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Diez de mayo con mi tia (6)

en Amor filial

DIEZ DE MAYO CON MI TÍA VI

El hombre tiene un arreglo muy simple. Me puse un traje de lino en color crema, unos zapatos muy estilizados color beige, un cinto café, calcetines nada, un cinturón café, me rasuré a manera de quedar con una piochilla de cabello en la barbilla y un bigotillo que me trasladaba en el tiempo a los años cuarentas. Mi tía sacó de una cómoda un sombrero Panamá para regalármelo. Siendo yo joven y vestido así ofrecía un espectáculo nostálgico y la añoranza de tiempos idos. Estuve listo muy rápido, aunque eso no era razón para salir de la habitación.

Me senté en el sillón, me puse el sombrero, crucé la pierna y encendí un cigarrillo –aunque no fumo- sólo para dar una estampa de padrote. Mi mamá y mi tía se rieron de mi caracterización y se cuchichearon comentarios acerca de lo adecuado que estaba vestido para ir a bailar salsa.

Todo aquello era exquisito. Yo estaba sentado en el sillón viendo como aquellas mujeres pasaban de la desnudez a la tropicalidad. Mi madre se enfundó en un vestido rojo algo escotado que dejaba ver sus generosos pechos, el largo del vestido cubría por mucho sus rodillas, sin embargo, una abertura a un costado podía propiciar que, si ella quisiese, se le pudiera ver hasta bien entrado su muslo blanco; se colocó un collar de perlas que le había regalado yo hacía algún tiempo, se puso una pulsera y aretes a juego y en su tobillo brillaba una delgada cadenita de oro. No sé bajo qué pretexto se colocó un liguero que sostenía un par de medias color carne que no aportaban nada a sus exquisitas piernas, y lo cierto es que hubiera quedado bien sin ellas, o al menos no se le notarían en el vestido las marcas del liguero. De cierto a mi madre y a mi tía les importaba un comino que se les vieran las marcas de la ropa interior en la superficie del vestido, para ellas la ropa interior siempre era, en cierto modo, exterior. Me sentí un poco incómodo de pensar que cualquiera que fuese el sitio que eligiéramos para bailar salsa estaría sin duda infestado de hombres y que éstos no podrían quitar la mirada de las marcas del calzón y del liguero de mi mamá, pero vamos, en ello no había inocencia. Mi mamá se colocó además un sostén wonderbra de color carne, con tejido que emulaba hojas que abrazan los senos. Los zapatos de tacón eran el complemento de aquel atuendo incendiario. Se maquilló un poco más exagerado que de costumbre y se ajó a su cabello ondulado y brillante una enorme flor. Parecía una de esas bellezas de almanaque de mercado de abastos o una musa de taller mecánico, hermosa pero sin estilo, aunque yo ya aprendería al cabo de unas horas que el estilo era algo de lo que se podía prescindir.

Mi tía se enfundó en un vestido que de arriba era rojo, pero a diferencia de mi madre, el de mi tía tenía unos horrendos lunares blancos que ya sólo se atreven a usar las ratoncitas de caricatura en sus moños. Fácilmente su vestido era una auténtica prenda de los ochentas. Era un vestido que se cerraba por la parte de atrás con un enorme cierre, no tenía escote, sino que se elevaba hasta el cuello de mi tía en un arillo tipo Mao, además, no tenía mangas, lo que sacaba un mejor partido de sus puntiagudos pechos, le fabricaba una cintura apetecible y dejaba apreciar mejor lo marcado de sus hombros y brazos. La cadera estaba algo ajustada, se le veía como una hermosa pera, aunque luego la falda remataba con unos olanes incomprensibles. El vestido le llegaba casi a las rodillas, dando más volumen a sus pantorrillas, que no eran muy agraciadas. Ella no llevaba liguero, pero sí unas tangas de color rojo que se traslucían perfectamente a través de la tela blanca de la parte de abajo del vestido. Los zapatos de mi tía no tenían un tacón tan alto como los de mi madre, pero en general quedaban bien con aquel rompecabezas que era su indumentaria. El que se pintara los labios de color rojo y los párpados de color azul con sombras que asemejaban ojeras era simplemente predecible.

En el camino mi tía comenzó a hablar de algunas cosas de interés, temas que la vieja bruja de mi madre ya había adivinado desde ayer.

-¿Les parece que les cuente una inquietud que tengo?

-Si- dije yo.

-Por favor cuéntanosla- dijo mi madre.

-No están ustedes para saberlo, ni yo para contarlo, en realidad, pero les hecho de menos todo el tiempo. Los fines de semana son como una bocanada de aire porque los veo, y cogemos, y nos reímos, sin embargo, durante la semana puedo llegar a sentirme devastada. Sé que puedo descolgarme para acá y verles, pero luego tengo que regresar a Saltillo y eso me encabrona. Me encabrona llegar a la casa y no verles, o no poderles ver, o no poder tomarme un café con ustedes, ¡chingado!. Para no dar tantos rodeos: me gustaría que se fueran a vivir conmigo a Saltillo.

Mi madre movió la cabeza como si tuviera mil objeciones, pero antes de que las expresara mi tía acudió espontáneamente a contestar las posibles preguntas que pudieran surgir.

