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Nunca danzarás en el circo del sol (05)

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NÚNCA DANZARÁS EN EL CIRCO DEL SOL

V

Transeúntes

Así como el tiempo acercaba a Ligia a su muerte temprana, así el reloj de arena se drenaba para mi. El sol estaba ya terminando su jornada, condenándonos a la noche. Con la noche ya sabíamos lo que vendría, primero un silencio abrumador de una familia que no platica más, después los gemidos de la señora mientras los sirvientes la poseen con la mayor depravación, luego los gritos de cuando ellos se convierten en bestias, y los alaridos de ella, que no cesan hasta que todos sus siervos se hubiesen regado en su cuerpo. Luego otra vez el sonido de los grillos.

Lo alarmante era que esta vez ella me había interceptado en el pasillo para hacerme saber que hoy, que esta noche, no podría evitar el meterme entre sus piernas. Mi resistencia no se debía, claro está, a que ella fuese fea, claro que no. De hecho era la mujer más despampanante y más animalmente atractiva que había yo visto en mucho tiempo. Verla vestida ya era para provocarle a uno un infarto. Verla desnuda ya era un exceso en sí mismo. No tirármela. Era una prueba difícil porque en más de una ocasión me había sorprendido a mi mismo, en sueños, montándola de la forma más salvaje, comportándome como ella quisiera que me comportara, no como yo soy, sino brutal, excitándome sólo si la vulneraba de alguna forma. La deseaba, eso era claro, pero también estimaba que de entregarme a sus carnes fracasaría en mi misión de hacer reír a Ligia, y ya ni siquiera hacerla reír, sino ya de plano salvarle el cuero.

Me preguntaba si en realidad mis planes estaban siendo coherentes. Había llegado a esta casa con dos consignas nada más, mismas que en conjunto constituyen mi única misión, la única razón de que hubiera yo pasado ya trece días aquí: hacer reír a Ligia y no tirarme a Ruana, la esposa de Don Jonatán. Por lo visto estaba muy cerca de fracasar en ambas, pues luego de la fiesta que se celebra mañana Ruana matará a Ligia, y por ende no podré hacerla reír, y segundo, la amenaza de Ruana de que esta noche me poseería era de temerse, primero por lo hermosa y lasciva que era, y segundo, porque contaba con un ejercito de cuatro mayordomos negros que me sujetarían fácilmente y pondrían mi verga al alcance de ella en cuanto se les ordenara, y tal vez mi voluntad resistiera un poco a las caricias de Ruana, pero sujeto e inmovilizado por los cuatro fortachones, mi verga me volvería la espalda y correría en brazos de Ruana para gritarle un fuerte si. Si las misiones eran causa perdida, ¿Qué podría decir de mi recompensa? Don Jonatán me había ofrecido la mitad de su reino si yo, un simple payaso, hacía reír frente a sus ojos a su hija que no reía desde que tuvo uso de razón. En el caso de que hiciera reír a esta agria chica con la que apenas y si platicaba a gusto de vez en cuanto, ello no sería suficiente, pues Don Jonatán está vivo de milagro, siempre drogado o hipnotizado, él no podría atestiguar nada, ni siquiera la tan ansiada e inaccesible risa de su hija, y por supuesto, tampoco podría pagar mi recompensa.

Yo supe que no habría sitio en donde esconderme. Me quedé pensando.

Sólo habría un lugar en el que no serían capaces de buscarme, en la habitación de Ligia. Pero eso era virtualmente imposible porque Ligia era paranoica y no querría a nadie en su habitación, sin contar que no le parecería adecuado que su sirviente se quedara en su alcoba. Mi mente dijo que todo era muy sencillo, si Ligia no me daba asilo esa noche en su cuarto su suerte estaría echada de la manera más azarosa, pues me iría con Ruana, la disfrutaría como siempre he soñado, me correría tres veces en sus entrañas y quedaría exhausto, dispuesto a ser su esclavo sexual, olvidándome para siempre de mi absurda misión, importándome bien poco si matan a Ligia o no.

Así de frágil había resultado ser mi voluntad, y no me detuve en pensar que esa misión, que yo centraba en esa personita que era Ligia, tuviera realmente qué ver conmigo. Me perfilé a la habitación de Ligia y ella me abrió antes aun de que yo tocara a su puerta. Yo pasé y decidí decirle sólo la parte del plan que sabía, que por esa noche quería permanecer en su habitación, básicamente porque el capricho de su madre era que yo me acostara con ella justamente hoy. Hablábamos muy quedo, sería tonto hablar demasiado alto y descubrir mi ubicación. Ella asintió, pero me pidió que me durmiera en el suelo. Yo no tuve inconveniente.

La noche tapizó de negro los ventanales, escuchamos como Ruana me iba a buscar a mi habitación, sus gritos de desesperación al no encontrarme, sus gritos a sus mayordomos para que me buscasen. Por la ventana vimos como Tirso, Juan y Esteban me buscaban en el jardín, como iban a buscarme a las habitaciones de Salomé y de Romualda, iban como perros de caza olfateando mi bragueta para su ama. El señor Durón por supuesto no salió a buscarme, él se quedó con Ruana, como siempre. Pasó cerca de una hora y la patrona sin duda estaba muy molesta. Se escuchó como se metían a la habitación de ella y empezaban la orgía sin el invitado principal. Ruana gritaba cosas muy gráficas, como para que en cualquiera que fuese mi escondite yo supiera exactamente de lo que me estaba perdiendo, frases como "quiero mamarte", o "rápido, los dos en el culo, los dos", me ponían nervioso. Aunque me fingí dormido, los gritos de Ruana empalada me tenían muy excitado. Supongo que Ligia se hizo la sorda también. Me pareció que ambos fingíamos y que no fue sino hasta que ellos terminaron con su faena que pudimos dormir.

Pasarían acaso unas dos horas cuando sentí un frío recorrer por mi espalda, tal como si en la habitación hubiese un fantasma. Abrí los ojos y vi a Ligia sentada sobre su cama, con sus muslos bien juntos al pecho, y mirándome como si yo fuese el diablo, o alguien igual de temible. La noche era negra y la escasa luz que entraba desde afuera provenía de un faro muy lejano. Me miraba con un verdadero pavor, como si yo fuese el emisario de su inminente muerte. Se cubría con la sábana.

-¿Qué ocurre?- pregunté utilizando mi voz más silenciosa, como si le hablara al oído, intentando sonar confiable. Ella me contestó con voz muy baja, pero tan entrecortada que supe que esa era la versión silenciosa de un grito desesperado, evidentemente estaba llorando.

-¿Quién eres Tú en realidad? ¿En realidad a qué has venido?

-¿Quién cree que soy?

-Tú eres la risa, y me das mucho miedo.

Nunca habían dicho que yo era la risa, eso me halagó, pero lo que siguió no lo comprendí. Así que contesté en la forma más somera que pude.

-Sólo soy un payaso. No soy la risa, tampoco la felicidad. Tal vez soñó algo que no soy.

Ella se rió llorando. Yo no me di cuenta de que ese era un gran triunfo, sino hasta después. Me acerqué para platicar mejor y le dije.

-¿Por qué no me cuenta que ha soñado? No soy alguien a quien deba odiar o a quien deba temer.

Ella meditó un poco, como armándose de valor, sorbió unos mocos con su nariz y con la mano se limpió un par de lágrimas. A oscuras, con nuestras voces resonando muy quedito en la negrura, éstas adquirían la forma de nosotros y tejían una intimidad que nuestros cuerpos no eran capaces de establecer. Nuestras palabras volaban de su boca a mi oído, y de mi boca a los suyos, y nadie más podía oírlas porque estaban hechas de destino. La negrura hizo que lo que ella decía sonara como mi propia mente. Sentí que por primera vez ella me estaba dejando entrar a su mundo, lo cual era muy oportuno, pues mañana o pasado mañana le darían muerte, y para salvarla necesitaba de su confianza. Ella continuó.

-Mientras no descifre mi sueño no puedo odiarte. Y hablémonos de tu, por favor. En el Génesis Jehová maldice a Caín declarándolo maldito, condenándolo a vivir errante y extranjero. Una sirvienta que tuvimos hace mucho me contó una historia que siempre consideré como un mito, me dijo que desde esta ocasión Caín vagaba por el mundo y, maldito como era, el castigo de Dios consistía en que no tendría descanso, nunca se detendría de vagar, siempre estaría caminando, sin poder tomar un descanso bajo un árbol, andando siempre, sin poder dormir. En mi sueño ese eras tu, Caín eras tu, por alguna razón yo miraba tu frente y en ella tenías un sello que no recuerdo, pero te identifiqué al instante como aquel que nunca se recuesta, como aquel que nunca duerme, y sentí tanta compasión en mi corazón que ideé un plan para engañar a Dios. En un lugar remoto mandaría sacrificar animales, mandaría quemar Biblias y mandaría decir mil blasfemias. Dios voltearía altivo para ver la naturaleza de las ofensas, y probablemente castigaría a los que las realizaban, pero eso no era lo importante, lo importante era que el fin de hacer todo ese sacrilegio era distraer a Dios, y mientras estuviera distraído tu, Caín, y yo, cambiaríamos de ropa, y con barro me dibujaría el signo en la frente, y me pondría a errar hasta que mi cuerpo no aguantara más y cayera rendida, y así, cuando Dios volviera a sus actividades diarias, como vigiar que Caín no se sentase ni descansara, tu, el verdadero Caín, podrías haber dormido unos cuantos días, y por fin descansar...

No pudo continuar porque le dio mucho sentimiento al llegar a esta parte. Guardó la compostura y retomó su plática.

-¿Te das cuenta? Nunca, ni siquiera en mis sueños, fui capaz de hacer algo así por nadie, nunca había sentido tal convicción de hacer algo por alguien. Mi pecho sintió una pasión correcta, y la tuve respecto de ti. ¿Quién eres en realidad? ¿Por qué te metes en mis sueños y me haces hacer cosas? ¿Por qué? ¿Qué participación tienes tú en mi vida? Dímelo, no puedes allanar mi existencia si no tienes el valor de contármelo. No sé que vio mi padre en ti, pero en su demencia creyó que eras lo que necesitaba. Ojalá te deseara físicamente, eso haría más fácil comprender las cosas, pero no te deseo, ni te admiro, ni te quiero, pero siento que haría cualquier cosa para salvarte. No puedes ser un cualquiera, me conozco, se lo que siento ahora.

Por un momento, luego de escucharla hablar, le dije.

-Soy un payaso ambulante, tu padre me contrató porque él tenía la esperanza de que yo te pudiera hacer reír. Eso es en sí lo que me trajo hasta aquí. Sin embargo, hubo una instrucción aun más importante que aquella que definía lo que se esperaba de mi, y esa era, que fuera yo mismo en todo momento. No te he hecho reír, como bien sabes, pero siendo yo mismo he descubierto muchas cosas que sin duda no te será agradable saber. Ruana te ha estado dando a beber arsénico y otras sustancias, tu salud, no debo yo decírtelo, no está bien. No tengo pruebas, pero sé que pasada la fiesta de mañana tu madre piensa matarte, y eso es sólo un escalón para después matar a tu padre, y quedarse con todo. Tienes que confiar en mi, si no lo haces no puedo ayudarte. He pensado que la única forma de que puedas salvarte es huyendo de aquí.

-¿Pero cómo?

-Eso déjamelo a mi. No tengo un plan, si es lo que piensas. Pero tienes que confiar en mi porque si logramos escapar tendrías que vivir conmigo por un tiempo, el algún lugar en el que no se te encuentre ni se me encuentre a mi, mi anterior casa, me temo, la tienen bien ubicada. No lo había pensado, pero tal vez te venga bien salir de aquí. Seríamos amigos, si tu quieres.

-Pero no se puede salir de aquí. Lo he intentado y es imposible.

-¿No dudarías en irte?

-No después de este sueño. No después de ver la sonrisa de Dios. No después de ver que nos perdonaba a ti y a mi por engañarle. Es absurdo decirlo, pero siento que nos perdonó para luego hacer esa justicia injusta que tan bien le sienta. Hasta un adulto es un abusador cuando lastima desproporcionadamente a un niño, que podrá decirse de un Dios que en su infinita conciencia castiga a sus criaturas. Y para engañarle de nuevo sólo te tengo a ti.

-Con eso basta. Te pediré mañana que estés lista en la noche, lleva la ropa más práctica que tengas, por desgracia no podrías hacer una maleta muy grande, y lleva ahorros, si es que tienes, los necesitaremos para tratarte con un verdadero médico.

Decidimos dormir. Ella no permitió que me durmiera más en el suelo. Me dejó acomodarme en el otro extremo de su cama. Apenas até cabos, desde que llegué a esta casa ella no había tocado físicamente a nadie. Yo no la había tocado nunca a ella, y no lo hice ahora que me quedé dormido a su lado.

Muy temprano me fui a mi habitación. Ruana no se despertaría temprano después de los alaridos de en la noche. Supe que la fiesta sería la ocasión perfecta para escapar, pero para ello necesitaríamos un aliado externo, y no lo teníamos.

La mañana se fue en preparativos para la fiesta. Sería una de esas fiestas tipo carnaval en las que la mayoría de la gente se oculta en algún tipo de disfraz, y por supuesto, al final muchos salen con pareja de ahí, dispuestos a entregarse carnalmente. Eso de los disfraces ayudaba a nuestra huída. Nadie debía saber de nuestras intenciones de huir. Sólo lo sabíamos Ligia y yo.

Había pasado a hablar con Rosi, quien no me entregó los botes del veneno, aclarándome que no me los daba porque los necesitaría luego.

Fui a donde Salomé, ella sugirió que hiciéramos el amor muy rápido, pero no había tiempo, y luego le dije que se me estaba ocurriendo una idea para que no fuese ella la condenada a entrar en el cilindro, pero que no sabría si ello era posible hasta que no viera quienes eran los invitados. Le pedí que me mostrara el cilindro por dentro antes de que la fiesta iniciara.

