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Cuentos de peep show (5)

en Hetero: Infidelidad

CUENTOS DE PEEP SHOW 5

Acerca del poder afrodisíaco de la grava suelta.

Ya me había pasado anteriormente, no podría sucederme de nuevo. Se me vino a la mente el recuerdo fresco de aquel día en el que venía manejando solo por la carretera de La Piedad con rumbo a Morelia. Esta es una carretera fundamentalmente recta en su primera mitad pero no por eso es menos peligrosa que la sinuosa segunda mitad, pues el primer tramo, a pesar de que es recto e invita a la velocidad, tiene en el asfalto niveles tan irregulares que puede hacer que te salgas de la carretera de la manera más estúpida.

Esa vez iba delante de mi un vehículo Ford color negro, al parecer un Fiesta de modelo reciente. Más por suerte que por precaución iba yo a unos cuatrocientos metros de dicho auto. De la nada vi cómo el coche comenzó a derrapar de fea manera sobre el asfalto. Dio un zigzag, luego una vuelta completa, sin salir de la carretera de dos simples carriles, afortunadamente, porque a ambos lados hay pendientes muy pronunciadas. El coche se detuvo luego de girar, la conductora tenía la mano en la frente y respiraba hondo. Mis alas blancas se abrieron dentro de mi coche como un par de paraguas. Yo acerqué mi carro con la intención profunda y de corazón de bajarme para preguntarle cómo se encontraba, o si necesitaba alguna ayuda, pero al querer bajarme, una camioneta con placas de Illinois, manejada por un infeliz muy prieto que hablaba por un teléfono móvil, me pasó muy cerca de la puerta. Eso me desanimó, pues pensé que era incluso peligroso bajarse del auto. Mis alas blancas se tornaron en ceniza.

El Ford Fiesta retomó su camino tan lentamente como quien se muere de miedo. Yo seguí mi camino, pero durante una hora fui pensando en que para mi aquello era un incidente cualquiera, pero no para la conductora que dio las volteretas, pues para ella significaba haber salvado la vida.

Durante el trayecto me sentí como un animal de esos que ven morir a sus congéneres y no les brindan apoyo alguno. Sobre la carretera vi un burro arrollado y junto a él otro burro, de pie, con sus ojillos tristes dirigidos hacia el horizonte, como si fuese a estar ahí parado, esperando lo que fuese necesario para que su amigo se alzara, suspirando, sin la capacidad para entender que su compañero se había muerto. Me sentí muy mal conmigo mismo y pensé que seguramente tendría que reencarnar para vivir de nuevo esta oportunidad de ayudar y ejecutarla. Luego de esa tarde tenía una respuesta cierta a la pregunta ¿Qué te hubiera gustado hacer y no hiciste?.

Me pasaba otra vez. Iba por la misma carretera, esta vez acompañado de una compañera de trabajo y amiga muy cercana. Esta vez estaban reparando la carretera y comenzó, de la nada, a haber grava suelta en el asfalto. No había letrero que avisara de semejante riesgo y tal vez por ello el auto de adelante no disminuyó su velocidad sino hasta que ya era demasiado tarde. Mi amiga me dijo "¡Aguas!". Yo abrí los ojos para ver mejor cómo el Honda Civic que iba delante derrapaba de una manera muy espectacular, sus llantas levantaban piedritas como si transitara una carretera recién llovida. Yo encendí las intermitentes y me ubiqué en la línea central de la carretera para evitar que, en su caso, me rebasara cualquier camioneta con placas de Illinois manejada por mamones rebasones. El auto de adelante dejó de dar vueltas y quedó de frente a mi coche. Durante varios segundos no se movió la conductora, se veía tensa, seguía afianzando el volante, mirando hacia el frente, preguntándose si estaba viva o no, temblando como un perrillo muy nervioso en medio de una tormenta de truenos. "Aguarda" le dije a mi amiga y salí del auto.