-En cuanto al trabajo no tendrán problema, yo les ayudo a conseguir trabajo muy fácil. Nada será como en nuestro apartamento, obvio, ya que el mundo no es como nuestro apartamento. Tendríamos que fingir un poquito de decencia, ya saben, vestir de manera más recatada, allá tú serías mi hermana, Lucas sería mi sobrino, y yo la viuda filantrópica de siempre, y aunque sé que eso de fingir es algo que no va con nuestra forma de ser, en mi caso sería bastante capaz de fingir un poco con tal de tenerles cerca. Igual y no les invitaré a que vayan a misa conmigo. ¿Hacerme pendeja un rato? Yo lo haría por ustedes. ¿Contenerme y no correr a abrazarles y plantarles un beso en la boca? Lo tomaría como una rutina lúdica que acrecentara mi deseo para el instante en que sí pudiera hacerles el amor, estaría yo contenta todas las horas del día pensando en la seguridad de llegar y encontrarles ahí. Los fines de semana podemos hacerle como hasta ahora, venirnos a Monterrey y hacer de las nuestras. ¿Qué me dicen? ¿Quieren tiempo para pensarlo?

-¿Y Lesbia?- dijo mi madre, implacable.

-Buena pregunta. No sé la respuesta. En todo caso tomaría el riesgo de que no se entere de nada. Ella seguirá siendo lo que es, mi hija, ella continuará estudiando y seguirá teniendo sus amistades, te seguirá queriendo como hasta ahora...

-Todo será perfecto y bla, bla, bla... ¿Qué pasará con ella? ¿Estará dispuesta a que vivamos nosotros ahí? ¿No crees que habrá problemas entre tú y ella? ¿Qué pasará si le empieza a coquetear a Lucas?

-Los hombres no son su predilección, hasta donde sé...

-Eso no importa, igual puede coquetearle y tú te tendrás que aguantar porque en teoría tú y Lucas no son nada, si acaso tía y sobrino, ¿O qué? ¿Le vas a decir a Lesbia que tú y él se cogen? Además no es pendeja, creo que notará que entre todos nosotros hay algo más que este amor de familia, sabrá que nos traemos ganas todo el tiempo.

-No creo que sea tan grave. En todo caso le preguntaré a ella si está de acuerdo con que ustedes vivan en la casa. Si acepta los colocaré en habitaciones bien distantes para que coincidan lo menos posible, y listo.

-Bueno, una vez que hables con ella nos avisas.

-Les aviso. Pero basta de ese tema, ya vamos a llegar.

Era sorprendente como en segundos este par de mujeres se organizaban tan al margen de mí. Ellas estaban decidiendo dónde iba yo a vivir y ni siquiera se preocuparon por ver si yo tenía alguna opinión al respecto. La tal Lesbia se me estaba convirtiendo en un verdadero enigma, de tal forma que no veía yo el momento de conocerla. Por otro lado estaba lo que mi madre había dicho, unas palabritas que salieron de su boca como si nada pero que resultaban tan impactantes para mí que no podía dejarlas volar como palabras al viento. ¿Qué significaba eso de "nos traemos ganas todo el tiempo"? ¿Ella me traía ganas a mí? Vaya, no podría siquiera contestar si yo le traía ganas a ella, que sería la respuesta que yo debería saber dado que la pregunta, esa sí, estaba seguro de hacérmela todos los días. Estaba confundido.

El coche se internaba en la Colonia Treviño, que no es ni la más elegante ni la de mejor reputación. Los focos rojos de las entrecalles daban una probada del tipo de lugares que había por ese rumbo, aunque de cierto, nosotros no nos metimos a las entrecalles, sino que deambulábamos por una avenida que no tenía un solo foco rojo. La avenida era como una tregua en medio de una guerra, zona de paz en el infierno, el ojo de un huracán. Me sentí con derecho de protegerlas.

-¿No hay lugares para bailar salsa que se ubiquen en un rumbo mejorcito?

-Sí los hay- contestó mi tía –pero en ellos la gente no sabe bailar, y los clientes están más preocupados en quedar bien con los demás que en divertirse. Al lugar al que vamos acude gente que de verdad le gusta la salsa, ahí todos están de acuerdo en que nadie es fino y que eso resulta liberador, porque pueden bailar sin miedo al ridículo, porque el ridículo no existe. Este lugar me lo presentó una amigo mío que es cubano, un día le pregunté que cuál era el lugar que los cubanos elegían para bailar salsa y me dijo que éste era el lugar, por encima de todos aquellos salones que se las dan de elegantes. La orquesta está compuesta por cubanos que están ilegales en el país, pero nadie se mete con ellos porque el dueño del lugar es comandante de la policía, luego aquí nadie hace pedo, nadie saca armas, nada de que te pones borracho y armas un San Quintín, aquí te aplacan de volada, es el lugar más seguro del mundo. Aquí es, mira. Si estallara la tercera guerra mundial yo correría a refugiarme aquí.

