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La bruja Andrómeda (I)

en Fantasías Eróticas

Para un ángel llamado Yessica.

Aquella noche había gran agitación dentro de la casa marcada con el número 699 de la calle Trueno. Si bien de ordinario nadie quería pasar cerca de aquella dirección, ese día emanaba de aquel lugar una fuerza muy extraña que repelía y atraía a quienes pudieran caminar por esa calle, que era casi nadie, pues faltaba poco para la media noche, en una colonia no muy pacífica, en una cuadra sin luz mercurial, por lo que tampoco habían muchos valientes que cruzaran por ahí para percibir el raro llamado.

Dentro de aquella casa estaba una mujer tendida encima de una cama forrada de una sábana roja, todo lo demás era blanco. Ella misma tenía el rostro con la frente pintada de blanco. Sus piernas estaban abiertas y hacia arriba, atadas fuertemente de unos pilares que delimitaban las esquinas de aquella fuerte y antigua cama de caoba rojísima. La luz en el techo era sin embargo bizarra, pues por alguna razón se había colocado un foco rojo, cosa por demás inapropiada considerando que la mujer estaba a punto de parir.

En la habitación hacía calor, y en apariencia habían sólo dos personas, la mujer encinta y la partera, y aunque ellas estaban, la una tendida en la cama y la otra sentada frente a ella en un sillón también blanco, dentro de la habitación se escuchaban pasos de una tercera persona, se palpaba cómo movía el aire con su caminar impaciente, su respiración se sentía lenta y profunda, ajena al tiempo, como si respirara por gusto y no por necesidad.

Eran casi las doce. La mujer de la cama comenzó a respirar con mayor vehemencia. Toda ella era belleza, como si parir no la hiciera perder la compostura. Muchas mujeres desearían saber cómo le había hecho ella para no sufrir mareos durante la gestación, ni antojos, ni vómitos, ni problemas de presión; es más, muchas querían saber la receta para estar ahí tendida, a punto de parir, y sin sentir dolor, con una sonrisa en su bella boca, mostrando de vez en vez los dientes blancos, mordiéndose un poco los labios más de placer que de dolor. Era evidente que no perdía detalle de lo que estaba haciendo, sabía el estado y participación de cada músculo, y ella y el ser que albergaba en el vientre no eran distintos aun, juntos eran una chispa divina, una luz.

Su cabeza miró para todos lados, como si buscara a alguien, sus pupilas estaban dilatadas, como cuando se está bajo el efecto de un narcótico poderoso, o bajo una excitación incontrolable, o cayendo sin remedio a un abismo sin fondo. Luego sonrió, como si ese alguien que buscaba lo encontrase en todas partes. Luego emitió un grito agudo pero en absoluto desgarrador, un grito hermoso que se fue tornando grave, como un mantra, y en medio de esa vibración producida por su voz, y el ritmo de tambor acompasado que brindaba su pecho, en esa sinfonía que requería de sujetarse bien de las sábanas para no volar, empezó el trabajo de parto.

No fue un parto impulsivo ni instintivo, sino un parto lento que produjo en el sexo de aquella mujer una dilatación prehistórica en su sexo, el cual no se rasgó, ni hubo que cortar ningún tendón ni piel, sino que se dibujó en el cosmos un ovillo hermoso, y por un segundo pareciera que Dios estuviese dormido y uno lo contemplara extasiado, y que en medio de ese éxtasis Él se sintiera observado y abriera uno de sus ojos celestes, y entonces apareciera ante nuestra vista ese ovillo vertical que ahora se apreciaba, en un ojo completo, sin partes blancas, todo iris, y que luego se convirtiera su centro en el chakra Sahasrâra, y su brillo fuese el parpadear de Dios, luego del cual Él deja de habitar en él y pasaba a inundar al nuevo ser, hijo de su carne. Eran las doce de la noche.

Lentamente salió aquel cuerpo, tocando febril las paredes del hogar que hasta ese día lo alojaban, con la tristeza de un orgasmo que se va, de una penetración constante que debe de cesar, con la alegría de un pájaro que escapa de una jaula, con el entusiasmo de una flor que se abre, con la dicha de un beso que hace feliz, con la dicha de un tambor al cual le encomendaran la noble tarea de interpretar el ritmo celeste, un redoble del corazón.