Yo vestía como un ángel oficinista, con un traje de rayas muy de moda, con chaleco y corbata a juego, zapatos impecables, con mis alas blancas saliendo de él. Casi llegaba con la accidentada, y sabía perfectamente lo qué debía decir. Cierta vez me habían explicado en un seminario de primeros auxilios el concepto del "primer aliento bueno", este concepto se basaba en un tal Erickson, genio de la hipnosis moderna; su hijo se había hecho una herida muy profunda y le manaba mucha sangre, él se acercó a su muchacho de nueve años, le miró a los ojos y le tocó el hombro para establecer cercanía, y le dijo "Cielos. Está saliendo mucha roja y buena sangre. Va a dolerte unos minutos más, aunque se curará, sin duda. No puedo ayudarte a que no te duela, pero sí a que te deje de doler más pronto." La explicación era muy sencilla, no había por qué negar lo evidente, ni restarle el valor que el accidentado sí le daba al percance, en cambio, podía afirmarse algo que devolviera de inmediato la confianza al accidentado, y que le hiciera sentirse apoyado.

Llegué con la mujer. Iba sola. Tenía unos treinta y cinco años. Me sentí un tanto ruin porque en semejante situación lo primero que mi mente dijo fue "está buena". Su ventana iba abierta. Le toqué el hombro parcialmente desnudo por traer una blusa de tirantes. Le miré a los ojos y le sonreí. "Que bueno que fuiste capaz de controlar tu auto pese al miedo que dan estas situaciones. Vas a estar tensa un rato, pero pasará. ¿Quieres que te ayude a acomodar el coche?" Ella pareció volver a este mundo conforme sonaban mis palabras. Con su cabeza aceptó mi ofrecimiento de acomodar su auto. Se recorrió al asiento del copiloto. Me metí en el auto de la mujer y lo encendí. Le hice señas a mi amiga de que tomara el volante de mi auto y nos siguiera, ella estaba atónita de ver que yo manejaría el Honda. Luego de unas maniobras medianamente complicadas, y luego de soportar dos o tres bocinazos de algunos conductores impacientes, encarrilé de nuevo el Honda sobre su carril y avancé unos novecientos metros hasta encontrar un acotamiento. Sentí mojadas mis nalgas.

Mi amiga se paró en el acotamiento junto a nosotros. Le pregunté a la mujer que a dónde iba. Dijo que iba de regreso a Morelia. Le llevé las manos a la nuca para darle un masaje muy tenue. Le hice mover las manos, para que se relajara un poco. "Nosotros vamos a donde mismo. ¿Quieres que te ayude a manejar? Así descansarás y te sentirás mejor más pronto". Ella sin estar muy consciente aceptó mi ofrecimiento. Mi amiga meneó la cabeza para informarme de algo que yo ya había descubierto. La mujer llevaba orinado su vestido luego de mojarlo durante las volteretas, y mi traje de rayas y mis alas de ángel estaban un poco empapadillas de orines. A mi amiga no le gustó la idea de irse sola hasta Morelia, pero con los ojos hicimos un acuerdo que se resumía en un simple pestañear mío que le decía "Si te hubiese ocurrido a ti, me gustaría que alguien hiciera esto por ti". Emprendimos el regreso, mi amiga en mi auto y yo en el Honda, con la dama. Mi amiga nos aventajó hasta perderse, yo manejé más lento porque no estaba familiarizado con el auto que manejaba.

Durante largo rato ella no dijo nada. "Duérmete un poco, mueve las mandíbulas, no es bueno que las mantengas apretadas todavía" le dije. Ella dormitó casi durante una hora. Era guapa. Su falda era de un rosa exquisito, con una tela tan fresca y ligera que, lamentablemente, hacía más notoria la marca de orines a la altura de su pelvis. Al cambiar yo la velocidad, de reojo miraba que ella tenía unas piernas blancas y muy bien marcadas. Sus pies eran blanquísimos, con las uñas pintadas en un tono rosa a juego con su falda. Su nariz era extrañamente afilada, sus labios algo caprichosos, sus ojos eran seguramente lindos una vez que no tuviesen miedo. El auto olía fuertemente a orines. De reojo miraba como le temblaban los pechos a la dama cada vez que saltábamos un reductor de velocidad. Mis alas estaban percudiéndose, primero blancas, luego amarillas, después rojas.

