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Nunca danzarás en el circo del sol (06)

en Grandes Series

NÚNCA DANZARÁS EN EL CIRCO DEL SOL

VI

La sonrisa de Lakshmi.

Monserrat insistió en que tenía que verme actuar más. Sabía que me había regalado una sonrisa, pero ella quería reír, no sólo sonreír. Le propuse que me hiciera segunda con algunos actos y estuvo de acuerdo, aunque había muchas limitaciones, pues tuve que asignarle roles siempre serios, ninguno que le forzara a reír sin convicción. Por esos días dormimos abrazados, pero no hicimos el sexo. Por la calle igual nos gustaba caminar abrazados, pues en nuestro caso ir sujetos de la mano se miraba extraño. Seguido nos daban ganas de besarnos de la nada y yo me cobijaba a la sombra de ella, como si ella fuese un manzano repleto de frutas maduras y yo me alzara debajo con la boca hacia arriba para morder directo de sus ramas la fruta ofrecida. Cada beso me hacía chispas en la cabeza. Nos besábamos poco, pero cuando lo hacíamos eran besos de dos minutos por lo menos. Una corriente de energía deliciosa brincaba de su boca a la mía, tendiendo amarras entre los dos. Éramos como una pareja asexuada, o bien nuestro sexo era no genital, nos abrazábamos, nos olíamos, nuestra energía se contaminaba del otro mutuamente durante casi todo el día. Yo estaba muy orgulloso de lo que ella era y muy satisfecho de su hermosura. Ir por la calle era un acto de vanidad inevitable.

El mes de tratamiento médico había transcurrido y fuimos a ver al doctor. Le recetó más fármacos a Monserrat. Me preocupó que el doctor quisiera hablar conmigo en privado, básicamente me dijo "Señor, su esposa no está bien. No sé que tiene, pero no es normal. Necesita más análisis. Puedo adelantar que varios de sus órganos internos se encuentran muy dañados. De hecho, si no la viera andando diría que está muerta. Se ha podido encontrar rastros severos de arsénico y otras sustancias que se necesita estar loco para ingerirlas". Para ser médico su lenguaje me llenaba de preocupaciones, no me daba respuestas, y en general no sabía nada. Me decía que Monserrat estaba virtualmente muerta pero yo la encontraba más sana que una araucaria de siete años. Fuimos a hacer citas, más análisis, y lo que en inicio debía ser un día divertido fue en realidad un día de hospitales.

Tocó un día en que las plazas que habíamos estado visitando ya nos conocían en demasía. Sentí la tentación de presentarme afuera de Bellas Artes, que era mi anterior plaza. Habían pasado algunos meses desde la última vez que me había presentado ahí, tres meses acaso, así que podría imaginar que alguien habría ya tomado mi lugar. Para mi sería muy extraño estar tan cerca de mi anterior casa y no ir. La verdad no me sentía preparado para encarar mi pasado siendo que mi corazón entero estaba únicamente en el presente. En esa ocasión Monserrat no fue conmigo, pues estimé que si alguien se sentía agraviado con mi regreso la cosa podría ponerse fea.

Me tendí en Bellas Artes, como antes. Hice mi número, no fueron actos nuevos, sino repetición de otros tantos que ya había hecho en otras partes, pero no aquí. La gente reía, yo me sentí pleno. Una risa sonó entre la muchedumbre, una risa familiar. Mi cara se llenó de contento y mi corazón retumbó en amabilidad y alegría. Era la risa de Gloria. Su resonar era como una pluma que hacía cosquillas en mi corazón, me representaba uno de los mejores recuerdos de mi muy reciente vida pasada. Ella fue feliz de verme de nuevo luego de tanto tiempo, y yo también fui muy dichoso, a ser honesto.

Ella llevaba una blusa que le cubría el cuello, debajo llevaba una falda muy linda. Sus caderas eran más anchas que como las recordaba, muy seguramente se había entregado aun mas al disfrute de su sexualidad. Por un momento dudé que hubiese sido lo mejor haberla despertado. Sus ojos tenían unas ojeras algo pronunciadas y un poco tristes. Supongo que no pude ver su verdadero estado porque mi presencia le alegró, era la misma chica rubia que había desvirgado hacía algunos meses, su cabello era solar y liso, incluso había crecido un poco más, pero si algo había crecido en ella, que no envejecido, era su alma. Seguía pareciéndome muy hermosa. Alargué mi acto para divertirle más, sin importar que eso me resultara en pérdidas.

Cuando acabé mi acto tuvimos la oportunidad de platicar un poco. Fuimos al Samborns de los azulejos a tomarnos un café y compartir un pastel.

-Cuanto tiempo sin verte- dijo ella con una voz temblorosa, esforzándose por parecer ecuánime, sin lograrlo del todo, obviamente, como si en cualquier momento se fuese a derrumbar en llanto. Yo vi sus brazos y advertí la huella de algunos pinchazos. Por un momento me aterré suponiendo que hubiera adquirido adicción a la heroína. Eso explicaría su frágil estado de ánimo y sus ojeras. Decidí tratarla con mucha ternura, acción que no me costó ningún trabajo.

Le abracé con un abrazo protector. Ella intentó darme un beso en la boca, pero yo volteé mi rostro en una actitud que a mi mismo me sorprendió. Ella no pudo más y empezó a llorar amargamente. La escena era en esencia trágica. Yo ahí, sentado con ella en una mesa, ella muy linda, yo pintado aun de payaso, ella llorando desde lo más profundo de su alma. La gente volteaba al ver semejante escena del payaso que hace sufrir. Decidí que era mejor irnos a la alameda, ahí de perdido podríamos sentarnos en una banca más privada.

Ni pensé siquiera en llevarla a mi antiguo apartamento, primero porque no tenía las llaves conmigo, y segundo porque si mi renuencia a besarla le había hecho daño, mi resistencia a hacerle el amor sin duda la sumiría en una crisis suicida. Ella se ofreció a desmaquillarme y yo se lo permití. Lo hizo con la devoción con que una novia limpiaría las marcas de sangre seca de su novio encontrado muerto. Lo hizo en silencio. Era como si ella no estuviese dispuesta a hablar conmigo mientras yo siguiera pintado. Ya que me desmaquilló nos quedamos sentados uno frente al otro en una modesta banca, fue entonces que ella me reclamó mi ausencia, me preguntó dónde había estado, me preguntó donde vivía. Yo le di todas esas respuestas, omitiendo los detalles que la condujeran a la verdadera respuesta de todo, a Monserrat.

Durante algún tiempo ella pareció conforme con mis explicaciones, pero su intuición femenina le decía que había más, mucho más. Me dijo que me hallaba muy diferente, y ya de plano me preguntó con quién vivía. Yo, atrapado, comencé a platicarle de Monserrat. A medida que hablaba de Monserrat mi rostro y garganta se apasionaban describiéndola, y conforme más me emocionaba yo más triste se ponía ella, fingiendo entereza en su rostro, sintiendo celos como si fuese mi novia. Yo no quería darle falsas esperanzas a Gloria. Supongo que en su mente ella pensaba que entre yo y ella había un nexo especial, cosa que yo seguía considerando una cosa cierta, sin embargo yo no era el hombre de su vida ni ella la mujer de la mía. Si no estuviese Monserrat en mi vida probablemente hubiera corrido en ese instante a casarme con Gloria, no por lástima ni compasión, sino por un sentimiento pleno que me decía que no tenía por qué tratar a esta mujer como a cualquier otra.

Ni siquiera le pregunté por su madre, pues de lo que ella me contó de los últimos meses pude desprender que Aleida seguía en Colombia, con su padre. Me juró que los pinchazos del brazo eran de un suero que le habían tenido que colocar y era la firma de una enfermera incompetente. Detrás de todo, le enterneció mucho que me preocupara tanto por sus agujazos. Me preguntó si estaba yo seguro de que esa mujer con la que hoy vivía, teniendo tantas virtudes, era en realidad humana. Yo le contesté que sí. Me dijo que entendía que estuviese enamorado, pero que, si yo se lo pedía, se iría a la cama conmigo en ese instante, y me juró discreción. Me dio pena que asumiera una posición de amante, no sé por qué, quizá porque siempre es patético ese ofrecimiento cuando el hombre se reserva el derecho de ejercerlo. Manifestó que había sido muy importante para ella haber coincidido conmigo, me aclaró unas tres veces que eso refrendaba su fe en una cosa muy importante para ella y que se pasaba a convencer que la divinidad existe.

Ella se recostó en la banca. Nuestro alrededor oscureció, pues habíamos escogido la única banca que habíamos encontrado libre, una muy lúgubre que al caer la tarde se volvía un tanto peligrosa. Colocó su cabeza en mis muslos, como usándolos de almohada. Platicamos de cosas triviales, como si supiéramos que nada de lo que dijéramos importara. Ella guardó silencio y volvió a la carga. Restregó su mejilla en mi verga desahuciada por el lesbianismo de Monserrat, mi trozo se activó al instante al reconocer la cara que le era familiar, ella, con los ojos cerrados como si estuviese dormida se revolcaba en esa almohada viva que eran mis piernas. Y así como si la almohada tuviera la forma exacta del cuerpo del ser amado, me dio un mordisco suavemente salvaje sobre mi arropada verga. Mi pantalón era uno de esos pantalones brillantes que publicitan rápidamente cualquier gota de agua que les cae encima, y en este caso tendrían marcadas las gotas de saliva de Gloria, haciendo una silueta mandibuliforme. Ella comenzó a morder por encima del pantalón mi falo y mi cabeza empezaba a sudar. Su cuerpo entero se retorcía ante la embriaguéz de tener la piel de mi verga a escasos milímetros de su boca, separados apenas por el grueso de la tela. Su movimiento convulso de cadera me anunciaba claramente dónde quería tenerme y hasta qué profundidad y por cuánto tiempo. Dentro, completamente y para siempre. Desde luego sentí un extraño arrebato de fidelidad con Monserrat, así que cuando ella ya de plano elevó su mano para empuñar mi pene por encima de mi bragueta e intentar aprovechar la oscuridad para darme una mamada en la vía pública, la aparté. Ella estaba indignada, como si me reclamara que le hubiese quitado un juguete que previamente le había regalado, sintiéndose dueña de mi verga, reclamando haberla dejado morderla siquiera, como si me echara en cara que le hubiera dejado respirarla y tocarla para luego arrebatársela de la forma más cruel. Sin más ni más le dije que era hora de que cada quien se fuera a su casa.

Nos despedimos. Le di un beso en la mejilla. Ella se me quedó mirando con sus ojos a punto de derramarse en lágrimas. En una situación muy humillante para ella me dijo que cuando Monserrat no me atendiera ella estaría siempre dispuesta a hacerlo. Mi verga dio un vuelco ante aquella provocación tan explícita y refunfuñó en contra de mi integridad que me impedía tomarle la palabra. Mi verga gritó, "Cabrón, no has jodido desde hace mucho. Ya ni siquiera me sacudes hijo de puta. Aprovecha". Yo no hice nada ante las síplicas veladas de Gloria ni ante las quejas abiertas de mi miembro. Gloria se fue a la calle, abordó un taxi y dentro se inclinó ante el asiento de adelante. El temblor de sus omóplatos me dejaba bien en claro que lloraba. El taxista, sin conocer siquiera las circunstancias, sacó la cara por la ventanilla y me maldijo por cabrón.

El incidente me había dejado un mal sabor de boca. De hecho en mi mente estaba seguro, o al menos quería estarlo, que la historia entre Gloria y yo no podría tener como fin esta escena de ella abordando un taxi llorando, yo parado como un taimado mirándola y un taxista maldiciéndome. Si viese un final con estas características en una película de cine, rechiflaría muy inconforme. Descubrí que Gloria no me había sido una presencia efímera. Me importaba. Su dolor me dolía. Además, mi bragueta estaba muy disgustada conmigo por no haber aceptado los ofrecimientos subterráneos de Gloria, pues, reclamaba, ya hacía falta meterse en un coño de lujo como el que dejé ir llorando.

Pero lo peor estaba por venir. Como había yo abandonado mi plaza, varios cómicos ambulantes, varios de ellos antiguos amigos, se habían sentido en derecho de echarme fuera de ese lugar. Es bien sabido que sólo los más audaces se quedan con los buenos pedazos de vía pública para actuar. Yo me había ganado un buen sitio gracias al Machaco, pero el Machaco había creído que yo me había retirado de la payasada o que me habían matado, así que no estaba en condiciones de defenderme ahora.

En otra parte sombría de la alameda, de esas que ya no están muy iluminadas al caer la noche, me esperaban tres tipos que representaban de mala manera a los cómicos más venerados del panteón del cine mexicano. Yo siempre he estado en contra de que los comediantes imiten a otros cómicos, pues al cómico original le costó su trabajo diseñar su personaje y el cómico usurpador nunca gozará de su gracia. Me resultan pues absurdos aquellos que se promocionan en los periódicos como "Imitación Cantinflas" o "Imitación Cepillín", incluso, hay anuncios clasificados en los tabloides donde ofrecen paquetes promocionales para fiestas infantiles, tales como "Payaso Catchupín. Auténtica voz gemela de Cepillín. Imitación Barney, Imitación Cepillín, globos, pastel y foto, todo por quinientos pesos", o "Cachete y sus marcianitas. Pastel, video y personajes, todo por trescientos pesos. Pregunte por nuestros especiales para despedida de soltero de Pinpón y sus muñequitas ninfómanas". Sin embargo, en el mundo de la comedia callejera se estila algo más que payasos. Frente a mi, como en una pesadilla cinematográfica, estaba un Imitación Manolín, un Imitación Cantinflas y un Imitación Clavillazo.