Se siente en la habitación mucho calor, mismo que se disipa con un viento fresco y cálido a la vez que atraviesa el cuarto, y que emana de un aleteo invisible que se deja sentir, pues las ventanas están cerradas. Afuera los perros aúllan, se han dado cuenta de algo, y raspan la puerta principal de la casa, pues quieren ver. Lo mismo hacen unos gatos, un grillo, un ratón. Por un segundo las pequeñas bestias olvidan su ancestral enemistad porque desean ver a ese ser que nació. En las ventanas los mosquitos se filtran no sin esfuerzo, y los que logran ver el cuerpo evolucionan al instante convirtiéndose en mariposas nocturnas.

La Nana, o partera, toma el cuerpito en sus manos y sus manos se queman de alguna forma al tocarlo, y el tacto mismo la cura en segundos. Su corazón late frenéticamente, como la máquina de una locomotora a punto de tronar, y que sin embargo no truena nunca. La madre mira la escena con alegría, sus cejas tienen mucha fuerza, su mirada es el retrato del segundo exacto en que ocurre el big bang.

La Nana alza al pequeño cuerpo y lo limpia con una tela muy fina. Revisa el sexo y a nadie sorprende que se trate de una mujer, era lo que se esperaba, era lo que ya se sabía. Un gato está ya en la ventana, desesperado por entrar. La Nana termina por levantar el cuerpo de la niña y la coloca sobre su cabeza, como en ofrenda, sin que necesite inclinarse, pues desde que se vislumbraba el parto ella estuvo de rodillas. Tal vez por eso podía alzar la niña sin siquiera haber cortado el cordón umbilical. La coloca como esperando que esa tercera persona invisible la viese primero que nadie, que la reconozca, que le de un beso de bienvenida. La niña en vez de emitir un llanto emite una risa.

La risa hace saber a la Nana que la niña ha sido bien recibida en el mundo, la sostiene para ver que unas manos invisibles toman el cordón umbilical y lo cortan sin rasgarlo, como si alguien, amo del mundo material, ordenara a las células de ambos extremos del cordón a sencillamente dejar de abrazarse, rompiendo su unión luego de besarse en la boca como buenas amigas. El cordón que pende aún de la madre se transforma en una pequeña fruta nunca vista, parecida a un botón de granada del tamaño de un tomate, sólo que más dulce, y sin semilla. El cordón de la niña se ata por sí sólo, mientras que el cordón sobrante se convierte en una pulsera muy bonita y brillante.

La Nana le entrega la niña a su madre, quien la abraza con gran dicha, tocándole el cabello abundante, mirándole los ojos que ya abre, por inusual que parezca, y se comunican todo en un segundo. Una el amor, y la otra también. La Nana va a un pequeño buró y extrae de un cajón una especie de cigarro, mismo que enciende con rapidez. La madre sostiene a la niña mientras la vieja se acerca con algo de nerviosismo, como si toda aquella belleza todavía se pudiera echar a perder, esfumárseles de las manos a ambas. El cigarro es de hierbas pero huele a incienso, la Nana chupa el cigarro excitando el fuego en su extremo encendido, las marcas del fuego evocan el magma del Sol luego de latiguear hacia la nada. Madre y Nana tiemblan como tiembla Mercurio cada vez que escupe fuego el Sol. La Nana lanza una espesa bocanada de humo sobre la espalda de la niña para ver aquello que a simple vista no se puede advertir, y así, como en dibujo de un láser que se ve al aplicar una veta de humo, así se dibujó en la espalda de la niña un par de alas agudas, con forma filosa y al rape, como las de los murciélagos. Al contacto con el humo la niña comienza a batir sus alas para dispersarlo, la madre y la Nana sonríen, pues la niña es lo que ellas pensaban. La Nana vierte más humo, la niña lo esfuma rápidamente, ha aprendido de inmediato a usar aquellas alitas de murciélago, afiladas y tiernas, como un paraguas abierto en canal.

La Nana deja a la niña con su madre y corre a la puerta para dejar pasar a los invitados. Corren hacia la habitación unos perros, dos gatos, tres ratones, un grillo, una cucaracha, la Nana siente piedad por un caracol que también quiere llegar y le ayuda llevándolo ella misma, lo coloca en el pié izquierdo de la niña y el caracol brilla como una luciérnaga. La madre acomoda la niña para que los demás animales le besen el pié izquierdo, todos rejuvenecen. A la puerta toca también un asesino, quien se adentra al cuarto, mira los ojos de la niña y sale de ahí convertido en niño.