La dama despertó y pareció sorprenderse de verme manejando su auto, justo como si el derrape hubiese sido un sueño. Luego se miró la falda meada y se sonrojó de vergüenza, y más se sonrojó luego de ver un charquillo de orina junto a los pedales del auto y concluir lo que yo estaba haciendo por ella. Encendió un cigarro y no dijo nada, cosa que interpreté como que estaba sanando. Se tocó las mandíbulas, le dolían, las había apretado muy fuerte. Tomó su bolso, que estaba tirada a los pies del copiloto y de ahí sacó un teléfono móvil. Marcó a alguien, pero ese alguien no contestó. Maldijo al aire. Comenzamos a platicar. Ya le expliqué lo que hacía. Lo tomó muy bien. Volvió a tomar su teléfono móvil y volvió a marcar. Otra vez no volvió a obtener respuesta, aunque según pude juzgar, le salió una invitación a dejar mensaje en correo de voz y esta vez si dijo "Soy yo. Tuve un accidente. Repórtate cuando puedas. ¿Qué haces que cuando te necesito siempre traes apagado este maldito aparato?". Fumó otro cigarrillo. Conforme su rostro pasaba del miedo al enojo se ponía más linda. Yo comencé a contarle cosas e incluso la hice reír un par de veces. Se reía y se tocaba la mandíbula.

Luego de cuarenta minutos sonó su teléfono. Ella contestó y dijo con una voz quebradiza que antes de terminar su frase se rompió en llanto "Hola. Tuve un accidente... tuve mucho mie... do...". Ella escuchó algo que la vocecilla dijo y pasó del llanto a la cólera. Con ironía espetó. "Gracias por tu interés pendejo. Si el carro es lo que te importa te informo que éste está muy bien. No. No. No ruegues. Ya no te voy a decir como estoy, total, no estoy muerta si es lo que quieres saber..." por la ventanilla arrojó el teléfono móvil, al cual sólo vi estrellarse en el asfalto, haciéndose añicos detrás de nosotros.

Llegamos a Morelia. Ella me hizo saber que le gustaría que la llevase hasta su casa. No podía manejar. La llevé. Su casa quedaba en un cerro con una vista espléndida de la ciudad. En su cochera había varios autos de lujo que hacían que su Honda fuese el más miserable. Me invitó a pasar. Su caminar ya no tenía nada de débil, de hecho pude ver lo espléndidas que eran sus nalgas, tanto que la falda meada no me desanimó de vérselas. Ella volteó de sorpresa y diciendo "Es hasta ahora que sé lo tensa que estoy" me atrapó mirándole el culo. Se sonrió y me dijo "Me apena que estés bañado en mi pis. Te daré algo para que te cambies".

Me invitó a pasar hasta una habitación. En ella había una gran cama y a un lado estaba una foto de bodas. El tipo se veía mal encarado pero abrazándola y ella, con un vestido blanco que dejaba a la vista su magnífica espalda, se sostenía de su cuello enamorada. Caray, qué buena estaba cuando se casó, aunque ahora tendría otras virtudes que no tenía en aquel entonces. En un buró a lado de la cama estaba una foto de él, vestido de negro con un traje de alguna arte marcial, rodeado de japoneses, o chinos, o qué se yo, con una medalla de oro en el pecho, con el entrecejo fruncido como si acabara de matar a putazos a un cristiano, en pocas palabras, con una pinta del tipo con el que en definitiva no quieres pelearte.

Sonó el teléfono. Timbró varias veces y para mi sorpresa ella no sólo no contestó, sino que con una mirada maliciosa que muy oportunamente le descubrí me dijo "Contesta tú". Yo, que si bien no conocía su vida y sus relaciones, sí podía suponerlas, y dentro de mis suposiciones una dama que supuestamente debe estar sola nunca da a contestar el teléfono a un hombre, cualquier hombre que sea, que esté en su casa. Yo contesté.

"¡Presto!" dije al auricular, pues es como yo contesto el teléfono.

"Disculpe, debe estar equivocado..." Dijo una voz de hombre.

"¿Quién era?" dijo ella con una sonrisita nada inocente.

"No se. Dijo que estaba equivocado"

"Vaya si lo está.." dijo ella, refiriéndose a la nada. Ella se quedó parada frente a mi como si me invitara a no moverme porque era seguro se iba a ofrecer la ocasión de que tuviera que contestar yo de nuevo.