Me llevó a verlo aprovechando que la señora estaba fuera de la casa. Era como imaginé, un sitio con un diámetro considerable en el que cabrían unas cinco putas, pero se estilaba que hubiese nada más una para que desquitara su paga mamando y dejándose penetrar por cerca de cincuenta caballeros sin rostro durante la noche. Las paredes estaban forradas por almohadillas cubiertas de plástico, con algunas argollas que sin duda servirían para que la puta en cuestión no perdiera el equilibrio. Los orificios por los cuales los caballeros de afuera meterían sus penes para que la prisionera del cilindro les diese un servicio anónimo estaban a la altura conveniente para ellos y para la prostituta. La idea era buena si se es una ninfómana, pues permite estar prisionera en ese virtual pozo de vergas, y salvo que los inconformes podían jalar una palanca para que le cayera un balde de agua fría a la puta si el servicio no era satisfactorio, parecía ser un mecanismo de fantasía bastante ingenioso. Lo curioso es que quienes quisieran una chupada gratis permanecerían pegados al muro dando un espectáculo chusco a quienes les mirasen, aunque luego entendí, la parte que da al recibidor sería la menos usada, pero aquella que no se veía, la parte de atrás, esa era muy concurrida porque los clientes podrían ir, pegarse al muro, meter su verga por la misteriosa hendidura en la pared, recibir el servicio, correrse en unos tres minutos, recibir la limpieza que con una toallita húmeda le dé la prostituta, despegarse del muro, guardarse el pene en el pantalón, y regresar a la fiesta como si hubiese ido al baño.

Por la noche todo estaba listo. Fui a la habitación de Ligia, se había disfrazado de bombero. ¿De dónde coño sacó un traje de bombero con gorro contra incendios? Lo ignoro, pero era perfecto. Por supuesto que había riesgos, pues los disfraces que la gente llevada se caracterizaba por exaltar la sensualidad, y en ese sentido, el disfraz de bombero llamaba la atención muy negativamente e inspiraba curiosidad y desconfianza. En los hombros se había amarrado un par de suéteres, lo cual le hacía parecer un bombero muy musculoso. Ella estaría lista para cuando yo le dijese que era momento oportuno de irnos.

Yo me puse a servir tragos y deleitarme con los escotes de las invitadas, que si bien alguna de ellas me encontraba atractivo, todas sin excepción parecían coincidir en que yo no valía la pena. Las estrellas de la noche eran los célebres mayordomos de Ruana, y por su puesto ella, la puta mayor, era el total centro de atracción y además anfitriona. Para mi era bueno que ella estuviese tan ocupada. Busqué entre los invitados, en especial estaba buscando al tal Carvajal, por dos razones.

La primera consistía en que, si recuerdo bien, Ruana le había prometido que sería él el que metiera a Salomé en el cilindro. Eso le daba el privilegio de ser el primero que la jodiera, digamos, sin codearse con la chusma dentro de las entrañas de la chica, pues la agarraría fresquecita, de primera mano. Esa era la primera parte, la segunda, porque él sería una persona clave en el único plan que se me ocurría, pues sería él quien me ayudara a salir de ahí.

Hablé con Salomé y le pregunté si seguía en pie su deseo de eludir el cilindro, y crucé los dedos para que dijese que sí. Le había tomado cariño. Ella se ofendió de que se lo preguntara una vez más y me reiteró que no pensaba entrar ahí, y que estaba dispuesta a darle muy mal servicio a cuanta verga se metiera a través del muro y que no le importaba si la ahogaban a cubetazos de agua por ser una pésima puta. Un momento clave de mi plan que implicaba riesgo consistía en que le tenía que decir a Salomé que huiría, no le diría que huiría con Ligia, sino simplemente que yo me iría de ahí. Ella también me había tomado aprecio y podría sentir algún tipo de celos que estropearían todo. Le comenté que necesitaba de su ayuda para poder huir de allí. Ella se puso triste pero dijo que ella estaría ahí para apoyarme en lo que yo quisiera.

Por fin divisé que entraban a la fiesta Carvajal, su esposa Ariatna y Dianita, la hija de ambos. Dianita era toda una belleza y Carvajal la exhibía como un accesorio de lujo. Ariatna sonreía a todos. Me las ingenié, luego de que la familia se separó y que Carvajal quedó solo, para servirle un trago. Arriesgándome del todo, le ofrecí un arreglo que le convenía, y a cambio de mi ofrecimiento lo único que él tenía que hacer era escribir en una de sus tarjetas de presentación una instrucción dirigida a su chofer en la que le indicara que nos llevara, a mi y a la chica que me acompañaba, al lugar que yo le pidiese, y que en la puerta de entrada a la mansión no diera explicación alguna, y que después regresara a la fiesta como si nada. Cuando Carvajal anotaba en la tarjetilla lo que yo le dictaba me observaba fijamente. Empezó a sudar, excitado. Cuando le dicté aquello de que el chofer nos sacara a mi y a la chica que me acompañaba, voltee a ver a Salomé, quien desde lo lejos me mandó un beso. Carvajal, quien se dio cuenta de esto, sonrió mirándome con lástima, pues para él, yo no era sino un sirviente que quería fugarme con una criada. Para mi estuvo bien que él no sospechara que la chica con la que me fugaría no era Salomé, sino Ligia. Cuando terminó de anotar la tarjeta, misma que se comprometió a entregarme ya que yo cumpliese con mi parte, me dijo su opinión acerca de mi plan "Eres un genio".

Carvajal iría con Ruana y le diría que ya tenía ganas de meter a la puta al cilindro. Ruana no iría personalmente a meter a Salomé al cilindro, pues estaba muy ocupada, pero confió en que alguien de confianza como Carvajal lo hiciera por ella. Me hicieron traer del brazo a Salomé. Así, Carvajal, Salome y Yo nos dirigimos a la puerta del cilindro. Según supe, no podríamos hacer la maniobra que yo quería de una forma tan sencilla, pues Ruana pasaría a preguntarle a Salomé que cómo se sentía de estar ahí adentro, lo cual, a juzgar por lo que me habían contado, sucedería luego de que ella notara que la puta hubiese dado servicio a media docena de caballeros. Era una medida de control de calidad, pues Ruana debía vigilar que los seis o más caballeros quedaran satisfechos, cosa que sabría de ver que no jalaban la palanca de castigo.

Llegamos a la puerta del cilindro, el plan era que Carvajal sustituiría a Salomé, y el muy comevergas le daría servicio a los invitados, quienes le regalarían su dureza y su esperma pensando que dentro habría una puta, sin sospechar que en realidad estaría el buen colega Carvajal. Cuando se lo propuse los ojos se le dilataron de emoción, pues era una idea que le parecía formidable y no se le hubiera ocurrido jamás a él por sí solo. Por eso dijo "Eres un genio". Sin embargo una situación inesperada cambió parcialmente los planes.

Diana, la hija de Carvajal lo estaba buscando. Estropearía todo, así que me volví a arriesgar y le dije al oído a Carvajal otra idea que no resistiría, le dije.

-Sería lindo si padre e hija atendieran a todos los invitados. La chica tal vez tiene mucho que aprender de un buen padre.

Carvajal sonrió. Al llegar Diana su padre le dijo su plan, y la chica brincó emocionada como si le acabaran de regalar un cachorro. Ruana iba a cruzar el salón y probablemente nos vería amontonados, así que di la instrucción y nos metimos los cuatro al cilindro, Carvajal, Dianita, Salomé y yo. Le pedí a Salomé que nos colocáramos de espaldas por la zona de las escaleras, que sería el lugar por donde les apetecería menos a los invitados meter su verga.

Yo, pensando en el eventual riesgo de que alguien accionara alguna de las palancas, invité a que conforme nos fuéramos quitando la ropa me la fueran entregando. Con mi chamarra había hecho un saco que pendía de una de las argollas, así al menos podríamos salir de ahí y conservar las ropas secas. Salomé, Diana y yo, nos desvestimos al instante.

El cilindro estaba iluminado por una luz azul que ambientaba en un tono muy sombrío su interior. Era como si nos hubiésemos caído en una noria y estuviésemos de pie en el fondo de ésta. Y así como en una noria eventualmente aparecen algunos roedores, así aparecerían vergas anónimas, sin dueño, a través de las hendiduras de las paredes. Salomé me abrazaba a mi como si estuviese muerta de miedo. Carvajal estaba de rodillas, impaciente por que apareciera su primera víctima, se había quitado el pantalón y la trusa, de hecho había quedado desnudo y sólo estaba en calcetines, para mi sorpresa, y dejando entrever que él era un hombre precavido que siempre vale por dos por llevar consigo aquello que se vaya a necesitar, extrajo de su bolsillo había un sobre de lubricante, había colocado un poco en sus dedos, y había comenzado a dilatarse él mismo su ano. Le pedí la tarjeta antes de que con sus manos no pudiese tocar ya nada, y él me la dio con la mano dilatadora. Dianita estaba de pie, tronándose los dedos, nerviosa.

Por fin apareció la primera de las vergas. Fue como si Carvajal estuviese frente a un altar, rogando por un milagro, dándose golpes de pecho por haber pecado mucho y por querer pecar todavía mucho más, y tal pareciera que el cielo atendía sus súplicas y le aparecía, de entre las rocas del desierto y frente a sus narices, una verga llena de maná listo para ordeñarse. Sin pensarlo ni un segundo, abrió sus mandibulas como las de un tiburón blanco y engulló, de un solo bocado, la ansiosa verga. Se escuchó que fuera del cilindro el dueño de aquel pene hizo una exclamación de sorpresa ante tan violento recibimiento. Sólo se había dado Carvajal una atragantada, dejó aquella verga rascándole la campanilla y con las mejillas chupaba a presión. Fue una tragada de unos diez segundos, sin embargo, cuando Carvajal se retiró de aquella verga y separó a un par de centímetros sus labios del glande, vi que de su boca resbalaba un grueso chorro de esperma. Aquella primera herramienta le había durado sólo diez segundos, le había durado un mordisco. El chorro de esperma le resbaló de la boca y escurrió por su pecho. Dianita estaba hincándose apenas, y miraba a su padre con verdadera admiración, con la boca abierta como toda una pendeja. Salomé me abrazó aun más fuerte.

El grito del fulano al regarse en las amígdalas de Carvajal atrajo la atención de varios caballeros que de inmediato quisieron probar en carne propia aquella experiencia. La sensación era muy rara dentro del cilindro, pues cuando un hombre metía su verga para ser atendido, quienquiera que estuviese prisionero en el cilindro se sentiría como un esclavo sexual, presa de un abuso, pero a su vez cada segundo en el que a nadie le apetecía poner su verga siendo que la mamada era gratis, también se sentía un hueco en el alma, como si se estuviese despreciando la hospitalidad de la boca y caderas de quien estuviera encerrado ahí.

El tiempo en el que la primera verga desapareció y apareció una nueva fue abrumador. Por fin salió otra verga en un costado, cerca de las garras de Dianita. Su padre asintió con la cabeza con la ternura de un padre que mira que su hija acaba de aprender a montar en bicicleta, con la diferencia de que Dianita de inmediato pegó las nalgas a la verga recién aparecida y comenzó a darle de caderazos. A efecto de que pudiera meterse bien aquel pene que no era del todo largo, Dianita tuvo que parar las nalgas y agachar el torso casi hasta tocar el suelo, para que el coño aflorara más al ras del muro. Dio de caderazos y luego tomó la determinación de sólo dar caderazos si la verga valía la pena. Se puso de rodillas y comenzó a mamar en forma parecida a la de Carvajal, quien se acercó a su hijita para proporcionarle apoyo técnico y logístico. Le indicó, sin palabras, que había que tomar el pene desde el tronco, empuñarlo bien, y puñetearlo con fuerza. Con sus dedos índice y pulgar hizo un ano falso que masturbaba frenéticamente a la verga en turno, mientras la boca proporcionaba el calor y la humedad necesarios. Se comenzó a escuchar el grito del dueño de la verga intrusa y su semen comenzó a brotar a chorros, cayendo en la cara de Diana, mientras Carvajal seguía agitando la verga como si no estuviese regándose en la forma en que lo hacía. No terminaba aun de correrse el segundo afortunado cuando en el muro aparecieron cuatro vergas más, todas muy demandantes. Era curioso ver lo distintas que eran, unas eran gordas y cortas, otras largas y angostas, otras largas y gordas, otras muy anchas y muy cortas, pero dueñas de unos testículos imponentes. Uno podría adivinar como era el resto del cuerpo. Dianita se puso de rodillas, tenía que actuar rápido, pues ella comenzó a encargarse de tres vergas a la vez, atendiendo una con la boca y las otras dos con las manos. Con la boca tragaba como si estuviese hebria y ambrienta a la vez, segregando mucha saliva y haciendo de su cara un muladar, alternándose para no ser injusta con las otras dos vergas impacientes. Con el semen que no había alcanzado a limpiarse de la mejilla lubricaba las vergas para que no se cuartearan.

Carvajal colocó más lubricante en su cola y con una maniobra sorprendente se dejó penetrar en el culo, dando sentones contra el muro de donde surgía el palo recién llegado que, para su fortuna, tenía muy buen tamaño. Dianita hizo que sus tres proveedores se regaran bien pronto, y se sentó a ver cómo se jodían a su Papá. Desde luego notó, al igual que Salomé y yo, que también mirábamos todo lo que ocurría, que al ser empalado Carvajal lucía una erección envidiable. Dianita se acercó frente a él para darle una mamada, pero él intentaba desviarla con sus manos, como si no quisiera que fuese su propia hija la que se la chupara, pero ella era tenaz, y sujetándole las dos manos para que no pudiera retirarla, se tragó la verga de su padre hasta la garganta. Él movía la cabeza como diciendo que no, pero no podía razonar muy bien, pues lo estaban empalando con furia, o más bien dicho, el palo estaba ahí y él era quien con el ritmo de sus sentones convertía aquello en una penetración furiosa. Dianita se puso de pie y acomodó sus magníficas nalgas hasta embonarlas con el pene de Carvajal, quien a veces mostraba una risa de gozo al estar siendo barrenado, para luego poner cara de angustia ante un incesto que no quería llevar a cabo, sin embargo, Diana era joven y con su fortaleza fue batiendo todos los rechazos de su padre hasta que no quedó también ella perfectamente empalada. Así, Carvajal estaba recibiendo mucho castigo en su culo, y eso lo ponía tan caliente que le estaba regalando a su hija una erección de miedo, misma que ella aprovechaba. Hubo un momento en que Carvajal se rindio y dejó de luchar contra su propia moral y dejó de quejarse de que su hija la montara, en ese instante su cara se transformó en pura dicha plena, y se convenció que esta era una situación que deseaba desde mucho tiempo atrás, y que era estupendo que por fin llegara, y así comenzó a gozar de las penetraciones que le daban y del acto de penetrar.