Nos bajamos del auto y un chico con cara de ladrón dijo ser el valet parking, mi tía le facilitó las llaves y le extendió un billete de cincuenta pesos. El chico se fue con el auto. Si me lo preguntaran, yo diría que esa era la última vez que vería el coche. Mi tía me pidió que por favor las abrazara a las dos al entrar. Pasé el brazo izquierdo por la cintura de mi madre, y el derecho por la cintura de mi tía. En las palmas de mi mano sentía la reminiscencia de sus nalgas rebotando debajo, centímetros abajo. Imaginé el andar de las cebras. La tela de ambos vestidos eran deliciosos al tacto, el olor perfumado de mis acompañantes me embriagaba, sus caderas chocaban con las mías intermitentemente. Rodeado por ellas lucía como el hombre más feliz y rico del mundo.

En la puerta saludaron a mi tía y a mi madre con familiaridad. Por alguna razón yo pasé sin siquiera pagar la entrada, era algo así como bienvenido. Una de mis fantasías es entrar en un restaurante donde todos me conocieran, donde todos al verme se alegraran, y sentirme como un goodfella con suerte. Tal vez no era un goodfella, pero esa noche sí daba ese reflejo de suerte, y algo que no se podía discutir es que todos voltearon a vernos cuando entramos. Muchos lugareños saludaban a mi tía y a mi mamá, y sin excepción todos se preguntaban quien era yo, tan guapo y tan atemporal, pero sobre todo, tan espléndidamente acompañado y envidiablemente consentido. Mi tía me acomodó una ristra de cabello que salió del sombrero, y con ese simple gesto le dijo a todos que yo era tan encantador que ella era capaz de acomodarme el sombrero y el cabello, que ella me servía con gusto, que me consentía si yo quisiese. Mi madre volteó conmigo y me dijo:

-Recuerda que aquí soy simplemente Delia. Evita decirme mamá. Y a Simone llámala por su nombre, ni se te ocurra decirle tía.

-Entiendo-

Nos invitó a su mesa un tal Juanelo. Supuse que se trataba de aquel amigo cubano que le presentó el lugar a mi tía. Era un tipo de unos treinta y seis años, y pese a que ostentaba algunas canas se podría decir que estaba en bastante forma. Era casi tan alto como yo, de tez morena, mirada lujuriosa, sonrisa amable pero retorcida, vestía de blanco y presumía un reloj de oro que elevaba su larguísima mano en dimensiones insospechadas.

-Delia, Simone, ¡Qué gusto verlas de nuevo por acá!

-Pues tú, que habías desaparecido...- dijo mi madre.

-¿Quién es el afortunado joven?

-Un amiguito nuestro- dijo mi madre.

Juanelo detuvo su vista en mí. Podría decir que le simpaticé. Yo me sentía extraño de ver cómo mi madre me negaba la calidad de hijo en mis propias narices. Pude entender que Juanelo llevaba más de diez años en el país y que el cabrón no había tenido la ocasión de desheredar su acento cubano. Las razones para semejante falta de adaptación eran bien comprensibles, a él le convenía que su identidad exótica no se perdiera, así, haciéndose el extranjero, obtendría más y mejores compañías. Cuanto malinchismo, siendo que nosotros somos los extranjeros exóticos del resto del mundo.

En un abrir y cerrar de ojos Juanelo ya había llevado a la pista a mi madre. La estaba haciendo cómo él quería. Era un gran bailarín y, para mi sorpresa, mi madre también lo era. Había tanta gracia en su baile que uno quedaba hipnotizado. En general los hombres del lugar se quedaban mirando a mi madre, fascinados, deseando meterle la verga sin duda, pero nadie se metía con Juanelo. Mi madre había comenzado a sudar. Comprendí que el truco del liguero era una treta sucia que mandaba a la lona a cualquier oponente femenina, que uno siempre elegiría a la que trae el liguero por encima de la que no lo trae. En su baile, de vez en vez Juanelo tomaba de la cintura a mi mamá y la restregaba contra su cuerpo. Mi mamá estaba encantada. No tardamos en ponernos a bailar mi tía y yo.

Hay que aceptar que no bailo mal, pero comparado con Juanelo mi danza estaba condenada a ser pobre. Alternamos de pareja. Me sentí curiosamente a gusto bailando con mi madre, y raro de que me mirase como si me estuviera seduciendo. No sé si a suerte de una cálida nostalgia no perdía de vista cómo rebotaban sus tetas cada que daba un giro. Bailamos con mucho frenesí y ella estaba realmente divertida. El que mi mamá fuese una mujer prohibida para mí no hizo sino hacerme conciente de cada uno de sus roces, roces que me serían irrelevantes si provinieran de otra mujer, así, si se tratara de cualquier otra mujer, oprimir sus pechos con el antebrazo, o meter una de mis piernas entre las suyas y sentir en el muslo el inocente calorcillo del coño, o el sólido pero vibrante tacto de la cintura convirtiéndose en culo, o el olor del aliento embriagante, o la fragancia penetrante de detrás de los oídos, o el corrosivo encanto de sus sudor y el mío mezclándose en el choque de mejillas, o la presión de sus manos en el hombro, o nuestras pelvis juntándose con fingida inocencia, o el rasgar de una sonrisa en el corazón, o cualquier otro roce, como digo, con otra mujer sería normal e irrelevante, pero ella no era cualquier otra mujer, era ni más ni menos que mi madre, y cada roce era sometido a juicio inmediato acerca de si era correcto o no que lo estuviera yo disfrutando tanto.