Timbró el teléfono de nuevo. Ella, con una sonrisa dormida, agitó la cabeza ordenándome que contestara.

"¿Bueno?" dije esta vez, olvidándome del italianismo.

"¿A qué teléfono estoy marcando?" Dijo la voz enfadada.

Yo, en una imprudencia realmente estúpida le contesté: "Al de la habitación".

"¿Quién es usted y qué está haciendo en mi casa?" Dijo el hombre colérico. La ocasión estaba que ni pintada para decir una broma de esas memorables, algo así como soy un ladrón y casi termino de robar todas tus alhajas, pero decidí quedarme para esperar de una vez a tu mujer, sin embargo no fui capaz de decirle nada. Mi silencio lo hizo berrear al teléfono. La mujer estaba muerta de risa solo de escuchar la bocinilla rugiendo tal cual si una abeja imbécil se hubiese metido en el auricular un segundo antes de que el técnico de la empresa de telefonía pusiera la tapilla sin notarla, haciéndola cautiva. La mujer extendió el brazo y tomó la llamada. Lo calmó y le dijo que no se preocupara, que yo simplemente era un desconocido que la había ayudado mucho, etc. etc.

Algo en su narración, el acento quizá, la forma de sus ojos como si fuese un matador que clava lanzas en un toro, la forma en que cruzaba las piernas o la manera como tomaban sus manos el cable torcido del teléfono, o algo, me pararon la verga de inmediato. Uno sabe, en algunos casos, cuando el sí está dado, y esa es la sensación más bella del mundo, cuando la seguridad de sexo está garantizada y todo se diluye en ver cómo se concreta. Mi trozo se puso tieso y vibrante. Comencé a verla sin descaro, como mujer abierta ya de piernas, pero sin incomodar.

Aun al teléfono ella puso cara de asombro. Me miró a los ojos y dijo. "¿Me crees que el muy cerdo me cortó el teléfono? No quiero oírle más. Dejaré el auricular sin colgar. No lo cuelgues por favor, no quiero escuchar que me llame otra vez." Diciendo esto colocó el auricular sobre la mesilla que estaba junto a la cama. "Voy a bañarme" dijo.

Ella se metió para darse una ducha, dejándome afuera. Demoró muy poco. Salió del baño envuelta en un kimono y descalza. Se dirigió a un ropero y de él extrajo una cajilla de trusas Calvin Klein, la tendió en la cama. Sacó un pantalón que podría ser de los que usa su marido para el arte marcial o un pijama, de una tela muy suave, tipo seda, pero gruesa, sacó también una camiseta negra, como los pantalones, pero esta de una tela más fresca pero menos brillante. Me dio una toalla y me dijo "Date un baño. Estás bañado de mi". Esa expresión me pareció muy cachonda, así que contesté con algo de descaro. "Viniendo de ti no me importa". Ella no dijo nada, pero sus ojos brillaron como si ya tuviese mi verga en la boca.

Me bañé. Hice un bulto con mi ropa y salí siendo otro.

Al salir, lo primero que vi fue que ella estaba sentada sobre sus piernas, una sábana le cubría toda la parte de abajo, supongo que para sentarse en la cama sin el miedo de que se le viesen las piernas. Noté que había desaparecido la foto del esposo medallista. Ella se daba a sí misma un masaje en el cuello con un poco de crema. "Ven. Siente aquí. ¿Es normal esto?" dijo ella, y en su acento corroboré mi destino.

Me acerqué. La tela del pantalón era tan exquisita que mis piernas se sentían maravillosamente dentro de ellos. Me senté detrás de ella pero sin tocarla, aunque más valdría hacerlo, pues ninguno de los dos tenía sus pies fuera de la cama, lo que hace una sutil diferencia de estar juntos en una cama y no estarlo. Con mis manos comencé a tocarle muy clínicamente el cuello, como si de verdad quisiera sencillamente dictaminarle algún posible esguince, pero de inmediato di paso a tocarle el cuello con fines más de placer que de otra cosa. Ella remolineaba el cuello conforme se lo apretaba, como si la estuviese estrangulando deliciosamente. Del cuello me pasé a sus mandíbulas, las cuales sí estaban verdaderamente tensas. Recorría su hueso con mis dedos, y ella eventualmente se quejaba. Sus quejidos me ponían muy caliente, pues no sólo se quejaba, sino que decía cosas. Ella se arrancó la sábana de las piernas y para mi sorpresa vi que lo que antes era un kimono en realidad era medio kimono, pues de la cintura para abajo no llevaba nada puesto.

