques", pues me sabía además imposibilitado para pedirla, ya que de gritarlo nadie me apoyaría con semejante título de ocho sílabas. Era más fácil repetir las tres de se-ño-ra.

Acabada "La Saeta" se ausentó de nuevo. La gente gritaba y Serrat no salía. Sin embargo nadie recogía los instrumentos, ni encendían la luz del escenario para que la gente saliera pacíficamente. Había esperanza. Regresó para cantar "Lucía". Este irse y volver trajo consigo un detalle, para mi, varios detalles de colección.

Detrás de mi estaba una mujer de unos treinta y cinco años. Me quedaba claro que adoraba a Serrat. Ese era el qué. El cómo era más o menos así. Decía en voz alta lo que pensaba, sin preocuparse lógicamente por lo que pensaban los demás, por una sencilla razón, para ella no existían esos demás. Serrat decía alguna cosa y ella decía, "Hay Serrat, Serrat, Serrat". Era extraño, pues lo decía en voz bastante alta, con una intimidad tan abrasadora que no podía uno sentir sino envidia del Primo Nano de Sabina. Pareciera que se lo estuviese diciendo a Serrat dentro de una habitación, como si fuesen amantes desde hacía mucho tiempo, con familiaridad, o más cerca aun, al oído, como si bastase que ella pronunciara su nombre para que él entendiera todo lo que ella era, y mejor aun, todo lo que ella le haría. Todo es tan efímero. Esas palabras fueron dichas con una dulzura y entrega absolutas. Pero no se enteró el único que debía enterarse.

Vi aparecer un tipo de aspecto singular. Su pantalón era de un azul tan brillante como podría estar un pantalón de tela sintética remojado en agua de cemento, o harina, o lo que sea que pueda opacar. En el torso llevaba solamente una camiseta sin mangas, de esas que se ponen los oficinistas debajo de la camisa. Su cuerpo robusto y su rostro duro y difícil. Ceja enérgica, bigote poblado. Verle daba un poco de miedo, pues tenía un talante se asesino o mínimo de ex presidiario. Y he aquí que maldijo no sé que. Sin embargo estaba hecho un romántico cantando las canciones de Joan Manuel. Serrat por fin cerró el concierto con "Un Mundo Raro" de José Alfredo Jiménez. La mexicanidad se enajenó.

La gente comenzó a dispersarse. La novia me abrazó de la cintura y pegó su mejilla a mi hombro. Entendí que aquello era una ruleta rusa, pues yo la llevaría a un hotel y le haría el amor, siempre y cuando antes no nos encontrase el esposo verdadero. Supe que eso era así en medida de que me abrazaba, se agazapaba en mi, y luego alzaba la cabeza para buscar, como si desease que el novio apareciera y la salvara de mis garras, que llegara y peleara por mi, que atacara salvajemente al raptor, que sacara mi sangre en defensa suya, que descargara en mi cuerpo su pistola, esa que guarda siempre en su maletín, junto al teléfono móvil. Mi posición era incierta, pues si llegaba el novio habría, sin duda, la pelea, y yo me habría peleado a cambio de nada. Yo crucé los dedos.

Ella, conforme salíamos, primero de la gran plaza, luego de la muchedumbre, se entristecía un poco. La habitación del quinto piso estaba apagada, con las puertas abiertas al vacío. ¿Acaso el novio estaba ya en las calles buscando su novia? ¿Habría apagado las luces para gozar aun mejor de la dama de deshonor?. Caminamos hacia un hotel que no tenía nada qué ver con las cinco estrellas de aquel en el que se hospedaba horas antes. Estuve a punto de decirle que jugáramos un juego, que imagináramos que efectivamente éramos marido y mujer, pero al abrir la puerta de la habitación y ver la cama de hotel de paso que probablemente no había sido arreglada luego del último revolcón que ahí se sucedió, supe que proponer aquel juego era algo de tan mal gusto que con un peligro y ella correría. Dentro del Zócalo quise pasar mi mano por su cabello con ternura, pero ella quitó la cabeza como con asco, o repudio, no quería nada de lo que yo era, sino todo aquello que yo no era, es decir, su rico marido. Supe entonces que mi papel no era otro que el de un simple sujeto que por una mezcla de venganza y suerte tenía a esta novia para mi, que lo mío era aprovecharme de ella, lucrar con su cuerpo, sacarle partido a aquella mujer que no era ni sería para mi, es decir, darle un trato de objeto hermoso, pero objeto al fin. Creo que ella no esperaba de mi nada, ni amor, ni romance, ni después, por ella, si estuviese más feo y borracho mejor. Mientras más la utilizara su venganza sería más profunda.