Dentro del cilindro la atmósfera se había cargado ya del perfume que despiden los genitales del diablo, que no es una peste, sino un aroma puramente hormonal que incita a la perversión. Salomé y yo teníamos frente a nosotros una escena tan hermosa como enferma en la que tres seres humanos gozaban en una animalidad absoluta, con un Carvajal que era un sol oscuro que lanzaba tentación a todo el universo, bien clavado y clavando a una chica que tenía su misma boca y su misma nariz, pero los ojos de su esposa. Salomé no olvidaba que yo me fugaría de ahí, lo que significa que era muy probable que su cuerpo y el mío no tuvieran una nueva oportunidad de gozarse. Nuestros cuerpos se habían portado generosos con el cuerpo del otro, por eso cuando ella me besó, entendí de inmediato lo que me pedía, y no sólo lo deseaba profundamente, sino que consideraba tremendamente injusto no hacerle el amor.

Y ahí, en comunión con el trío, le quité la ropa a Salomé y me incliné para chuparle el coño. No tendría mucho tiempo, así que la mamada fue ardiente y vulgar. Sus labios sabían de la premura del tiempo y se hincharon divinamente rápido. Ella estaba recargada en el muro acolchonado, así que comencé a penetrarla de pie. Mi verga entraba casi horizontal en su cuerpo y ella temblaba cada vez que se la metía. La hice treparse sobre mis brazos, sosteniendo las corvas de sus piernas en las de mis codos, y dejando sus morenas y redondas nalgas a la altura de mi cadera, procediendo a penetrarle furiosamente su hermoso ovillo. Ella comenzó a jadear encantada, y así, con sus jadeos, Diana y Salomé sostenían un duelo de gozo en el que ambas ganaban, pues se ponían más calientes cada vez. Mis manos pasaron a sostener las nalgas de Salomé y las apretaban como el delicioso bulto de carne viva que eran, mientras sus pechos chocaban con mi torso y nuestras bocas se trenzaban en una conexión sofocante. Ella me mordía los labios, como agradecida por quererla tanto pero a la vez reclamándome con despecho mi deseo de libertad, y eso que no sabía que me iba con Ligia. Al inicio de nuestros encuentros habíamos hablado muy formalmente de no clavarnos el uno con el otro y distinguir que se trataba sólo de sexo, sin embargo algo desgarrador sucedía ahora que sabíamos que nuestra piel no sentiría ya más el calor particular de la piel del otro, que ya no oleríamos el olor personal del otro, que ya no sentiríamos la fuerza del pene, el abrazo de la vagina, la humedad de la lengua, el sabor del jugo, la densidad de las nalgas, el brío de las piernas que empujan, el olor del aliento, el sonido del canto y ver la dicha, del otro. Así que hacíamos el amor como lo que era, la última vez.

El tipo que se estaba jodiendo a Carvajal lanzó un grito apache cuando se regó dentro de él, se retiró, pero un envidioso estaba ya esperando su turno para meterlo justo en el mismo agujero. Como la puta que era, y en honor a su vocación, Carvajal no pudo retirarse, y siguió dándole de sentones a este nuevo cliente que no tenía la culpa de que la demanda fuera mucha y tan poca la oferta. Otra verga salió por el muro y quedó al alcance de Diana, quien se dejaba joder por su padre y mamaba a la verga recién llegada.

Salomé dejó de montarme y se puso de rodillas para darme una mamada. Para ser una chica que decía no tener mucha experiencia lo hacía bastante bien. Supongo que estar en el cilindro y ver a ese profesional que era Carvajal le había enseñado muchas cosas. Mientras me daba la mamada, sentí algo extraño en las nalgas. Era una verga que quería participar con nosotros en un nuevo trío, sólo que yo no era de mente tan abierta como Carvajal así que temí que por poco me hace perder la doncellez anal sin pedir siquiera permiso. Es extraño el machismo, pues en ocasiones uno tiene que elegir entre ceder un centímetro de su mujer o hacer algo que perfectamente puede tacharse de una mariconada. En mi caso no estaba dispuesto a ceder ni un solo beso de Salomé, pues ella era mía, solo mía en ese instante, así que me hice a un lado de esa verga que me intentó apuntalar unas tres veces. Salomé se puso de pie y me ofreció sus riquísimas nalgas, y sobre todo, el oscuro culo que ya se había distendido un poco. Yo, como no quería que ella se pusiera ni siquiera a masturbar a la verga advenediza que había aparecido a centímetros de nosotros, y como tampoco estaba dispuesto a hacerle yo una puñeta con la mano, se me ocurrió una idea muy mala, pero era la única que tenía. Mis zapatos eran de ante, afelpados y muy suaves, la suela era de goma, muy flexible, tomé uno de ellos. Me las ingenié para sumir la parte del talón del zapato derecho que me había quitado, le puse un poco de crema de la que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y embadurné el interior de mi zapato, creando la peor y más apócrifa imitación de vagina que hubiese visto en mi vida. La verga se movía de arriba abajo, como apurándome. Con cuidado metí aquella verga en mi zapato y apreté por afuera, haciéndole una puñeta muy mala. Y habría de ser mala, pues toda mi buena intención y concentración estaba puesta en mi cilindro que se abría paso entre las carnes de las caderas de Salomé, adentrándome al aro más caliente del cuerpo. Con la mano derecha dedicaba un bamboleo a mi vaginal zapato, y con la otra abrazaba el torso de Salomé, como no dejándola escapar, terminando por apretarle una teta con mi mano.

Frente a nosotros, el relevo anónimo que atendía el culo de Carvajal se había terminado por regar, mientras que la verga que llenaba la boca de Dianita también se corría. Ante el momentáneo tiempo de descanso que ellos tenían, Carvajal tumbó a Dianita en el suelo, que ya no estaba tan limpio, era de plástico también, pero ya había regado en él algunos chorros de semen que habían alcanzado el centro del cilindro. Al tumbarse Diana, ésta dispersó el semen con sus pechos, como si hubiese caído en un estanque congelado, resbaloso. Sin embargo, Carvajal, quien ya había archivado en el pasado el escrúpulo de no joderse a su propia hija, parecía dispuesto a demostrarle lo que era una barrenada salvaje de culo, así que se tumbó a espaldas de Diana y sujetó con ambas manos las caderas de ésta, y haciendo juego de embistes de su cadera y jalando la de ella con ambas manos, la estaba penetrando durísimo. Dianita sólo alzaba el culo como una gatita en celo. Como Carvajal tenía ocupadas las manos trayendo hacia sí las nalgas de su niña, su rostro terminó por caer también en el suelo, y no pudo ser más feliz porque en donde chocó su mejilla había un buen chorro blanco de leche que le motivó a restregar la cara al suelo mientras jodía a Diana. Varios martilleos vigorosos me dejaban saber que se estaba regando en el culo de Diana, quien volteó el rostro para atrás y le plantó un beso en la boca, mismo que fue muy bien recibido. Ambos se miraron con mucha ternura y lujuria, sonreían, como si hubiesen descubierto una fórmula para garantizar una vida rica, habían descubierto que la casa sería un lugar más divertido a partir de ahora. Llegaron dos vergas más del lado de ellos. Carvajal hizo un movimiento con la cabeza como diciéndole a Dianita que tenían trabajo. Se incorporaron y se dedicaron a la obra.

Yo comencé a regarme en el ardiente culo de Salomé, y sin advertirlo, apreté mi puño que hacía la vagina falsa con mi zapato, y escuché que el caballero que penetraba la puta más inimaginable de su vida lanzaba un alarido que temí que fuera de dolor, pero no, era de gozo, se estaba regando en mi calzado. Su grito fue muy esclarecedor. "Mami, estás riquísima. Me vengoooooooooooooooooo". Yo estaba a punto de cagarme de risa sólo de ver el estado tan deplorable de mi zapato, pero se me quitaron estas intenciones al caer en cuenta que no tenía yo otros zapatos y tendría que ponerme ese zapato nuevamente. Voltee el zapato como si le estuviera sacando piedritas y en lugar de eso escurrió un chorro abundante de esperma, ni siquiera blanca, pues se había mezclado con la costra que mis zapatos tenían en el interior. No me explicaba por qué el usuario estaba tan feliz, si puedo jurar que no sólo se trató de una puñeta, y no sólo eso, sino que había estado muy mala, intermitente, sin convicción alguna. Este individuo fue el único que tuvo ánimos de dialogar, se colocó en la hendidura para decir. "Ha sido el mejor coño que he tenido en mi vida. Gracias" pero al decir gracias, el hijo de su puta madre jaló la palanca de castigo. Así le pagaba él al mejor coño que había tenido en su vida. Un chorro de agua enfriada a propósito cayó sobre nuestros cuerpos. Salomé, Carvajal, Dianita y yo, nos retorcimos de frío, como si nos hubieran tirado un latigazo y nos hubiera pegado a los cuatro a la vez y todos maldijéramos al unísono. Todos volteamos hacia el orificio vacío que quedaba en el muro, como si éste fuese el culpable, mientras escuchábamos como el individuo castigador se marchaba carcajeándose.

Después, una verga familiar se adentró al cilindro, era la verga del señor Durón. Tanto Carvajal como Dianita ya habían terminado con sus respectivos clientes, así que cuando la negra verga emergió de la nada, Carvajal, en un acto de verdadera caballerosidad y espíritu desprendido le cedió el honor de ordeñarla a Dianita. Dianita se atragantó de inmediato con la gruesa verga del negro e incluso pretendió la proeza que sólo Ruana era capaz, tragársela casi completa. Se escuchó la voz de Ruana, quien obviamente acompañaba al señor Durón.

-¿Cómo te va ahí adentro Salomé? Mis invitados han hablado maravillas de ti, me dicen que eres una sorpresa que tenía bien guardada.

Salomé iba a contestar y yo prácticamente salté para separar a Dianita de la verga de Durón, eso salvó nuestro plan, pues una cosa era seguro, así como no se puede comer pinole de maíz y silbar al mismo tiempo, tampoco era compatible tener encajada la verga de Durón y al mismo tiempo hablar. Al separar a Diana hice que nuestra farsa fuese creíble, pues entonces habló Salomé.

-Ha sido duro señora, pero aquí estoy...

Ya que la voz de Salomé se calló, permití a Diana que siguiera de golosa con el duro tronco del mayordomo personal de Ruana. Se oyó la voz de Ruana nuevamente.

-Sé que esta verga te ha de tener sorprendida, pero es mucho para ti. Jawi –Ruana, en corto, le hablaba al señor Durón por su nombre- vamonos, esa boca no merece tu bella pieza.

Para tristeza de Diana el señor Durón sacó su verga del cilindro, dejando desolación en la chica, y no sólo eso, el muy cabrón jaló la palanca, esta vez era agua caliente. Todos nos sacudimos como si nos hubiera caído una ráfaga de napalm. Diana estaba haciendo un berrinche, pues se había encaprichado con aquella enorme verga, y he aquí que Carvajal la consolaba como si consolara a su niña porque no le puede comprar un juguete, prometiéndole que le conseguiría una igual y cosas por el estilo, y ella, chiflada, diciendo que no, que ella quería esa. Carvajal terminó por decirle que saliera afuera y le pidiera ayuda a su madre, que ella sin duda le conseguiría su capricho.

Dianita se puso sus ropas secas y lo mismo hicimos Salomé y Yo, aunque de cierto, mi zapato no podía pasar por ropa seca, pues no sólo estaba lleno de crema sino también de esperma. Al meter mi pie, un gusanillo blanco salió por uno de los respiraderos se los lados.

Salomé se dirigió a mi habitación conmigo, le dije que se quedara ahí y que no saliera. Era el adiós, tomé mi maleta y todo mi ser se despidió de todo su ser. Su mirada era melancólica, pero agradecida y amorosa también. Regresé por el pasillo, caminando muy veloz, arrastrándome hasta la habitación de Ligia. Alcance a ver a lo lejos que Diana ya estaba trabajando en su petición, pues estaban entrando a la biblioteca Ruana, Diana y Durón. Algo estaba a mi favor, Ruana podía prestarle la verga del señor Durón a cualquier mujer que se la pidiese a ella, pero nunca dejaba solo a Durón con ninguna mujer, ya sea porque le excitaba ver como la monstruosa verga de Durón destrozaba cualquier compostura y elegancia, o ya sea para ratificar que sólo ella era capaz de aguantar semejante trozo de carne, o simplemente, para no darle la oportunidad a ninguna de ellas que mejorara el pago que ella le daba al negro y éste la abandonara simplemente por dinero. Si bien Diana había actuado rápido pidiendo la intervención de la madre, Ariatna no se había quedado con las manos vacías, pues alcancé a ver como ella se metía al cilindro, para hacerle compañía a su esposo, y ayudarle alegremente con las obligaciones que el cilindro imponía. No dudo que después de montarse a Durón, Dianita regresara al cilindro, y entonces sí sería una reunión familiar verdaderamente perversa.

Yo llegué con Ligia, quien me esperaba impaciente. Con desagrado vi que en la puerta de entrada estaban Esteban, Juan y Tirso. No podíamos salir. Ligia me dijo entonces que desde su ventana podíamos huir, que ella en ocasiones bajaba al jardín por ahí, que era un secreto, pero se podía. Los dos trepamos por el muro y dimos al patio. Había guardias a los que no les importaba nada más que cumplir con las ordenes de doña Ruana, pues no sólo les recompensaba con dinero cuando impedían una fuga, sino que además les invitaba a que disfrutaran de su cuerpo durante unas horas. El perro de uno de ellos pareció darse cuenta de nuestra presencia, incluso iba a ladrar, pero Ligia hizo un chasquido muy raro con su boca. El perro se echó obediente. Supe que en esas fugas al jardín, en algún momento, ese perro y Ligia no sólo coincidieron, sino que ella se hizo amiga de él. Eran sorpresas. Sorpresas convenientes. Ella dijo.

-Nunca sabes cuando un perro te va a agradecer un bistec. Los seres más valiosos pueden ser todo, menos ingratos.

Me pareció familiar la frase. Llegamos al coche de Carvajal, que era de un lujo aun superior al acostumbrado por don Jonatán, que ya era bastante. Le entregué la tarjeta y éste, sin preguntar, nos subió al coche. Afortunadamente los vidrios eran polarizados. Ligia llamaría la atención con aquel traje de bombero, pero el chofer dijo que ello no sería problema, pues la parte de atrás podía ser completamente hermética. Me preguntó donde quería que nos dejara, y le dije que en el Zócalo, por ser éste un sitio que no da pista de donde pueda ser tu paradero, pues de ahí te puedes dirigir a donde quieras. De ahí tomaríamos el metro y nos dirigiríamos hacia el sur de la ciudad, donde nos hospedaríamos en algún hotelillo.