Se acercaron. Imitación Manolín sacó de sus espaldas un palo y con él me tiró a dar a la cabeza, sin embargo, como está re menso pude atrapar el sablazo, no sin sentir un dolor intenso en la palma de la mano. Imitación Cantinflas, al ver esto, alzó las cejas, se echó sobre el hombro su gabardina y diciendo "oiga´ste" me dio un chingadazo en la nariz. Alcancé a azotarle una patada en los testículos al Imitación Clavillazo, quien se llevó las manos a los genitales, retorciéndose en el suelo como diciendo "nunca me hagan eso", para ese entonces, Imitación Manolín me había dado ya un golpe en las costillas. En mi inconciencia le di un jalón a su bigotillo estúpido, arrancándoselo, descubriendo que no era falso. Imitación cantinflas, que era un gandalla, me había sujetado ya por detrás y me daba de rodillazos en las nalgas. Lo hubiera podido hacer caer, sólo que vi venir un golpe a mis dientes, así que apreté las mandíbulas para no perder ningún diente de la sonrisa, y esta preocupación me hizo vulnerable. Imitación Cantinflas dijo. "Cada vez que vengas te va a llevar tu chingada madre". Yo balbuceé que tenía el apoyo del Machaco, pero ellos me recordaron que por ahora él no estaba aquí. No pude con ellos, me dieron una paliza. Unos policías estaban divertidos viendo algo que sólo en sus más bizarras fantasías habían podido imaginar, a sus héroes del cine puteando a un payaso. Claro, ellos hubieran querido que Gloria no me hubiera desmaquillado, pues la escena sería más singular si, aparte de ir vestido de payaso, estuviese pintado. Se reían y a la vez vigilaban que no se les pasara la mano a mis atacantes. Cuando percibieron que mis agresores se estaban ya excediendo con la violencia, tocaron un silbato, y ante esta señal de basta, me dejaron en paz. Los policías se acercaron y me dijeron que la plaza no era para holgazanes, que me fuera de ahí. Como pude me trepé a un taxi y me dispuse a llegar a casa.

Una vez que llegué a nuestro departamento vi que Monserrat veía The Matrix por quinta vez, sentada en una perfecta posición de flor de loto. Estaba tan maltrecho que no pude ni profundizar en mis sospechas de que ella hacía yoga en secreto, aun desde antes de vivir conmigo, y que fingía no saber nada de hinduismo sólo para escuchar cómo le explico las cosas. Ella volteó y me vio todo magullado. Bajó del tapanco con una agilidad asombrosa y se puso a verme. Yo era una piltrafa. Ella, como mi dueña que era, me sujetó en sus fuertes brazos, cargándome sin muchos esfuerzos. No se de donde sacaba tanto vigor, pero lo cierto es que me cargó como a un niño y me llevó hasta la planta de arriba, me recostó en nuestra cama y me comenzó a quitar la ropa ensangrentada.

Imitación Manolín llevaba puestos un par de botas de minero, de esas con casquillo de metal en la punta, y el muy cabrón me había dado una patada en mi cabeza con tal crueldad que en mi cuero cabelludo aun podría leerse "Calzado Industrial de Occidente". La patada en la cabeza me sacudió el cerebro. Según sé, cuando el cerebro recibe una agitación tan violenta, golpea con los muros internos de la caja craneal, y este golpe, por sí mismo, aunque no se abra el coco y se desparramen los sesos, es muy peligroso, pues estupidiza el cerebro y le impide cumplir con algunas de sus funciones ordinarias. Ante estos golpes es común que la persona vomite por alguna especie de acto reflejo, y distorsiona la realidad. Eso me pasaba a mi, había vomitado en la calle como perro empachado y mi cerebro daba vueltas como si le hubiese pegado una fumada de una hora a una pipa de marihuana.

Entre sueños me dejé atender por Monserrat. Se metió al baño para llenar la bañera. Me desnudó sin sentir el más mínimo morbo respecto de mi pene. Me cargó y me llevó hasta la tina. Mi cabeza zumbaba, pero no era un zumbido estridente, era como un sonido de una tamboura, constante e hipnotizante.

Me dejó con toda ternura en la tina y el agua estaba deliciosa. De inmediato el agua se comenzó a teñir de rosa, como si fuese un te de canela preparado con las migajas que quedan en el bote que por olvido se ha dejado de rellenar. Ella comenzó a hurgarme el cuerpo en busca de moretones, quebraduras de huesos y demás. Con mucho cariño me fue despojando del dolor. Me comenzó a tocar el rostro, como si quisiera guardar mi imagen en la yema de sus dedos. Sus manos eran hábiles, como si toda la vida se hubiese dedicado a curar gente, eran tan reconfortantes. Parecieran dotadas de un poder divino que me aliviaba de manera instantánea. Mientras me limpiaba me dijo.

-Sé que tal vez pienses que es un mal momento, pero ya desentrañé el secreto de tu sueño.

-¿A sí?- pregunté un poco fuera de mi.

-Si. Vas a estar orgullosa de mi.

-Yo siempre estoy orgulloso de ti.

-Pero ahora más. Te lo diría después, pero no puedo esperar, y sobre todo, tu no puedes esperar.

-Muero de curiosidad...

-No, no mueras. Primero una pregunta. ¿Por qué crees que eres distinto a los demás comediantes que hay en las calles?

-No lo sé. Supongo que desde siempre me gustó la idea de ser payaso. Alguna vez leí que un tal Jodorowsky decía que si le daban a elegir entre ser dueño del circo, o trapecista, o domador de leones, o payaso, él elegiría ser payaso porque el domador de leones sólo puede ser eso, y el trapecista igual, y el dueño del circo igual, y el payaso puede ser todos o ninguno. La seriedad dislocada del payaso lo ubica frente a todas las posibilidades.

-Pero eso podrían pensarlo todos los payasos de este país. Todos pueden creer que ser payaso es una ventana a una cómoda irresponsabilidad. Pero no es así. Contesta, ¿Por qué crees que eres distinto a los demás comediantes que hay en las calles?

Me tomé del pecho adolorido, pues con su tenacidad Monserrat ya me estaba haciendo reír.

-Bueno. Es una causa muy simple. Creo que la mayoría de los payasos basan su comedia en reír de las desgracias ajenas. Yo distingo lo que es ser un payaso nato y lo que es ser un comediante. El payaso nato, de los cuales creo ser uno, hace reír desde sí mismo, hace reír porque él y sus situaciones son divertidas. No le robo a nadie su gracia, no me aprovecho de nadie. Yo no soy como esos comediantes que se la pasan haciendo comentarios agudos acerca de su público, o colocándolos en situaciones incómodas, ni les humillo, ni meto en mi espectáculo a quien se acerca a verme. Cualquiera es capaz de hacer observaciones de cosas que son independientemente graciosas. El payaso es en sí mismo chistoso, el comediante no, el comediante depende de que aquello que cuenta lo sea, depende de las ocurrencias y de la suerte.

Monserrat metió su mano al agua de la tina y comenzó a agitar el agua, creando una especie de remolino que me hizo girar la mente. Era como si se tomara el tiempo para pensar en lo que me diría a continuación. Me puso de pie, me secó con una toalla y me cargó como si fuese su hijo pequeño. Me tendió en la cama. No sentí ni moretones ni heridas, sólo el zumbido en el cerebro. Se hizo de un tubo de ungüento y comenzó a darme un masaje en los pies. El contacto de las manos de Monserrat era maravilloso. Ella toda era un encanto, llevaba una blusa de tirantes, debajo no llevaba sostén, lo que hacía que sus pechos cayeran un poco, pero tan deliciosamente que me inspiré. Se veía su vientre, con una pancita casi imperceptible que la hacía superar cualquier vientre plano. Sus pantalones eran de mezclilla, no muy ajustados, y sus pies largos y blancos, con dedos igualmente largos y blancos. En su cuello colgaba el hermoso collar de cuentas de lapislázuli con plata.

Retomó su tema, mi mente zumbó más, como si mi cabeza fuese la antena de un radio de transistores y entre Monserrat y yo cruzara un cable de alta tensión, o como si la energía de mi ama fuese una vibración tan fuerte que creara una interferencia total en mi mente, con un zumbido, con un temblor, como un teléfono móvil sonando cerca y enfrente de una bocina, o como cien pasajeros llamando con esos mismos aparatos dentro de una torre de control de un aeropuerto estridente en el cual los aviones que chocan y arden en llamas eran mis pensamientos, disolviéndose mis juicios, como preparándose para escuchar lo único importante en este mundo, es decir, aquello que Monserrat iba a decirme.

-Prepárate para escuchar con claridad mis enseñanzas. Si algún día creyeras que me he apartado de ti y sientes la tentación de sentir nostalgia de mi, recuerda este momento en el que mis manos te curaban, pero sobre todo, recuerda mis palabras, pues puedo asegurarte que la misión que he venido a cumplir contigo es decírtelas y ayudar a que las comprendas. Lo que voy a decirte hace una diferencia muy sutil entre tu y tu sueño, casi nada, lo convierte de imposible a posible. ¿Estás listo para escuchar todo lo que esta chica que nunca ríe sabe de la risa?

-Lo estoy- dije no sin temor. Sus palabras que sugerían algún tipo de separación me ponían muy nervioso, pero era como si ella, al hablar conmigo, tuviese un nivel distinto al humano. Si de ordinario parecíamos de planetas diferentes, ahora era más notorio.

Comenzó a hablar y lo que iba a decir era muy serio. Comenzó:

-Interpretas mal a la risa si crees que ésta sólo sobreviene cuando alguien cae en alguna desgracia. Haces mal al juzgar a tus compañeros comediantes, pues se dedican a lo mismo que tú, sólo que con sus propios medios. Tu comprensión de la naturaleza divina de la risa efectivamente debería colocarte en un punto superior a ellos, pero ese punto nunca será criticarlos, sino entenderlos. La risa tiene fundamentalmente dos ingredientes, el primero de ellos es la existencia de una expectativa, y el segundo es la aparición de algo sorpresivo que la rompe. La risa no es posible sin expectativa y sin sorpresa. ¿Quieres hacer reír? Crea una expectativa y luego altérala con una sorpresa. La mente, acostumbrada como está a sacar conclusiones, no puede vivir sin estar haciendo conclusiones, das un pequeño dato y buscará que todas las conclusiones de ese dato sucedan. Eso es la expectativa. Luego, agrega un elemento sorpresivo y divertido, y listo. A una gran expectativa y una gran sorpresa, una gran risa. ¿Estamos bien hasta aquí?

-Si- dije con mi mente dando vueltas, sin saber si soñaba o vivía estas enseñanzas. Mis ojos, pese a su hermosura, se cerraron para perderme en los tonos de su voz. Era como si ella me cantara la canción de cuna más reveladora de mi vida, y su voz fuese una barca encima de la cual no habría río, lago o mar que no pudiese atravesar. Ella continuó.

-El ejemplo más clásico podría ser cuando tiras la pelota que parece un diamante al piso, esta imagen del diamante hace que tal objeto sea deseable, cualquiera lo entiende, cualquiera entiende que tengas la expectativa de querer recogerlo. Luego, con todo tu cuerpo le haces saber al público que quieres tomarlo. Ahí hay una expectativa. Tu cara de alegría crea muchas más expectativas, cada persona en el público comparte contigo la alegría que supone encontrarse un diamante del tamaño de una pelota de béisbol, cada uno se imagina lo que haría con semejante gema. La expectativa es una especie de juicio u opinión que exige una consecuencia congruente y seria. En eso te agachas y con el zapato la pateas, alejándola. Es un elemento sorpresivo que hace que la expectativa se vulnere. La gente no ríe de tu aparente torpeza, pues si se lo toman en serio más bien deberían de llorar o apiadarse de la estupidez que hay en el mundo en general, y de tu estupidez en particular. Se ríen de la expectativa sorpresivamente rota. Ese es otro secreto. Las cosas son cómicas sólo si la expectativa no es tan seria, y desde luego, si quien la tiene no es vulnerable. Si en vez de pelota fuese un bote de pastillas para contrarrestar un infarto y tu en vez de ser payaso eres un hombre ciego con un ataque al corazón, la situación ya no sería tan divertida, por mucho que las condiciones y la aparente torpeza sea la misma. ¿Hasta aquí voy bien?

-Sorprendentemente bien.