Yo seguí dándole ese masaje en el cuello, pero clavando la vista en ese par de nalgas que se abrían debajo de la cintura como una inmensa pera sentada en el horizonte del mundo. Su piel era tan blanca y tan fragante, y sus formas tan redondas, que mi verga se había activado de tal manera que hacían una carpa circense en el aguado y negro pantalón, mostrando una verga en relieve. Le desaté el kimono para desnudarle la espalda. Dios, seguía tan maravillosa como en su foto de bodas. Le di un masaje muy relajante en toda la espalda. Su coño comenzaba a despedir un aroma muy dulce y embriagador. Le empujé la espalda para que su cara quedara recostada en la cama, como por instinto subió las nalgas, dejándome ver su coño. Lo tenía de un rosa precioso. Sus brazos manos estaban a la altura de su cara, así que le tomé las manos y se las coloqué en la espalda como si le fuese yo a poner esposas, y las acomodé cruzadas y con las palmas boca arriba. La tenía en una posición encantadora, sobre sus rodillas, con el culo al aire, con su cara recostada en el colchón y con las manos a su espalda. Coloqué crema en cada una de sus manos, que estaban tensas aun, y comencé a darle un masaje muy confortable en las manos, pero cuidando de encajar mi boca en su coño. Entre mis dedos sus manos pataleaban como un par de arañas moribundas, pero lo hacían al ritmo que mi lengua tocaba en su coño.

Sus partes olían a dulce, sabían a dulce, y el calor que guardaban era extraordinario. Los labios de su vulva besaban los labios de mi boca, y yo sentía la suavidad y la carnosidad de su coño en mis labios, en mi barbilla, en mi nariz, pues me metía tanto entre sus muslos como si me quisiera adentrar en su cuerpo con mi cabeza. Lamía como un perro y con mis labios daba mordiscos desdentados a su sexo. Su clítoris no tardó en endurecerse y me puse a jugar con él como si se tratase de un caramelo. En ningún momento dejé de masajear sus manos, las cuales de vez en vez querían empuñar mis manos en vez de entregarse al masaje, pero no lo permití.

Seguí chupando con verdadero frenesí. Con una mano sujeté su par de muñecas, pues no quería que bajase las manos y con la otra mano metí un par de dedos en su coño, deslizándolos por entre las paredes jugosas, tanteando el calor que en breve bañaría mi verga. Su coño era tan estrecho y tan voluptuoso. Mientras le metía los dedos en el coño le mordía las nalgas, y con mis dentelladas los poros se le erizaban. Era una parlanchina, pero no me importaba.

Como pude me quité el pantalón y la trusa. Mi verga estaba muy parada y muy dura. No le permití que se enderezara de ninguna manera. Lo justo hubiera sido empalarla en el acto, pero en cambio hice otra cosa. Aprovechando que sus manos seguían cruzadas a mitad de su espalda y con las palmas boca arriba, me subí a la cama y coloqué entre sus manos mi verga. El par de arañas moribundas y llenas de crema se abalanzaron sobre mi tronco, tanteando su tamaño y, satisfechas con esto, comenzaron a masturbarme con dificultad, una bombeando mi verga y la otra aprisionando mis testículos como una trampa para osos. Cada vez que la mano empuñaba mi aparato y le atestaba un desfloramiento manual, la cadera de ella se movía como si un ente invisible la penetrara. Con mis manos le alternaba nalgaditas en sus nalgas redondas. Por fin tuve piedad, de mi, por supuesto, y me dirigí al coño para empalarlo. Coloqué mi glande en la caliente gruta y de un solo tajo me dejé ir hasta el fondo. Dios mío, aquel agujero estaba muy caliente y muy estrecho, y a cada metida lo iba yo abriendo. El gemido de la mujer era ebrio y depravado, como si sintiera alivio cada vez que la tenía metida hasta adentro y suplicio y desdicha cuando se salía siquiera unos centímetros. Se la dejé ir tan al fondo para que cualquier extracción no pudiera sino considerarse metida también. Sus nalgas eran un par de lunas llenas en medio de las cuales mi verga se extraviaba gustosa. Con mis manos le magreaba las nalgas, y el abdomen, que afortunadamente no estaba plano, a mis embistes le hacía temblar las pesadas tetas que reposaban parcialmente en la cama. Su carita era una carita de golfa que disfruta mucho de tener a alguien detrás haciéndole cosas.