Al cruzar el borde de la casa fue como si hubiésemos escapado de algún país comunista totalitario, hasta el aire parecía más ligero. Ligia viraba su cabeza para todos lados, descubrí que yo regresaba a mi mundo, pero ella, ella estaba en él por primera vez. Los carteles de los cines le llamaban mucho la atención, los teatros ni se diga, al igual que la gente amontonada afuera de las discotecas.

-¿Hace cuanto que no sales de tu cuarto?

-Hace cerca de seis años.

-Dios mío, eso es mucho. ¿Por qué?

-Mi madre me lanzó una amenaza por aquel entonces. Si me veía vagando por la casa le ordenaría a sus mayordomos que me atraparan para hacerme copular con un perro, y si insistía me meterían una serpiente.

-¿Nunca le dijiste a tu padre?

-No.

-¿Por qué?

-Porque no la creí capaz.

-¿Y entonces?

-Salí, y vagué... –Su voz se entrecortó en llanto, y supe que Ruana había cumplido su maldición. -... Con una vez tuve. A mi madre tengo cerca de cuatro años de no verla personalmente, es decir, la he espiado, pero ella no me ha visto a mi.

Llegamos al Zócalo. Corrimos para abordar el metro. Me detuve unos segundos, mi collar pulsaba con una fuerza increíble, como si la otra mitad de mi me llamase desde mi anterior casa, volteo al otro extremo y me cuesta trabajo convencerme de que, por hoy, mi destino esté a lado de esta mujer tan alta vestida de bombero que está a unos metros de mi, y aunque me sentí llamado de una manera poderosa a regresar a mi antigua vida, decidí alejarme y echar a la suerte lo que pasaría; en ese instante no sabía cuanto tiempo trascurriría para volver a ver mi cama, mis amados signos, mi existencia más básica, ni sabía si este alejarme me distanciaba de mi propósito vital de seguir siendo un payaso y construir la rutina cómica perfecta. ¿Podría yo atraer a esta muchachota hacia el mundo de la carcajada o ella me arrastraría a su mundo de seriedad e intensa actividad mental? En ese segundo no lo sabía. Al dar mi primer paso en dirección a Ligia sucedió algo que no puedo expresar sino en términos imposibles: mi collar lloró.

El auto de Carvajal se fue, llegaría a tiempo a la fiesta y los integrantes de la envergada familia saldrían del cilindro tan secos como siempre, agotados luego de atender a cien arietes por lo menos. Me gustaría estar en el momento en que Ruana descubriera que Ligia no estaba, y junté las manos para orar por Salomé, pues no le iría nada bien si Ruana descubría que ella me ayudó, aunque de cierto no hizo nada, puede argumentar que ella no sabía nada de mi plan, que además es cierto, ella no sabía que yo me iría con Ligia, y podría decir que estaba en el cilindro y que por negocios míos con Carvajal ella salió del cilindro para que el otro putón se atragantara de las vergas inocentes que creían estar siendo mamados por una mujer o sentían estar penetrando a una vestal. O de plano ella podía inventar sencillamente que Carvajal le propuso la idea de sustituirle en el cilindro, y ya.

Carvajal argumentaría que me pagó dinero, o que se lo pagó a Salomé, sería más fácil que tener que explicarle a una madre que era cómplice del secuestro de su hija. Era como escapar de una mina que comienza a estallar.

Trepamos al metro, nos bajamos en la Terminal Viveros. Subimos un taxi con dirección a unos hoteles que conocía cerca de la plaza de Coyoacán. El taxista resultó ser un criminal, que con ayuda de unos secuaces detuvieron el auto y nos bajaron a Ligia y a mi. A Ligia ni siquiera le hicieron caso, a mi me amagaron con una pistola y me hicieron entregarles mi reloj y el escaso dinero que llevaba en la cartera, me hicieron la indicación de que me metiera a un cajero electrónico que, lo juro, ni había visto, me hicieron sacar tres mil pesos e imprimir mi saldo en cuenta de cheques; era cierto que tenía todavía casi setecientos mil pesos en el banco, pero no era tan tonto como para tenerlos en la cuenta en que disponía el dinero, sino en una cuenta paralela de inversión. Si hubieran recogido el recibillo que dijera mi saldo real me secuestrarían y me harían sacar la suma de tres mil en tres mil, hasta agotarlo. Dado que mi precaución me ayudó, el boleto del cajero automático decía que en mi cuenta me quedaban ciento treinta pesos, cantidad insuficiente para secuestrarme. Treparon los dos maleantes al taxi y se retiraron. Ligia, en un arranque de venganza absolutamente imprudente, se agachó al suelo a tomar una piedra del pavimento y con fuerza inusitada la arrojó al taxi, pegándole en la tapa de la cajuela. No se detuvo el auto, pero el maleante de la pistola sacó su brazo y apuntándole a Ligia le disparó. Yo me sorprendí de la rapidez con que esta mujer puede hacerse matar y me incliné para ver qué tan grave era el tiro.

No sé si se trataba de la distancia en la que estaba o de la calidad del traje de bombero la que hizo que el plomazo sólo mandara al suelo a Ligia, quien se levantó al minuto diciendo que estaba bien. Yo llevaba en el calcetín un billete de doscientos pesos de reserva. Como payaso nadie me ataca, pero como simple mortal soy tan propenso a un asalto como cualquiera. Camino al hotel le expliqué a Ligia que en esta tierra los ladrones siempre llevan la ventaja, sobre todo si están armados. Que no era raro que uno ya de plano negociara con ellos, como si le estuviesen dando a uno un servicio al robarle. "Siempre se agradece un ladrón gentil" llegué a decirle. Con ellos se puede hablar, pedirles que te dejen la licencia, tu carnet de identidad, que se lleven el dinero exclusivamente, que te dejen las fotos y alguna alhaja si le convences que es regalo de tu madre muerta y cosas por el estilo. Pero nunca, nunca, debes vengarte con piedras de alguien que tiene pistolas. Ella comprendió, pero al final masculló la palabra "cobarde".

Llegamos a un hotel, el de la recepción, acostumbrado a recibir parejas enamoradas que pagan los cuartos por horas, se sorprendió que pidiéramos un cuarto para una noche entera. Como Ligia se había puesto el casco para entrar al hotel, al recepcionista le llamó la atención que yo fuese acompañado de un bombero tan corpulento con un hoyo de bala a la altura del pecho, me miró sintiendo lástima por mi culo y nos dio unas llaves.

Al entrar a la habitación vimos el par de camas sombrías. Yo me bañé y ella también. Dejamos una lámpara al centro encendida. No queríamos hablar mucho, había sido un día ajetreado y difícil. De cama a cama le pregunté.

-¿Tu madre no te ve desde hace cuatro años?

-No.

-¿Y tu médico? ¿Te midió la estatura alguna vez?

-No, siempre me atendió estando yo debajo de colchas y sábanas. ¿Por qué?

-Me interesa saber si ellos tienen idea exacta de tu estatura.

-¿Qué problema tiene mi estatura?

-Ninguna, a mi me encanta, sólo que es la referencia más rápida por la cual podrían localizarte.

-La última vez que nos vimos yo medía como veinte centímetros menos.

-Eso es bueno. Tu ocultamiento exige muchos cambios. Debes confiar en que me interesa tu bien. Nada gano ayudándote.

-¿Nada ganas?

-Si gano algo, es un algo que no comprendo. Lo único que sé es que no puedo evitar ayudarte. Todo esto debe tener algún sentido para mi, para mi y para ti, para ambos. Ojalá yo hubiera soñado lo que tu soñaste, así tendría una fe irracional en todo esto. No tenemos para una noche más de hotel, salvo que hayas traído algún ahorro, como te dije. Todo sucede para bien, aunque no sepamos medir ese bien.

-No te entristezcas. Por cierto, no traje mis ahorros...

-Eso lo empeora todo.

-Pero me traje los de Ligia. Mañana compraremos alguna casa- dijo.

¿Se trataba que esta chica gris estaba bromeando? ¿Ella quería hacerme reír a mi? ¡El payaso soy yo! No importa. Me reí.

Se quitó el traje de bombero. Dentro tenía muchas bolsas cosidas unas junto a otras, como si fuese uno de esos aditamentos para colgar el calzado dentro de los armarios. La diferencia era que dentro de cada compartimiento Ligia llevaba fajos y más fajos de billetes. Y los ladrones que la habían despreciado a ella y se habían centrado en mi, ignorantes de que asaltar a Ligia era el golpe de sus vidas. Y yo tan tranquilo de ir por las calles más virtualmente inseguras de la ciudad, o en el mismo metro, a lado de una caja fuerte ambulante. Eso respondía cómo había amortiguado el balazo, pues la bala se incrustó en un fajo de billetes, dejando inservibles unos catorce billetes de quinientos pesos.

-Si por un momento pensé que Ligia nos dejaría huir en paz, creo que eso no será así luego de ver la cantidad de dinero que le has quitado.

-Se dará cuenta hasta unos cuantos meses, pues no deposita como un ratón, lo hace cada seis meses, y cuando lo haga tampoco hará nada, pues todo este dinero se lo ha robado a mi padre, ¿Cómo justificaría que lo obtuvo?

-Tienes muchas cosas que aprender Ligia. Ella no intentará buscarlo por medios legales, por lo tanto no tendrá que justificar nada ante nadie. Nos buscará. Mandará a sus sabuesos tras nosotros.

-Quien sabe. Tuve la precaución de colocar tres fajos como estos en el escondite secreto de Juan, donde él guarda lo que roba. Durón puede disponer de todo lo de mi madre, Tirso y Esteban se defenderían, pero a Juan nadie le creerá.

-Oh. Eres una bala perdida en el terreno de la intriga...

-Algo se aprende en una casa como esa. Una ve y aprende.

Yo me preguntaba qué cosas más habían visto sus ojos. Era inocente en esta ciudad, pero había habitado un lugar mucho más peligroso. Nos quedamos dormidos, el día había sido cansadísimo.

-Mañana lo que haremos a primera hora- dije – será ir a comprarte una identidad.

-Mañana compramos una identidad, pero primero compramos un lugar donde vivir. Este hotel deprime.

Tal como prometió, a la mañana siguiente ella quiso vagar por los alrededores para ver si compraba una casa. Dejamos el traje de bombero y su contenido en un baúl con candado que hace las veces de caja fuerte. Salimos a caminar. Intentamos comer, pero me fue difícil llegar a un acuerdo con Ligia, quien me reveló que era estrictamente vegetariana. Por otra parte, la vestimenta de Ligia era horrible.

Vimos por ahí cerca un apartamento en venta, era a unas quince calles de los hoteles, lo que sí hacía la diferencia entre el bullicio de éstos y la tranquilidad de estar frente a un parque con árboles y todo. El lugar se anunciaba como amueblado, que era lo que buscábamos. El letrero era chistoso, decía, "Departamento en venta para oficinas o parejas solas" lo cual era una idiotez, pues las parejas solas eventualmente tienen hijos, y ya comprándolo podrías criar marranos en el interior si así te place. Era en realidad algo así como un piso y medio, muy parecido a mi propio apartamento. Era un espacio amplio, como de seis por nueve metros, con piso de madera algo gastado. A uno de los extremos, casi a una esquina, había un desayunador, esto dentro de un pequeño apartado que hacía las veces de cocina, había una estufa y un mueble de cocina integral, que hacía que el pequeño espacio dedicado para esos fines no se desperdiciara en lo más mínimo. Al lado de esta especie de mini cocina estaba una mesa pequeña con cuatro sillas.

Si bien el espacio no era del todo amplio para una casa, el secreto estaba en que sobre esta área estaba una especie de mezanine, como un tapanco, un medio techo que nos separaba del piso y el techo real, que estaba como a cuatro y medio metros del suelo, y en esa especie de terraza interior estaba la cama, una cama grande que frente a ella tenía una amplia televisión de pantalla de plasma, un reproductor de videos de cita y DVD, un mueble de entretenimiento, un equipo de sonido de esos que parecen minúsculos pero suenan como el demonio. Estos artículos podrían ser un lujo innecesario que nos venderían al triple, pero no dije nada. La cama estaba cubierta por un lindo edredón color blanco con bordados color violeta. Había uno y medio baños, el de arriba, con retrete, regadera y una tina de baño que se ganó mis simpatías totales, aunque de cierto Ligia no cabría en ella, de hecho yo tampoco si me pensara estirar, pero en fin, algo es algo; el baño de abajo sólo tenía retrete. Definitivamente los baños eran opuestos, el de abajo parecía un pequeño calabozo y el de arriba, aunque reducido, estaba diseñado de una forma tan funcional que hasta parecía amplio. No había patio de ningún tipo, si acaso un pasillo que conducía desde un barandal que daba a la calle a una portezuela de fierro que daba a la cocina.

En la planta de abajo entre cocina y mesa ya se absorbía una tercera parte del espacio, y sin embargo se veía espacioso porque el resto del departamento casi no tenía muebles. El vendedor, que parecía aburrido hasta que nos comenzó a ver verdaderamente interesados, justificó que la sala era así de austera porque era temporal, deseando que el comprador colocara la que él quisiera. En el muro del fondo había un absurdo hueco para chimenea, pero no tenía escape para el humo y el suelo era de madera. Sólo un cretino prendería una fogata ahí, pues moriría, o de la intoxicación, o quemado ya que el suelo comenzara a arder. No estaba mal, luego de pensarlo un poco. Alcé la mano para preguntarle a Ligia si ese espacio podría ser para mi, pero antes de decir nada ella me dijo, como si leyera mi mente: "Si".

Me gustó el detalle de que a lado de la puerta había un espejo redondo y muy amplio, a Ligia le encantó ver que en él podía reflejarse de cuerpo entero y hasta sobraba un tramo como de medio metro sobre su cabeza. Sin embargo, lo mejor de todo era que el frente de la casa era un enorme ventanal, compuesto de pequeños cristales individuales, aunque luego nos explicó el vendedor que eran de plástico, virtualmente irrompibles, que servían para guardar la intimidad del interior de la casa pero permitían entrar una extraordinaria cantidad de luz, y estaban cubiertos con una reja exterior con un diseño tipo árabe, que embellecía el frente de la casa y a la vez desanimaba a los asaltantes. Ligia se enamoró del lugar, su alegría era como una niña que compra una casa de muñecas. El sistema eléctrico y la iluminación era una maravilla, eso había que aceptarlo. Tenía alarma, regulador de luz, una cortina eléctrica para el enorme ventanal, calefacción, enfriador. La pequeña cochera iba de regalo, según dijo la vendedora. Quedamos de ir con la corredora de bienes raíces dentro de unas dos horas ante un notario, para pagarle y ser dueños de la casa. Arreglamos un buen descuento con la vendedora si le entregábamos el dinero todo junto hoy mismo.