-Prosigo. La realidad es pura y mera ilusión. Es lo que dicen tus creencias shivaístas y la película de The Matrix, todo es ilusión. Si lo ves, nuestra forma de razonamiento siempre está confrontando opuestos, lo divertido es lo opuesto a lo divertido, lo bello es opuesto a lo bello, lo amargo es lo contrario a lo dulce. Nuestra vida tiene sentido atrapada en esos dos extremos. El shivaísmo pugna por una unidad en la cual no hay distinciones entre las cosas, y tanto el bueno como el malo son representaciones de Dios. La vida moderna parece divagar entre los dos extremos, como si caminara en una cuerda floja, la mente nunca está en paz, siempre toma partido. Pues bien, la risa es una compuerta de escape a la realidad, o debo decir una puerta de entrada a una realidad distinta, la realidad de que nada hay de diferente entre los opuestos, que todos somos todo. Si ves que un tipo le dispara a otro con odio y de su pistola salen serpentinas de colores o flores, verás que la idea del odio y del amor no cazan, y da risa, pues por un momento la realidad no puede conciliarse y entramos en un estado de libertad, una libertad respecto de esa pesada carga de que todo sea tan coherente. Cuando la expectativa, que es una especie de juicio, no puede conciliarse con el otro juicio que encierra la sorpresa, la libertad aparece. Dos ideas contrarias no pueden ocupar el mismo asiento, la libertad abraza tu cuerpo, y la risa sobreviene. Esa libertad es una ligereza en la que sabemos que nada es importante y nada es banal, esa libertad es como un fósforo que enciende la mecha de una bomba de diversión en nuestros corazones. Me explico.

-Si. Pero no siempre ocurre así.- dije con poca energía de discutir, sin embargo el tema me resultaba tan trascendental que tuve que hacer un esfuerzo para preguntar. –Yo por ejemplo, cada vez que te veo sonrío. No hay sorpresa, no hay expectativa, y sin embargo hay risa.

-Tu me estás hablando de la sonrisa, que es algo muy diferente que se relaciona con lo que enseguida te contaré. La sonrisa es el estado natural de la vida. Dios hizo este mundo con la misma materia de la que está hecha su felicidad. La sonrisa no es el estallido que surge cuando una sorpresa revienta una expectativa, sino el fruto de que comprendas que la expectativa es en sí misma buena y sorprendente. Cuando sonríes estás siendo capaz de ver la belleza de las cosas, su naturaleza creativa y vital. Hay gente que se quiere por el solo hecho de sonreírse.

-Creo que eso lo entenderé luego.

-Otra cosa que debes saber es que existe una idea muy equivocada acerca de la diversión. Diversión y alegría no son la misma cosa. Diversión procede de voces que aluden a diversidad de versiones. Una racha inusual de desgracias puede ser llamada correctamente como diversión. En eso no he pensado bien aun, pero creo que la vida misma es una expectativa que todo el tiempo teme a la sorpresa mayor: la muerte. Las personas deben encontrar lo sorprendente que puede ser tomar su lugar en todo esto. Diversión no es huir del deber que nos impone el destino, sino vivirlo en las maneras más variadas e intensas posibles. Puedes interpretar tu rol maestro y pasártela bien todo el tiempo. A eso le llaman felicidad. Cada día debiera ser un motivo de sonrisa, pudiendo haber muerto vivimos, y eso es una expectativa buena en sí misma.

-Dímelo a mi...

-Escucha, que ya voy a terminar. Este mundo ha creído que debe enaltecerse a aquel que más respuestas tiene, es decir, a aquel que almacena el mayor número de esquemas rígidos. Cualquiera que tenga una idea remota de la vida se sentará de vez en cuando a pensar que la verdad no es esto que vemos todos los días, que la óptica que tenemos de las cosas es sumamente corta y limitada. Alguna vez cada uno de nosotros pensará en posibilidades que están más allá de todo esto. Reír es, en consecuencia, la liberación de todos estos esquemas empobrecedores. Reír es el acto espiritual por excelencia, cualquiera que ríe en realidad lo que hace es estar existiendo, estar siendo. Un verdadero payaso hace que tu realices el milagro de escapar de la limitación, y el payaso máximo es quien te saca de la rigidez definitivamente, quien te vuelve a tu esencial naturaleza divertida. Lo que vuelve cosa seria a la risa es su poder para liberar el espíritu de los hombres.

-Comprendo.

-Debes empezar por saber que entre la risa que arrancas tu y las que arranca cualquiera no hay diferencia, que tú no eres quien la genera, no eres quien la crea, eres un mero servidor porque ninguna risa brota si no proviene de mi gracia...

Cuando escuché las palabras "mi gracia" me dio la impresión de que no era una Monserrat humana la que me hablaba, así que yo abrí los ojos de manera intempestiva para verificar si se trataba de Monserrat o de la mismísima Lakshmi. Era Monserrat, en silencio, daba masaje a mis muslos. Su boca lucía una sonrisa de esas que no muestran sus dientes. Me miró a los ojos con una dulzura indescriptible.

-¿Cómo ves todo lo que te he dicho?

-Bien. Aunque de cierto no podría explicar su significado.

-Sencillamente no lo expliques. Ahora que, si puedo adelantarte, significa que yo me reiré como la gente normal de ahora en adelante, y que una vez que tengo claro tu sueño me irá la existencia en que lo cumplas.

Yo me reí. Era una expectativa rota por esta sorpresiva afirmación. Y ella, como tanta gente que me escucha y ve reír, se comenzó a reír a mandíbula abierta, ofreciendo a mis oídos la música de su dicha resonando en su laringe, con un tono ronco, profundo. Su risa era tan o más particular que la mía. Absolutamente singular. Había, en efecto, encontrado a mi pareja perfecta para hacer la rutina cómica perfecta. Me abracé al murmullo de su risa y caí en sueños, y entre mis delirios pensé que si la Diosa riese, reiría como ella, con ese sonido, con esos colmillos, con esa alegría, con esa limpieza en la mirada. Estaba definitivamente enamorado.

 

Pasó otro mes. Los médicos no daban pié con bola para determinar ni la enfermedad de Monserrat ni para justificar su saludable extraña fuente de salud. Los tres meses de nuestro acuerdo pasaron y yo estaba agradecido con el cielo que ella no se hubiese marchado a los tres meses.

Mi corazón estaba por entero volcado en ella, pero no todo era felicidad, pues mi verga estaba sumamente indignada e inconforme. Era como la oveja negra que nunca falta en un mundo de armonía. Yo le explicaba a mi pene que estábamos Monserrat y yo trabajando en un proyecto de mayor envergadura, ni más ni menos que realizar la rutina cómica perfecta, y mi verga me mandaba a chingar a mi madre y me reclamaba que eran puras putas provocaciones, que eso de dormir a su lado y restregar solamente el bulto del pantalón entre los cerros de sus nalgas vestidas era algo que desataba todo su furor suicida. Mi palo se quejaba amargamente y decía que una chica que no quiere sexo no usa escotes. Por lo común pasábamos el día entero juntos, y al decir juntos me refiero a los tres, a Monserrat, a mi verga y a mi. Sé que ella me entendería si tuviera la ocurrencia de masturbarme, pero me daba de todas formas pena. Llevaba ya un mes sin eyacular.

Una de esas tardes Monserrat quiso ir a rentar alguna película para que la viésemos en la noche. Yo estaba a punto de meterme a bañar, así que ella se ofreció para ir sola. A regañadientes, y ya de plano perdiendo todo el estilo, mi verga pareció quererse conformar con una masturbación. Me senté en la orilla del retrete mientras eché a llenar la tina de baño. Me coloqué en posición y comencé a meneármela. Cerré mis ojos y comencé a pensar en el culo delicioso de Monserrat. Había apenas comenzado cuando sentí que alguien intentaba abrir la puerta del baño. Nunca le pongo botón, pero por alguna extraña culpa esta vez sí lo había hecho. Me había confundido. O Monserrat no se había ido, o regresó silenciosa. Ella se esperó a que le abriera, lo hice pero di un salto a la bañera, pues evidentemente traía el palo más duro que nunca. Cualquier verga obediente se hubiera encogido del miedo a ser atrapado, pero no la mía que decidió hacer revolución en ese instante y me volvió la espalda, permaneciendo parada para delatarme.

-¿Si?- pregunté a Monserrat metido en la tina, culpable y agitado.

-Nada- dijo ella procediendo a cerrar la puerta. Entre los dos no había este tipo de privacidades, eso de ponerle botón al baño y esas cosas. Me sentí terrible. Había interpuesto una puerta de baño entre Monserrat y yo. Ella, desde afuera me dijo.

-Pensaba que mejor saliéramos un rato.

Cuando salí, ella se había puesto su falda sesgada, sus tacones, su blusa. Se veía extraordinaria. Yo me vestí en la forma en que más guapo me veía. Ella dijo querer ir a la Zona Rosa, pues quería comprar un disco compacto en una tienda de discos que queda sobre la calle de Génova. Fuimos por la calle llamando la atención. El mal trago de la masturbación fallida lo había olvidado ya. Ella se reía de mis ocurrencias, mostrándome los colmillos.

Entramos a la tienda y ahí dentro nos separábamos por momentos, ella tenía unos intereses y yo otros. Sin yo saberlo, Monserrat no me perdía de vista. Pasó entonces a lado mío una muchachita delgada, con un culo insolente, demasiado bueno y demasiado exhibicionista. Yo no le presté la más mínima atención por mucho que ella gozara de toda la confianza que proporciona el estar tan hermoso, lo cual garantizaba que la chica volvería a pasar, pero esta vez más audaz, probablemente tosería, estornudaría o algo haría para acaparar mi vista, o la de quien sea. Volvió a pasar cerca de mi y volví a ignorarla, al menos con la vista, pues mi nariz alcanzó a tomar perfecta nota de su dulce aroma a flores. La chica tendría sus dieciocho años, sus pechos estaban enfundados en una blusita que resaltaba los pequeños conos. Era de esas chicas vírgenes o mal desvirgadas que disfrutan parando pitos por la calle. La táctica para llamar mi atención resultó muy predecible para mi, ya que se puso a lado mío a hojear el estante de discos en el que yo estaba, ni más ni menos que de rock progresivo de los setentas. Ella miraba las portadillas sin entender nada de nada, acaso apuntando un poco el radar de su coño hacia mi bragueta, esperando que nuestros órganos emisores hicieran todo el trabajo, y mi verga desahuciada claro que se aprestó a hacer toda clase de señas para hacerse notar. En cuanto la chica satisfizo su deseo de ser notada dejé de interesarle por completo. Había demostrado que era tan bruto y lujurioso como el resto de los hombres. Se fue a unos dos estantes más lejos a hojear discos más propios de su juventud, música popular y rock de pose. Llegó a ella una amiga algo regordeta y con la amiga llegó un chico igual de joven que ellas dos. La chica del culo incendiario chupaba una paleta. Miró en varias direcciones y al no ver moros en la costa le plantó un beso entre caliente e inocente al chico, quien depositó su mano tímida en la cintura de ella, en un punto en que no se define si abraza cintura o cadera. Ella le dijo no sé que tontería y él se rió haciéndose el guapo.

Yo, a mis casi treinta años podría resultar ya muy viejo para una chica tan fresca, sin embargo, vivía con una chica de veinte con una sabiduría de cien, o sea que todo es muy relativo. Su cabello era negro y liso, sus ojos grandes y negros, su boca pequeña, apenas un botón de rosa. Ella hacía muchos aspavientos para explicar no sé qué cosa sin importancia y eventualmente saltaba para que yo pudiera notar lo poco que temblaban sus pechitos y sus nalgas. Mis ojos siguieron de manera inconsciente el rebotar de aquel par de nalgas redondas. El chico retiró la mano de la cintura de la chica y la razón parecía ser una mujer que se acercó, la cual era exactamente igual que la chica, pero más vieja, sin duda su madre. El noviecito se fingió simplemente amigo y se dirigía a la mamá de la chica con un respeto que minutos antes no le merecía la hija. La madre iba vestida muy conservadoramente, pero cualquier buen observador adivinaría que estaba igual de buena que la hija, con la cual guardaba muchas semejanzas, salvo que los pechos de ella eran un par de gotas redondas y un poco pesadas. Ver a la madre de la chica me hizo suponer que olía a talco, a limpieza, y complemento ideal de la chica, que olía a rosas. Volteé para todas partes buscando a Monserrat, pues mientras me distraje con las nalgas de aquella niña perdí la noción de su ubicación. Por fin la vi. Me había estado viendo. Me supe atrapado.

Se acercó a mi y me dijo.

-Es muy bonita, verdad.

-Si -dije apenado.

-No te apenes- dijo Monserrat- la belleza es para eso, para admirarse. Tu fe es esa, ¿No? ¿Qué es lo que dices que ofrece tu diosa?

-El disfrute mundano y la liberación. –dije sin saber qué sentido tenía aquella plática.

-No la hagamos quedar mal...

Monserrat se separó de mi y se dirigió a donde estaban el chico, la amiga regordeta y las dos mujeres. Ellos de inmediato se sintieron invadidos por la presencia de Monserrat, quien les sonrió y les miró a los ojos. El chico se dispersó y la chica gordita se fue con él. No sé que les dijo, pero ellas rieron de una forma muy relajada. Luego me volteó a ver la madre, revisándome de arriba abajo, luego la chica, con mayor timidez, hizo lo mismo. Vi que la chica les hizo señas con la mano a su par de amigos, avisándoles que tenía algo qué hacer y que le llamaran luego por teléfono. Ví como Monserrat las abrazaba a ambas por los hombros y las encaminó hacia mi.