Sin sacársela pegué mi abdomen a su columna vertebral, el recorrido de mi verga toqueteaba por simples leyes elásticas, su culo de color piñón, y mi boca, que ya había quedado a la altura de su dañada nuca, la mordía suavemente en cuello y orejas. La muy puta bramaba como una desquiciada. Dada mi posición ella me estaba sosteniendo prácticamente, pues con un brazo le sujetaba uno de los pechos y con la otra mano, que pasaba por debajo de nuestros cuerpos, le toqueteaba el clítoris. Luego de varias metidas ella sufrió un orgasmo, y verdaderamente lo sufrió porque gritó como de dolor, pero con una sonrisa magnífica en los labios.

Supuse que a pesar de que le estaba metiendo bien duro la verga, el orgasmo había sido más bien responsabilidad de mi mano jugando en el clítoris mientras se sabía bien enculadita. Me salí de su coño y me tendí a mamarle el coño para probar ese sabor a orgasmo recién tenido que tanto me gusta. Me acordé de la canción que dice "Eres tan claro como el amor después de hecho". Su miel era dulce, su sensibilidad especial, pues al menor roce parecía venirse otra vez. Le dije al oído de su coño muchas palabras con lo lengua. "Dime marranadas" me pidió. Lo hice.

La tendí boca arriba y la abrí de piernas. Pude mamarle el coño todavía un poco más. Luego me acomodé para joderla así abiertita como estaba. La penetré hasta los huevos. Ella balbuceó algo que en otro planeta significa gracias y más a la vez. Nos besamos en la boca y ella probó su sabor en mis labios, cosa que parecía ponerla muy caliente, pues me tomó la cara en sus manos y comenzó a libarme el rostro como una mariposa adicta a su propio jugo. Mientras yo resorteaba una y otra vez en su coño, sintiendo el apretón de sus caderas. Le coloqué una de mis manos en el rostro para acomodar nuestros besos, pero ella se dio la maña de zafarse de mi mano para comenzar a chuparla, tal como si mis dedos estirados fuesen una verga. Y tal era su talento para chuparme los dedos que sentí el impulso inmediato de darle de mamar mi verga. Me salí de mi coño y me tendí encima de su boca, metiéndole la verga a veces hasta la garganta y a veces dejándola fuera un poco para que ella pudiera jugar. Ella me manipulaba el tronco con gran maestría y a mi me ponía caliente ver aquella cara tan linda metiéndose mi grotesca verga en la garganta, como si la belleza sucumbiera a lo vulgar, el hombre al animal. Por un momento quise no ser grosero y dejarla hacer con la boca, pero con un empujoncito de sus manos me hizo saber que ella no estaba buscando mi respeto, sino todo lo contrario. Así, comencé a joderla por la boca, sin escrúpulo y sin pensar que la boca es menos profunda que el coño.

Ella me alzó un poco y me clavó la lengua en el ano, con sus manos me manipulaba la verga llena de convicción, como si toda su vida hubiese jalado vergas. Su lengua mágica me hacía sentir experiencias muy dispares, pero todas ellas deliciosas. Me alcé y le levanté una pierna disponiéndome a empalarla de nuevo. La penetré y con un sencillo doblez me las ingenié para que cada embiste pasara revista por su hinchado clítoris. En un golpe de suerte descubrimos su capacidad de correrse muchas veces. Era como un efecto mecánico y predecible, mi verga así, su pierna asá, su clítoris presionado de tal forma y listo, un orgasmo. Llegamos a contar once orgasmos. Yo estaba más sorprendido que ella, no porque a ella no le sorprendiera, sino porque a partir del quinto orgasmo ella no era quien para sorprenderse.