Me sentí como arrastrado por una forma de ser que nunca había vivido, como alguien que siempre había escatimado gastos y pensado bien las cosas y luego, con esa ligereza, salgo a la calle a comprar un apartamento como quien compra un par de zapatos. Llegamos al hotel, contamos los billetes de Ligia, era un dineral, y pese a eso, ella comentó, como si se tratara de una simpleza, y sobre todo sin saber si yo tendría en el banco o no ahorros, que tendría que completar con doscientos ochenta y tres mil pesos. Y más sorpresivo aun, yo dije que sí, como si me hablara de invitarle un helado. En realidad mi parte tacaña ironizaba "Claro, ¿Lo quieres en pesos?, te puedo dar su equivalente en monedas con más dignidad, total qué más te da que te dé diecinueve mil quinientos ochenta y cuatro euros, o veinticinco mil seiscientos cincuenta y siete dólares, como lo quieras".

Fuimos a la notaría y ahí se realizó la compra. La vendedora del inmueble tembló cuando vio que le pagaríamos el departamento en efectivo. En realidad el apartamento no valdría tanto, pero era una colonia segura y éste quedaba frente a un parque que aun tenía pájaros, a tres minutos en coche de las vías rápidas, a ocho calles de una terminal del metro. Sólo faltaba que tuviera una vecina desnudista para que su costo rebasara el millón de pesos. Lo sabía, venderían caro los aparatos electrónicos. Por alguna razón Ligia quiso que el apartamento quedara a mi nombre. Cualquiera diría que está loca.

Antes de regresar a nuestro apartamento, Ligia soportó que la llevara a un centro de meditación, no porque yo fuera a meterme a meditar, sino que necesitaba recuperar una imagen de la diosa Lakshmi, pues por obvias razones no pude sacar de la casa de Don Jonatán mi anterior litografía. Si bien, al igual que desde hace varios años, había seguido cantando mis himnos devocionales, me gustaba más hacerlo frente a un pequeño altar. Cuando entramos al centro de canto se escuchaba que iban a cantar precisamente el himno a Lakshmi. Ligia quiso entrar por un minuto para ver de qué se trataba. Nos quitamos los zapatos y pasamos al área de canto. Todos empezaron a cantar con tal devoción que experimenté una sensación de plenitud insospechada. Todos estábamos de pie, cantando, había como unas siete personas además de nosotros, pues la divinidad parece no estar en su mejor momento. Para mi sorpresa, poco después de haber iniciado el canto Ligia comenzó a danzar enfrente de todos nosotros, quienes no sabíamos si tacharla de sacrílega o de santa. Seguía vistiendo horrible, pero la gracia con la que se movía era increíble. No era posible que moviese sus manos con tanta gracia, como si fuesen dos serpientes. Me impresionó la forma en que, sin sonreír, sonreía. Sus ojos cerrados eran dos flores del desierto, plegados pero hermosos. Por un momento llegué a pensar que la diosa se había encarnado en ella y que estábamos viéndola bailar, pues era inexplicable que esta chica que nada sabía de la cultura hindú fuese a la vez una experta bailarina. Esta intuición hizo que mis lágrimas, y las de los otros siete participantes, rodaran a raudales. Nadie dijo nada al concluir el himno, todos estaban como en éxtasis.

Ya en la calle le pregunté a Ligia dónde había aprendido a bailar así, pero ella no recordaba siquiera haber bailado, sin embargo, pese a que no admitió que había bailado si me preguntó si me había gustado. Le dije que me había conmovido mucho. De ahí me la llevé a la calle de Uruguay para comprar piedras para mi puya o altar. Le comenté que sabía hacer collares. Ella quiso que le comprara algunos hilos de lapislázuli y unas cuentas de plata. Tuve que comprar alambre, pinzas, grapas. Compré arena de playa, blanca y de gruesos granos, compré incienso y también unos cuantos caracoles pequeños, y el broche de oro fue que compré una flor seca en forma de un loto atemporal. Al llegar a nuestro apartamento lo primero que hice frente a la mirada curiosa de Ligia, fue colocar la puya en el espacio de la chimenea para suicidas. Antes de colocar cualquier retrato mío, o litografía de cualquier tipo, colgué la imagen de Lakshmi, la cual compré con todo y su marco. Coloqué una mesilla de madera roja debajo de la imagen y encima de ésta coloqué un plato, en él vertí la arena blanca, puse encima los caracoles y la flor. Quedé muy conforme con mi puya. Ligia me veía intrigada, como si le pareciera extraño que una persona como yo profesara una fe. No me extrañó, siempre ocurre. Puesta la puya puedo decir que es mi casa.

Por la tarde le expliqué a Ligia la necesidad de cambiar su imagen, so pretexto de que se pudiera ocultar mejor.

-Critícame.- le dije- Necesito que tires primero.

-¿Para qué?

-Para poder retroalimentarnos positivamente.

Me sentí invulnerable al retarla a que me criticara, pues sentí que eso me permitirá destrozar su imagen de chica enferma, total, ¿Qué podría decirme ella que no pudiera yo soportar? Soy un payaso. Ella habló y me enseñó que las mujeres siempre encuentran la forma de joder cualquier plan masculino.

-Tu risa me disgusta. Me parece que es una risa falsa. Crees que tu tienes el derecho de hacer reír a los demás, pero eres tan egoísta que nunca le regalas a la gente tu propia risa. Eso probablemente se deba a que en el fondo no admiras a nadie, mides a todos tomándote a ti mismo como referencia. No has entendido bien que la risa es cosa seria. Ahora tira tu.

Estaba mudo y colérico. Sin embargo, su opinión me interesaba. ¿Cómo lograr la rutina cómica perfecta si alguien en el mundo llega a pensar eso de mi? Encajoné su crítica en un cajón de mi mente y, sin paralizarme como debiera, contraataqué.

-Me irrita que agaches esa joroba, no soporto que intentes replegar tu cuello como un acordeón, como si quisieras eliminar tu cuello para ser menos alta. Mides como uno noventa y tienes que aceptar eso, aceptarte como se aceptan las jirafas, ellas no reniegan de la elegancia que les da su altura. Además vistes terrible.

Ella aceptó mi crítica de manera muy ecuánime, demasiado quizá. Yo hubiese querido que se irritara un poco, pero ninguna emoción afloró en su cuerpo. Por el contrario, enderezó su joroba como si ella la hubiese estado fingiendo y, al saberse descubierta, ya no tuviese razón para seguir aparentando ser la mujer taimada que parecía ser segundos antes. Nunca más se encorvó. Por alguna razón esto me asustó un poco, pues me hizo suponer que esta mujer era muchas más cosas que las que quería que yo apreciara, y que probablemente no revelaba su verdadera grandeza por algún tipo de compasión.

-Bien. Por hoy es suficiente retroalimentar eso. –dijo como dueña absoluta de la plática que yo había iniciado- Si esta alianza va a ser así de cruel exijo que tengamos que pactar algo que le dé sentido. Yo seré tu compañera durante tres meses, no podré abandonarte, ni tu podrás abandonarme. No garantizo que me llegues a gustar, mucho menos que llegue a quererte. Tampoco sé si te agradaré algún día, y si con el tiempo me llegues a tomar estima, de hecho vas contra la estadística, pues creo que no le he agradado a nadie desde hace años. Sin embargo. Si te sientes como yo, sentirás que por hoy lo único que nos une es el presentimiento de que jugamos una parte importante en la vida del otro. Tres meses es un plazo suficiente para descubrir si ese presentimiento es cierto, y si no cada quien por su lado. Suena a que no tendremos libertad, pero nos permite saber la verdad. Mientras dure esta alianza, que mínimo durará tres meses, cuentas conmigo incondicionalmente.

-Puedo pactar eso.

-¿De verdad me veo muy mal?- me dijo mirándome a los ojos con imagen de verdadera preocupación. Me sentí malo. Sin embargo, lo que ella había dicho, eso de la risa falsa, se lo había dicho a un payaso, así que eso la convertía a ella en alguien muy malo también.

-Siento que te puedes ver mucho mejor.

-Perdóname...

Bueno, al parecer me había topado con una mujer singular. ¿Cómo evitarla?

En realidad le urgía un cambio de imagen general, su cara podía pasar por linda pero tenía un cabello largo y descuidado. De sus ropas mejor ni hablo. El traje de bombero había quedado con muy poco dinero, así que tarde o temprano empezaría a dilapidar mis ahorros por muy diversas causas. Era todo tan incierto que me resultaba irresistible. Recordé que en la Zona Rosa había una estética que presumía ser un "Image Center", que supongo podrían hacer algo por Ligia.

Cuando entramos, un estilista gay hizo un ademán muy folclórico. Yo quise intervenir pero él me hizo saber enseguida que para comunicarse con Ligia no necesitaba de mi intermediación. Yo dije.

-Buenas tardes. Venimos a...

-Ayyyy! Mira nada más. No te ofendas mi chula, pero por favor, díganme que vienen para que yo te diseñe tu imagen, por favor, háganme feliz y díganme que vienen a que yo te diseñe la imagen.

-Así es.- dije yo- A eso venimos. Y al parecer ella quiere dejarte manos libres para que hagas tu magia. ¿Verdad?

Ligia asintió con la cabeza. El estilista dijo.

-Tu novio tiene razón, mi chula. Magia es lo que voy a hacer contigo. ¿Puedo cortar lo que yo quiera?

-Haz lo que te plazca.

El estilista, cuyo nombre era Antonio, comenzó a trabajar. Yo me puse a leer toda serie de revistas insípidas que hablan de la vida de los artistas. Cuál fue mi sorpresa de ver todo lo que sucedía en el mundo de la farándula, y en especial llamó mi atención el reportaje de un nuevo concepto infantil contra el cual los payasos simplones como yo parecíamos no tener futuro. Se hacían llamar, Las Angelitas de los Niños. El concepto es que eran dos chicas con cara angelical y cuerpo de infarto, los niños reirían con los chistes de ese par y los papás se deleitarían viendo aquello que las mentes infantiles no pueden ni imaginar. Obvio se vendían toda serie de afiches relacionados, libretas, muñecas, discos con sus canciones, videos que los padres iban a comprarle a sus hijos aunque éstos no se los pidieran. Promocionaban su nuevo éxito "Se Feliz". Cuando Don Jonatán refirió que las apoyaba, nunca imaginé que su apoyo fuera para el efecto de convertirlas en los íconos fundamentales de nuestra niñez, pude ver con claridad la estrategia que les permitió subir tan alto. Las Angelitas de los Niños eran, ni más ni menos, que una Cathy y una Sandy un poco más maduritas. Por Dios, qué lindas siguen siendo. Una señora de edad que tenía su cabeza llena de tubos en vez de ver la revista que tenía en sus manos se puso a tomar nota de qué revista veía yo, identificó que detuve mi lectura en el especial de fotos de Cathy y Sandy, y obviamente notó que en los pantalones la tenía bien grande y bien dura. Frunció el ceño como diciéndome "pervertido", pero ella qué sabe de lo que son capaces ese par de diablillas.

Antonio terminó con Ligia. Le había cortado el cabello a manera que le quedara con buen volumen en la parte de atrás, pero en la nuca le había dejado muy corto, en forma de pico, y el volumen se distendía hacia delante para crear un par de picos. El peinado era muy versátil y, según explicó el propio Antonio, permitía lucir el cuello más hermoso que él hubiera visto. Se ofreció a maquillar la cara de Ligia, pero esta no quiso. Ligia y Antonio no pararon de hablar mientras duró el corte, que fue como una hora porque él trabaja en su mayoría del tiempo con tijeras, cortando grupos pequeños de cabello.

-Siento que algo falta- Dijo Ligia.

-Claro, mamacita, esa ropa que traes puesta no sólo no combina con tu peinado, sino que no combina contigo en general.

-¿Por qué no haces el trabajo completo?

-Soy todo oídos.

-Llévame a comprar ropa. Te pago la asesoría.

Antonio se dijo a sí mismo que ese no era su trabajo, sin embargo no había clientela esa tarde y la tentación de ir a las tiendas a comprar esto o aquello lo seducía completamente. Lo que Ligia le ofreció por la asesoría le pareció muy generoso, así que se ofreció a cambiar mi imagen también. Me cortó el cabello casi al rape. En un segundo le dije adiós a mi imagen de varios años. Siento que me veía como un buen hombre, atractivo, aunque no sé si me veía como un buen payaso.

Salimos de ahí. Antonio dijo.

-No tendremos que ir muy lejos. Cerca de aquí queda una boutique de Mango, que es, digo yo, el paraíso de la mujer alta. Ahí lucirás tan linda como una espiga dorada de trigo. Pero antes tendremos que ir a una óptica, no resisto verte con esos lentes que traes un segundo más.

Fuimos a la óptica, Antonio le recomendó a Ligia unos lentes Gucci, de armazón negro, en una laca muy brillante, cuadrados pero angostos. El rostro de Ligia se convertía en una mafiosa elegante, una arpía dulce, un emblema del pensamiento humano. No puedo describir de mejor manera su cara, pero era la cara de un genio.

Antonio tenía buen gusto, llegamos a Mango y le recomendó a Ligia unas faldas con corte sesgado, blusas pegadas al cuerpo, algunas de ellas con plumas de fantasía. Yo les recordé que no siempre estaríamos de fiesta, así que comenzaron a pensar que también podrían comprar algunos pantalones de mezclilla y ropa más casual. Ambos merodearon una boina roja, que es un exceso que pocos se permiten, pero vaya, Ligia era en sí misma un exceso, así que le quedaría.

Mi sorpresa fue máxima cuando Ligia salió de ahí para preguntarnos cómo se veía. Su belleza era notable. La falda le permitía lucir un par de larguísimas piernas que terminaban en un culo exquisito. Su cintura era espectacular y por vez primera caí en cuenta que sus pechos eran igualmente preciosos. Su cuerpo era como el de Ruana, sólo que veinte centímetros más alta. En definitiva esta chica que veía frente a mi no era la misma que me había robado la noche anterior. Era preciosa, pero seguía sin reír. Antonio, con todo y que había convivido con nosotros apenas unas horas, ya había notado ese rasgo tan particular.