La madre tomó a su hija y se acercó a la ventana para mirar las estrellas, y luego de mirar un rato le dijo a la Nana: "La llamaré Andrómeda". La Nana no lo discutió en lo absoluto. La niña se prendió del pecho de Maura y comenzó a beber la tibia leche que manaba de aquellos dos pechos tan blancos como el líquido que de ellos salía, y dulces como esta, perfumados.

Maura experimentaba la mayor de las dichas al sentir aquella boquita desdentada mamando con avidez sus pezones, aligerando su necesidad de entrega, y cada gota que manaba era como un pequeño y nuevo parto, era la savia, era deslizarse ella misma por el pequeño ojo del pezón y navegar en su leche como alma destilada y pura que alimentaba a la pequeña. Ella se miraba a sí misma sorprendida del tamaño que sus pezones habían adquirido, pues pasaron de ser unos pezones de regular tamaño, a ser del diámetro de un vaso cafetero.

Esa niña era una bruja recién nacida. ¿Qué habitaba dentro de aquel bodoque?. No somos el cuerpo, eso es claro, hay algo que nos habita, que es eterno, viajero, aventurero. Puede que nuestra misión en esta vida sea aprender a jugar, o jugar simplemente sin saber nunca que se jugaba, o venir a aprender las reglas del juego para luego jugar. Esta niña ya había hecho las tres cosas, y las había hecho soberbiamente. Ahora era mucho más que una bebé, era una alma vieja que mamaba leche, una gran historia que buscaba finales adecuados, era el ayer hecho hoy, era inquietud, efervescencia.

*

Una bruja recién nacida es un presagio del bien, un ejercicio de inevitable poder, un instrumento de inquietud. Nadie que esté cerca puede ignorarle y su fuerza se nota siempre, no sin desventuras. La gente teme a las brujas no porque maten, sino porque son capaces de provocar vida, liberan al hombre de esa muerte que es la vida pasiva y hacen ritos de exaltación que revolucionan el interior. Una bruja es una provocadora nata, conoce el fin de las cosas, que es sencillo, y es cínica como todo aquel que sabe las causas y efectos de todo. Una bruja es buena y no mala cuando nos descubre nuestros vicios y nos dice entre sonrisas que estos son posibles, saben que el peor vicio es el que no se ha agotado porque en agotarlos está el camino al cielo.

Sin embargo, el mundo no siempre es amable con quienes tienen cualquier tipo de fuerza. Andrómeda no tenía la culpa de que las cosas le fueran tan evidentes, que el ser humano le resultara tan diáfano. Por otra parte, Doña Maura, su madre, no podía instruirle respecto de aquellas cosas que ella debía aprender por sí misma. No al menos en lo más básico: Que el amor no es conocimiento.

Y así creció, consciente de su diferencia, sabiéndose bruja pero soñando ser un ángel. Su madre le contaba una y otra vez el cuento del patito feo y ella no entendía, lo único que sabía era que resultaba fea ahora, mientras que no se vislumbraba a sí misma como un cisne futuro.

Su primera experiencia sexual la tuvo sólo porque podía, y fue decepcionante saber que era dueña de la situación y no la situación dueña de ella. Fue con un maestro que de una u otra manera se las ingeniaba para explicarle a las alumnas que él era la piedra angular en la cama, ella era entonces muy joven y le apeteció liarse con el profesor movida más por un deseo de comparar la experiencia entre ambos que por amor. En efecto, ya en la habitación ella pareció saber ya todo lo relacionado con el sexo, tenía una felación experta ella que nunca había visto siquiera el cuerpo de un hombre desnudo, sabía las miradas que provocan, los sonidos que encantan, las palabras que atan y las que rompen el corazón fulminantemente, sabía el movimiento de pelvis exacto que arranca hasta la última gota de esperma.

El maestro se decepcionó de no ser él el experto y le reclamó el hecho de fingirse virgen, pues él juraría que ella no era virgen. Ella no se sintió del todo mal, pero tampoco del todo mal. ¿De qué le servía semejante maestría si el acto en sí no le producía zozobra?. Se dio cuenta que nada la hacía perder el estilo, que siempre era ama de la situación. Sentirse perdida era para ella un misterio, le gustaría haber estado ciega de pasión, le hubiera gustado ignorar, le hubiera gustado ser inocente, ser nueva. Pero no lo era, y la incapacidad de los demás para satisfacerle le hacía odiarles de alguna manera.