Aclarado el punto me dispuse a cumplir con aquel bello trabajo. La tumbé sobre la cama, la obligué a ponerse en cuatro patas. Sin apagar la luz me metí debajo de su blanco y enorme vestido. Me puse de rodillas en el suelo, para alcanzar con la boca la altura de su sexo. Debajo de aquel circo redondo que se formaba con el amplio vestido estaba un par de piernas gruesas y fuertes, enfundadas por unas medias blancas sujetas con un liguero de encaje. Bragas no había. Sus nalgas estaban rosas, con un color pastel que se tornaba pálido u amarillento a la presión de las ligas. Su sexo tenía una mata de cabello muy abundante y su olor me embriagaba como si estuviese enfermo de soledad y mi madre me pusiera a esta mujer como vaporizador, dándome a respirar vapor de coño, descongestionando mi deseo, activando mi circulación, provocando que mi sangre se agolpara en mi verga.

Quise lamerle el ano, pues no me resultó agradable pensar que lamería los vestigios que su novio le hubiere dejado luego de haberla penetrado en el balcón. Sin embargo, lo hinchado de su culo y el exceso de lubricante en él me indicó que había sido penetrada precisamente por ahí, así que me encajé en su coño directamente. Primero repasé con mi lengua, como si no quisiese tocar los labios de su sexo, dando apenas un contacto. Ella tembló, así que continué con ese procedimiento por un buen rato, para luego empezar a abrir el surco de su cuerpo con mi lengua cada vez más estirada, jugando a ser un oso hormiguero que se alimenta de su hormigueo, que no es lo mismo. Si bien comencé libando sus jugos como una mariposa, terminé lamiéndola como un perro muy hambriento, como si su coño estuviese repleto de un nutriente caldo del cual no quería dejar ni una sola gota por comer. Parecía muerto de hambre lamiendo la vasija, como furioso porque el jugo se acaba, y ella emanando más, como una fuente de un gusto dulce. La verdad me estaba poniendo muy caliente todos los gemidos que aquella novia estaba emitiendo. Sus piernas, antes rosas, ahora estaban casi rojas. El blanco del fondo, de las medias, del liguero, volvían más intenso el color de su excitación.

Me paré y le levanté el vestido, era como ver el interior de una orquídea. Sus piernas casi rojas, fuertes, tensas. Ella me miró con angustia, y la abertura de su boca lo decía todo, así que le di una nalgada. Gimió. Luego, sané la marca roja de mi mano con mi lengua, causándole un alivio supernatural. Así vinieron otras cinco nalgadas, y ella hacía muecas de dolor, pero sonreía. A mi no me llama la atención eso de estar dañando, pero este no era un daño en sí, pues era como si las nalgadas solo fuesen hechas para marcar de rojo la nalga, para poner la carne mas dispuesta a la dulzura, mas sensible a la caricia, como si la nalgada fuese sólo un pretexto para ver como aquel par de nalgas temblaban ante el amasamiento rudo.

Ella se sacó de la boca algo y me lo ofreció. Era una pastilla refrescante de menta, se esas que luego de chuparse un rato permite que uno aspire aire y éste se sienta helado. Yo la alojé en mi boca sin entender. Pero ella, alzando hacia arriba el culo me dio la indicación a seguir. Comencé a mamarle el coño con la pastilla en la boca, mis labios estaban ardiendo por dentro pero helados por fuera, y sin duda su sexo se estaba sintiendo igual de discordante. Ella se ponía más caliente conforme yo más le chupaba con mi boca congelante. Sentí que tuvo un orgasmo, aunque ella intentó que yo no lo notara.