Cuando llegaron al área de calzado Antonio titubeó, pues le hubiera gustado un par de zapatos puntiagudos y de tacón, pero se reprimió porque pensó que Ligia no ocupaba de mayor altura. Sin embargo Ligia no quería soltar los zapatos de tacón y botas igual de altas y afiladas. Nuestro guía hizo su observación.

-Se ven lindos en los maniquíes, pero ¿Qué va a pensar tu novio, Monse?

En su expresión hubo varias cosas que llamaron mi atención. Ligia había seguido con el cuento de que era mi novia. En segundo lugar, le había llamado Monse. Yo estaba aun pensando en todo eso cuando Ligia contestó a la observación de Antonio diciendo.

-Si quiero a ese hombre que ves ahí es porque me enseñó que no debo avergonzarme de lo que soy, y porque me profesa su cariño cada día de su vida, sólo que no lo sabe. Qué importa si mido tres metros y me quiero ver un poco más alta. Con tacones o sin ellos él seguirá siendo más bajito. Además. Estamos hechos para llamar la atención, debo resignarme a eso.

Pues bien, Ligia escogió dos pares de zapatos de tacón, también un par de botas con un tacón de aguja bien altos. Fuimos por los jeans, se compró unos tenis en Diesel. Antonio, al igual que yo, advirtió que, si bien las curvas de Ligia eran divinas, tenían mucho más cabello del necesario, así que le ofreció una depilación. Me daba la impresión de que Antonio se la estaba pasando de maravilla, pues si bien Ligia no sonreía siquiera, con su actitud seria tenía desternillándose de la risa a nuestro guía. Una cosa tendría que agradecerle a este estilista: haberme salvado el pellejo. ¿Cómo lo hizo? Él, al igual que yo, concluyó que tanta belleza es un riesgo muy grande, que no toda la ropa debía dejar tan al descubierto la hermosura de Ligia, así que, so pretexto de surtir el guardarropa casual de ella, le hizo comprar ropa más modesta, barata y apaga fuegos. Tres o cuatro pantalones holgados que le permitirían andar muy cómoda y además camuflarían de ordinarias su par de nalgas espectaculares. Unos cuantos suéteres que le robaban un poco de estilo, y playeras que, al menos, no permitían ver las pecas de sus pechos.

Fuimos al salón para la depilación. Se encerraron en un cuarto. Se oían risas de Antonio, en una ocasión se entreabrió la puerta y alcancé a escuchar que Ligia decía que la universalidad de los hombres eran un asco, y Antonio se reía y decía que a él más bien le encantaban.

Salió. No se vistió con faldas ni con tacones, sino con jeans y playera. Era absolutamente una mujer diferente. Yo también era diferente, pero no tan radical como ella. Vi como le pagaba a Antonio, quien se sintió incómodo de cobrar y haber disfrutado tanto al mismo tiempo. Nos despidió.

-Cuídense. Pero abrácense, caray, están los dos tan lindos. Como los envidio. Monse, nos vemos el miércoles.

Nos abrazamos, quizá con poca convicción. Mi cara quedaba en su barbilla. Ella me abrazó poniendo su brazo sobre mi hombro. Yo rodeé su cintura con mi brazo, y mi mano descansó ahí donde su cintura comenzaba a convertirse en cadera. Fue raro porque al instante embonamos. Nos fuimos caminando, así abrazados, un poco presionados por la vista de Antonio que nos miraba desde la puerta de su estética como quien ve alejarse al amor de su vida rumbo a la guerra. Yo le pregunté a Ligia.

-¿Le invitaste a ir a la casa pasado mañana?

-Si. Va a ir él y dos amigos suyos.

-¿A qué se refiere cuando te llama Monse?

-Monserrat. Ese es mi nuevo nombre. Mañana quieres que tenga una nueva identidad, ¿Cierto?, pues he de empezar desde ahora. Mañana vamos por esa nueva identidad a donde dices, y listo. Aun me queda dinero para comprar un nuevo nombre.

El día de hoy habíamos gastado una buena suma. Habíamos comprado casa y una nueva imagen. Yo miré hacia atrás y Antonio todavía estaba en la puerta de su estética, mirándonos con los ojos llenos de algo que podría yo llamar ternura. Dimos vuelta a la esquina y yo me apresuré a dejar de abrazar a Ligia, como si la estuviese vulnerando de alguna manera, pero ella no me quitó el brazo del hombro.

-¿Qué no estás a gusto?- me preguntó.

-No. Es que pensé...

-No pienses cosas que no te convienen, es un consejo que te doy.

-Discúlpame- dije retomándome de su cintura- es que durante todo el día hemos estado con esa farsa del noviazgo y ya no sé con qué estás de acuerdo y con qué no.

-No es una farsa. Vamos a vivir cuando menos tres meses juntos, eso nos hace como novios, y no nos hacemos daño, eso es mejor aun.

Seguimos caminando por la calle, como una pareja rara que llama agradablemente la atención. La gente nos ve, y no sé si es ella la que irradia su recién descubierta humanidad, o yo sintiéndome seguro a lado de esta chica tan enorme, lo cierto es que simpatizamos a la gente, de inmediato nos quieren, somos como una pareja idílica, de esas que todos quieren comprobar que existe. Nos fuimos abrazados y me sentí muy a gusto.

Llegamos a la casa. Era obvio que tendríamos que dormir en la misma cama, pues sólo había una. Nos acostamos, cada uno en su extremo de la cama, de haber sido novios reales tendríamos que concluir que este había sido un buen día y que el mejor homenaje al día mismo sería hacer el amor. Pero eso no sucedería. Apagamos las luces y permanecimos callados viendo el interesantísimo techo que yacía en penumbras. Me daba la impresión de que ambos hacíamos un recuento de lo que hacíamos apenas ayer, o antes de ayer, y como todo era tan radicalmente distinto. Ligia, o debo decir Monserrat, me comentó algo que me hizo sentir muy pleno.

-Gracias.

-¿De qué?

-De este día. Después de mucho tiempo no había pasado un día que hubiese disfrutado tanto. No que no disfrutara mis anteriores días, pero este fue diferente, rico en cambios. He aprendido mucho de mi misma hoy. Será mejor que descansemos, pero te voy a pedir que pienses en una cosa. Piensa cuál es esa cosa en la que quieres que yo personalmente te ayude. Pide lo que quieras y no subestimes de lo que soy capaz. Veo que estás acostumbrado a ofrecer siempre, pues bueno, hoy me toca a mi ofrecerte a ti. Piensa en algo, en lo que te sea más importante, no me desperdicies; prometo ayudarte.

-Lo haré.

-Bien.

-Prometo decírtelo mañana. Por hoy quiero dormir.

-Prometo escuchártelo mañana. Por hoy quiero soñar.

Pude haberle respondido al instante, diciéndole que mi sueño en la vida era hacer la rutina cómica perfecta, pero se lo diría mañana. Dormí como un angelito.

Por la mañana nos dirigimos a las imprentas que quedan en la Plaza de Santo Domingo, ahí donde te venden toda serie de documentos, desde cédulas profesionales que te acreditan como cirujano, títulos profesionales con sello, firmas y reconocimiento oficial, hasta simples actas de nacimiento o credenciales de secundaria. El gobierno sabe que ahí se imprimen facturas, identificaciones y toda clase de documentos apócrifos, pero nunca hace nada. Ese era el sitio ideal para conseguirle a Ligia la documentación que la convirtiera en Monserrat. Llegamos y el impresor nos hizo muy buen precio por un pasaporte, credencial de elector y acta de nacimiento que la acreditaban a ella como Monserrat, pero nos hizo enfrentarnos al primer reto de tener que imaginar los apellidos. Por su físico, estimé que le vendrían algunos apellidos no muy latinos. El impresor sugirió Strudel. Yo le pregunté si acaso Strudel no era la denominación de un postre, y él dijo que así era, pero que se oía extranjero y nadie desconfía de alguien que se apellida como un pastelillo de manzana. Concluimos que se llamaría Monserrat Strudel Alatriste.

De ahí nos paseamos por el Zócalo y ella fue comprando cosas singulares para decorar nuestro apartamento. Algunas litografías, tapetitos para las mesas, y otras cosas de las cuales la más aparatosa era un estirador de papel, como esos que ponen en algunos restaurantes para cambiar el menú, pero ella compró ese mueble, un rollo de papel revolución y una caja de gises o colores de pastel. Llegamos a la casa, ella colgó las cosas donde le parecían mejor, y colocó el estirador de papel junto a la puerta. Ella dijo que así podrían dar mensajes a quienes vinieran, o bien, dejarles pintar lo que quisieran con los colores, ese sería el autógrafo de su visita. Yo me quedé un poco sorprendido de la similitud que esto tenía con la naturaleza de mi cama. Eran lo mismo, muebles en los cuales las visitas dejan su huella, sólo que en mi cama escribían con fuego, y en este con tizas de colores maricones. Pero en el fondo era la misma premisa.

Me di cuenta bien poco que Monserrat era un desastre para limpiar la casa, pero su mediocridad como afanadora sólo era superada por su absoluta incompetencia para cocinar. Supongo que las personas que crecen con sirvientes que les hacen todo se taiman de alguna manera. Ella al menos tenía el interés de aprender. Guisó unos huevos con salchicha y frijoles de lata que tenían un aspecto horroroso, sin embargo, tenían un sabor que debo catalogar como supremo. Ella no comió la salchicha, sólo huevo y frijoles.

Antes de comer me alegró los alimentos mostrándome su último billete de quinientos pesos. Era el billete más grande que hay en nuestro país, sin embargo me pareció pobre porque aquel billete, por valioso que fuese, era insuficiente para que Monserrat viviera el resto de sus días, y de ahí en más ella no sabía hacer nada. Por ejemplo, ella no sabía de dónde habían surgido ni el huevo, ni las salchichas, ni los frijoles, supongo que supuso que en los refrigeradores las cosas se autogeneran. Si bien su dinero se había acabado, el mío no, sin embargo, el ritmo de gastos que tuvimos estos días no era fácil de sobrellevar para mi, por lo que iba a tener que implementar un estilo de vida más austero, y sobre todo, me di cuenta que nuestra unión no tenía nada que ver con el padre de la ahora Monserrat, ni con el empleo que me había ofrecido, pues no sólo no la había hecho reír, sino que Don Jonatán ya no podría verla, ni tendría yo la mitad de su reino jamás. Dicho de otra manera, la necesidad de que me comenzara a dedicar a mi empleo era innegable.

Comimos. Me paré de la mesa, le ofrecí un café y me sorprendió escuchar que no sabía si le gustaba o no, pues a sus veinte años y dos metros de estatura, no lo había probado nunca. Me esmeré y le ofrecí un café con leche delicioso. Pareció gustarle. Sentados sobre nuestra austera mesita ella me preguntó:

-Y bien. ¿Cuál es tu sueño?

-Mi sueño es en apariencia bien simple. Como sabes soy payaso de las calles. Hago reír mucho a la gente, y creo que me tienen estima. Sin embargo, mi sueño es realizar la rutina cómica perfecta. "¿Cómo es la rutina cómica perfecta?" me preguntarás. Te contesto...

Sentí muchos nervios. Era la primera vez que explicaría a alguien mi sueño. Aunque en alguna ocasión ya había yo presumido a alguna chica que mi sueño era concretar la rutina cómica perfecta, ello era más como para encandilar con una imagen de payaso idealista, pero sin mayores explicaciones. Explicar en sí a detalle en qué consistía esto no lo había hecho nunca. Tal vez porque nunca nadie me lo preguntó con tanta seriedad como Monserrat.

Tuve que explicarle primero de mis creencias espirituales, que le rezaba a la diosa Lakshmi, que creía en un tipo de liberación y que ésta era, por necesidad, sinónimo de la felicidad máxima. Le tuve que contar el concepto sánscrito Shivaísta Mâya, que en resumen indica que nada de lo que ocurre en este plano es real, que es un mero juego, la danza de Shiva, y que lo importante es nuestra intención esencial y el aprendizaje que se logra mientras se vive, que la moral es una idiotez porque no hay cosas buenas o malas, y que entre la película The Matrix y la vida real no hay gran diferencia. Por supuesto, tuve que contarle la película de The Matrix, pues como todas las películas que existen, ella no la había visto. Luego le conté, en medio una excitación que me tenía totalmente absorto, lo relativo a las las rasas de la estética de la India, y le expliqué que definen los nueve sabores fundamentales a través de los cuales uno degusta la vida. Ella parecía muy interesada, con sus ojos verdes con las pupilas completamente dilatadas, sin perder detalle de nada de lo que le decía, como queriendo saber más. Le dije que las primeras rasas eran El Humor, El Erotismo, La Ira, El Heroísmo, La Tristeza, El Miedo, El Rechazo y La Sorpresa. Le comenté que la novena y más elevada rasa se denominaba Shanti Rasa, y que ésta encierra la ecuanimidad y la paz. Le dije también que en el sistema clásico de la India se cree que si una obra de arte integra hábilmente combinadas varias de las rasas, el interactuar o presenciar tales obras puede conducir a quien la admira a Shanti Rasa. Eso quería hacer yo, una rutina que conjuntaza las nueve rasas y llevara al público a un estado en el que, inmersos en una ciudad gris como ésta, pudieran acceder a unos minutos de cielo, de dicha pura, de liberación.

Monserrat se ofreció a dejar que su cabeza pensara el asunto. Por un momento me pareció que ella ya sabía cuál era mi sueño, y no sólo mi sueño, sino que me pareció que, de hecho, ella tenía ya la respuesta en sus labios pero que tenía que guardar las apariencias de que le costaría trabajo pensar en ello, por compasión hacia mí, meramente. Ella era un ser humano excepcional, y para haber estado encerrada en su casa era una mujer sabia.