La música sonaba estridente. Todo lucía como muy de arrabal, los clientes no eran latinos metrosexuales, sino gente corriente que de vez en cuando baila; con todo, Delia, Simone, Juanelo y yo, éramos los más hermosos del lugar. Viendo el sitio en que estábamos consideré que la vestimenta de mamá y mi tía era la adecuada, acaso y estaban elegantes, es decir, con un riesgo y habría que pedirles que se vistieran aun más mal, para no lucir presuntuosas.

Nos fuimos a la mesa y continuamos bebiendo margaritas, mismas que preparaban algo cargaditas de tequila. Las margaritas estaban condenadamente buenas, quizá tomé un poco de más. En un momento, mi tía y mi madre se pusieron a bailar entre ellas un par de canciones. Si aquel lugar no fuese propiedad de aquel comandante de policía, creo que todos los hombres del lugar se hubiesen sacado las vergas del pantalón y se hubiesen masturbado, cosa que supongo les habría encantado a mi tía y a mi mamá. Ellas dos convertían aquel lupanar de mala muerte en un cabaret de lujo, lo ponían de moda. En el fondo detestaba que los rumbos de mi madre fuesen estos, pero sin saber por qué. Como un esposo que sabe que está casado con una puta, sospechaba de todo aquel que saludaba a mi madre o a mi tía, y muy a mi pesar, ese coraje se agolpaba en mi verga a manera de una erección. Juanelo y yo las mirábamos con atención. Juanelo se dirigió a mi.

-Y tú, chico, ¿Eres novio de una de ellas?

-No...- contesté.

Supongo que me estaba preguntando para cuidar de no incurrir en faltas de respeto y cosas así. En su mente le quedaba claro que si ellas me habían presentado como su amiguito, y yo le aclaraba que no era novio de ninguna de las dos, aquello no significaba otra cosa que yo era una verga a servicio de las dos. Aclarado el punto, comenzó a organizar una fiesta.

-Son buenas amigas. Muy ricas las dos, coño. Mira nada más cómo mueve el culo la Delia. Mami.

Supongo que mi cara no fue graciosa cuando tenía a este cabrón diciéndole "mami" a mi mamá. Desde luego ese "mami" tenía una connotación muy distinta en su boca carnosa que en la mía. Le pareció extraño y se intentó justificar.

-No te enfades, amigo, en Cuba no es mal visto que uno le llame culo al culo.

-No te preocupes. Sé lo que es un culo.

-Seguro. ¿A cuál quieres?- preguntó con soltura.

-¿Perdón?- dije sobresaltado.

-¿Qué a cuál quieres para cochar? Te recomiendo a Delia, da las mamadas más deliciosas de este mundo, y no es que Simone esté mal, pero a mí me gusta más Delia. Es un lujo total, chico, sé lo que te digo, está sabrosísima. Una vez que la amas no te puedes quitar su concha de la mente y la vida se te va en esperar a tenerla de nuevo.

-Elijo a Simone...

-Ya dijiste.

La cosa estaba muy clara. Sabía en qué acabaría todo esto. Lo que no sabía era, desde luego, los detalles, y curiosamente, eran los detalles los que marcaban la diferencia para mí. Fue hasta que este plan estaba claro que empecé a preocuparme por cuestiones sutiles que hasta ese momento había ignorado, como por ejemplo, la enormidad de las manos de Juanelo, mismas que me hacían especular de lo que guardaba debajo de los pantalones, algo que seguramente combinaba con su acento de La Habana, y su empeño en no perder su identidad negra. En ese instante tuve una disyuntiva. Si bien había bebido un poco de más, podría decirse que aun estaba en mis cinco sentidos, con capacidad de razonar como la gente y de tomar todavía las decisiones que de acuerdo a mis principios quisiera yo elegir, pues no estaba tan ebrio como para que mis sentidos y mis instintos me gobernaran. La disyuntiva era esa, quedarme así o beber todavía más para no tener control de mis actos, y con ello tampoco responsabilidades. Decidí no beber más y seguir siendo fiel a mí mismo, pero en el pecado llevaba ya la penitencia, aquella decisión me dejaba en claro cuáles eran aquellos deseos que, teniéndolos, quería que no me gobernaran. Lo preocupante era eso, saber que en el fondo quería hacer cosas que antes ni siquiera hubiera imaginado como posibles. Hasta ahora todo estaba solamente en mi mente, eran ideas que se debatían en mi interior, justo como cualquier fantasía inadecuada, que las hay miles que uno nunca termina por ejecutar.

-Estamos puestísimas...

Mi tía lo decía, y eso significaba "vámonos de aquí, llévenos a coger". El auto vino de regreso, lavado. No nos dirigimos al apartamento, sino a un hotel. ¿Podría ser que el apartamento de solteras de este par de mujeres fuese, dentro de todo, algo íntimo que no daban a conocer a cualquiera? Posiblemente. El tipo de la recepción del hotel ni siquiera vio con morbo que fuésemos cuatro en el auto, igual nos alquiló la habitación "Jeque", así se llamaba, no tenía número.