Lo común era que la comenzara a penetrar, me pusiera caliente, me regara dentro de ella, y listo, pero yo no tenía intenciones de que esto terminara rápido, y creo que ella quería ser usada mucho más, quería volver a su hotel diciéndole a su marido que la noche de bodas la pasó a lado de otro hombre, decirle que estaba cansada, que no quería ya fornicar más, que le arde el culo y el coño, que le ponga crema en la boca porque trae la boca reseca de tanto chupármela, le gustaría llegar con su esposo y decirle que está agotada, acostarse a su lado y darle un beso de buenas noches que le hiciera saber todo lo que su boca había tragado minutos antes, era mala, y era buenísimo que lo fuera.

La dejé así, en cuatro patas, yo todavía vestido. Con mi mano derecha comencé a meterle unos dedos, masturbándola con distintas técnicas muy delicadas. Así, parado a su lado, viendo ese espectáculo que era tenerla tendida coño arriba, con sus medias y ligueros blancos, con su vestido de novia vuelto hacia arriba como una flor bien abierta. Le metía dos dedos en la vagina y el pulgar en el culo, intentando confrontarlos dentro del cuerpo de ella. Poco a poco comenzaba a rozarle la verga, aun empantalonada, en las caderas, para que sintiera mi dureza y se fuera haciendo a la idea.

En un movimiento brusco se bajó de la cama, estando yo aun parado, y se puso de rodillas, cuidando de extender el círculo de su falda de novia, para verse como un cisne sumiso. Su cara estaba ebria, como ida, de rodillas, sugiriendo una sola cosa. Yo me saqué el miembro y lo fui a insertar a su boca. Primero me hice el rudo, tomándola de la nuca y haciendo que me tragara toda la verga, que no pareció resultarle muy fácil, luego le tomé de la cabeza y comencé a penetrarala por la boca a caderazos. Concluí que el mensaje estaba entendido, que ella ya se sentía utilizada, y a partir de ahí la dejé hacer. ¡Y vaya que si sabía hacer!. Engullía mi verga con la misma hambre que yo había mostrado a su coño, como si fuese una perra hambrienta que disfruta de un hueso duro que ha encontrado. Se metía el tronco entero, luego lo recorría de lado, luego se pasaba a mis testículos y hacía gargaras con ellos, luego se bajaba aún más a morderme el tronco, la costurita que se hace entre los testículos y el ano. Me mordió tanto ahí que no necesitaré hacerme prueba alguna de cáncer de próstata en años. Por poco me deja el culo leporino de tantas mordidas.

 

La volví a poner en cuatro patas cuando me cansé de que me mamara tanto, o mejor dicho, cuando era ya insoportable no penetrarla. Puso su par de nalgas majestuosamente dispuestas. Me coloqué detrás de ella y primero la tomé de las nalgas de fea manera. Así, agarrándole las nalgas con cada mano, fingía torpeza a la hora de encajarle mi verga, un poco para aplazarlo más. Ella misma dirigió su mano a mi sexo para instruirle el camino, agitándolo un poco, masturbándome, como si quisiera ponérmelo impaciente. Una vez que lo colocó en ruta no le di tiempo de pensar y se lo dejé ir hasta el fondo. Luego de lo que le había hecho con las manos no podía presumir que lo tenía indispuesto, sino todo lo contrario. Me centré no en lo que sentía mi verga al meterse en tan húmeda y caliente selva, sino que me quedé largo rato viendo como la parte interna de mis caderas chocaban con aquel par de nalgas que temblaban redondas y pesadas a cada metida que daba, y eso era lo que disfrutaba, ver cómo las nalgas temblaban redondas, y como mi trozo se perdía en aquel coño oscuro, como de negra, que se ocultaba en aquel valle rosa que era su piel.