Me di cuenta que me sentía orgulloso de saber que vivíamos juntos, sentía orgullo de eso. Se llegó demasiado pronto la fecha en que Antonio y sus amigos llegaron a nuestra casa. Los amigos eran una pareja algo extraña. Él daba trazas de ser gay, sin embargo se tomaba muchas licencias con la chica que al parecer era su novia. El chico, de nombre Tomás, era alto, de piel blanca, con cuerpo fornido de gimnasio enfundado en una camiseta elástica que permitía ver lo que había. Los pantalones eran de mezclilla y ajustados, muy a la moda gay de la Zona Rosa, su cabello peinado en forma impecable con gel, su cutis bien cuidado, con boca ancha, nariz recta y una mirada muy penetrante. Sobresalían en sus mejillas unas patillas largas y recortadas a navaja. Ella, Sofía, era aperlada, con el cabello teñido de rubio, mediría un metro cincuenta centímetros, linda de cara, con boca carnosa, ojos grandes y negros rodeados de unas pestañas muy largas y arqueadas. La nariz era pequeñita y puntiaguda, seguramente de catálogo. Lo que también se arqueaba era su columna, pues se paraba sacando un poco las nalgas hacia atrás, que eran pequeñas pero redondas, y sus pechos eran pequeñitos y puntiagudos. La voz de la chica era ronca, casi masculina, y sus ademanes eran ambiguos, probablemente ella era lesbiana. Tal vez ambos eran sencillamente bisexuales. Antonio había traído consigo las nuevas gafas de Monserrat, mismas que la convirtieron aun más en una persona diferente.

Durante la velada abrimos una botella de vino tinto, el cual Monserrat también probaba por primera vez. Mantuve las carcajadas de todos, menos de quien me interesaba hacer siquiera sonreír. Monserrat bromeó un par de risas, construyendo a propósito unas muecas propias de la risa, pero sin reír, y creo que en ese instante me enamoré de ella. Su boca se abrió hacia los lados, ampliamente, y mostraba dientes largos y blancos, y una lengua muy roja. Eso es medianamente común, sin embargo, sus cuatro dientes frontales estaban muy parejos y acomodados uno a lado de los otros, inclinados un poco hacia atrás, dándole una gracia roedora a aquella fingida sonrisa, sin embargo, los colmillos, un poco superpuestos del resto de los dientes, largos y carnívoros, me hechizaron de inmediato. Nunca había visto bien sus dientes y tal vez por eso no tenía un propósito auténtico para hacerla reír, pero ahora que veía sus dientes, moría por verla riendo, mordiendo el aire con esos colmillos, ladrando risas al viento, con el brillo en sus ojos. Fue un momento importante, pero sólo yo lo supe. Supongo que miles de momentos como ese ocurren diariamente, y quienes los causan no se dan cuenta. Pude advertir que no era el único enamorado de Monserrat, pues la tal Sofía cada vez era un poquito más descarada en coquetearle a mi supuesta chica. So pretexto de ser femeninamente tierna había empezado a magrearla sutil e inocentemente. Advertí que Monserrat, si bien no reía, era bastante capaz de arrancar las carcajadas de Tomás, Antonio y Sofía, y las mías, por supuesto. Y conforme hablaba yo sentía que entre sus colmillos estaba, ensangrentado, mi corazón.

Decidí que durante esa primera semana no trabajaría. Me dediqué, por el contrario, a dejar la casa a nuestro gusto. Monserrat opinó mucho acerca del decorado y el apartamento quedó justo como era de esperarse, con una mitad con el sello de ella y la otra con el mío. Eran días extraños, pues íbamos a rentar películas que, a mi juicio, eran elementales de ver. Monserrat, descubrí, tenía afición por leer revistas, y agarraba parejo, de espectáculos, de geografía, de modas, de política, de consejos de belleza, de música, en fin, de todo, y leía también libros. Su lado de recámara se había empezado a llenar de papel, y pareciera que esperara que llegara la servidumbre a acomodar todo, pero no teníamos servidumbre. Nos dimos un tiempo para llevarla al médico, quien pidió hacerle unos análisis de sangre y otros estudios. El médico me comentó que había muchos tóxicos en su cuerpo como para poder determinar su verdadero estado de salud, así que le prescribió una dieta especial y unos medicamentos. Todo eso lo tuve que pagar yo, pero, a diferencia de cuando tuve que pagar parte de la casa, tratándose de la salud de Monserrat no me importaba gastar, sin embargo, en mi cabeza martilleaba la idea de que urgía que yo comenzara a trabajar.

Por esos días Monserrat recibió una vez más a Sofía, y se entendían entre ellas. Yo me sentía acongojado y hasta carnudo de ver lo evidentes que eran los arribos de Sofía, quien a leguas se veía perdidamente impresionada por Monserrat, se veía dulce, tierna, con el culo hecho agua sólo de estar escuchando las eruditas palabras de Monserrat. Probablemente, y era algo que yo no me había planteado hasta ahora que las veía juntas, Monserrat era un poco o un mucho lesbiana, y no era para menos, su madre era una reputa que bien pudo llenarle la cabeza de aversión a los hombres. Sin embargo, yo nunca comulgue con la idea de que un homosexual lo es por traumas, u obligados por alguien. Prefiero la idea de que alguien es gay porque le gusta y punto. Sentía celos, pero eran unos celos irracionales de ver que en la divina boca de Monserrat afloraba un antecedente prehistórico de una risa futura, y eso sí que me aplastaba. Su virginidad sexual no me interesaba tanto como la virginidad de su risa.

Por fin llegó el día en que tuve que ir a trabajar. Me fui a la plaza de Coyoacán, pues no quería que los sabuesos de Ruana me atraparan tan fácilmente en los lugares que antes estilaba. A estos espectáculos me acompañaba Monserrat, que resultó ser una buena ayudanta de payaso, pues algo en su cara les decía al público que era importante que colaboraran. Ella me miraba con ojos interesados, como si estuviese descubriendo una faceta de mi que le resultaba tan interesante como inimaginable. Básicamente supongo que se preguntaba "¿Es cierto que Basil está haciendo esto?", "¿A esto se dedica?", "¿Esto es un trabajo?". Hice reír a mucha gente. Ya me hacía falta recibir ese dulce sonido en mis oídos.

Las ganancias habían sido buenas y podría decirse que habíamos trabajado los dos. Se lo hice saber a Monserrat y se sintió muy orgullosa de saberse útil en el mundo. Llegó entonces que agotamos un poco la plaza de Coyoacán y tuve que ir rumbo a la Colonia Roma. Como Monserrat me comentó que quería ver The Matrix por tercera vez, decidí ir sólo.

A lo largo de los días se había apoderado de mi una tensión sexual muy fuerte, pues aunque no hubiese una intención abiertamente romántica entre Monserrat y yo, durante el día acostumbrábamos ir abrazados, y yo sentía sus carnes, olía su aroma, me embriagaba de su energía y de su presencia, pero así de inmerso hasta el cuello de ella, no sólo no consumábamos nada, sino que pareciera que no era el tiempo de hablarlo siquiera. Cuando vivía sólo estos periodos sin sexo no eran problema alguno, pues bien podría masturbarme y listo, pero ahora era imposible, pues en casa siempre estábamos los dos, y a mi me daría pena salir del baño con una sonrisa de alegría que revelara mi afición por la puñeta, y en la calle siempre iba con ella. Me sentía ruin de saberme en la calle y deseando que alguna chica golfa encontrara en este pobre payaso un alivio al ardor de su entrepierna, pues en el fondo me sentía atado a Monserrat, y ninguno de los argumentos que me construía en la mente eran suficientes para darle un toque digno a una verdad más simple, que estaba caliente y que el pito me explotaba.

Pude ir a una tienda de artículos sexuales y meterme a alguna cabina privada y masturbarme con alguna película de mi agrado, pero, como ya iba vestido para el trabajo, no necesito explicar lo difícil que era para mi entrar a un lugar como estos vestido de payaso, comprar un par de monedas para las cabinitas, perderme en el interior de una de ellas y salir sonriente con el pantalón de tela rojo brillante manchadillo con una gotilla de no sé qué en los genitales. Llegué a un lugar, hice mi acto. Una tipa muy buena rió como hiena con mi espectáculo, y yo le coqueteé un poco, pero ella de alguna forma me dio a entender que los payasos no entraban en su dieta. El dinero fue escaso. Y así, tan patético como puede ser un payaso triste, regresé a la casa. El viento era una especie de violín que trazaba mi camino.

Nunca en la vida había yo compartido la casa con alguien, es decir, con alguien con quien pudiera decir "mi casa". Había vivido en albergues de lo peor donde compartía la casa con un puñado de malvivientes que encima variaban semana tras semana, y eso no era una casa. Había llevado algunos buenos amores a mi casa y, si atendían mis súplicas, se quedaban a dormir conmigo. Sin embargo, vivir en forma con alguien era algo nuevo para mi. Tampoco éramos Monserrat y yo como dos estudiantes que comparten la habitación, no, éramos otra cosa, y eso lo sabía ella y lo sabía yo. Otra cosa, sólo cuando uno vive con otra persona puede sentirse en derecho de entrometerse en la vida del otro.

Podría contar una historia típica de payasos. El payaso llegó a su casa e intenta meter la llave en la cerradura. Sus dedos son torpes y se le caen al suelo las llaves, al agacharse por ellas se pega en la cabeza y se levanta sobándose la frente, haciendo bizcos. Mete la llave a su casa, gira la llave y ésta se le quiebra, quedando en su mano sólo el rabillo inservible. Camina con esa gracia que tienen los payasos y se dispone a trepar por un pequeño barandal que conduce a la puerta de servicio que queda en la cocina. Al intentar trepar el barandal sus pantalones se le enganchan en alguna ramita y éste se le baja cada vez que lo intenta, dejando ver la rayita de las nalgas. Por fin entra a su casa, silencioso, deseando darle una sorpresa a su mujer, probablemente espantarla, aunque no la escucha. No hace casi ruido. Avanza en penumbras creyendo que su mujer no está en casa, o pensando que si lo está, esta dormida. Con sorpresa ve cómo la puerta de entrada tiene una especie de alarma casera, un bote con una campana encima que, al abrirse la puerta principal armaría un escándalo. Eso se le hace raro. Da unos pasos. A su espalda, tal cual si fuese un pájaro picando en tierra, se ve volar una blusa. El payaso revira en dirección de la sombra que atajó la luz a sus espaldas y ve en el suelo la blusa tirada. Luego, se sorprende al ver volar frente a sus narices un sostén. Sus cejas se alzan y su rostro en general pasa de una mueca de asombro a una mueca seductora y pícara. Se lleva las manos a desatar la corbata que lleva puesta, una roja con tremendos lunares amarillos, en señal de que se está evaporando de la calentura. En la cabeza aun lleva un sombrero y en la solapa una flor feliz. Haciendo gala de su sensualidad de payaso se quita los tirantes de los hombros y su pantalón va a caer al suelo, replegado, dejando ver sus piernas flacas, sus calzones, que forzosamente son boxers con figurillas de las caricaturas de moda, mientras que sus calcetines son de rombos. Escucha un ruido y pone su carita triste, la flor de su solapa se tuerce hacia el suelo en evidente desgana, él se lleva el índice a los labios, representando una humillación cómica. Temeroso, cubre sus ojos con sus palmas, pero dejando huecos que le permiten verlo todo. De haber un público éste se reiría, pues el ruido que oye es un gemido de mujer, probablemente de la suya. El payaso mira hacia el tapanco donde está su cama y observa cómo su mujer está de rodillas a la orilla de la cama, sujetando dos muslos que le conducen en ruta de la gloria, mientras dos manos la sujetan del cráneo obligándola a dar una buena mamada.

No ocurrió así en realidad. Entré por la puerta principal con mi llave intacta, no se me rompió la llave ni había una alarma casera, no era un ser temeroso como el de la historia que acabo de contar, entré pisando fuerte, haciendo ruidos a propósito para hacerme notar por Monserrat y quien quiera que estuviese revolcándose con ella. Sofía, en medio de su éxtasis voltea a verme, me sonríe, pero con sus manos afianza la cara de Monserrat a efecto de que ésta siga hundida entre sus piernas. No entiendo. O bueno, si entiendo, pero no quiero entender. Sofía está desnuda, Monserrat sólo lo está de encima, y ni siquiera completamente, pues lleva su sostén. La piel de Monserrat está completamente enrojecida, la sangre se le ha agolpado en la piel e imagino cuál será su temperatura, pues está completamente en llamas. Sólo veo cómo se mueve la cabeza de Monserrat e imagino las maravillas que está haciendo con su lengua. Sofía está ida, en un cielo para mi desconocido. Mi bragueta se comienza a abultar.

Monserrat hace un esfuerzo para zafarse del abrazo de Sofía. Me dice "Hola". Yo le saludo. Su mirada era tierna e inocente. Se vuelve a ver a Sofía y su mirada cambia, se torna perversa, aguda, posesiva. Estira su mano y le encaja dos dedos en el coño a Sofía y ésta arquea su espalda y se retuerce como si dentro de su vulva estuviesen los controles de su existencia y Monserrat los estuviese manipulando a placer. Luego de ver un rato el conmovedor espectáculo que representaban este par de mujeres me quedó muy claro que Monserrat llevaba en la sangre los genes de la perversión más profunda, y que si no los utilizaba era por su propia integridad, sin embargo, capacidades sí tenía. Monserrat estaba de culo hacia mi, llevaba unos pantalones de mezclilla que así empinada dejaban ver un culo enorme. Sus pechos eran turgentes, generosos, de un color naranja exquisito, cubiertos por un sostén blanco que brillaba como la aureola de un santo; su espalda mostraba músculos firmes y bien delineados, justo como los de Ruana. Sólo de imaginar los colmillos de Monserrat hundidos en aquel coño hinchado me daban ganas de correrme.

Una cosa noté. Monserrat le metía los dedos de la mano al coño, le sobaba el clítoris con las yemas de la mano contraria, le besaba las tetas a Sofía, le besaba en la boca, y sin embargo pareciera que ella no estaba obteniendo nada para ella, como si su cuerpo estuviese a micro distancias del otro, y que el otro temblara ante su no contacto. Sofía estaba loca, completamente borracha de gozo, pues la chica que había conocido días antes, esa alta que le había gustado tanto, esa que hablaba en aquella forma que la ponía tan caliente, esa que flirteaba en las narices de su novio, le estaba sacando todo el provecho sexual que ella deseaba darle.