Corrió con su madre a contarle su experiencia y Maura le dijo:

-Hija mía. Presta atención a tu corazón. No eres ordinaria y lo sabes, tu destino es más grande que el de muchos. No te aflijas por lo que ese maestro te haya dicho. ¿Cómo podría él notarte virgen si no eres una virgen?. Eres bruja y no virgen, no lo olvides. Tu ya sabes todos los vicios, y eso es una ventaja, no tienes ya por qué investigarlos si no lo deseas, ni perder el tiempo en ello. Ahora que si me lo pides, puedo hacerte virgen en un instante, sólo para que recuerdes lo que hace mucho tiempo fuiste, pero prométeme que tu intención de serlo es sólo por el gusto, si lo es, de vivirlo, y no porque ello esté a tu nivel evolutivo, pues has pasado por ahí hace mucho tiempo.

-Quiero vivirlo. Dijo Andrómeda.

Doña Maura se apresuró a traer algunos implementos y unas hierbas y demás botecitos. Hizo una mezcla y manifestó un poco de pena de estar haciendo aquello por su hija, pues eso lo esperaba de las mujeres en general. Hizo una pasta y se la colocó en la mano a Andrómeda, dándole la instrucción de que introdujera sus dedos en su sexo y se frotara, diciendo:

-Toma, úntate este plasma en el sexo, cada parte de él que toques se volverá al instante intocado y olvidará cualquier sensación que hubiera sentido antes, pasará de la experiencia a la nada, mientras más profundo lo coloques, más olvidará, y terminará por cerrarse. Serás inocente de nuevo en esa parte de tu cuerpo, y correrás el riesgo de tener un mal comienzo.

-¿Sentiré amor?

-Ojalá tuviera una poción para eso, hijita. Puedo en cambio ver que lo que sientas sea placer.

-¿Cómo?

-Ya que termines de frotarte tu sexo tardará unos minutos en cerrarse. Pero al hacerlo se borrará de tu mente todo recuerdo de aquello que el sexo pudo representar para ti como sensación física, serás ignorante en cuanto a las técnicas y al método, y eso puede ser triste. Allá tú, la virginidad no es natural, si así fuere, obedecería a los fines del sistema que la aloja. Es como si tuvieras una membrana que cubriera tu boca, y que para poder comer por primera vez tuvieras que romperla, dándole mil significados a esa ruptura.

-Pero ya me he untado, ¿No puedo arrepentirme?

-Si puedes, pero es triste hacerlo. El hechizo termina si durante las 24 horas siguientes a la aplicación no usas tu virginidad. Tampoco te preocupes mucho, si hay algo simple en este mundo, eso es el sexo, pues depende en gran parte del instinto, siempre hay quien te instruya, y más a una muchachita preciosa como tu. La gente se obsesiona en sobremanera con el sexo, cuando es simplísimo.

-¿Cómo me ayudarías?

-Lamentaría que fueras tras de cualquier infeliz que sólo tenga en mente satisfacerse a sí mismo. Usando tu virginidad comenzarás también a absorber las habilidades de tus amantes, en especial de aquel que te desvirgue, por lo que, si eliges a un chico tonto, es probable que te me vuelvas imbécil con tu cuerpo por un tiempo, y ello sería triste, aunque te digo, el sexo es lo de menos.

-¿Qué sugieres?

-Hablarle a un amigo mío. Un amigo que sabe todo lo que hay que saber de hombres y mujeres. Vendrá en cuanto le llame, y te llenará.

Andrómeda asintió con la cabeza, cerró sus ojos y continuó fervientemente con la aplicación del ungüento dentro de su sexo, frotándose con tanta vehemencia que le sobrevino un orgasmo fortísimo, y en esa medida de fuerte le sobrevino la inocencia. Pasó de la gloria a saber nada.

Doña maura se aisló y se puso en contacto con su amigo y maestro, quien apareció en el acto, pues Maura era como de la familia además su amante favorita. Maura le explicó la situación y su maestro la miró sin ningún escrúpulo, sonriendo con su boca carnosa, mostrando sus colmillos, aceptando.

Doña Maura fue con Andrómeda y le dijo que todo estaba listo. La chica preguntó dónde y cuando sería. Doña Maura contestó:

-Será donde él diga, cuando él diga. Tu sal a la calle, él te encontrará y sabrá qué hacer.