La habitación era una habitación temática. Las sábanas eran de excelente calidad y el ambiente estaba delicadamente perfumado. Al entrar ahí uno se trasladaba sin querer a un harén. Mal entramos a la habitación, Juanelo tomó a mi madre de la cintura y apretó la pelvis de ella contra su verga, y comenzó a darle unos besotes nada suaves, a la vez que comenzó a recorrer con sus manos las caderas de mi madre; repasaba las nalgas de mamá por encima del vestido como si no aguantara un segundo más. Aun vestido, Juanelo pompeaba a mi madre con un meneo tan inútil como el de un perrillo que fornica la pantorrilla de una señora, sin posibilidad alguna de satisfacerse pero con entusiasmo.

-Calma, calma...- decía mi madre con voz de gatita.

Juanelo no podía calmarse. Le bajó el vestido desde los hombros para dejar a la vista los turgentes pechos de mi madre a la vista; no quedaron expuestos, de cierto, pues permanecían cubiertos por su sostén y por las desesperadas manos de Juanelo. El cubano se agachó un poco para comenzar a besar las tetas de mi madre por encima de la tela del sostén. Era extraño ver aquellos largos y negros dedos oprimiendo las tetas de mi madre y ella abriendo los brazos como alas, dejando evidente el permiso para que se le tocara. Juanelo recargó a mi madre contra la pared y se puso de rodillas; se metió en su falda y comenzó a mamarle el coño con la fidelidad de un perro –todo en Juanelo era perruno, ahora que lo pienso-, primero por encima del calzón, luego haciéndolo a un lado con los dedos para meter su rosada lengua en la vagina de mi madre.

Un chasquido de dedos me hizo despertar. Era mi tía que me decía:

-Ya sé que te gusta ver todo esto, pero yo también estoy aquí y pareciera que estuviera sola.

-Perdóname- dije, y me dediqué a servir.

Igual subí el vestido de mi tía y comencé a darle unas mamadas salvajes. Por alguna razón me estaba poniendo muy caliente saber que a unos cuantos pasos estaban lamiéndole el coño a mi madre, y esta calentura se traducía en que yo mismo mamara con rabia los labios del sexo de mi tía. Simone gemía como una loca mientras yo degustaba en su coño el sabor de sus jugos y de mi saliva con un ligero toque de alcohol. Todo era muy extraño, la imposibilidad de hacerle el amor a mi madre me convertía en un frustrado que al no poder obtener lo que desea se consuela con lo que sea, pero ese sexo desconsolado era mucho más febril que el ordinario. Mi tía, que para nada era un premio de consolación –en cualquier caso mi madre y mi tía eran ambas un par de medallas de oro- era la principal beneficiada de esa inusual frustración mía, pues saberme perdido y jodido me volvió un animal inmoral y despiadado que a suerte de no poder sentir amor se convertía en un demonio sexual, un ser al que solo le interesa reventar culos con la verga, una criatura que solo sirve para los placeres más vacuos y terrenales. En el fondo era como si quisiera demostrarle a mi madre de lo que se estaba perdiendo, y estaba dispuesto a demostrar que era mejor que Juanelo en todo. Hundido entre la pelambrera del coño de mi tía, con el rostro bañado de mi propia saliva y del jugo de su coño alcancé ver de reojo que mi madre no perdía detalle de mi manera de mamar a mi tía. Era la única forma en que ella y yo podríamos amarnos, en la fantasía.

Mi madre sintió ganas de ir al baño, así que dejó solo a Juanelo. Mientras eso pasó, Juanelo se acercó a donde estábamos nosotros y, estando yo ocupado con el sexo de mi tía, comenzó a besarla en la boca. Mi tía estaba donde quería estar: en la mira de dos cabrones. Con una mano se aferraba de mi cabello, guiándome en ruta a una mamada voraz, mientras que con la otra mano desanudaba el cinturón de Juanelo, que ostentaba un bulto que permitía profetizar lo que había bajo la tela. En efecto, con su mano hábil, Simone logró sacar la verga de Juanelo que era un garrote impresionante, de unos veintidós centímetros de largo, no tan ancha como mi verga, pero sí de una perfección sorprendente; sus testículos estaban comprimidos como una ciruela pasa. Mi tía llevó su mano a la boca para impregnarla de saliva para luego con ella empezar a puñetear al buen Joselo, quien ya había comenzado a toquetearle las tetas.