De un bolso que seguramente traía Sofía, sacaron un cinturón con un dildo. Monserrat se quitó los pantalones y sobre las bragas ató el arnés con verga a la cintura y al instante tenía un pene muy particular. Sofía se abrió en compás y Monserrat, sin titubear, la atravesó. Un grito agonizante me dijo que Sofía había muerto al recibir la empalada y que al movimiento del pene falso había renacido, y luego muerto, y luego resucitado otra vez. Monserrat la trataba como le daba su gana, pues era más grande que ella, más fuerte, mas mujer y más hombre que su amante. Las piernitas de Sofía las había acomodado Monserrat sobre sus hombros, colocándola tacones al infinito, tratándola como un hombre rudo trata a una puta. Monserrat extendió su brazo derecho y encajó los dedos en la boca de Sofía, para que ella se la mordiera y degustara su propio sabor, el de sus jugos que había vertido en aquellas yemas resbalosas. La penetración de Monserrat era tan certera y tan implacable que la mano en la boca era en realidad una garra de una bestia que estaba dispuesta a preñar aquella lesbiana aun en contra de su voluntad, solo que en este caso la lesbiana en cuestión no tenía objeción alguna en ser inseminada por la fantasía. Pensé que con seguridad Monserrat había sido, en su reencarnación pasada, un hombre, y no sólo un hombre, sino un gran amante, amo y señor de las piernas abiertas, seguro de su embiste, apasionado de penetrar, dueño de la mujer que penetra. Las caderas de Monserrat bombeaban con una cadencia que me tenía hechizado. De ser ella hombre se estaría regando cada vez que arremetía hasta el fondo. De ser mujer yo querría un hombre que me jodiera así, completamente. Aprendí mucho de las mujeres viendo a Monserrat joderse a su amiga.

Yo estaba muy caliente, pero también fuera de lugar. Mi cuerpo vaporizaba. Me dirigí mejor a la cocina, encendí algunas velas para no iluminar innecesariamente aquella cueva de amor, encendí incienso, apoyando las faenas amatorias de mi, ¿Novia?. Abrí el refrigerador, saqué manzanas, apio, piña en almíbar, crema de leche para repostería, de la alacena saque nueces picadas y pasas. Me puse a pelar las manzanas y a picar todo lo demás para hacer una ensalada de manzana. Mientras pelaba las manzanas miraba de reojo al par de mujeres sudorosas, con sus cabellos ensortijados. Los gritos de Sofía eran un llamado muy profundo a mi sexualidad, de hecho mi verga se retorcía violentamente cada vez que ella gritaba que más profundo, que la abriera más, que más fuerte. Por fin, la chica menudita se derrumbó de placer, y Monserrat, como buen caballero, la embistió un poco más y luego se deshizo en caricias de gran ternura como limpiarle el sudor, besarle los párpados, retirarle el cabello de la cara, masajear un poco su espalda.

Yo, sin saber todavía mi lugar en todo esto, subí las escaleras para llevarles a la cama la ensalada. Ellas se sentaron en la cama, se recargaron en la cabecera para disfrutar de su lasitud, hinchadas, rojas. Sofía, quien todavía desconfiaba de mi generosidad, dijo para hacer empatía:

-Eres un amor. Mira-dijo en dirección a Monserrat- nos alimenta después de que nos amamos. Que lindo la verdad. Si hubiera más hombres como tu habríamos menos lesbianas.

-Que rico- dijo Monserrat quitándose el pene falso de la cadera. Contra pronóstico, yo no deseaba acostarme con Monserrat, pues pese a su belleza, no deseaba compartir nuestra primera vez, si es que la había, con una presencia extraña. Además, estaba tan caliente que me correría en un par de minutos.

-Se veían lindas haciendo el amor.- dije lleno de honestidad.

-Cuando quieras show nos dices.- dijo Sofía. Monserrat no dijo nada, su rostro estaba dejando de parecerse al de Ruana y comenzaba a parecerse a ese hermoso ratón de biblioteca que es mi novia.

Se comieron la ensalada. Yo sentí un disfrute muy primitivo, como aquel que sintió un cavernícola anónimo cuando llegó a la tribu con frutas y su amada escogió la mejor y la mordió, haciendo homenaje a su día de trabajo. Al instante que subí, Sofía debió advertir que sobraba. Monserrat se había volcado en prestarme atención a mi y poco reviraba en su amante. Me quedó claro que aquello no tenía que ver con aquello intocable que existía entre Monserrat y yo, que por cierto no sabía yo bien qué era. Sofía empezó con las provocaciones.

-¿Y no te excitó vernos?

-Mucho.

-¿Cuánto?- Insistió con voz ronca.

-Te digo que mucho.

-¿A sí? ¿Qué te excitó más?

-No puedo decírtelo sin resultar injusto.

-Si me dices te doy una mamada.

-Dámela si quieres, pero no te diré.

-¿Seguro que estás renunciando a una mamada?

-Si ésta tiene como precio algo que no quiero hacer, si.

-Te digo que tu y él son muy afortunados de tenerse –le dijo a Monserrat- ningún hombre normal se resiste a una mamada ¿Me permites?

El me permites era en el sentido de que Monserrat le diera permiso a Sofía de darme una mamada. Monserrat asintió con la cabeza pero mirándome a los ojos. Sofía me abrió la bragueta y se encontró una verga pulsante que hacía tic tac sola, dispuesta a estallar con o sin sexo oral dentro de un par de minutos. La boca de ella, caliente aun por el amor que le había hecho Monserrat, me trató con una delicadeza excepcional. Fue una chupada muy dulce, si cabe, pues primero se dedicó a distender en todo mi glande las gotas de fluido que habían comenzado a salir del ojo de mi pene. Con su lengua caliente recorrió la blanda piel de la punta de mi verga. Luego con los labios hizo un ovillo y comenzó a engullir cada centímetro de mi tronco.

Sofía estaba en un papel de una lesbiana sacrificada que no disfrutaba de hacer aquello por mucho que a mi me gustara su trabajo, y cuando mucho sentiría de todo esto solamente el orgullo de saber que era una buena mamadora y que si le gustaran los hombres podría sentir la vanidad de saberse muy buena. Su mano y su boca hacían un trabajo estupendo, llenando de saliva mi cilindro, haciéndolo topar con las amígdalas, y frotando mi falo empuñándolo con su manita delicada haciendo muestra de gran habilidad. Todo mi cuerpo estaba inundándose de amor, al grado que pensé que mi verga terminaría de convertirse en un cilindro luminoso, en una luz de Bengala, en un tubo de radio visto con una cámara Kirlian. Si alguna vez Sofía corrió el riesgo de volverse hetero al contacto de una verga, esa ocasión debió ser esta, pues entre sus dientes lengua y paladar no estaba ella albergando un pene, sino el dedo índice de un arcángel, pues yo estaba convertido en amor.

Yo cerré mis ojos, pues no quería ver los ojos de Monserrat recriminándome nada, sin importarme que dentro de mis párpados la imagen que viese fuese precisamente la de ella. Estaba disfrutando en un sentido muy distinto al de siempre, pues de ordinario no me gustaba cerrar los ojos, al contrario, los abría para sentir en la membrana de mis ojos la caricia de las imágenes de belleza, y sonreía, y ahora cerraba mis ojos y la fuerza al hacerlo hacía que mis cejas se fruncieran como si estuviese sufriendo, sin embargo, sentí como un par de dedos me abrían los párpados para que yo no dejase de mirar, como si fuesen mis ojos la boca de un bebé que debe tomar su medicina y los dedos de Monserrat los de su madre que le abre, con fuerza pero con amor, las quijadas para hacerle beber la cucharada de salud que ella le va a dar. Frente a mi estaba Monserrat, el único y auténtico antídoto a mi muerte, clavándome los ojos con toda su profundidad, leyéndome el alma, abrazando la debilidad de mi cuerpo y trepándose en la barca de mi alegría y de mi placer. Mis ojos conectados a los suyos, mi respiración al unísono con la de ella, y en mi verga una boca hambrienta y experta. Mi respiración se aceleró, la mirada de Monserrat se entristeció un poco, no sé si por mi o por su inocencia, pero justo cuando iba yo a empezar a regarme ella tomó mi cabeza de la nuca y atrajo mis labios a los suyos, depositando en mi boca su amor, su elección, su fe. Y yo, sumido en esa gloria, con el pene luminoso, comencé a regarme en la boca de Sofía, emanando miel pura, atragantándola con tanta leche que tenía yo almacenada. Monserrat se separó de mi boca, como si le diera pena que su amiga nos viese. Un puente de saliva nos unía todavía. Sofía, con la boca llena de semen, dijo no sé que cosa acerca de que mi semen tenía muy buen gusto y no le costaría sacrificio alguno tragarlo, quiso de alguna manera llamar la atención, sin embargo ignoraba que sobre su cabeza, y con su complicidad, nos habíamos dado Monserrat y yo nuestro primer beso.

Ellas dos habían tenido sexo, pero en ello Monserrat no había tomado nada para sí. En este beso que me había robado, había tomado todo lo que yo era. Así de relativa es esta existencia humana, el sexo puede no significar nada, y un beso significarlo todo. Luego de besarme, sonrió.

¡Sonrió!

Con sus divinos colmillos sonrió. Mis ojos se cubrieron de lágrimas, conmovidos, y ella entendió, sin lugar a dudas, que la amaba, que me declaraba su hombre, que vivía para ella. Sentí tal arrebato en el pecho que casi muero ahí mismo. Alcé mis ojos al cielo agradeciéndole a Lakshmi, a mi amada diosa, el cumplir a través de Monserrat todas sus promesas de dicha, así que supuse que mi amadísima Lakshmi me estaba retribuyendo años de fidelidad y devoción, concediéndole a Monserrat el lujo de portar su risa, la de la diosa, en medio de aquellos labios, dientes y colmillos, tan humanos. Me quedé muy conmovido. ¿Será que la diosa me había concedido la gloria de encontrar a mi compañera de siempre? En el shivaísmo creemos en la reencarnación. Y si bien la idea de las almas gemelas es una idea muy romántica en la creencia cristiana occidental, en el marco de las creencias orientales adquiere un significado exponencial. En occidente el alma gemela es una persona predestinada para vivir contigo esta vida, y te acompañará hasta que llegue el fin de los días en el cual ambos irán a parar al cielo o rodarán en el infierno, mientras que en oriente el alma gemela es una persona destinada a acompañarte siempre, a lo largo de todas tus encarnaciones, es alguien que te amará en esta vida, que te amó en la pasada, que te amará en la futura, es tu aliada más profunda, tu mayor bien, su socorro y tu peldaño, la mitad completa de tu propio ser, esa que no se irá nunca, de la cual sólo te separas al unirte con la divinidad, de la cual ella también forma parte, y en la cual también se diluirá algún día.

Monserrat y yo nos acostamos. Por primera vez dormimos abrazados. Antes de dormir mi collar se agitó violento, como si mi pasado me reclamara para sí, sin embargo, en esta noche más que en ninguna otra, sentí un impulso del destino que me atraía, inevitablemente, a lado de Monserrat. Tanta dicha me hizo entrar en una reflexión muy remota, casi chiflada. Por un momento atraje a mi mente el origen de la separación del collar y el enfoque romántico que había pasado por mi mente al trozarlo y dividirlo en dos. No lo dividí porque le hubiese adjudicado una dueña, sino más bien era como una especie de trampa o apuesta para almas gemelas, pues pensé, que quienquiera que colgara ese collar a su cuello era por ese solo hecho mi contraparte. En ese entonces, mi desplante de dividir el collar era también un reclamo callado a Aleida por cambiarme tan fácil, y el hacer mi otra mitad de collar era como un reto para ella, para que no se creyese tan especial, como si le dijera que mi alma podría pertenecer a la chica que fuere, a cualquier mujer que corriese con suerte de colocarse el collar, y que lo nuestro, por intenso que fuera, era perfectamente pasajero.

Era un orgullo mezquino y más bien propio de un perdedor ardido. Sin embargo, por mi mente cruzó una historia paralela y preocupantemente imaginaria, imaginé que Aleida, o quien fuere, entraba en mi antigua casa, se ponía el collar, es decir, caía en mi trampa para almas gemelas, y al instante se convirtiera en mi novia sideral, o tal vez ya lo era y solo reclamaba su corona. Esa novia sideral sin duda no estaría muy a gusto con la presencia de Monserrat en mi vida, pues esta enorme chica pelirroja era capaz de distraerme de cualquier propósito o destino al cual estuviese llamado, así fuese un compromiso con mi alma gemela. A cada beso, a cada instante de felicidad con Monserrat, mi alma gemela, mi verdadera alma gemela, se retorcería de tristeza y humillación. Y si bien el origen de los dos collares, aunque se pudiera disfrazar de hijo del amor, en realidad era fruto de un rencor y despecho, y por tanto su fin era hacer retorcer a alguien, ahora que sospechaba que sus alcances pudieran ser más serios, no me provocaba satisfacción alguna en su efecto retorcedor.

Eran figuraciones mías, supuse. Sentí impulso de ir a mi casa, recoger el collar y coronar a Monserrat como mi reina absoluta, pero sentí miedo. Mi miedo era como darle credibilidad a mis figuraciones. Lo que hice fue quitarme el collar del cuello y colocarlo en un cajón de olvido. El collar, otrora anaranjado y brillante, se tornó gris y opaco. De ser ciertos mis temores, esa noche tomé la decisión más difícil de mi vida: cambié de alma gemela. La cambié abrazando una nueva, robándosela a su auténtica pareja, aunque esa no era la parte difícil de la decisión, pues me importaba bien poco la suerte del novio cósmico de Monserrat; la parte difícil era que dejaba abandonada a mi auténtica alma gemela, la dejaba sin contraparte, siendo ingrato, que es lo que mi diosa Lakshmi tanto censura. Puse pues un alto a mi alma gemela, dejándola en una negrura inmerecida. Monserrat habló dormida y dijo "No te preocupes. Nada es como es. Todo volverá a su normalidad". Por un momento pensé que los dioses habían colocado aquellas palabras en la boca de Monserrat, y me recosté en paz. Fui esa noche el hombre más feliz del mundo.

Si bien Monserrat había sonreído, todavía no conseguía hacerla reír. Mi destino no era del todo claro, pues cada día me acercaba más al alma de Monserrat pero me alejaba más de su cuerpo, al cual ya había empezado a desear salvajemente. ¿Sería que me había enamorado de una lesbiana literalmente impenetrable?.

Si es tan lesbiana como vegetariana mi destino era, desde ya, un destino triste. Si ella me amara a mi, pero no tolerara mi cuerpo, tendría que buscar carnes en las cuales alojarme y eso traería una dinámica de pareja muy particular, y una confusión total a mi corazón. Monserrat me debía una respuesta. En sus manos estaba encomendando el sueño de mi vida. La historia a su lado apenas comenzaba, y creo que el enigma del significado de su sueño de Caín estaba por resolverse.

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