Nos pusimos de pie y yo la recargué en contra del muro, le hice que levantara su pierna derecha y que con ella me abrazara las nalgas, y así, de pie, empecé a fornicarla en un ángulo ladeado. Y no fue sino hasta ese momento en que ella empezó a besarme en la boca, ya no besando lo que yo no era, sino besando la jodienda que le estaba yo dando, que empecé a bajarle la cremallera de la espalda. El sostén, sobra decir, era blanco y de encaje. Y así, penetrándola, estaba hipnotizado viendo cómo aquel par de tetas generosas se aplaztaban contra mi torso desnudo.

Me separé un poco para quitarle todo, menos el velo y las medias y el liguero. Me senté a la orilla de la cama y la obligué a montarme frente al espejo para ver cómo hacíamos ese engranaje perfecto, la obligué a ver, y toda su lujuria se concentró en sus ojos, así que comenzó a dar de caderazos más fuertes para ver cómo mi verga se doblaba y se torcía toda brillante para perderse entre aquel par de nalgas. En ocasiones ella frenaba y yo la barrenaba mecánicamente, lo cual se siente menos intenso, pero en el espejo se be bien. Como pude la cargué para que ella se viese de lado en el espejo.

Cuando estaba ya a punto de regarme, ella se puso de rodillas y comencé a metérsela entre las tetas mientras ella aprisionaba con los labios la punta de mi verga. Comencé a manar mi leche entre sus labios y ella no quitaba la vista del espejo para ver cómo le bañaba la cara. Ella tallaba mi verga exprimida en su rostro, diseminando la blanca sustancia. Se paró y no me dejó opción de evitar besarme. Como que le puso caliente saber que me estaba obligando a la mariconada de beber semen. Notó que, aunque me había regado en su cara, mi verga seguía enhiesta.

Eso me pasa cuando me corro afuera de la vagina, se me queda tiesa. Si me riego dentro no ocurre eso. Ella tomó algo de semen de su mejilla y se lo diseminó en el ano. Se recostó dando cara el culo al espejo, y yo entendí lo que ella quería. Así, le clavé la verga en su ano, dejándole ver en el espejo su pobre culito barrenado. Mi verga, brillante y dura, hacía que todo aquello se viese grotesco, y era aquella bizarrez la que hacía que ella mirase el espejo perdidamente. Con una de sus manos comenzó a masturbarse, o mejor dicho, a intentar acariciar mi verga por dentro de su vagina. Cerró sus ojos, ahora sí no le importó que me diera cuenta de su placer. Yo tuve otro orgasmo, que no fue placentero, sino doloroso, una sensación que me rebasó.

Se metió a bañar sola, no intercambiamos palabra alguna, ese era el plan. Yo me metía a bañar, al salir del baño ella no estaba. Miré por la ventana sólo para ver que abordaba un taxi.

Las experiencias sucedieron así, y no hay conclusiones ni filosofías. Serrat de alguna manera sabía que estas historias pueden pasar si él está cerca. Debo comentar sin embargo que esto no paró aquí. En una de mis visitas por la ciudad de México comencé a ver que proliferaban videos amateurs con títulos inquietantes, algo que sólo se ve en esta gran ciudad. "Video Casero Hoteles de Tlalpan", "Video Casero Hoteles de Cd. Neza", "Video Casero Hoteles del Centro", "Video Casero Hoteles de la Narvarte". Pasé por un puesto de esos que tienen una pequeña televisión para "probar" los videos. No es novedad que ya no tienen vergüenza y te pueden probar un video sexual en plena calle. De reojo vi, reconocí la cara, reconocí la verga. ¡Éramos nosotros!

Compré tres copias de ese video, uno de ellos no correspondía. El que me lo vendió me vio con admiración, como si tuviese enfrente a su ídolo. Tal vez el novio se dé cuenta bastante tarde se que la venganza de su mujer fue descomunal, y ni siquiera por causas que ella controlara, ahora tendrá que vivir con la humillación de que cualquiera pueda ver a su mujer cogiendo conmigo en su noche de bodas. Sus amigos podrían masturbarse viendo a su mujer viendo al espejo, es decir a la cámara, gozando de verse empalada. O probablemente se ponga caliente, no lo sé. Yo por mi parte de vez en cuando saco mi video, y me acuerdo. Vaya que me acuerdo.

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