Mi tía me jaló del cabello para que me pusiera de pie y fue ella quien se puso de rodillas. Sin dejar de masturbar a Juanelo me abrió la bragueta y sacó su contenido. Mi verga estaba enhiesta y casi humeaba como una taza de café. Juanelo miró mi verga con ternura y quizá se sorprendió un poco de lo ancho que era, pero sin embargo, la más sorprendida, por no decir que fascinada, era mi tía, que en un segundo ya tenía enfrente de su cara dos vergas bastante competentes que le coqueteaban. Tomó una verga en cada puño y comenzó a comernos con verdadera fiebre, primero engulló la verga de Juanelo, la tragó con prisa dándole un chupetón muy sonoro. Con dos vergas enfrente no había tiempo para delicadezas, y siendo una dama como es, no haría esperar demasiado a ninguno de los dos, así que chupaba primero una y luego otra, con mamadas rápidas y profundas, usando de vez en vez los dientes. Los labios de mi tía estaban hinchados. Decidió que le cabían las dos vergas a a vez, así que abrió la boca y nos acomodó de manera que le estuvieramos metiendo la verga al mismo tiempo. Juanelo, más experimentado que yo en estas lides, sabía cómo bombear compartiendo un mismo agujero, sin lastimar a la dama y sin salirse ni un instante de la cálida y húmeda caverna. La verga de Juanelo era muy caliente, más caliente aun que la boca de mi tía, incluso pensé que el pobre tenía fiebre. Si bien estaba yo instalado dentro de la boca de mi tía y sentía los débiles intentos de la lengua por jugar, la sensación más poderosa era sentir el dorso de la verga de Juanelo restregándose paralela a la mía. No sé si era temor o un deseo oculto, pero a mi mente vino la pregunta de qué se sentiría, cómo sería el juego de texturas, de calores, si Juanelo y yo regáramos nuestra leche al mismo tiempo en la garganta de mi tía, pensé en los estertores de uno y otro, en la temperatura seguramente hirviente del semen de este mulato, mezclándose todo con mi abundancia y con el ansia de respirar de mi tía, y con su intento por tragárselo toso y su morbo por exprimirnos el cuerpo por completo. El morbo me tomaba de la nuca y me estrangulaba de una manera deliciosa. Pues al pensar en todo esto, al vernos así, metiéndole la verga en la boca a mi tía, me regodeaba en pensar que ella era mi chica, que era mi novia y era una puta de primera, y me gustaba pensar que era mi tía y que le estaba encantando tanta vulgaridad. Sonreí, estaba ebrio sin duda, pero lo estaba disfrutando todo como si fuese el más pervertido de los hombres ¿Será que el alcohol me pone cornudo?. Todo sea por complacer a la mujer de uno, por hacer que esté feliz.

Al estar inmerso en estos pensamientos me olvidé de todo el contexto, pero lo recordé cuando sentí en la espalda una suave mano que avisaba que su dueña regresaba a la fiesta. Habrían pasado ya unos cinco minutos de mamadas de mi tía, por lo que supongo que mi madre había terminado de hacer lo que tenía qué hacer en el baño y al regresar se quedó mirando la vergotiza que le estábamos dando a su hermana del alma. ¿Qué pensó?

Con delicadeza mi madre nos fue despojando de la ropa. Nos quitó las camisas, nos retiró los pantalones, nos desató el calzado y nos quitó las trusas y los calcetines; nos dejó en cueros. Fue una tarea muy servicial, nos quitó la ropa sin más y no aprovechó la ocasión para tocarnos, digamos, con deseo. Mientras ella nos desvestía mi tía seguía mamándonos. Era deliciosa tanta comodidad, que una mujer te desvista mientras la otra te da de mamadas es algo a lo que uno se puede acostumbrar con facilidad. Mi madre se puso de rodillas detrás de mí y con ambas manos me separó las nalgas. Yo me sobresalté y me llevé instintivamente la mano a cubrir mi ano. Sentí que me dio una nalgada y vi que se retiraba de detrás de mí. Se arrodilló detrás de Juanelo y sin dejar de mirarme le abrió las nalgas justo como me las había abierto a mí unos segundos antes, y ante mi mirada atónita me mostró lo que me hubiera hecho a mí si no se lo hubiese yo impedido: pasó un profundo lenguetazo por el ano de Joselo, quien jadeó como un animal. Mi madre metió su cara entre las enormes nalgas del mulato y yo sólo percibía el movimiento de sus mandíbulas, pero no era difícil de imaginar lo que su lengua hacía en el culo del cubano. Por instantes, Juanelo era atacado por los dos flancos, por mi tía que le mamaba la verga y mi madre que le mamaba el culo. Lo que son las cosas, cuando ambas lo poseían de esta manera sus piernas tendían a quebrarse, y en ese caso se abrazaba de mí para poder mantenerse en pie, así de grande era el placer que experimentaba de mano de las lenguas de aquellas mujeres. Para mí aquello era el colmo, sostener a un cabrón para que mi madre pueda lamerle el culo a gusto y que mi tía y novia le coma la verga, y no sólo eso, el hijo de puta de Juanelo, conmovido por tanto gozo, aprovechó el abrazo para darme un besito de camaradas en la mejilla.