-¿Cómo sé que me estaré entregando a él y no a un cualquiera?

-Tendrás lo que te merezcas, y él puede ser un cualquiera. Ahora ve a dormir, que son las cuatro de la mañana y te espera un día importante.

-¿No estaré perdiendo tiempo?

Doña Maura sonrió con compasión y aclaró –Si él desea tomarte antes de que te levantes para ir al colegio, ya verá la forma de meterse por tu ventana.

Andrómeda fue a su cuarto, se puso una bata de dormir, extendió su sábana y quitó el seguro de la ventana. La luna era llena e iluminaba de azul la mitad del cuarto de Andrómeda, también la mitad de su cuerpo.

Mal había conciliado el sueño Andrómeda cuando no supo si soñó o era real el sonido de unos pasos furtivos cerca de su ventana. Pese a su somnolencia, su cuerpo estaba listo para aprender. Sin saberlo, le dio calor y despejó de sus piernas la sábana blanca, dejando al descubierto unas extremidades blanquísimas, fuertes, sin ningún tipo de grasa o imperfección. La luz de la luna hacía un fenómeno único, pues en consideración a su sed no se había movido de ahí, seguía colgada en el cielo esperando que alguien advirtiera aquellas piernas y aquellas caderas, como cómplice de quien sea que pudiera meterse.

La luz de la luna sufrió un ligero atajo y el rechinido de la ventana al abrirse fue como el sonido fino de una flauta encantada que hizo que los labios del sexo de Andrómeda se abrieran un poco como una flor del desierto.

La presencia que se introdujo en la habitación de la muchacha se movía con un sigilo profesional, respiraba sin nervio, quieto, y sólo comenzó a agitarse su respiración una vez que estuvo a lado de la cama, como si le rezara a aquel cuerpo perfecto. El templo en cuestión era aquel culo del cual sólo se advertía la forma, se presumía la gloria y evidenciaba la frescura de los poros que parecían alzarse un poco. Los vellos muy pequeños apenas y eran visibles bajo la luz lunar, y daban ganas de peinarlos con la boca. El calzón de Andrómeda era tan blanco que parecía estar hecho de un pedazo de nube y la única mancha que tenía era la sombra que se hacía gracias al doblez que se hacía en forma natural al ajustarse la prenda al divino abismo que enfilaban sus dos nalgas.

El aroma era embriagador. El intruso se apoyó sobre la cama con miedo y acercó su nariz al sexo de Andrómeda, de pronto lo tenía a escasos diez centímetros de distancia, imaginó el sabor dulce de su vagina, el dejo amargo del sudor que en esas condiciones era un nuevo vino. Sacó su lengua como una serpiente de cascabel para palpar mejor la vida. Pensó en los movimientos que tendría que hacer para cubrirle la boca a la muchacha una vez que comenzara a gritar, aunque sin saber que ella no gritaría. Respiró profundo para tocar aquel calzón con la lengua, como si fuera a sumergirse en el mar en busca de una perla única, mística, y lo hubiera conseguido si una garra inmensa no lo hubiese tomado por el hombro y arrojado sobre una mesita de madera que pasó en convertirse en miles de astillas.

El intruso se volteó para ver quién lo había arrojado de aquella manera, ello sólo por morbo, pues su profesión de ladrón le había enseñado que no tiene caso enfrentar, que el futuro está en huir. Solo de sentir en el hombro aquel tacto que quemaba sabía además que pudiera ser que por fin se hubiese medido en aquel mal sitio del que tanto hablan las leyendas, y que a su reloj puede que hubiera llegado la mala hora. Vio un hombre de casi dos metros que se abalanzaba sobre él, la chica se sentó en su cama y se agazapó hasta el fondo, pretendiendo gritar con una garganta que no podía producir sonido alguno. El gigante dio al ladrón un golpe cuando éste intentó rodearlo rumbo a la ventana y como un títere fue a dar sobre un espejo, mismo que rompió. Los pedazos caían al suelo haciendo un juego multicolor al reflejar las luces de la luna, tal como si el ladrón estuviese rodeado por momentos de un polvo de hadas que le cortaba partes de su piel.

