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Infieles (1)

en Hetero: Infidelidad

INFIELES

(Primera parte: Como en la tele)

Cuando vi en el televisor el programa "Infieles", supe que yo debía aparecer ahí. La mecánica del programa no puede ser de otra forma que exitosa. Se trata de un grupo de cabrones que gustan de meterse en vidas ajenas, fisgonear y joder a granel. Ellos ponen a la vista su programa y no pierden el tiempo al momento de asegurar lo buenos investigadores privados que son. El Inspector (así llamaré al hijo de puta principal) viste siempre con un pantalón de mezclilla y zapatos flexi, camisa al parecer de algodón, supongo que todo ello muy necesario en el caso de que se tenga que huir de algún lado o enfrentar una pelea a golpes. Imagino que los productores del programa coincidieron con él en que había que estar preparado para recibir palizas, pero pese a esto le dijeron que la imagen de chico limpio pero pendenciero no lo acreditaría como investigador, así que le impusieron una chamarra negra de piel que le queda bastante grande, y a cambio de esa adición en la imagen le adjudicarían una jauría de gorilas que siempre le acompañarían en su trabajo. Repito, la mecánica del programa sólo puede ser exitosa y no de otra manera.

El primer punto es salir en la televisión y meterle en el cerebro al público lo chingones que son para atrapar infieles en acción. Supongo que los primeros tres o cuatro programas los han de haber hecho con actores, con la confianza de que solitos, poco a poco, los infieles les irían cayendo por sí solos.

El secreto está en que al final del programa lanzan su propaganda: "Si usted sospecha que su pareja le engaña, llame a "Infieles", de ser elegido su caso, nuestro experto equipo de investigadores le mostrará la verdad".

Lo vi un miércoles y tomé nota que lo retransmitían el sábado. Debo aclarar que eso de la infidelidad se me mostraba como algo circunstancial, en realidad lo que yo quería era que Rebeca me echara de su vida y que de peso quedara claro que yo tenía toda la culpa. Como esto puede resultar confuso sin duda debo aclarar cómo es que Rebeca me ha dado siempre lo mejor de sí misma y como he llegado a este grado de quererla fuera de mi vida, y esto de una manera tan desesperada como para querer aparecer en un programa como éste de INFIELES.

Cuando éramos novios, yo estaba siempre alrededor de Rebeca, colmándola de detalles, enamorándola. Su culo me tenía virtualmente privado de la razón y sólo pensaba en meterle mi verga entre las piernas. Tres años duró nuestro noviazgo antes de que nos casáramos. Ella siempre se apegó a sus convicciones de no querer hacerlo hasta una vez que se hubiera casado, defendiendo su virginidad a toda costa, lo cual me tuvo en una tensión sexual tan grande que casi me estalla la cabeza. Yo había tenido un par de novias que a la tercera o cuarta cita aflojaban todo y se entregaban a la más descarada carnalidad. No soy tan guapo como para que aflojaran a la primera o segunda cita, pero sí lo suficiente como para que lo hicieran a la tercera o cuarta.

Total, fui a pedir su mano con todas las de la Ley, su madre hizo la pantomima de no estar muy segura de querer dar la mano de su hija única a un cabrón con pinta de patán –pero muy querendón- como yo, pero luego ve la mirada ilusionada de Rebeca y se pone benévola y a regañadientes dice que si, voltean madre e hija al padre de ella y éste continua la pantomima y dice: "Bueno, si ya lo han decidido, no seré yo quien contraría la dirección de su corazón". El señor me ve y advierte una verdad muy grande, que quiero empinar a su hija lo más pronto posible. En venganza, mi futuro suegro hizo una pregunta inocente: "Entonces mija, ¿Quieres que hable con Monseñor Colunga para que nos de una fecha en La Catedral?". Rebeca saltó llena de alegría. "Si. Si. Siempre soñé con casarme en La Catedral". Mi futuro y cabrón suegro me volteó a ver y sonrió con algo de cinismo. Un cinismo que no entendí sino hasta días después.

Monseñor Colunga nos dijo con falsa solemnidad que no tenían un jodido domingo libre sino hasta unos tres meses, estábamos en mayo y la próxima fecha libre era la primera semana de agosto. Yo, que cumplía años en julio, ya me hacía casado para esa fecha, pero nada. El muy imbécil y regordete sacerdote dijo con una risilla falsamente benévola "Pero no desesperen, hijos míos, pues aquellos que se piensan unir para siempre –o sea Rebeca y yo- saben esperar unos cuantos meses para la gran fecha. Verán qué dulce es el destino que les depara El Señor". Mi verga no entendía de razones.