Mi mamá dejó de mamarle el culo a Juanelo, pero no se puso de pie sino que, quedándose de rodillas, pretendió unirse al banquete de vergas. Mi tía estaba dispuesta a compartir su posición, sin embargo algo no salió como todos esperaban. En cuanto mi madre pretendió tragarse mi verga, o siquiera tocarla, yo intervine con miedo retirando mi tronco de su alcance, y desviando su mano a la verga de Juanelo. Ella me miró con odio, con verdadero aborrecimiento, todo su cuerpo ardía, su mirada me quemaba por completo, pero no pude, no pude hacerme a la idea de yo clavarle la verga en la garganta. No se dijo más, no insistió en mamarme la verga. Cada uno se centró en hacer lo que sí le era permitido. A mí, recibir la mamada de mi tía y rozar la verga de Juanelo, a mi tía, mamar las dos vergas y besar a mi madre, a mi madre, tragar a Juanelo y besar a mi tía. Aunque había evitado que mi madre me chupara, no podía despegar la mirada de su imagen, su carita linda y cariñosa dejándose profanar por aquel oscuro trozo de carne, sus dientes blancos rodeando aquel tronco de ébano, su saliva haciendo espuma blanca, su nariz distendida para respirar, sus ojos cerrándose para asimilar al máximo la sensación en su alma, y su voracidad. La capacidad humana es asombrosa y congruente: tuve que concluir que una madre que es apasionada con la crianza con sus hijos, que es cariñosa con ellos, que es dedicada y devota, que está acostumbrada a cumplir con sus deberes de manera perfecta y eficiente, una mamá que acostumbra la alegría y la plenitud, que defiende sus hijos con rabia, que soporta el dolor de parto y cualquier otro dolor con estoicismo, una mamá que cumple su deber a fuerza de pequeños pero constantes éxitos y aciertos que nadie celebra ni valora, no puede sino ser caliente en la cama, pues todo aquel vigor que reflejaba en cada gesto cariñoso, en cada tarea bien hecha, ha de reflejarse también en sus vastas capacidades para coger bien, para consentirse y consentir durante el trance de la carne, no es posible que una mujer encierre todas esas cualidades de grandeza y que carezca de grandeza como amante; si una madre es todo lo que he dicho pero es infeliz en la cama, no me cabe duda, está siendo mal aprovechada. La virtud abarca el dominio de todo lo placentero. ¡Dios, me has dado la mejor madre de todas!

Era bello ver como mi madre y mi tía devoraban el salami de Juanelo, cuidando de besarse de revés, separadas por el largo tronco de Juanelo pero tocándose furtivamente los labios, para luego besarse directamente con todo el amor que se tienen, traviesas que juegan con un macho prescindible pero útil del cual no importa nada, sino solamente que tiene con qué montarlas.

Se pusieron de pie y nos llevaron a la cama. Yo pensé que en una escala de vulgaridad la mamada de verga es más procaz que la penetración vaginal, pues siempre se ha tenido como ordinaria esta última, pero no es sino hasta que ves a tu madre abriendo las piernas y a un hombre metiéndosela que recapacitas en toda la fuerza que este acto tiene.

En todo momento fuimos instrumentos de placer de estas dos mujeres, pues al igual que Juanelo, yo abrí las piernas de mi tía y la traspasé, pero ella en ningún momento me prestó mayor atención que darme su coño melifluo, en cambio, siempre se acomodaron mi madre y mi tía de manera tal que sus rostros quedaban juntos, sus pechos a la altura de sus pechos, y se besaban y acariciaban mientras Juanelo y yo cumplíamos con nuestro trabajo de barrenarlas. Durante un instante, ambas estaban empinadas de perrito, y ambas parejas parecíamos estar una frente a un espejo, con la diferencia que en el espejo mi tía era mi madre y yo era Juanelo. Como poniéndonos de acuerdo, Juanelo y yo ya nos habíamos pasado a penetrarlas por el culo, y ellas gemían con dulzura, se besaban en la boca con amor y sus manos trazaban una danza mágica en que se tocaban las palmas de sus manos y parecían memorizar las huellas dactilares. ¿Qué sentían ellas? ¿Cuánta comunicación y de qué cosas ocurría? Yo estaba hipnotizado con el rebotar de las nalgas de mi mamá cuando Juanelo la embestía, y él parecía tener deseo de probar lo que yo estaba probando.

Mi tía se las ingenió para hablarme al oído:

-Quiero que me cojan los dos-

No se dijo más. Juanelo se tendió sobre la cama y mi tía se le sentó encima. Pareciera que tener dentro una verga nueva le venía bien, pues su entusiasmo, que ya se había estabilizado de cierta manera, volvió a encenderse, renovándose en su interés, meneando el culo con verdadera hambre. La negra verga de Juanelo sólo desaparecía en el carnoso coño de mi tía luego de doblarse un poco. Por un instante mi madre y yo sólo veíamos el hermoso espectáculo que ofrecía mi tía montando a Juanelo. Mi madre se tocaba su sexo con delicadeza. En otras circunstancias mi verga ya estaría probando a la otra mujer, pero no era el caso. Me coloqué detrás de mi tía y con delicadeza comencé a abrirme paso a través de su culo. Sus sentones tuvieron que amainar, pero ello despertó el interés de Juanelo, quien comenzó a pompear hacia arriba para llenar por completo la vagina de mi tía que, con soltura, podía con la verga entera del negro. Yo estaba ya instalado en el culo de mi tía, sintiendo el ir y venir de la verga de Juanelo. La tomé de las costillas, Juanelo le lamía las tetas. Los jadeos que mi tía emitió no se los había escuchado nunca, incluso su cara se había convertido en el de una viciosa que quiere hartarse de carne.