Ella extendió una de sus manos y hundió uno de sus dedos en mi culo. Extraña reacción, mi cadera dejo de moverse, no por miedo a que me penetraran, pues el dedo ya mandaba ese riesgo al pasado, sino porque la verga se me puso tan dura que sentía que un mal giro me la quebraría. Pero ella no me iba a dejar parar. Si yo no podía mover la cadera sino sólo quedarme quieto con la verga más dura que una barra de metal, ella se encargaría de mover las caderas. Era como si el dedo en el culo activara mil sensores en mi verga. Eso no me había pasado nunca. Su placer era más si decía cosas sucias. Quise que ella sintiera lo mismo, así que le clavé dos dedos en su culo, lo cual fue posible porque lo tenía muy dilatado y lleno de su propio jugo. Sentía en los dedos un calor muy intenso, y también una viscosidad delirante, y del otro lado sentía como mi verga iba y venía dentro de su ser. Ella dejó de moverse en forma tan atrevida, los dos quedamos como puestos en velocidad lenta, pero sedosos, restregando nuestros cuerpos como un par de caracoles viciosos, sintiendo cada músculo del otro, como si nuestros sexos estuviesen más grande que nunca, como si nuestros dedos en nuestros culos fuesen el timón de toda la acción.

Ella sacó su dedo de entre mis nalgas y yo saqué los míos de entre las suyas. Comencé a penetrar muy fuerte. Ella llevó su mano a mi pene y lo reacomodó colocándolo en la puerta de su culo. La empalé con un poco de cuidado, aunque su culo ya soportaba mi verga con gran comodidad. Con la mano que no le había manipulado el ano le metí unos dedos en la vulva mientras la penetraba analmente. Ella estaba abiertísima. Comencé a regarme en su culo, sintiendo a mi semen perderse para siempre, percibiendo cada latido de su corazón en el arillo de su culo, que abrazaba mi manguera que no dejaba de pulsar y de manar leche. Bramé como una bestia que entrega el ser. Ella tenía el léxico más majadero que hubiera yo escuchado. Y así nos quedamos un rato. Besándonos en la boca como si mi verga en su culo fuese algo tierno. Ni ella ni yo buscábamos ternura, pero la estábamos teniendo, ni nos juramos amor, pero lo estábamos sintiendo.

Nos bañamos. Bajo la regadera terminé de masajearle cada músculo. A la salida ella me pidió mi número de teléfono móvil. Se lo di. De un cajón sacó la medalla imitación oro del marido. Me la colgó en el cuello y tentándome el paquete me dijo "Eres un campeón". Yo no discutí eso, pues me daba gusto creerlo.

La llevé a la cama y, recostada, la peiné. "Descansa. Vas a sentirte bien. Mañana no sentirás nada" le dije, y ella me espetó "Prefiero sentir". Ella quedó profundamente dormida. Con una de mis alas le abanicaba una brisa fresca en su sonrisa, con la otra le rozaba el tobillo.

Mandé llamar un taxi y salí a la calle a esperarlo. Por fin llegó y me trepé en él. A escasas dos calles de la casa de ella un hombre y yo nos quedamos mirando a través de las ventanillas de los autos en que viajábamos, el al volante y de subida, yo de pasajero y de bajada. Él notó mis labios hinchados y sonrientes, yo su playera de artes marciales negra...

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Mirame y no me toques (II: Puentes oculares)

Mirame y no me toques (III: Un abismo)

Mirame y no me toques (I: Los ojos de Claudio)

La verdad sobre perros y gatas

Amantes de la irrealidad (07 - Final)

Amantes de la irrealidad (06)

Amantes de la irrealidad (05)

Amantes de la irrealidad (04)

Amantes de la irrealidad (03)

Amantes de la irrealidad (02)

Clowns

Expedientes secretos X (II)

Noche de brujas

Día de muertos

Amantes de la irrealidad (01)

Lady Frankenstein

Expedientes secretos X (I)

El Reparador de vírgenes

Medias negras para una ópera de reims

Una gota y un dintel (II: La versión de Amanda)

Una gota y un dintel (III: La versión de Pablo)

Los pies de Zuleika

Una gota y un dintel (I)

Amar el odio (I)

Amar el odio (II)

Amar el odio (III)