Y así empezó mi calvario. Rebeca se sintió, desde ese momento, muy mía. Se juntaba a mi cuerpo con más libertad y abandono. Lo notaba en sus besos, que se volvían más apasionados cada vez, pasando de una boca riquísima que se dejaba besar dando ligeras respuestas a convertirse en una boca voraz capaz de marcar erizarme los poros violentamente. Pero nada de sexo.

Hay un fenómeno muy simple, y eso lo sabrá cualquier esposo con vida sexual más bien débil. Imaginemos ese esposo hipotético. Su mujer está todavía muy buena y, según el constata en las escasas veces que hacen el amor, está sana y coje de maravilla. Pese a que sabe que su mujer encierra una demonia cachonda, casi nunca lo hacen. Bien. Su mente será entonces una pesadilla constante, pues desea a su mujer todo el tiempo, pero no la obtiene con la frecuencia, o bien con el entusiasmo, que espera.

Dicen que todos los seres humanos somos, por principio, diferentes. Lo que nos hace odiarnos o querernos no son las diferencias que, como he dicho, son requisito del existir. Somos diferentes, pero no es esa condición de diferencia la que nos hace apartarnos y aborrecernos, no. Algunas parejas dicen no llevarse bien porque "son tan diferentes". Eso no tiene nada qué ver, pues, por el contrario, si fuesen un par de clones de sí mismos la vida se convertirá en un monólogo de lo más aburrido, pues sólo se hablaría del mismo viejo tema, no cabría la sorpresa y serían como una misma opinión cerrada, incapaz de nutrirse y desarrollarse, en pocas palabras, una puta lombriz que se enamora perdidamente de su otro extremo de cola. Las diferencias no son el problema, estas enriquecen y amplían nuestros horizontes, nos hacen la vida más llevadera. Lo que nos jode no es lo igual o lo diferente, sino aquello que inhibe nuestra existencia, aquello que nos frena el desarrollo, aquello que impide o boicotea nuestros objetivos vitales.

Volvamos a ese marido hipotético. El güey desea todo el tiempo a su mujer. Ella, a lo largo del día, como es obvio, hace cosas. Recoge la casa, hace el aseo, come, cuida a los niños, recibe a los amigos de la familia, a los familiares; tanta actividad hace que la esposa no siempre esté en condiciones de salud o energía para entregarse al sexo por la noche. De pronto, esta esposa hipotética tiene un espectro amplísimo de razones por las cuales no hará el sexo por la noche; si tuvo mucho trabajo durante el día con los quehaceres de la casa, por la noche estará cansada y no hará el amor; si tiene hambre a las doce de la noche o una de la mañana, tendrá el estómago lleno y por ende el cuerpo indispuesto; si un amigo de la casa o familiar llega y se divierte mucho rato, de pronto será muy tarde para hacer el amor; si no es tarde, pero al día siguiente se tiene que levantar para mandar los hijos al colegio, eso tampoco permitirá tener sexo; si se siente mal de su abdomen, imposible cojer; encima le viene la regla, más huelga de sexo.

Así, un día tras otro se suceden los inconvenientes y cuando menos esperan ya llevan un mes sin hacer el amor. El esposo ha deseado a su mujer cada día de ese mes, ya no le hace gracia nada, cualquier cosa puede prolongar el trabajo de ella, o hacerle daño al vientre; las visitas que llegan él quiere correrlas instantáneamente, pues de entretenerse le estropearán su noche; los niños tampoco son bienvenidos porque pueden ponerse difíciles para acostarse, y ello retrasará todo, o lo inhibirá; si ella le dice por la noche que tiene hambre, él, lejos de prepararle la cena o invitarla a salir, maldice su hambre y no le calentará el sol hasta la noche siguiente; en pocas palabras, el esposo hipotético se transforma en un miserable perro que haría lo que sea, mover la cola o saltar, con tal de recibir una croqueta de sexo.