Así duramos un rato. De repente Juanelo quiso ponerse de pié. Mi tía le dio esa libertad. Él se fue a donde estaba acostada mi madre, se arrancó el condón y colocó su enorme y brillante verga en medio de las tetas de mi madre que ondulaban alrededor del cilindro como gotas filmadas con cámara microscópica y lenta. Las manotas de Juanelo apretaban aquel par de almohadas de carne. No tardó mucho en que aquel pene comenzó a llorar lágrimas blancas sobre los voluptuosos pechos de mi madre que en ningún instante dejaron de masajearlo. El semen cayó en los rosados pezones, en el cuello y en la cara de mi mamá. El espectáculo era bellísimo. Ver aquello me puso a mí de punto, y aprovechando que estaba yo enclavado en el culo de mi tía, comencé a regarme dentro de ella. Mi eyaculación no tuvo tanta gracia visual, ya porque estaba oculto en las profundidades de las entrañas de Simone, o porque estaba vestido por el obligatorio condón.

El pobre de Juanelo se sintió triste cuando vio que a él lo enviaron a su casa en un taxi y a mí me llevaron en el auto, supuso que yo seguiría con la fiesta y él no. Ya camino a casa, ninguno de los tres hablábamos, quizá Simone. Pero mi madre y yo no teníamos mucho ánimo de hablar. Ella estaba enfadada conmigo, lo sé, pero yo creía estar en lo correcto.

Era de esas veces en que uno quisiera quedarse dormido sencillamente sin encarar las responsabilidades del día, pretendiendo despertar al día siguiente y esperar que todo estuviese solucionado. Llegamos al apartamento, mi tía preparó un café, pero no se lo tomó con nosotros. Por el contrario, se excusó diciendo:

-Bueno amiguitos, yo los dejo, siento que tienen cosas de qué hablar.

Nos quedamos mi madre y yo sentados en los sillones, uno enfrente del otro, todo su ser ardía, su mirada seguía quemándome. La mujer que tenía frente de mí era mitad mi madre y mitad otra. Toda mi vida creyendo que la conocía y descubriendo, de unas semanas para acá, que ella era mucho más. Yo temblaba como si estuviera en puerta de tomar una decisión trascendental. No siempre se entera uno de cuándo un instante es importante, en este caso yo sí sabía que este era un momento importante, vital, uno de los más importantes de mi vida, y quería estar listo para ello. La plática fue en realidad muy breve, una advertencia de que dijera la verdad, mi aclaración de estar de acuerdo con eso, una pregunta, y una respuesta.

-Fíjate bien lo que me vas a contestar, Lucas De la Garza, porque sólo te lo voy a preguntar una vez, ¿Me entiendes?-

-Entiendo- dije.

Uno establece, con sus relaciones significativas, una comunicación que resulta incomprensible para el resto de los seres humanos, y ello se debe a que nuestras relaciones significativas son depositarias de nuestra identidad, con ellos compartimos nuestra vida y ellos construyen todo lo que somos. Al hablar con esta mujer en realidad hablo con tantos y tantos pasajes felices de mi vida, momentos duros y momentos dóciles, hablo con quien me enseñó a ser como soy, hablo con quien me ha visto crecer a mi ritmo. Tomé nota que se había dirigido a mí llamándome "Lucas de la Garza", es decir, con nombre y apellido; era una señal sutil que sólo ella y yo entendemos, parte de ese idioma que se habla en ese país que somos solo ella y yo, ese universo en el que solo ella y yo habitamos. Nunca me llama así, solo cuando está decepcionada de algo que he hecho o dejado de hacer. Al llamarme por ese nombre dejó de ser mitad mi madre y mitad cualquiera, pues llamarme así invocaba toda su jerarquía de madre, invocaba todo nuestro pasado, solo en labios de mi madre tenía sentido aquella advertencia implícita que encerraba el llamarme por mi nombre.

No me cabía duda, lo que teníamos ahí era una madre que le hace una pregunta importante a su hijo. La pregunta brotó de su boca como hacha que revienta un tronco, lo hizo sin prisa luego de darle una chupada a un cigarrillo que cargaba en su hermosa mano, la hizo reteniendo el toque para liberar el humo de manera violenta y despreocupada luego de terminar su pregunta; el humo exhalado así me daba otra pista, que si mentía ella se desharía de mí con la simplicidad con que se deshacía del humo, y la simple posibilidad lejana de ella deshaciéndose de mí me partía el alma. Mientras preguntaba sus ojos estaban profundamente abiertos y al terminar bajó sus párpados a media asta, dejándolos descansar taciturnos, pues la pregunta era responsabilidad de ella, pero la respuesta era mía. Su timbre tembló un poco, como sorprendida de sí misma, pero segura de tener derecho la respuesta que quería. Su pregunta fue:

-¿O sea que nunca me vas a coger?

Me quedé quieto en mi sillón, mudo. Me puse en pie, me senté en cuclillas junto a su sillón, retiré el cigarro de su mano que temblaba, tomé sus manos entre las mías, y le di mi respuesta.

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