-Vamos de paseo- me dijo.

Yo no pude cruzar mucha plática con la madre y la hija. Monserrat me dijo sus nombres. Nada del otro mundo, la madre con nombre típico, María del Refugio, y la hija su venganza nominal, un nombre exótico, Xiomara. ¿Qué les había dicho Monserrat? No lo sé, lo cierto es que iban con nosotros con destino al paraíso. Monserrat nos hizo entrar en un hotel, pidió la habitación, subimos. En el ascensor la madre se abalanzó sobre mi y con todo el fuego que le merecía su putedad macerada se sostuvo de mi cuello y me plantó un beso sin gota de amor innecesario, repleto de calor animal. Su mano se fue directo a mis pantalones a tentar el grueso palo que ya llevaba bien puesto. La hija se le quedaba viendo a su madre, como aprendiendo. La mirada de Monserrat era de absoluta complicidad. Al cruzar la puerta de la habitación pasaron primero la madre y la hija, y yo vi que ambas estaban deliciosamente ricas. Voltee a ver a Monserrat y ella, con el rostro dislocado, como en sueños me dijo.

-Si la Diosa te da, sé bueno con sus regalos.

Xiomara se sentó en uno de los sillones que estaban junto de una lámpara, y Monserrat se sentó en el otro. Yo por mi parte me tumbé con María del Refugio sobre la enorme cama y comenzamos a fajarnos por encima de la ropa. Diosa, sus nalgas estaban tan duras y redondas que la verga me comenzó a doler de ansia. Giramos sobre nosotros mismos llenándonos de saliva la boca. Era una mujer linda en su madurez, con un rostro que nada tenía de inocente, sino por el contrario, reflejando todas las cosas que quería que le hiciera. Le desabotoné la blusa y luego el sostén y me tendí a morder sus pezones. Mis manos temblaban de la calentura, y como tenía en ellas sus pechos, estos vibraban en forma preciosa. A cada mordida ella gemía en éxtasis. Moviendo su pelvis en un vaivén lleno de poder, dejándose encajar por la nada, clavándose en el espacio que, todo su cuerpo de gritaba, podría corresponderme a mi. Ver su cadereo me hizo ver la suerte que correría una vez que la atravesara. Le alcé la falda de lana, le alcé el fondo. Usaba medias con una liga que le oprimía el muslo, y esta tensión que yhacía la liga me sugería la presión que mis manos podrían también estar haciendo. Su calzón estaba mojado, uno de los labios de su vulva estaba ya fuera de la prenda, y su coño era prieto, con una tonalidad casi púrpura que daba paso a un color rosa, similar al de la gama de colores que muestra un grueso bistec a medio cocinar. Esa entrepierna emanaba un olor embriagador.

Encajé mi lengua en aquella abertura, su sabor no era dulce, sino algo salado, tal vez fruto del sudor del día, y aunque prefería los coños dulces éste despedía un olor muy primitivo y emanaba una viscosidad deliciosa, chorros y chorros de jugo. A la mujer le gustaba realmente que la mamaran, se abrió de piernas en un compás muy amplio, dejando que mi lengua se metiera todo lo que se quisiera meter, es decir mucho. La forma del culo daba muestras de que esta mujer ya había disfrutado varios hombres por detrás. Cada cosa que descubría era un motivo para parar y endurecer aun más mi verga. Cuando creí haberla tenido endurecida al máximo, se me endurecía un poco más todavía.

Le mamé el culo y la dama se retorció de gozo. Ocurrió algo extraño. De reojo miré a Monserrat y ella nos veía como si aquello que yo hacía fuese resultado de su arte, como si nuestros cuerpos trenzados en la cama fuesen esculturas que ella dominaba. Ella torció su boca y cerró sus ojos, movió sus labios con una voz tan queda que no era posible que la pidiese yo oír, sin embargo, su voz era tan tenue pero tan clara para mi que le entendía perfectamente. Tal vez no hablaba y sólo movía sus labios y yo los interpretaba, pero sin embargo, yo dejaba de verla y seguía oyendo su voz diciéndome instrucciones de cómo amar a esta mujer. Con su voz inaudible me dijo que a esta mujer le gustaba que la mamaran en una manera menos refinada, que le gustaba sentir que el hombre mamaba con la torpeza y abandono de un perro. Por probar esta nueva intuición coloqué a la mujer a la orilla de la cama, me puse en cuatro patas y comencé a lamer aquel coño como si fuese un vil perro San Bernardo. La mujer se estremeció completamente, lanzando incluso un grito agonizante, y el clítoris, que se había puesto duro con mis anteriores mamadas, con mis lamidas de perro se puso durísimo y erecto, como el pene falso de una hiena matriarca. Yo seguía lamiéndole el coño como si fuesen los desechos de una parrillada, y ella estaba vuelta loca. El susurro de Monserrat, del cual imagino la dama no escuchaba nada, me hizo saber que aquella mujer era una mamadora muy entusiasta que disfrutaba realmente de tener un tronco llenándole la boca, pero que odiaba mamar como preámbulo de la penetración, que le gustaba mamar las vergas una vez que tenían en su piel el sabor de su propio orgasmo. Siguiendo este etéreo consejo no le permití mamarme, sino que me alcé de chuparle el coño y sin darle tiempo a que ofreciera una mamada de cortesía se la encajé profundamente.

Por alguna razón sentía que mi pene era más grande que de ordinario, lo sentía de fuego, con una pasión que no había experimentado nunca. Ella llevó sus manos a pellizcarme las tetillas. Mis testículos chocaban en el arillo anal. Con mis manos sujetaba las curvas de carne y grasa que se le hacían en las chaparreras, y desde ahí controlaba el frenesí de mis embistes. Le cerré las piernas dejando que la parte trasera de sus chamorros quedaran a la altura de mis labios. Le besé las piernas y le alcé un poco el culo. Más no podía penetrarla. Xiomara estaba viéndonos, pero en realidad no nos veía juntos, pues daba la impresión de que cuando me miraba a mi sólo viese mi furor, mis maneras y mi cuerpo, y cuando veía a su mamá sólo se centraba en ella. Por otra parte, no sé qué visión la excitaba más. El ritmo de la respiración de María del refugio se aceleró y comenzó a correrse de una manera tan abandonada y generosa que por un momento pensé que la placenta del corazón se le había reventado. Exhaló unas siete veces, como corriéndose una vez más dentro del mismo orgasmo a cada exhalación, temblando como si estuviese desnuda en el polo sur. Su cuerpo se tornó laxo. El susurro de Monserrat me indicó que no debería ser tierno con ella, que le chocaba la ternura de los hombres, que interpretaría esa ternura como deseos de abandonarla, que a esta mujer más bien le gustaría que me saliera del coño y le metiera la verga en la boca, y a ser posible, mientras recibía la mamada le metiera los dedos en el coño y en el ano de forma burda, que eso la haría sentir objeto de un abuso, pero que ella asociaba el abuso con la utilidad, con la dicha de servir, Monserrat me puntualizó que no juzgara y que actuara como ella me lo susurraba.

Así lo hice. Mal estaba María del Refugio sintiéndose exhausta cuando yo le di más trabajo. Le dije agitando el índice en el aire y sujetándome el tronco con la otra mano "Ahora me vas a mamar. Y vas a hacerlo bien..." y no aclaré lo que le sucedería si no lo hacía bien. Eso le hizo rezongar y quejarse de mi brusquedad, puso una cara de molestia, como si fuese efectivamente objeto de un abuso. Pero una vez que empezó a mamar supe que en verdad amaba este tipo de maltratos, que agradecía que le exigiera cariño, que le gustaba sentirse deseada y aprovechada a tope. Engullía mi verga en un mar de saliva, y con su lengua libaba su propio jugo. Con su mano puñeteaba mi verga de una forma muy efectiva. Volví a escuchar la voz de Monserrat "Dile que le enseñe a su hija. Que es su deber de madre. Ella se muere por enseñarle a su hija este arte, y la hija se muere por aprender, pero no se atreven a pedírselo. Hazlo".

Así fue. Le pedí que se pusiera didáctica. Xiomara se acercó y se puso a lado de su madre, observando con mucho detenimiento cómo su mamá era una verdadera profesional. María del Refugio en un gesto muy tierno intentaba sonreír a Xiomara mientras tenía el tronco en el paladar. Escuché la voz, "Toma a la niña y ensártala tu mismo. Se retirará, pues debe dar esa impresión de pudor a su madre, pero tu sigue". Tome la cara angelical de Xiomara y le pedí que abriera la boca. La abrió como si fuese a probar un algodón de azúcar, pero en vez del algodón recibió mi trozo duro de carne. Se retiró y negó con la cabeza, pero la tomé y volví a penetrarla. Al poco de estar así, ella empezó a mamar, con todas las deficiencias de las primerizas, pero con mucha voluntad de aprender. De rato madre e hija se alternaban para llenarse la boca de mi. Me dejaron de mamar y se dieron un beso muy dulce en la boca, un beso más filial que sexual. "Ahora hazle a la hija lo mismo que le hiciste a la madre, sólo que ten cuidado. Ha sido desvirgada mal. Y tiene desconfianza. Muéstrale fuerza, pero también ternura. A esta mámala como acostumbras, evita ser un perro con ella"

El coño de Xiomara era una de las cosas más lindas que yo había visto. Era un ojo divino que comencé a restregar con mi lengua. Oleadas de energía sentí provenir de aquella estrecha pelvis. María del Rosario estaba sin perder detalle. Me alcé y terminé el trabajo que algún novio había dejado inconcluso. Todo el exterior de Xiomara me repelía, pero su interior me llamaba. Yo la comencé a penetrar con cierto escrúpulo, pero de rato la vulva de Xiomara ya era tan adulta y ancha como el de su madre, y gozaba perdidamente, igual que su mamá. María del Refugio, a manera de que yo no fuese tan brutal, se puso en mis nalgas a lamer mi culo, pues eso me distraería un poco. "Dile que te meta más la lengua, y pídeselo llamándola por su nombre, con energía". No era algo que deseara, sin embargo, que podría negarle yo a mi dueña.

-María del Refugio. Méteme más esa lengua...

María del Refugio enloqueció con aquella orden tan humillante y Xiomara enloqueció de ver a su madre tan rebajada. Sin que Monserrat me lo indicara, hice una modificación. Me senté en la cama e hice que Xiomara me montara.

-María del Refugio, lame el culo que me estoy jodiendo...

Monserrat. "Vas aprendiendo".

Xiomara me comenzó a montar con la furia de una puta de burdel. Mi verga ensanchaba su estrecho ovillo. Cerraba sus ojos y sin embargo no imaginaba que montaba a ninguno de sus amigos jóvenes, pues ellos no joden como un hombre lo hace. La energía que estaba absorbiendo era una energía que nada tenía que ver con la frescura, ni con el juego, sino con la lascivia y el placer. Alrededor de mi tronco ya chorreaba jugo. Su madre le jodía el culo con la lengua y ella se retorcía con quejiditos muy lánguidos. Xiomara se llevó la mano al clítoris y comenzó a masturbarse mientras mi tronco la atravesaba, haciendo ese movimiento que tantas noches de paz le había traído, imaginando que estaba en su fantasía, masturbándose mientras una gruesa verga le hacía una cavidad de mujer.

Me llevé la mano a la verga y la saqué del cuerpo de Xiomara, jalándolo no hacia mi ombligo, sino justo en medio de ese par de montañas que eran las duras nalgas de Xiomara, y pegando el canto de mi verga al ano de Xiomara, y presionando por el dorso con mi mano, comencé a regar mi leche guardada por tanto tiempo, regándome en un arroyo blanco y caliente que paró en el cóccix de Xiomara y comenzó a resbalar para calentar el culo y la cara interior de sus nalgas, sin contar la boca de María del Refugio, que libaba cada gota de nube. Al regarme me reí, disfrutando enormemente. Una vez que estuve vacío seguí restregando mi verga resbalosa en la cara interior de las nalgas de Xiomara, mientras María del Refugio intentaba engullirme con su boca, de nuevo. Xiomara se puso de pie y fue al baño a lavarse las nalgas. Monserrat me hizo una sugerencia más. "Dile que no ha terminado. Dale por el ano".

-María del Refugio, no has terminado. Voy a darte por el culo.

Puso cara de que aquello era un abuso, pero aun no quitaba esa cara cuando estaba ya en cuatro patas y abriéndose las nalgas con las propias manos. La penetré y la barrené un rato corto, el suficiente para que Xiomara saliera y se colocara en un sitio adecuado para quedar impresionada de lo que su madre era capaz de gozar. María del Refugio volvió a correrse. Pidiendo tregua. Estaba sudada, una de sus medias estaba de plano arremangada en uno de sus tobillos, su peinado hecho un desastre. Pero su rostro era feliz.

Monserrat. "Ya déjala en paz"

-Y aunque no quisiera- dije en voz alta. Mi verga se había congraciado conmigo. Estábamos a mano.