Si rico no es el que más tiene sino el que menos necesita, este esposo es mucho muy pobre, su cara es triste, su entrecejo estará enfadado. La mujer, hijos, familiares y amigos sólo percibirán que él se ha vuelto un ogro y no se explicarán por qué, pues la verdad sólo la saben ella y él, es privada, y nadie tiene por qué enterarse que ellos no cojen con la frecuencia que todos imaginan, pues ambos lindos y ambos jóvenes, piensan, han de ser muy sensuales. Cada cosa que hace la mujer es un enemigo para él, pues hasta la cosa más estúpida la pondrá cansada, triste, indispuesta. El sueño de ella es un enemigo poderoso. El marido incluso empieza a sospechar que su mujer está enamorada de otro hombre, y le vienen a la cabeza aquellas leyendas que de joven escuchó, en las que alguien dijo que las mujeres eran, en el fondo, inherentemente fieles, que su corazón es monógamo, que las casadas cuando se enamoran de un amante, le son extrañamente fieles, al grado de que no soportan que el marido las toque, pues se sienten traicioneras. Y este marido llega al lecho y se da cuenta que su vida sexual se ha convertido en un postre del sueño, que nunca lo hacen en sitios diferentes, siempre en la alcoba en que duermen, nunca en la sala, o en un hotel, o en una playa, o en una montaña, no, siempre en la cama conyugal. No se dicen nada, horas antes de irse a acostar no saben si harán el amor o no, pues lo decidirán por accidente, estarán acostados como rieles de ferrocarril, acaso él extienda su mano y la roce, para ver qué hace ella, pero ella no se mueve, o lo hace para ponerse boca abajo, justo como duerme. En este roce de cuerpos, dependiendo de la respuesta, ese marido seguirá en su empeño o se detendrá. Él conoce ya la respiración de ella, y nota que la respiración es agitada, como quien no duerme; luego ella suprime la respiración, retiene el aire, como si estuviese parada en el filo de hacer y no hacer, y en ese instante todo es espera, ella espera que él se abalance sobre ella y la viole o bien que la deje dormir en paz. Él no tiene ganas de violar y recibir por caricia la entrega resignada entrega de su mujer, pero tampoco quiere dormirse porque la desea más que a nada. Por fin ella acerca la boca para darle su beso de buenas noches, la incertidumbre se desvanece, ahora al menos él sabe que no tendrá nada de sexo esa noche. La espera, la tensión, es lo peor que puede pasarle a este hombre.

Él sublimaría ese deseo si no fuera porque es consciente de lo incapaz que es para suprimir algo así, y además en su cabeza retumba la convicción de que tiene derecho a una vida sexual. Le pregunta a su mujer, con toda la humillación que ello implica, si tiene otro hombre, ella le contesta que no, que sólo lo quiere a él. Puede esperar, puede seguir pasándola mal el tiempo que él decida, puede durar envuelto en años de enfado, pero surge un nuevo factor que le alerta aun más; una de esas noches en que la situación es más insostenible que nunca, por fin consigue abrirle las piernas a su mujer bajo las sábanas de la cama en que duermen; ella yacía sobre la cama en ese momento de intriga en que no sabe qué habrá de ocurrir, si dormir o amar, él responde esa interrogante, en pleno beso de buenas noches no se contiene y viola el pacto de paz y desliza su lengua furtiva dentro de aquel beso que servía de antesala al descanso. Ella no reacciona de inmediato, ella mantiene sus labios en posición de un esfínter que se cierra, pero él sigue lamiendo los labios, en un canal bien distinto al de ella. Ella exhala, rindiéndose a la decisión de él y lentamente abre un poco más la boca.

Ella comienza a mover su lengua también, subiéndose al barco de él. Ella pide un segundo para quitarse un protector bucal que ya se había colocado en los dientes, pues segura estaba de dormirse. Pide otro segundo y se dirige al baño a descargar la vejiga, pues segura estaba de no tener que utilizar su cuerpo, pero bueno, las cosas no salieron como pensó; regresa a la cama pero antes de llegar eructa algo que comió hace un rato; ahora si, sin protector bucal, sin exceso de líquidos y sin malestares estomacales, se interna en la selva de sexo que le espera en la cama. Él quisiera una mamada como aquellas que ella acostumbraba darle y que solían gustarle dar, pero dadas las circunstancias es un lujo. Por un lado él quiere metérsela ya, pero por otro lado aun cuida su fama de Casanova, y le comienza a dar él la mamada a ella. Casi le escupe en el coño reseco, extiende la mano y abre un tubo de lubricante que tenía preparado de emergencia para estos casos; unta el lubricante con las yemas de los dedos y aprovecha para masajear de manera burda el clítoris de ella; comienza a mamar aquel coño con maestría, mete la lengua y ya bien dentro la ondula parsimoniosamente, luego la saca y recorre todo el perímetro exterior de aquel sexo que noblemente comienza a hincharse. Él identifica lo que cree es el clítoris y sobre él descarga lenguetazos muy tenues, mismos que varía con otros más agresivos.