Ensangrentado intentó encaminarse a la puerta para huir aunque fuese por la puerta principal, pero el gigante arrojó un pequeño sillón sobre la puerta; el ladrón se supo acabado cuando vio que el sillón se acomodó obediente bajo la chapa de la puerta y luego rebotó, por no decir que levitó, doblando la manivela haciéndola inservible. El gigante se acercó y lo tomó de las solapas, que al traer una simple camiseta era el propio pellejo, y lo colocó frente a frente con su rostro. El hombre, al contacto con aquella mirada palideció de tal forma que se volvió fosforescente. Andrómeda, replegada en su cabecera no vio nunca el rostro del gigante defensor. Pero de la cara del ladrón pudo advertir que sin duda era un monstruo héroe. El grandote llevó cargado al ladrón y lo arrojó por la ventana, y luego salió con sólo alzar su pierna, para marcharse.

Una vez se fue, la ventana se cerró sola y se atrancó como animada por un ente invisible, el sillón volvió a su rincón, la mesa se reconstruyó y la manivela de la puerta volvió a servir. Andrómeda se quedó quieta, preguntándose quien era el gigante, y sobre todo, por qué la defendía tan celosamente, tal cual si ella fuese suya, como si en su cuerpo hubiera algo que le pertenecía a ese ser que desde luego no era muy afecto de compartir.

Se levantó como todos las días y sentía un furor inusual entre las piernas. Como si alguien la estuviese tocando muy suave en el sexo, en sus caderas, en sus pechos, bañarse fue difícil. En el colegio, sentía que tanto hombres como mujeres sabían que ella estaba lista, que ella quería, que deseaba. "Puede ser cualquiera", pensaba, y ese pensamiento parecía decirle a cada hombre: "Tú. Tú eres." Y casi todos no sabían que hacer con ese "Tú eres".

Se acercó un joven que tenía fama de Don Juan, empezó a decirle tonterías acerca de lo bien que se veía, es decir, nada que Andrómeda no supiera. Intentó llevarla detrás del gimnasio, donde se hacía un pasillo oscuro e inhabitado donde ocasionalmente podían entrar algunos estudiantes para magrearse, mamarse o follarse inclusive.

Ella se avino al destino aunque se resistía a creer que el amante esperado fuese aquel muchacho cuya mirada no le decía nada, cuya presencia no admiraba. Renegó, pues si bien este chico no aparentaba ser el amante que ella elegiría para entregar esa virginidad que tenía, tampoco lo era el gigante que entró a defenderla en la noche. Éste al menos le gustaba más que el monstruo que se había infiltrado a su recamara.

Casi al llegar al pasillo, Andrómeda comenzó a sentirse inquieta, y comenzó a frenar al chico, a caminar más despacio. El chico no dijo nada pero insistió en no soltarle la mano y a comenzar a jalarla al abismo, aunque con sutileza. El chico apuró el paso por miedo a que escapara de sus manos la situación. Andrómeda seguía detrás de él aunque con evidente intención de querer huir. El muchacho seguía con su paso firme, volteando para todos para cerciorarse que no los veía ningún maestro, ningún conserje, o su novia que, aunque él la quería y llevaba ya dos años con ella, estaba dispuesta a engañarla un poquito con este bombón que era Andromedita.

El muchacho entró primero que Andrómeda al pasillo es escasos metro y medio de ancho que quedaba detrás del gimnasio y que colindaba con una gran barda. La sorpresa del chico fue suprema cuando vio que el pasillo estaba siendo ocupado por tres de sus compañeros, dos varones y una chica. Los compañeros traían puesto el uniforme, ni siquiera se habían quitado las corbatas, tan sólo tenían tumbados al suelo los pantalones, cada uno de ellos dando la espalda a los muros que conformaban el pasillo, y en medio de ellos, con las bragas al suelo y con la falda levantada, estaba una compañera, a la cual penetraban por ambos lados aunque era marcada la inclinación de ésta por quién le barrenaba el culo. La blusa estaba desabrochada y el que le daba por detrás le sujetaba con fuerza los pechos, mientras que el que le daba por el coño la besaba clavándole la lengua hasta la garganta. Al muchacho le calcinó el pecho ver aquel cuadro de lujuria pura, y sintió culpa de sentir un odio lujurioso por su novia, que era la chica que los dos amigos se follaban.

Andrómeda echó a correr sin sentir curiosidad por el final que tuviera aquel encuentro. El chico se quedó a ver como follaban a su chica, quien al verlo en el pasillo pareció salir de un trance hipnótico para sorprenderse a sí misma empalada por dos de sus compañeros y comenzar a llorar. Le dijo a su novio que no sabía lo que hacía, pero éste no le creyó.