Refugio y Xiomara se fueron. Me metí a bañar. Apareció de momento Monserrat. Iba desnuda. Era la primera vez que la veía integralmente desnuda. Dios, su belleza dolía en los ojos, alteraba la luz en una hermosura que se quedaba grabada para siempre en el alma. Sus pechos y su cuerpo todo, de un color rojo, sus pechos unas gotas de resina resbalando por el más divino árbol, en sus nalgas unos hoyuelos deliciosos. Me abrazó por la espalda. No me dejó abordarla. Pegó sus pechos mojados y enjabonados a mi espalda, con sus caderas presionó mis nalgas. Me bañó. Fui el hombre más dichoso porque ahí, bajo la regadera, nos besamos largo rato, y ella me dejó tocar sus nalgas y sus pechos, aunque no su sexo, y aunque eso era incomprensible, estaba muy entretenido besándola y tocándole el cuello y la espalda, como para sentir carencias. La lluvia hirviente caía en nuestros cuerpos. Ella, con su mirada rodeada de pestañas mojadas, como de lágrimas con ducha, me dijo.

-Nunca te sientas mal querido. Si un día tienes necesidades yo lo comprendo mejor que ninguna. Conozco a mi amado. Sólo basta que me digas. Conmigo puedes tener la mujer que tu quieras.

-Todas menos una...

-¿Quieres tenerme más? Soy tuya, ¿No lo entiendes?

-Aunque no entendiera. Confío más en ti que en mi. Por cierto, ¿Cómo hiciste que estas dos mujeres nos acompañaran?

-Tu diosa tiene la culpa. ¿Le rezas a Lakshmi y dudas de su poder? Si le rezas es porque crees que todo es posible para ella. No hice nada, simplemente tuve fe en que todos en este mundo persiguen el disfrute mundano y la liberación. Les dije que yo era un ángel, y lo creyeron. Les dije que frente a ellas estaba la oportunidad de tener el sexo de sus vidas, y lo creyeron. Tuve fe. Y arrojo. Mi sonrisa hizo el resto.

-Habrá que probarlo algún otro día.

-No estoy bromeando. Conmigo tendrás la mujer que tu desees.

-Dueña mía.

Desde la explicación que Monserrat me hizo acerca de la risa ya no pude ver la risa igual. Seguía siendo payaso, y seguía siendo muy bueno, pero ahora la risa me resultaba mágica en todas sus variantes, y así proviniera de cualquier fuente. Monserrat había evolucionado mucho en su risa, reía abiertamente, alegrando a quienes la escuchaban.

En ocasiones hacíamos un acto interactivo en los vagones del metro. Entre terminal y terminal subíamos a un vagón, los dos muy serios, casi grises. Sin motivo ella me empezaba a hacer cosquillas, o yo a ella, y aquel que fuese la víctima de las cosquillas comenzaba a reír, con una risa tan contagiosa que la gente comenzaba primero a limitarse, luego se veían unos a los otros como diciendo que nosotros estábamos locos y ellos no, de rato ya la risa era insoportable y más de la mitad del vagón estaba también riendo. Los niños eran especialmente susceptibles a este acto. Ver que a alguien le hacen cosquillas y se pone rojo de risa, que casi se ahoga de risa, que patea el suelo de risa. Casi al llegar a la terminal siguiente se descubre el secreto, el que hacía las cosquillas no hacía cosquillas, sino que estaba hurgando el pecho al otro, y hacemos como que arrancamos un corazón de trapo. Al arrancar el corazón rojo dejamos de reír y nos besamos. La gente no entiende, ríe la otra mitad de los que no habían reído. Vagón tras vagón inundábamos de risa.

So pretexto de que Monserrat conociera lo que se siente estar en una insufrible fiesta infantil puse un anuncio. Le enseñé una rutina que se hacía con un plátano. Siempre ella llevaba la parte seria y yo la cómica, pero llegaría el momento en el que ella hiciera la parte jocosa.

En realidad nos sumimos a una tarea ardua de diseñar la rutina cómica perfecta. Una parte difícil era, por principio, diseñar el personaje, ¿Cómo debía ser la cara? ¿Cómo su sonrisa? ¿La forma de andar? Descubrimos que cada cosa que hacemos nos convierte en nuestro propio personaje, y así, el diseño de la imagen de payaso perfecto era en realidad una búsqueda de la propia identidad, pues diseñábamos nuestro personaje, pero una vez que terminábamos de ensayar, quedábamos hechos nosotros mismos, y escenificábamos nuestra forma de andar, de hablar, de ser. Fueron días de un enriquecimiento fabuloso. Ella y yo nos desarrollábamos mucho. Pensé en lo maravilloso que había sido el destino al haber puesto en mi camino a una mujer tan magnífica.

La integré a todos rubros de mi vida. Era mi compañera de payasadas, mi compañera en las calles, mi compañera en mi cama, en mi casa. Mi vida era plena en gran medida porque ella todo lo impulsaba. La llevé a dar clases de payaso a los niños de la calle, y su cariño por los niños era extraordinario. La imaginé siendo madre y lloré conmovido por tanta dulzura.

Mi fortuna fue decreciendo de una forma muy notoria, ya no me quedarían más de cien mil pesos. No había forma de gozar de la riqueza de su padre. Ligia, o mejor dicho, Monserrat, había aprendido a reír, pero sin embargo no había forma de que Don Jonatán la viera. ¿Vivía su padre? No se sabe. Probablemente estaba bien vivo porque Ruana no podía dejarlo morir, no sin antes matar a Monserrat. Habían pasado casi once meses desde que habíamos huido de la casa. Los médicos seguían sin explicarse el estado de enfermedad salud de que ella gozaba.

Todos eran capaces de reír y mi dueña me había enseñado a arrancar la risa de cualquiera. La calle era una mina de risas, yo podía arrancar la risa más oculta, pues sabía el secreto, que estábamos hechos de alegría, que no era yo quien creaba la risa, que yo sólo invitaba a la gente a volver a su estado original de dicha. Y si el mundo se había convertido en un bufete de risas entre las cuales yo podía escoger a mi gusto, Monserrat me demostró que podía darme también la mujer que yo quisiera. Era como una diosa del amor o como un ángel tentador. Bastaba con que yo tuviera necesidades de sexo, salíamos a la calle y me dejaba que yo escogiera la mujer que más me agradaba, y entonces ella se acercaba, hablaba algunos minutos con ellas y las traía hacia mi, dispuestas a entregarme sus frutos más preciados, a abrirme su interior entero. Y cada vez fue distinta de la otra, y siempre Monserrat me susurraba los deseos más recónditos de las mujeres que me entregaba en bandeja de plata, y yo cumplía cada fantasía que tuvieran, y disfrutaba éxtasis al consumar esta misión.

No todo era tan simple. En ocasiones Monserrat me advertía que mi deseo traería tristeza y no dicha, y en esos caso yo evadía mi propio deseo y elegía otra. Aprendí mucho de las mujeres a lado de Monserrat. Nunca le pregunté de dónde provenía su sabiduría, sin embargo la tenía. Después me di cuenta que no sólo podía conseguirme chicas, sino que podía conseguirme chicos también.

Desde luego no es que me apeteciera hacerle el amor a un chico, sin embargo, a veces era algo circunstancial. En cierta ocasión le dije a Monserrat que tenía ganas de hacer el amor. Salimos a la calle, como siempre, y en un parque vi una muchacha bajita con un culo amplio y redondo que me cautivó, y aunque estaba abrazada de su novio ello no me importó, la desee y le dije a Monserrat que esa chica era la que me había excitado. Ella fue, y convenció a los dos de acostarse conmigo. La penetramos entre su novio y yo. Las nalgas de aquella muchacha eran la delicia completa, y me regué en su culo de una manera muy intensa. Cuando nos marchamos Monserrat me dijo que aquellos no se casarían de todas maneras, que sería un bonito recuerdo, pero me advirtió que nunca debía pedirle que usara sus habilidades para abusar.

Esta cacería de sexo me representaba la cosa más excitante, pues todos los culos eran míos. Monserrat y su fe eran capaces de todo. Tanto fue mi gozo de salir a esas cacerías que por momento me olvidaba de mi sueño. Teníamos ya casi listo lo que creíamos era la rutina cómica perfecta, pero no terminaba de salir, siempre parecía ser demasiado seria y complicada, quizá estaba demasiado diseñada y ello la enfriaba.

Un incidente pareció acercarme a mi sueño, y no fue un acontecimiento precisamente agradable. Cuando salíamos a cazar culos mi predilección era muy predecible, mujeres maduras algo elegantes, que uno pudiera advertir que en su carne cargaban todo el orgullo de haber llevado una vida siendo hermosas. Muchachas jóvenes de piel de manzana, con culos turgentes, chicas tan calientes como inexpertas. A veces un detalle circunstancial hacía inclinar mi balanza hacia algunas nalgas en particular, como cuando me jodí a una chica más bien fea sólo porque me resultó gracioso que cargara un perro chihuahueño con cara de paranoico que me ladró con odio; la chica resultó estar fea pero ser dueña del coño más suave que hubiese yo atravesado hasta ahora, con los labios de su vulva carnosos y gentiles, rica en jugos y en entrega. Con la chica del chihuahueño gocé mucho más que con algunas chicas muy guapas que había elegido en otras ocasiones. A esta chica la amé tres veces, todas ellas muy intensas, soportando los ladridos de su jodida mascota mientras la empalaba por detrás, quedándonos en un hotel cerca de cinco horas. Generalmente no escogía mujeres que fuesen por ahí pavoneando su sensualidad, pues había descubierto que eran las que más decepcionaban en la cama, pues en muchos casos se sentían tan divinas que se tendían en la cama como un vil costal de hermosura. Me excitaban también mujeres acompañadas de sus parejas o de las cuales advertía que tenían una relación pero la fantasía de engañar. Por regla, prostitutas nunca elegía, pues esas las podría tener sin requerir la ayuda de mi dueña. Sin embargo hubo una prostituta que sí llamó mi atención.

Había yo amanecido con la verga bien hinchada. Monserrat observó que ese día sería día de amar. Salimos a la calle. Era temprano, quise ir a los centros comerciales que quedan por Santa Fe, que es donde se encuentra uno las mejores señoras maduras, las más ardientes y con mayor fantasía por cumplir. En especial tenía buen tino para escoger esposas jóvenes y hermosas que engañaban a sus maridos por primera vez, que presentaban un cuadro clínico de virginidad tipo B que había que curar. Me gustaba mucho más desvirgar ese aspecto que romper hímenes. Ahí encontrabas casi puras mujeres medianamente distinguidas, con amor propio, orgullosas de al menos una cosa, ya sea su dinero o su belleza, o que no tenían ninguna de estas dos cosas y lo único que poseían era ese orgullo mamón como si todo lo tuvieran. En ocasiones también iban secretarias putonas de brazos de sus jefes dispuestas a ganarse el aumento de sueldo, ejecutivos acompañados de bailarinas de burdel bien vestidas, señores con sus amantes y, por supuesto, caballeros acompañados de alguna puta a la cual, además del pago les comprarían ropa fina. Un buen revolcón costaba mucho.

En esta última categoría apareció una prostituta. Iba yo caminando con Monserrat cuando sentí un jalón en el pecho. Mi verga apuntó la dirección a seguir, voltee y vi de espaldas a un señor bajito, de unos cincuenta años, vestido con un traje Hugo Boss que rebelaba sus capacidades de dinero. El tipo tenía cabello muy corto y bastante entrecano. Era de esos tipos que no buscan presumir jovialidad, sino dinero y experiencia, vida recorrida, poder en general. A lado de él iba una prostituta a la cual no le interesaba aparentar distinción. Era una chica de piernas muy blancas que sostenían todo con descaro, como si con ellas les gritara a todas las esposas del mundo, "miren donde dejan el dinero sus hombres, aquí es donde mejor aman", sus pantorrillas estaban bien definidas. Sus pies eran muy lindos. Sobre sus tobillos un cintillo grueso ataba el soporte del zapato. Este tipo de cinto ya lo había visto en otras ocasiones, y en todas ellas me había parecido un detalle muy sexy, provocativo, generador de sexo fuerte y rudo. Los cintillos apretaban el tobillo y luego la pantorrilla tenía una piel brillante, como si acabase de aplicar crema en su tersa piel. Sus corvas me hipnotizaron de verdad. A la mitad de sus muslos empezaba una faldita muy fresca. Las nalgas eran de una notable belleza, redondas, amplias, ideales para estarlas jodiendo desde atrás. La cintura era muy estrecha. Caminaba con un aplomo vacío, segura de su belleza pero sin fe en su utilidad. Supuse que en vez de corazón tenía un fajo de billetes sujeto con una liga. Los hombros, aunque altivos, parecían un poco cansados. El cabello era castaño, con unas ondulaciones muy caprichosas, probablemente su color castaño tan brillante ni sus rizos eran naturales. Había mil chicas igual de hermosas en aquel centro comercial, pero de entre todas la que absorbió mi atención por completo era aquella prostituta.