Cubre sus dientes con la piel de los labios para hacer unas mandíbulas como de anciano y con ellas muerde suavemente el coñito de su mujer. Ella emite un quejido, pues aunque indispuesta hace unos momentos, se da el tiempo de disfrutarlo. La cosa está como para hacerla durar, pero él siente prisa. Se coloca encima de ella, que abre las piernas, él le da un beso en la boca, y ambos confunden que la mezcla de saliva y jugos de ella son algo parecido al desenfreno, pero pudiera no serlo. Pudiendo seguir besándose ininterrumpidamente durante unos cinco minutos, parece demasiado tiempo el cuarto de minuto que lo han hecho. Él enfila la punta de su verga en la carne de ella e incluso la restrega unas cuatro o cinco veces, ello más como sello personal que como algo que produzca placer en sí mismo, como antes, que podía durar jugando a eso mucho tiempo. Ya en ese trance, lo adecuado sería que se encajara. La mamada de coño y el lubricante, hacen que la verga resbale con facilidad. Cada milímetro que se adentra en el caliente vientre de ella reconoce la sensación tan deseada de estar juntos, y provoca en él una amnesia respecto de todo el sufrimiento que se padeció para llegar hasta ese punto. Ese entrar firme pero lento parece valer cualquier esfuerzo. Una vez bien dentro, con los testículos rozando la orilla de ese beso húmedo que ella regala con su vulva, él se queda como paralizado, deseando morir en ese instante y perpetuar aquello. La meditación dura poco y comienza a cilindrar, con más fuerza cada vez. Ella ha vuelto a ser la de antes, tal vez nunca dejó de serlo, pero él no se da cuenta. Se mete una y otra vez y procura la posición y los ángulos que a ella le gustan. Las piernas de ella son blanquísimas y están completamente abiertas, como si fueran el cono inexorable de un nido de una hormiga león, mientras que él, el insecto condenado a perecer en ese centro de destino que es el sexo de ella.

Como un abejorro multi piquetero, pica una u cien veces el sexo de ella. Ella junta sus piernas, y él reconoce que es la posición que, aunque rudimentaria, propicia el mayor roce del cuerpo de ambos, pues de esa forma él no está seguro de salirse ni un segundo, mientras que el hueso de la pelvis de él choca con el expuesto clítoris de ella, llevándola a un placer indescriptible. Él se convierte en un amante circense y su cuerpo comienza a ondular a fin de dar el pinchazo exacto. Su impulso son cada vez más frenéticos y ella suprime la respiración una vez más en esta noche, esta ocasión no es por incertidumbre ni duda, sino por la seguridad de estar próxima a ese orgasmo que llega en ese instante desbaratando todos sus pensamientos, poniéndole tensa todo el cuerpo, como si se convulsionara por una pequeña fuga del alma ubicada justo en su clítoris. Se le ha escapado toda la vitalidad por esa rendija. Él, más por orgullo que por amor, sabe que en ese preciso momento es fácil hacerla correrse de nuevo, así que emprende de nuevo las embestidas, le coloca esta vez las manos en las nalgas, y haciendo esa línea recta parecen dos boas apareándose.