Yo no tuve que señalarle con el dedo a Monserrat cuál era la chica que quería en mi cama aquella tarde. Seguimos a la pareja. Se detuvieron en una zapatería de diseños muy exclusivos. El hombre se paraba en una posición que por si misma le decía a la ramerilla que eligiera los zapatos que quisiera. Ella se agachó un poco a ver un modelo de zapatos que estaba al ras del suelo, y entonces empinó el culo y pude verlo en toda su magnificencia. Sus pantorrillas marcaron sus músculos y pude seguir la línea del tendón hasta las corvas; sin duda eran unas piernas briosas, y el culo ni se diga. Ya quería estarlo atravesando. Desde luego el tipo era un problema, pero creo que no sería reto para Monserrat convencerle de que nos viera joder a la chica y a mi. De la chica ni hablar, si su oficio era la prostitución difícilmente podría negarse.

Monserrat nunca había fallado. Pero siempre hay una primera vez.

Mi dueña se acercó a la pareja y yo me quedé a unos seis metros. Como siempre, ella les diría algo, ellos voltearían a ver mi figura, se convencerían que sería rico hacer el amor conmigo y nos iríamos de ahí a algún hotel. Sin embargo, el tipo ya me estaba mirando, ya asentía con la cabeza y se tocaba el pantalón como si la idea le hubiese agradado y le resultara además inaplazable. La prostituta volteó, y a pesar de sus gafas de moda reconocí a Gloria. Mi cara sin duda se transformó. Monserrat me vio y dijo "Oh". Gloria se cubrió la cara y se fue corriendo de ahí, avergonzada, humillada de manera muy profunda. Monserrat corrió hacia mi y me preguntó,

-¿Cómo se llama esa chica?-

-Gloria.

Era como si Monserrat me hubiese querido tantear y ver si me acordaba siquiera de ese nombre, y segundo, escuchar cómo pronunciaba yo ese nombre. Sus ojos se entristecieron cuando de mi forma de decir "Gloria" interpretó algún dejo de amor por ella. Nunca la había visto entristecerse por nada. Me dijo que me fuera a la casa. Ella se fue corriendo detrás de Gloria no sé para qué, y el tipo de las canas se quedó parado frente a la zapatería, sin entender nada.

Me fui a la casa. Estaba consternado. Sentía un desgarre en el pecho de ver en qué había acabado Gloria. Tal vez me sentía responsable por ser aquel que la desvirgó. Era una estupidez lo que pensaba. La verdad era que no podía explicar qué pasó. Supe que este tampoco podía ser el final de nuestra historia, yo ligándola sin saber que es ella, ella de prostituta a lado de un viejo vicioso, ella sintiendo vergüenza de sí, huyendo y llorando de nueva cuenta. Tal parece que la poca alegría que le di se la estaba cobrando muy caro.

Llegué a la casa. Esperé a Monserrat toda la tarde. Se hizo de noche. No llegó. Decidí dormirme. Ya más noche sin duda entró con sumo sigilo, pues no la escuché. Me desperté sintiendo su mano en mi verga. Estaba adormilado y con muchas preguntas agolpadas en la cabeza. ¿La había alcanzado?, ¿Platicaron?, ¿De qué?, ¿Por qué se quedaron juntas hasta esta hora?. Y si a ello le agregamos que mi deseo de poseer completamente a Monserrat era muy intenso, se puede concluir que estaba sencillamente obnubilado. Mi verga se puso bien grande y dura de inmediato. La mano de Monserrat era divina, y si ésta era divína, su sexo era algo sencillamente indescriptible. Se sentó en mi falo y con su vulva lo envolvió. Fue como meter una barra de hierro en un horno. Monserrat dio sólo tres sentones, pausados, Como martillazos en una piedra virgen, muy fuertes, en cada sentón sentí todas mis células vibrar, al primer sentón desorganizó mi cuerpo y espíritu, al segundo sentón organizó mi existencia entera en dirección al ojo de mi pene, y al tercer sentón me extrajo toda mi vitalidad.

Esa sería la forma romántica de decirlo, la otra forma, y quizá la más probable, es que quiso cumplir una promesa, hecha no precisamente a mi, quiso montarme, pero lo hizo de manera tan brutal y tan salvaje que con tres sentadas me destruyó completamente. Me abrazó del cuello, se sentó, atravesándose, dio el primer sentón, el segundo y el tercero en medio de exhalaciones preocupadas, tristes. Si nunca había reído, tampoco había llorado, y esta noche lo hizo. Me regué en su matriz, pero mi semen se disolvió dentro, como si no hubiese regado nada. Ella se me quitó de encima. Yo estaba como muerto. Había ella roto un voto que había hecho y su respiración me decía que pagaría las consecuencias.

Se acostó a lado.

-¿De qué platicaron?-

-No te preocupes. Estará bien. Es mi promesa, y yo siempre cumplo lo que prometo.- dijo cortante.

-Pero cuentam...

-Hasta mañana.- no me contó absolutamente nada.

La noche opera maravillas. Si hubo algún momento en que Monserrat y yo pudimos haber destruido nuestra relación, ese momento había sido aquella noche, irónicamente, la noche en que la penetré por primera vez. Todo maduró durante el sueño. Al día siguiente ella era la misma de siempre, entusiasta y motivo de todas mis dichas. Sin embargo, había algo distinta en ella. Tenía como mucha prisa en que mi sueño se cumpliera, y con ello entraron muchos temores a mi alma, pues comencé a sentir el horror de que ella quisiera cumplir su promesa de cumplir mi sueño para luego marcharse de mi vida. De Gloria no me dijo nada, nunca aclaró el tema. Por las noches nuestro comportamiento fue más intenso. Nos abrazábamos con pasión, pero no consumábamos la penetración.

Nuestras prácticas de la rutina cómica perfecta iban muy adelantadas, teníamos ya diseñados nuestros personajes y nuestros diálogos. Era una rutina entre muda y hablada, quizá demasiado fina. Si la gente no la entendiera tampoco se reiría de ella, y ese era mi temor.

Llegó el treinta de abril, día del niño. Ese era un buen día para los payasos ambulantes porque todos los chiquillos andan en la calle y los padres no pueden decepcionar a sus hijos y no comprarles lo que desean, además asisten a los espectáculos de payasos callejeros porque son muy baratos y entretienen bien. Monserrat y yo nos vestimos como payasos comunes, nos pusimos bolitas en la nariz, unas muecas graciosas en la cara. Le coloqué una flor en la solapa y le dije que ese era mi distintivo, que iba por la vida con flores en la solapa y eso siempre atraía simpatías. Ella se veía graciosa en toda su imagen. Tan alta como era lucía imponente. En realidad éramos una pareja de payasos que arrancaba risas espontáneas con nuestro simple caminar. Llevábamos una maletilla muy pequeña, pues para hacer reír nos bastábamos nosotros, no necesitábamos muchos implementos.

Quizá pecando de crédulos nos fuimos al Zócalo, lugar donde, creíamos, podríamos montar nuestro espectáculo para muchos niños. Al llegar nos dimos cuenta de nuestro error. El lugar estaba abarrotado y había un escenario con mucha infraestructura, no sólo era un escenario, sino que este escenario estaba rodeado de luces muy costosas, cámaras de alta tecnología y un equipo de sonido de primerísimo calidad. En unas mega pantallas se veían caras de niños que estaban entre el público. Los camarógrafos los seleccionaban al azar y los chiquillos eran muy felices de verse en las pantallas, siendo famosos por unos cuatro o cinco segundos. Unos policías nos dijeron que hoy no podríamos actuar, que el Zócalo estaba reservado para una televisora. Sentimos decepción. Llegó a mis manos un promocional, se presentaban Cathy y Sandy, Las Angelitas de los Niños.

Le pedí a Monserrat que nos marcháramos de ahí, pero ella insistió en que nos quedáramos, pues, me explicó, tenía el presentimiento de que algo aprenderíamos de esta tarde. Fuimos hasta muy adelante. Los espectáculos se fueron sucediendo uno tras otro. Eran espectáculos que no llamaban mucho mi atención. Básicamente muchachitos que habían grabado un disco o salían en alguna teleserie del canal. Los niños estaban entusiastas, sonreían, pero los actos no eran cómicos. Lo más cómico que vi fue un par de luchadores enmascarados que fueron a promocionar una institución de ayuda a niños con cáncer, su intención era buena pero cometían tantas indiscreciones que eran involuntariamente cómicos. Monserrat estaba muy entretenida. La risa no terminaba de aflorar. El ambiente era ligero, los niños reinaban. De detrás del escenario salió una cortina de humo y, haciendo mucho aspaviento con sonidos de rayos láser, o como dicen que suenan los mudos rayos láser, anunciaron que al Zócalo de la ciudad llegaban ¡Las Angelitas de los Niños!

Salieron bailando Cathy y Sandy. Seguían igual de buenas. Sus falditas no dejaban mucho a la imaginación de los calenturientos padres, ni a la de los calenturientos payasos que estaban en el público. Monserrat vio el brillo oscuro de mis ojos y me preguntó si las quería en mi cama hoy mismo, pero yo le dije que no. Mi mente voló a aquella noche en que las jodí a las dos en un circo privado. Monserrat se acercó a mi oído y me susurró cariñosa que era muy feliz. Hasta eso, Cathy y Sandy bailaban y cantaban bien, y sus canciones eran medianamente inteligentes. Su éxito era la pieza "Sé feliz" según recuerdo, pero la cantarían hasta el final. Las niñas, admirándolas, querían ser ellas; Los niños, ignorantes del verdadero valor de las nalgas de sus ídolos, estaban embelesados con la belleza de las dos chicas, teniendo sueños en los cuales una chica tan bonita fuese novia suya, o su maestra, o ya de plano su madre, mientras que los padres, que sí sabían de la importancia del cuerpo de las gemelas, querrían estar jodiéndolas, y las mamás si de plano las aborrecían un poco como fruto de una envidia muy pura.

Un incidente pasó. No sé si Cathy o Sandy tropezó con una viga mal puesta y rodó al suelo. Vi cómo su tobillo se dobló y profeticé que no podría continuar con el espectáculo, no al menos en unos quince minutos. Todo el público que veía el espectáculo en directo o en las pantallas se entristeció de ver a tan linda chica sufrir un accidente. El silencio se hizo presente en una rechifla tan constante que pareció una nube silbando. La tristeza era completa. La tropezada, a quien por simpleza llamaré Sandy, estaba tendida en el suelo, llorando su accidente, sintiendo preocupación o miedo por su carrera, pues al parecer el daño al tobillo era serio. Miró a su público con pavor, y los niños interpretaron correctamente su miedo y se pusieron tensos, un niño lloró a lo lejos. Monserrat me tomó de la mano y me arrastró hacia una escalinata que daba acceso a tras bambalinas. Con su sonrrisa consiguió que el policía impenetrable que controlaba el acceso nos dejara pasar a hablar con el productor del espectáculo, que estaba en crisis de ver que no se cerraría debidamente el acto, que mandarían a los niños a sus casas, desilusionados de no escuchar el tema "Sé feliz". Fuimos poquito detrás del escenario, ahí donde estaba un baterista, pues a lado de él estaba el productor. Un micrófono estaba encendido así que la plática que Monserrat sostuvo con el productor se escuchó a lo largo de todo el Zócalo.

-¿Usted es el productor?-dijo Monserrat.

-Juan. Juan. ¿Quién permitió a estos muertos de hambre subir a mi escenario?- dijo el productor con mucha altanería, y esa actitud de ignorarnos nos decía que no quería escuchar nada de nosotros. Yo no sabía qué intentaba Monserrat. El público, que atestiguó aquel desplante se sintió muy indignado por el rechazo que el productor nos dedicaba.

-Somos payasos. El daño al tobillo de la artista puede sanar. Nosotros podemos actuar mientras ella se repone y así ellas terminarán su acto para el disfrute de los niños.-Dijo Monserrat. Yo no creía que ella estuviera haciendo esto. Cuando mencionó su protesta el público comenzó a convulsionarse. El desplante de arrogancia que el productor había tenido al llamarnos muertos de hambre había puesto a todo el Zócalo de nuestra parte. Aun así el productor seguía odiándonos, así que lanzó un grito iracundo al tal Juan, exigiendo que nos echara de ahí.

-Juan, hijo de la chingada, saca a estos oportunistas de aquí.- El público estaba indignado. Sandy, que mejoraba un poco, intervino. Diciendo.

-Pedro. Déjalos actuar. Creo reconocer a este payaso. Es bueno, muy bueno. Así me recupero y cerramos todo como se debe.- El productor estaba rojo de coraje. El público comenzó a corear, "Payasos, payasos, payasos". El productor saltó de coraje, pero decidió dejarnos entrar. No llevábamos nada preparado, sólo nos teníamos a nosotros mismos. No supe si Sandy había sido realmente honesta, lo cierto es que todo lo que estabamos haciendo estaba de alguna forma siendo televisado a nivel nacional, así que no le vendría nada mal a Sandy que se hiciera pública tan humanitaria intervención. El productor hizo las veces de villano en red nacional, el público se comprometió con nuestra causa como no lo había hecho con ninguna parte del espectáculo, coreaban que nos querían, Sandy estrechó mi mano y me guiñó el ojo. Todo esto lo vi en la mega pantalla. Todo era tan dramático que no nos hubiera salido mejor si lo hubiéramos escrito en un guión. Cuando me guiñó el ojo se escuchó un "Ahhh!" de la multitud enternecida al ver a Sandy, la Angelita de los Niños accidentada salvando a los muertos de hambre. Monserrat se tendió al suelo y le besó el tobillo a Sandy, quien hizo una mueca extraña, como si hubiese quedado sana con aquel desplante curativo de mi chica. Se fue a sentar, y nosotros pasamos al centro del escenario. No teníamos más recursos que nuestras indumentarias, nuestras caritas pintadas, una pequeña escalera que tenía atrás algún tramoyista, y un plátano.