Ella tiene un orgasmo más. Él la encuentra aun más frágil, aun más fácil. Esta vez vuelve a arremeter, ahora con más fuerza, y sus manos que sostenían las nalgas de ella se inclinan más por esa línea que hierve en medio de ellas. Como ella se ha lubricado muchísimo, los chorros de jugo han puesto resbaloso el culo de ella. Él sigue arremetiendo y mete un par de dedos en el ano de ella, que se siente desbaratarse una vez más. Se queda lánguida. No existe, se ha acabado ella. Él puede, en consecuencia, acomodarla como le dé su gana. Y comienza a barrenarla con las piernas nuevamente abiertas en compás, pero él no sabe a ciencia cierta a quién está poseyendo, pues la que ama ya no está, ya no existe. Es entonces preciso regar todo el semen hasta quedar exhausto, al menos tan vaciado e inexistente como ella, y decide sacrificarse en un orgasmo que cuente por los tres que ella ha tenido. Ella con las piernas bien abiertas, él sujetándole de los tobillos como si sus manos fueran grilletes; la imagen es tan estética que es increíble que se haga por placer y no por vanidad. Él emite un bramido puramente animal y comienza a bañar de semen el útero de ella. Y luego ocurre la maldición. Él vuelve a la boca de ella para darle un beso, ella le da un beso exquisito, pleno, amoroso, y él se da cuenta de la parte más triste de la historia. Tanto desear hacerle el amor lo ha puesto tan preocupado de que se haga y que se haga bien, que se ha olvidado de quien es él y quien es ella. Lo único verdaderamente amoroso de todo el acto ha sido ese último y limpio beso. Ahora recuerda que los besos que se dieron fue como un duelo de lenguas, sin amor o ternura, y las caricias que se dieron eran propias de la más absoluta animalidad. Y esto, sentir así, si es un verdadero problema.

Cuando ella tiene su regla, él no se enfada, pues tiene la certeza de que no habrá nada; sin embargo, cuando ella está en condiciones de desear un poquito acomodar el día para disfrutarse por la noche y no lo hace, él se siente morir. Esa miserabilidad y pobreza le hacen saber que es esclavo de aquella vieja pasión que tanto estrago ha causado a la humanidad, y en ese sentido, teniendo todo para ser el mejor esposo y padre, se vuelve un hombre corriente y mediocre que siente un profundo disgusto por la vida, y todo lo que tiene es que no fornica como dios manda. Intenta ponerse en los zapatos de ella y pretende experimentar compasión también por ella, por que es incapaz de desearlo, pero ella, ella está feliz, ella está satisfecha con la frecuencia que tienen, ella cree que todo marcha bien, y él es incapaz de abandonarla porque ella es su vida entera, porque no quiere buscar a nadie nuevo, sino que la quiere a ella, luego el problema es peor, porque el problema parece ser él solo, él y su calentura. Él la quiere, ella lo quiere a él, pero están jodidos.

El marido hipotético está a un paso de su salvación, pero no lo da. Basta de fijar la norma de amar, platicarlo a la hora de comer, o llamar por teléfono desde el trabajo, a una hora razonablemente temprana, y acordar si esa noche habrá o no sexo; el hombre dará ese paso destinando un cuarto exclusivamente para entregarse a su amor, y no le importará si su casa es muy pequeña o si tiene que mandar edificar otro cuarto, no se lo piensa dos veces porque seguir viviendo como vive no es en realidad vivir. Su mujer ya no tiene incertidumbre de lo que ocurrirá por la noche, él tampoco, y ambos vivirán el día sabiéndose merecedores del premio que les depara por la noche, lo hacen en ese cuarto contiguo, no confunden más el sueño con el amor. Tanto ella como él son honestos y definen si les interesa disfrutar de esos cuerpos que la naturaleza les dio, y acuerdan ser honestos y decir, cuando no se tengan ganas, la verdad; así se garantiza que cada noche de amor es una noche deseada, no una noche soportada. El transcurso de los días renace, pues le ganan la batalla a aquella vieja pasión, la hacen su esclava, la usan. Se quieren, es lo que importa. Comprenden que el miedo a vivir miserablemente debe ser siempre mayor al miedo de hablar con la verdad. Dejan de suponer lo que el otro quiere y se lo preguntan. Vivir jodido es peor que cualquier pleito que tenga como fin dejar de vivir así.

Es quizá muy extenso esto que digo, pero una cosa es cierta, que para mi cojerme a Rebeca de manera salvaje era un objetivo vital. Estaba como ese esposo hipotético, deseoso a todas horas. En maldita hora había tenido mujeres antes de Rebeca, pues sólo me servían de antecedente para hacer pronósticos de lo rica que ella estaba. Conforme más se acercaba la fecha, más caliente estaba. Cada detalle del día me recordaba sus nalgas, y nada podía hacer. La Catedral era mi enemiga, Dios mismo lo era, su padre, su madre, ella misma por negarse, pero de todos a la única que perdonaba era a ella, pues me deparaba un regalo especial, lo hacía por mi. Ella olvidó todo por mi, y conforme se acercaba la boda la notaba sutilmente más golfa. Antes, ella actuaba como si el sexo no significara nada para ella, y ahora, el tema aparecía por momentos, como si ella se estuviera saboreando desde ahora ese trozo de verga que yo llevaba entre las piernas. Fue curioso escucharla decir la palabra coger, la palabra caliente, o comentarios que nunca me había hecho en el sentido de que estaba yo muy bueno. Fue como si se le hubiera autorizado a revelar lo golfa que era, lo cual a mi me agradaba saber, más aun porque cada comentario lo hacía ella dejando una especie de frase inconclusa, como para que yo imaginase que la golfa que era ella de novia no tenía comparación con la archiputasupervixen que sería una vez que nos casáramos, dejándome entrever que sería una vampira sexual que no me dejaría una sola gota de leche.