Ya en el escenario le dije a Monserrat que esta vez quería que ella hiciera el papel gracioso y yo el serio. Ella se sintió sorprendida y halagada a la vez. Entramos en escena. Monserrat y yo miramos una pared imaginaria y la describimos como a punto de caerse.

-Mira esa pared, está más triste que un productor al que se le cae una artista.- Dijo Monserrat.

-Si. Deberíamos darle una pintada.

-Me parece buena idea. En un momento te traigo la pintura.

La rutina empezó bien. Muchos papás habían reído con la alusión al productor, y con la frase de Monserrat en la que me ponía a trabajar muchos rieron mucho más. Expliqué al público que iba a practicar artes marciales mientras pintaba la pared, y expresé que estas tareas arduas siempre me daban mucha hambre. Aclaré, gesticulando en demasía, que esa hambre no sería ningún problema, pues en mi bolso tenía yo la solución: un espléndido plátano. Me deshice describiéndolo, indicando sus virtudes, su valor nutricional, el nexo afectivo que me unía a esta fruta en particular, sus bonitos colores, su aroma, su forma y su exquisito sabor. Mientras yo describía, Monserrat cerró sus ojos como si estuviese visualizándolo en su mente, haciendo caras tan graciosas que casi me hace reír a mi mismo. La gente estaba vuelta loca, riendo a carcajadas con las caras y la expresión corporal de Monserrat, pues cuando hablaba del olor ella inhalaba como disfrutando del más sutil perfume, cuando hablaba del nexo con los plátanos se abrazaba a sí misma y ponía una cara de amor tierno, cuando hablaba de la forma ella con sus dos dedos índices marcaba un tamaño de buen trozo en un chiste que sólo entendieron los adultos, pero con tanta finura que no fue grosera, es más, el chiste lo hizo de manera tan imperceptible que sólo los muy agudos lo entendieron bien, y se ahogaban de la risa, pues sugería una buena verga, y cuando hablé del sabor del plátano ella se pasó la lengua por los labios y se sobó la panza, como deseándolo.

Luego de hablar tantas maravillas del plátano, le dije que mientras yo pintaba allá lejos en la escalera, le iba a dar a guardar el plátano, y le hice prometer que no dejaría que nadie lo dañase, que lo cuidaría como a un hijo, que no permitiría que nadie lo deseara siquiera. Las caras de Monserrat le decían a los niños que ella era absolutamente incapaz de cumplir ninguna de sus promesas, y que sería ella misma la principal amenaza a mi plátano. Los niños comenzaron a intervenir y desde sus lugares me gritaban consejos de que no confiara en Monserrat, que me traicionaría. Los niños del Zócalo estaban integrados al acto, y la energía que producían era de alegría total. Monserrat juró solemnemente cumplir todo aquello que no cumpliría.

Me fui a la escalera y comencé a hacer la pantomima de estar pintando el muro imaginario, haciendo de vez en cuando alguna postura de kung fu, para que los padres sintieran nostalgia de las películas ochentenas del Karate Kid y se rieran. Sin embargo, el verdadero espectáculo lo daba Monserrat. Pues en sus manos guardaba todo mi tesoro, mi preciado plátano, y lo miraba, lo olía, y se saboreaba. Los niños se deshacían en gritarme advertencias de "Cuidado. Cuidado. Se lo va a comer". Y yo volteaba al público, fingiendo torpeza, llevándome la mano al oído como si no entendiera claramente lo que me querían decir.

Me bajé de la escalera y fui más cerca de la orilla del escenario, como dispuesto a escucharles.

-¿Qué? ¿que se va a comer mi plátano? No. No lo creo. A ver, voy a preguntarle. A ver tu. ¿Que te quieres come mi plátano?.

-Por supuesto que no. Soy incapaz de fallar a mi deber.

Yo volteando al público. –Ven. Se los dije.

Me subo a la escalera. Yo no veía las caras que hacía Monserrat, pero percibía la oleada de energías que aquel conjunto de miles de niños emitían. Ella olfateaba más el plátano. Los niños seguían alertándome de el gran riesgo de perder mi fruta, pero yo no entendía. Este acto tiene un momento que despierta gran regocijo, desesperación e histeria, y ese momento es cuando Monserrat, vencida por la tentación, empieza a abrir la cáscara del plátano muuuy leeeeeentaaaaaaameeeeeenteeeee. Los niños se desternillan de risa, en el fondo desearían ser ellos los ladrones, muy profundamente sienten pena por mi, pero piensan que lo tengo bien merecido por no hacerles caso. Monserrat quita en cuatro tiras la cáscara del plátano, sólo hasta la mitad, y no lo muerde. Hasta ahí, el plátano sigue intacto. Pelado, si, pero entero todavía. Monserrat titubea un poco y luego, casi con erotismo, o con éxtasis, o con avaricia, comienza a darle una mordidita muy ligera al plátano. Los padres ríen al imaginar que así ocurre en el amor, que las mujeres primero prueban la puntita para luego tragarse todo. Monserrat es muy sutil para intercalar ese humor en una puesta en escena infantil. La grosería ocurre sólo en las mentes de los padres libidinosos. La rechifla de los niños es total, pues estoy perdiendo mi plátano. Por fin, Monserrat le da una mordida considerable a mi plátano y el griterío es insoportable. Yo comienzo a reaccionar y voy a pedirle cuentas a Monserrat. Ella, al ver que voy con ella voltea en su puño el plátano, para que la parte rellena sobresalga de su puño y las tiras vacías de cáscara se mantengan dentro de los dedos. Le pregunto si todo está bien, si mi plátano está bien cuidado. Ella dice que sí, pero no puede decírmelo con la boca, pues tiene aun la boca retacada de plátano. Los niños deliran porque no me doy cuenta que ella está masticando. Ella hace un ademán que da muestras de que ha tragado todo el plátano que masticaba y por fin abre la boca para decirme que si quiere lo toque. Toco el plátano. Como la parte que sobresale del puño es la llena y no la vacía, me voy conforme a seguir pintando el muro imaginario.

Monserrat se termina de come el resto del plátano, lo cual causa revuelo porque se lo está acabando, pero ya no histeriza. Comienzo a dar señas de terminar mi tarea, y la consecuencia es que pediré mi plátano. Para esto Monserrat ya se lo ha de haber comido todo y se muestra muy satisfecha, hasta se chupa los dedos. Cuando me ve bajar de la escalera diciendo que ya terminé, coloca la cáscara de plátano en su puño, y lo mantiene parado con habilidad, sin embargo, la cáscara se dobla, dando un espectáculo patético. Le pido mi plátano y ella se hace tonta, se lo exijo, ella lo sujeta en la mano. Yo lo miro detenidamente, la cáscara se dobla, como un pene triste, y los niños ríen. Pego un brinco como de ira y comienzo a perseguir a Monserrat, quien de su pantalón saca otro plátano y me lo regala. Yo abrazo la fruta. Todos aplauden, el éxtasis es completo. Hacemos caravana. Se ha hecho de noche, el público es una masa negra que sólo noe hace llegar su cariño por medio de aplausos. En una de las caravanas veo con claridad a una pareja que me resulta familiar. Es Rosi, vestida de enfermera, y a su lado lleva a un hombre muy maltrecho, Don Jonatán. Me les quedo viendo. Rosi voltea para todos lados, como si los siguieran, mientras Don Jonatán aplaude en un éxtasis indescriptible. Al parecer Rosi ve algo, y se lo lleva de ahí casi en rastras. Yo sigo haciendo caravanas. Monserrat está riendo a carcajadas, yo también. Ha sido una gran actuación. Suspiro y pienso que al menos pudo Don Jonatán ver reír a su hija, y no importa si me da la mitad de su fortuna o no, ni a cuánto asciendan sus propiedades a las que llama "mi reino", pues al darme a Monserrat me ha dado su reino completo, o al menos la parte de éste a la que le encuentro algún valor.

Entran detrás de nosotros Cathy y Sandy, esta última ya muy repuesta, y comienzan a sonar los acordes de "Sé Feliz". La energía de dicha es total. El espectáculo es para nosotros todo un éxito y para las gemelas más aun, pues esta comicidad que regalamos era cortesía de Sandy. Bajamos las escaleras, alguien preguntaba por nosotros, pero huimos, no queríamos nada con el show business. Monserrat me besó en la boca, su corazón estaba en felicidad. Acercó su boca a mi oreja y me dijo "Hoy quiero ser tuya". Yo sonreí. La multitud nos rodeaba, querían nuestros autógrafos. Los dimos sin dejar de salir de ahí.

Tomamos el metro, la gente nos veía con misterio, pues éramos dos payasos enamorados que se abrazaban tiernamente, y detrás de sus pinturas yacían nuestros ojos, que se miraban sin miedo. Llegamos a nuestra casa y nos metimos a bañar, ahí, en la regadera nos besamos con mucha pasión y nos quitamos el sudor y la pintura. Quedamos desnudos. La adrenalina de haber recibido millones de aplausos aun estaba en nuestros cuerpos, y era como si la sangre que fluía por nuestras venas aplaudiera, como si se hubiera sacudido de tal forma que su agitación fuese la de los millones de aplausos. Apagamos las luces, encendimos velas, colocamos incienso.

Bajamos el colchón y lo pusimos frente al altar de la Diosa. Ahí, nos sentamos sobre nuestras pantorrillas, frente a frente, tocando nuestras rodillas mutuamente. Las velas iluminaban divinamente los ojos de Monserrat, y en ellos veía el reflejo de un fuego primario. Su mirada era ajena al misterio, clara y amorosa. Sus compuertas de la mirada estaban abiertas de par en par por si yo quería echar un vistazo a su ser. Sobre sus hombros aun había gotitas de agua que sobre su cuerpo se transformaban en cuarzos rosas. Nos miramos por un tiempo. Ella veía mi torso desnudo, y mi pene endurecido de emoción. Yo veía sin descaro sus pechos, impresionándome de su color naranja, de su tersura, de esa forma tan turgente de sobresalir. Su belleza me dolía en las pestañas y se grababa en mi mente para siempre. Miraba su pecho ensancharse por su respiración. Su cintura era una delicia, y debajo, una gruesa mata de cabello resguardaba su mejor secreto. Sus piernas eran largas y remataban en un par de pies igualmente largos.

Me hice para adelante para besarla. Primero nuestros labios apenas se tocaban, casi secos. Luego entraron en juego nuestras lenguas y las mordidas. Su boca era tan caliente que mi lengua se sentía vuelta al vientre materno. Nos dejábamos de besar y ella me dedicaba esa risa que tanto me gusta, mostrándome los colmillos de los que yo quería ser presa. Nuestros ojos, ni aun cerrados, dejaban de hacer contacto. Como era su costumbre, comenzó a instruirme como amar, susurrándome como lo hacía para que amara a las demás chicas, sólo que en el caso de ella, no me dio instrucciones a seguir, sino que describía lo que ya estaba haciendo.

"A esta chica le gusta que tomes sus muslos así, con las manos completas, y que los abras así, lentamente. Ella sabe que persigues llegar al final de sus muslos para beber de su fuente, por eso ha comenzado a tirar miel, y espera que no dejes ninguna gota sin beber.

Le abrí los muslos y vi cómo su sexo estaba hinchado. Era la vulva más enternecedora que haya yo visto, excitada, contraída como una orquídea roja. Con sus manos tomó mi cabeza y la condujo justo a su templo, donde yo comencé a mamar. Mi lengua se derretía al adentrarse a aquellos rojos labios de su vulva. En efecto miel era lo que emanaba aquella parte de su cuerpo. La textura de sus partes era increíblemente suave, y su olor me intoxicaba, haciéndome arder en llamas. Mi lengua era como un dedo de un bebé descubriendo la sensación del terciopelo, recorriendo la parte interna de sus muslos, su enorme alcatraz, y su clítoris que ya hacía su aparición. Ella abrió sus piernas, formando una v de vaca, me alcé y con mi lengua recorrí cada poro de su piel. A la luz de las velas su piel se tornaba en el color del té de canela con leche, y olía y sabía igual, sólo que yo percibía su piel más caliente que el mismo té. En su boca colgaba una sonrisa.

Al llegar a sus corvas noté que su sensibilidad era mucha, así que dediqué un tiempo especial para besarla. De ahí me trasladé a sus pies, los que engullí como pude. Teniéndola así, abierta, enfilé mi verga y la empalé. Sentí como si mi pene se derritiera en su interior, como el algodón de azúcar en la lengua, como una ostia flotando en un río de lava, como el trazo efímero de una estrella fugaz. Mi cilindro comenzó a bañarse en los jugos que ella me regalaba, resbalando consciente de sí, consciente del lugar en que entraba, convencido de sus maravillas.