Aquello sólo me puso más tenso, al grado que en una ocasión me plantee seriamente violarla, aunque no lo hice para no perderme la magia de la noche de bodas, y desde luego, no hacérsela perder a ella. Luego, al igual que ese esposo hipotético, reconocí que estaba hecho una bestia, absolutamente esclavo de mi sexualidad. Sin embargo, el día de mi cumpleaños tuve un agradable respiro.

Íbamos en el coche, era ya noche y veníamos riéndonos de chistes groseros que ahora, con esta Rebeca un poco más emputecida, ya era factible contar. Contaba yo que no me interesaba que me hicieran una despedida de soltero y de alguna forma entendió que estaba tan caliente que ello me hacía especialmente vulnerable, sobre todo si mis amigotes me pagaban una puta. Le dije entre honesto y miserable que estaba seguro de no hacerle nada a la prostituta que me llevaran, que sólo tenía ojos para ella. Eso la enterneció. Luego dije un chiste de que en la última fiesta que tuve con mis amigos yo me había ofrecido como conductor designado. Ella preguntó cómo me había ofrecido yo a darles esa atención, así que le comenté: "Miren -Les dije- Amigos de mi alma, hoy seré conductor designado, yo manejo y ustedes chupan". Evidentemente el acto de chupar sugería que me la mamaran. Ella se rió con tanta procacidad que me asustó. Se me quedó viendo y me dijo: "Tienes ganas de ser conductor designado ahora mismo. Sólo por ser tu cumpleaños". Me quedé mudo. Todavía con miedo de ser yo el malicioso balbucee algo así como la pregunta de si se refería a...... aquello, y ella con una sonrisa divina dijo: "Claro, tonto. Pero de más nada." Claro que dije que sí.

Nos fuimos a un pequeño mirador que no era frecuentado por nadie que no tuviera la intención de magrearse un rato dentro del coche, había algunos coches más. Me preocupaba un poco que, de todos los autos que estaban ahí, el único ridículamente llamativo era mi Corsa amarillo canario con vidrios polarizados, pero no me importaba, lo más grave sería que el chisme de que vine al mirador fuese escuchado por Rebeca, pero no había problema si era ella a la que fajaba.

Coloqué el asiento para atrás con una lentitud que me era casi imposible y quedé recostado bastante cómodamente. Ella puso su mano sobre el bulto de mi pantalón con el señorío de una águila que mantiene aprisionado un ratón por horas, matándolo de miedo y sin prisa de devorarlo. Como si la sensación de la forma de la mezclilla de mi bragueta le produjera un placer especial, la recorrió con curiosidad y parsimonia. Por fin empezó a desatar mi cinto y a bajar mi cierre. Mi verga casi rueda hacia los pedales si no fuera por que le estorbó el volante, haciendo un ruido seco pero provocador. Ella se apresuró a empuñar mi verga y mis testículos, y comenzó a tocarla con mucha curiosidad. Me sentía yo como la plastilina recién inventada, y me dejaba tocar. Oh Dios, sus manos tenían un tacto tan suave y sus huesos y músculos una presión tan fuerte, que poco faltó para que me derramara sólo con ese contacto. Ella miraba mi pene con asombro, y pasaba su vista hacia mi cara, yo sonreía, ella sonreía, luego caía otra vez en trance hipnótico mirándome la verga. Comenzó a mover su mano de arriba para abajo, con cierta maestría para ser primeriza. Se inclinó y se dio el tiempo de olerme el falo, luego sacó su lengua y tocó el glande como si se tratara de una paleta a la que hay que catar. El olor y el sabor no la desanimaron, y luego, para mi sorpresa, de un bocado se metió enterita toda mi verga hasta la garganta. Hizo caras como de ser inducida al vómito, pero valiente como es se las arregló para mantener mi verga engullida sin hacer ni un solo alarde más, ni amenazar con vomitar.