Las piernas abiertas de Monserrat eran una invitación cósmica. Yo embestía su ovillo dejando perder mi verga en aquel portal, pero era como si dentro de ese umbral hubiese mil umbrales más, independientes unos de otros, que se cerraban y abrían caprichosamente alrededor de mi tronco. Como si dentro del coño de Monserrat hubiesen pequeñas manos de marinero que jalaran mi soga de carne, deseosos de atraer hacía sí un hermoso buque. En mi cilindro encarnaron todos los animales.

Mientras la penetraba completamente abierta, mi cabeza se estiraba buscando su boca, encontrándola, sintiendo como con la unión de nuestros sexos y nuestras bocas se cerraba un círculo perfecto de energía.

Monserrat dijo entre gemidos "Penétrala más fuerte, regrésale la misión a su sexo. Ábrela. Fuérzala, no está mal que la fuerces, no está mal que te comportes como tu naturaleza salvaje te exige, pues eso es lo que ella espera. Espera que seas tú mismo."

Dicho esto, comencé a barrenarla de una manera casi despiadada, pero guardando ciertas gentilezas. Ella cedió un poco más en su compás, hasta quedar completamente abierta. La voltee y comencé a penetrarla como los perros. Con mis manos sostuve cada una de sus nalgas. Por Lakshmi, que perfecta era. Con mis caderas abordaba su resistencia y me sentía más hundido en la tierra que nunca. Ese retumbar de mi pelvis al chocar con las dunas de sus nalgas hacían moverse toda la casa. Sentía como si unas manos tomaran mi espina dorsal y la sobaran como si fuese un enorme pene, y la agitaran lanzando un chisporroteo de calor hacia todas direcciones, tal como si mis células guardaran dentro de sí fuegos artificiales y Monserrat los encendiera a todos y cada uno de ellos. Los músculos de su espalda eran duros y hermosamente paralelos.

Su talle era más largo que el mío, no podía morderle las clavículas mientras la penetraba por atrás, sin embargo ella se arqueó y dejó que le mordiera. Me besaba de vez en vez. La tendí de lado y comencé a penetrarla con mucho vigor, y mientras lo hacía nuestras miradas no se despegaban una de otra, ella gemía de gozo.

Era una sensación muy extraña, pues poco había de descubrimiento en esta relación sexual. Nos conocíamos tan profundamente que parecía que estas sensaciones las hubiéramos ya vivido de manera cotidiana. La coloqué como una flecha y comencé a penetrarla en la manera que he reconocida como la más efectiva para producirle orgasmos a una mujer. Monserrat no tardó en regarse de una manera abundante, situación que yo pude adelantar perfectamente. El retumbar de los aplausos del Zócalo sonaban en nuestras cabezas, y así, al mismo tiempo comenzamos los dos a corrernos. Ella apretando su vulva como el beso de un caracol y mi verga sacudiéndose en forma violenta como la cabeza de un pichón. La piel de mi verga se fortaleció con el ungüento de su carne, y mi semilla se absorbió en las paredes de su matriz como un chorro de agua que cae en las sedientas arenas del desierto. Su cuerpo largo y elegante se veía muy bonito al gozar de su carnalidad. Los dos reíamos de felicidad. Su mirada era de otro mundo. Comenzó a llorar de emoción y me abrazó con tal fuerza y desesperación que sentí miedo. Luego de esto, sin separarnos, nos quedamos dormidos en una paz infinita. Entre la noche desperté, estaba aun tendido sobre ella, con mi pene fláccido abrazado aun y medianamente metido en su vulva, bañado en nuestros jugos, recobré fuerzas y volví a penetrarla, esta vez con más fuerza. Nos besamos con desesperación y frenesí. Ella abría sus caderas permitiéndome entrar y entrar, y hasta cuando salía entraba más, y más. Ella tuvo otro orgasmo. Yo por mi parte batallé para correrme otra vez, pero lo logré. Me volvía a quedar dormido dentro de ella, quien en su grandeza me abrazaba como si fuese un hermano pequeño, o alguien a quien cuidar, y yo me sentí muy a gusto, pues acostumbrado como estaba a ser invulnerable y siempre fuerte, este rato en el que me abandoné a ella era para mí el disfrute máximo. Estaba en sus manos, estaba en su vulva, moraba su corazón y ella era el latido del mío. Nos comenzamos a reír como si Dios nos hiciera cosquillas en el alma.

Durante tres días casi no salimos del apartamento, nos quedamos jodiendo una y otra vez, y cuando pensamos estar satisfechos comenzábamos otra vez. No quería dejar sin gastar ninguna parte de su cuerpo. Y ella había tomado gusto en exigirme más y más placer. Todo fue como dos personas se aman, pero excesivo. Su primera mamada duró una hora. Durante largos minutos solamente colocaba su boca abierta u mi verga temblaba dentro como el pistilo de una campana, mientas sus manos me tocaban con suavidad los testículos y el tronco. Esa mamada, tan extasiosa, no tuvo nada que ver con ninguna que me hubieran dado antes, pues la lengua me lamía dentro de la boca abierta, la cual nunca ejerció presión en mi tronco, tampoco hubo una presión con el puño, ni chupetones, era como si la boca abierta fuese la cara inferior de un hongo y mi verga el pequeño tronco. Sin embargo, disfruté tanto ese conjunto de caricias y calor, y gotas de saliva y suaves lamidas de la lengua, que sin fricción alguna, sin presión ni succión, comencé a regarme de una forma muy femenina, sintiendo un calor que enraizaba en todas mis caderas y me nublaba el cerebro. La boca de Monserrat no se cerro apresurándose a beber el semen, sino que dejó que éste golpeara en su paladar y garganta, inmutable, como si a un hombre le estallara la cabeza cuando se cubre con un paraguas y las gotas que caen de esa explosión terminaran por caer como lluvia blanca e interna. Luego yo le di a Monserrat una mamada similar, con contactos minúsculos de mi lengua. Ella terminó por correrse luego de cuarenta minutos con mi aliento y la promesa de mi lengua.

Salimos a la calle nuevamente. El mundo era un sitio más bello. En la televisión aun se hablaba de los payasos misteriosos que habían hecho reír a todo el país para luego desaparecer.

Fuimos de nuevo con los doctores. Esta vez me preguntaron si no había notado yo algo extraño en Monserrat. Les dije que había estado vomitando algunas veces. Pensé de inmediato en esas series de televisión en las que citan que una mujer vomita y luego el médico picarón sugiere que la mujer está encinta. El doctor me dijo que la observara, que no la dejara vomitar sola, sino que viese el vómito. Le pregunté exactamente qué se suponía que debía yo advertir y correr a decirle. El me contestó que sangre.

En efecto, en dos días posteriores Monserrat vomitó. Fui a ver el vómito y antes de que ella lo impidiera pude ver que era mucha sangre. Como a ella le venía la regla con mucha intensidad, cuando se ponía de un color pálido suponía que se trataba de una ligera descompensación de la sangre, algún tipo de anemia, así que le compraba complementos y creía estar atendiendo el asunto. Pero esto era en definitiva otra cosa.

El médico nos volvió a llamar. Esta vez me comentó que aquella especie de ángel que protegía a Monserrat parecía haberle abandonado, y que el cuadro de su salud comenzaba a corresponder con lo que él había advertido desde un inicio. Hasya ahora me explicó que desde la primera ocasión sintió tentación de decirme que Monserrat tenía algún principio de leucemia, que su hígado era un desastre y que había deficiencias en otros órganos, pero que no lo hizo porque el estado era tan grave que no podría hacerse ya nada y, además, la salud de Monserrat parecía estar de maravilla.

A partir de ahí comencé a ver a Monserrat de una manera diferente. Sentía amor, pero este amor era distinto, era un amor compasivo. Ella comenzó a desmejorar de manera muy acelerada. Su piel dejó de ser lo que era, su mirada perdió su brillo característico.

Una noche me dijo que no me preocupara. Me adelantó que esa noche moriría. Desde luego no lo acepté. Una vez que la miré bien, pude advertir que no me lo decía para que me entristeciera, sino para que aprovechara. Ella estaba muy mal y moría a voluntad y feliz. La mimé cuanto pude, la besé, la lloré como un niño, ella me instaba a que le hiciera sentir bien. Platicamos, hablamos mucho de quienes éramos nosotros dos.

-Tal parece que tendremos que esperar a nuestra próxima encarnación para cumplir mi sueño.- dije.

-No me atormentes. No creo haber dejado promesas sin cumplir.

-Tal vez no tiene importancia mi sueño si mueres. Si me faltas no tiene sentido la rutina cómica perfecta. Sólo contigo podría hacerla.

Monserrat sonrió y me dijo.

-No seas ingrato. Esa promesa ya la cumplí. Te acuerdas del día del niño. Esa fue nuestra rutina cómica perfecta. Estuvo plagada de miedo desde que la gemela se tropezó. Ella puso el miedo al fracaso. El productor cooperó con el rechazo y la ira. Hubo tristeza por el tobillo de la chica y frustración porque el espectáculo quedaría a medias. Luego entramos nosotros, regalándole a la gente nuestro humor, les repartimos sorpresas a quemarropa. Todo en nuestro acto era heroico, salvamos la noche. El erotismo estuvo presente siempre, desde que mirabas a las gemelas, desde que yo supe que esa noche quería pertenecerte, estuvo durante todas las veces que hicimos el amor, estuvo en los aplausos que nos persiguieron toda la noche. Nos reímos, nos olvidamos de todo, ahí, debajo de tu cuerpo yo sentí paz, y tranquilidad, y la liberación de saber que mi vida había valido la pena, que los dioses habían sido buenos con nosotros. Tu diosa te cumplió.

Yo sonreí de pensar que tenía ella razón, y me lamentaba mucho de estarlo descubriendo de esa manera.

-Tienes razón...

-Claro. Siempre la tengo. El mérito no está en que realices la rutina cómica perfecta, el mérito radica en que te des cuenta que la rutina cómica perfecta inicia cuando se nace, que ahí somos ya una caja llena de expectativas, que estas expectativas pueden ser buenas, de esas que nos hacen sonreír. Las sorpresas violentan esa expectativa cada día, y somos felices. Uno puede ser dueño de las sorpresas y hacer de esta ciudad un cielo en la tierra. Alguna vez te dije que había comprendido que una debe cumplir con el deber. Debes hacer valer tu derecho de nacimiento, tu oficio de divertir, ocupar tu lugar, pues no hay lugar malo en este mundo mas que aquel que no es el nuestro. Dejar correr las cosas es reír. Comprender que la vida es la gran broma, habías hecho la rutina perfecta antes de conocerme, la llevaras en las venas luego que me vaya.

-No quiero que te vayas...

-Tal vez lo sorprendente fue que me quedara a vivir los únicos días que han dado sentido a mi estancia en este mundo. Tal vez mi destino era morir luego de aquella fiesta, pero llegaste. Abrázame, tengo frío.

-Lakshmi, dueña mía, abrázala.

Dos misiones tiene el guru de los seres humanos, ya sea que le llamen Jesús, Mahoma, Lakshmi, o como se llame, la primera, besar la frente de sus devotos y despertar en ellos el deseo de perfeccionarse y disolverse en el gran Ser, la segunda, esperarles a la salida de esta vida para abrazarles y encaminarles en esa nueva etapa que han de encarar, el alma, desorientada, se muere de miedo al ver el paraje oscuro que se avecina más allá de la muerte, pero al ver en el otro extremo a su maestro, todo miedo se disuelve. Triste es la historia de quien no profesa ninguna fe, pues por bienvenida encontrará un umbral vacío, y la asfixiante preocupación de la incertidumbre. A veces el espíritu de quien muere voltea con nostalgia. Monserrat volteó, y me encontró cantando, entre risas. Mahalakshmi la tomó en sus brazos, era más alta que ella, Monserrat se sintió pequeña, segura, feliz. Las dos tenían, curiosamente, el mismo rostro.

Durante un mes no pude reaccionar del todo. Mi fe es muy grande, tengo confianza en el orden eterno, y habría otra vida, pero no debía yo pensar en esa vida cuando estaba todavía en esta. Mentiría si no dijese que sentí en ocasiones un rencor contra el orden de las cosas. Pensé en aquella noche en que guardé mi collar de cornalina en el cajón, envuelto en la vanidad de quien abandona. Tal vez ahora el abandonado fuese yo. El tiempo es el tiempo y hay que vivirlo. Si el bien y el mal se distorsionan, si todo está cumplido, uno puede ser un engendro del mal, pues no hay peor tropiezo que haber concluido la tarea y quedarse en el salón. Debía encontrar la manera de que la vida cotidiana fuese una extensión de la rutina cómica perfecta, aunque este concepto me parecía a estas alturas una mamada. La vida es la vida y puede transcurrir en medio de entusiasmo. Sigo siendo un payaso, ese es mi oficio, ese es mi lugar. O tal vez mi oficio es todo lo que hago alrededor.

Un telegrama de Don Jonatán llegó a nuestra casa. Me importó un comino enterarme que sabía nuestro paradero, ya eso no tenía ninguna congruencia conmigo. Se me citaba a una notaría, dentro de diez días. Tal vez ese telegrama me abriría puertas al entendimiento, y la posibilidad de aplicar las últimas palabras de Monserrat. Esta vez Ruana no recibiría gentilezas de mi parte, ni estaría yo para idioteces.

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