Comenzó a sacar de su boca mi miembro, muy lentamente. Su boca era cálida, suave, y sobre todo hábil. Luego de engullirla de igual manera varias veces, comenzó a bajar y subir su cara, mamándomela a un excelente ritmo. Yo tenía una cara de idiota feliz, sólo de imaginar que esta boquita sería para mi para toda la vida. Y si así estaba la boca, el coño estaría mucho más rico. Estaba tendido y dejándome hacer. Le susurré que me dejara tocarle el coño, sólo un poquito. Ella accedió. Metí la mano bajo su falda y comencé a jugar con mis dedos entre sus piernas. Estaba empapada. Ella seguía mamando con fuerza mi verga, luego la sacaba de su boca y me mamaba los testículos, y mientras lo hacía no dejaba de meneármela. Era tan experta que me asustaba, no porque me importara que se la hubiese mamado a otro antes, sino que me daría coraje pensar en que algún cabrón la había enseñado a mamar así de bien. Pero si mamaba como toda una puta de burdel, se sacaba mi verga de la boca y la lengueteaba de manera asombrosa, luego la golpeaba en sus mejillas, manchándose de saliva la cara, luego me miraba a los ojos como si me dijera, "mira lo que hace tu mujercita". Sentí que se estremeció completamente con una metida de dedo que le hice, aunque no había sido profunda porque no quería yo problemas con aquello de su virginidad, lo que sí, al sufrir ella el orgasmo, fue como si eyaculara por la boca, pues manó tanta saliva, y tan espumosa, que fue como si el orgasmo lo tuviera entre las piernas pero lubricara en la boca. Empuñó mi verga con sus dos manos, y con una agitaba mi carne y con otra rasguñaba mis bolas. Yo no pude contenerme más, y me regué completito en su boca, manando mucha meche. Ella se bebió gran parte de mi semen, pero otra parte la dejó escurrir sobre mi propio tronco, para luego libarlo con su lengua hasta que quedó bien limpio. Se quedó rodeándome el glande con la lengua y mirándome a los ojos. Su boca estaba hinchadísima, y se veía tan viciosa con una verga en la boca. Se escuchó un golpe en el cristal, era un manotazo. Se escuchó una voz que dijo:

"Pero si es mi primita linda la que está mamando esa verga"

Rebeca se alzó con rapidez y con su antebrazo se limpió la saliva.

"Pero ábreme, si no te voy a denunciar. Sólo quiero darte un abrazo."

Me resultó sorprendente que alguien de su familia, tan seria como aparentaba ser su familia, se dirigiera a ella con tanta liberalidad y frescura, a la vez intuí que la maestría de mi Rebeca para mamar, tendría algo que ver con aquella voz.

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Radicales y libres 1998 (4)

Radicales y libres 1998 (3)

Radicales y libres 1998 (2)

Radicales y libres 1998

El Ansia

La bruja Andrómeda (I)

El ombligo de Zuleika (II)

El ombligo de Zuleika (I)

La bruja Andrómeda (II)

Tres generaciones

Mírame y no me toques (VIII - Final: Red para dos)

Mírame y no me toques (VII:Trapecio para la novia)

Mírame y no me toques (VI: Nuevas Historias)

Mírame y no me toques (V: El Casting)

Mírame y no me toques (IV: Los ojos de Angélica)

Mirame y no me toques (II: Puentes oculares)

Mirame y no me toques (III: Un abismo)

Mirame y no me toques (I: Los ojos de Claudio)

La verdad sobre perros y gatas

Amantes de la irrealidad (07 - Final)

Amantes de la irrealidad (06)

Amantes de la irrealidad (05)

Amantes de la irrealidad (04)

Amantes de la irrealidad (03)

Amantes de la irrealidad (02)

Clowns

Expedientes secretos X (II)

Noche de brujas

Día de muertos

Amantes de la irrealidad (01)

Lady Frankenstein

Expedientes secretos X (I)

El Reparador de vírgenes

Medias negras para una ópera de reims

Una gota y un dintel (II: La versión de Amanda)

Una gota y un dintel (III: La versión de Pablo)

Los pies de Zuleika

Una gota y un dintel (I)

Amar el odio (I)

Amar el odio (II)

Amar el odio (III)