Andrómeda era un enjambre de dudas, pues estaba segura que no había azar en la mala suerte de los dos pretendientes de su virginidad, pensó incluso que pudiera ser que se estuvieran queriendo meter con la chica equivocada. Sin embargo renegaba de estar en esta situación, pues ella no era de nadie.

Así transcurrió el día, los hombres sintiendo un celo constante por sus carnes, pero ninguno parecía ser el indicado. Andrómeda nunca renegaba de su condición de bruja, es más, ya no le dolía que en el colegio le dijeran así de vez en cuando, lo empezaba a tomar como un cumplido, aunque, si era bruja ¿Por qué echaba de menos el amor?.

El colmo fue un sujeto exhibicionista que mal tardó en abrir su gabardina frente a ella cuando le cayó una maceta en la cabeza, proveniente de un muro sin ventanas.

Ya había caído la noche y el amante no aparecía, ella se resistía en ir a la casa porque en ella no encontraría a nadie, a menos que el amante fuera su propia madre. Sin saber se adentró por una entrada distinta de la colonia, cada vez más sola y cada vez más oscura. En una esquina estaba un chico vestido con un pantalón negro de cuero, y una chamarra del mismo material, la camiseta era del mismo color, ajustada al cuerpo. Su barbilla era algo partida y su boca carnosa. El escaso brillo de la calle dejaba ver un reflejo de sombras a la altura del paquete del joven, sin duda tenía entre las piernas una buena herramienta. Su mirada era pícara, y si la intuición no le fallaba a Andrómeda, este sería el tipo indicado.

Ella caminaba por la acera y el tipo de negro comenzó a caminar en la acera de enfrente, luego apuró el paso y se cruzó de acera, parándose en la entrada de un callejón oscuro al que llegaría Andrómeda dentro de unos treinta pasos siempre que no decidiera cruzar ella a la otra acera por miedo. Instintivamente sujetó torpemente su bolso con mayor fuerza, como si éste fuera lo de mayor valor en ella, pues era evidente que su mayor tesoro era aquel bello cuerpo que tenía, mismo que llevaba inadecuadamente enfundado en un uniforme escolar más corto de lo permitido. Pese a que sintió miedo, confió en que, si el chico no era el elegido, ya se encargaría la fuerza extraña de protegerla.

Pasó junto al muchacho y éste le salió al paso, extendiendo su brazo como invitándola a entrar a su hogar, es decir, aquel callejón oscuro que no olía del todo bien. Andrómeda respiró más agitadamente e hizo caso. El joven la repegó a la pared y sacó de su bolsa un pañuelo que además no estaba del todo limpio y se lo metió a Andrómeda en la boca, callándola. Ella le iba a dar una patada pero él, sabedor de su oficio, interpuso su rodilla, cosa que volvió la patada de Andrómeda en contra de ella misma, el dolor de la pierna estrellada en su muslo contra la rodilla del maleante le dio tal dolor que sin grito ni aviso empezaron a rodar las lágrimas sobre las mejillas de Andrómeda.

El tipo sacó una navaja de uno de sus bolsos y amago a Andrómeda amenazándola de rebanarle el cuello. El tipo jaló el calzón de Andrómeda hacia arriba para romperlo, lo hizo sin delicadeza así que en los primeros dos intentos de romperlos, lastimó de verdad el coño de la chica. Quien lloraba más todavía.

El tipo emitió un silbido y del callejón emergieron como de un cubil, los malandrines que la habitaban. Uno de ellos le arrebató el bolso y sacándole el dinero lo dio al tipo de negro, quien se encabritó de ver que se trataba de muy poco, por lo que hizo una mueca que dejó en claro que habría que hacer productiva la noche de otra manera. Uno de los recién llegados estiró su mano y apretó una teta de Andrómeda con tal descortesía que hasta al maleante principal le pareció grosera, tanto como para quitar la navaja del cuello de Andrómeda y ponérsela en el pecho al otro, diciéndole "No me jodas".

Esta distracción la aprovechó Andrómeda, quien para ese instante había perdido la fe en la fuerza extraña que había echado a golpes al ladrón en su habitación, que había vuelto puta a la novia de su compañero y lanzado la maceta en la cabeza al exhibicionista, y echó a correr con las fuerzas que le permitían sus piernas fuertes aunque adoloridas. Cada paso que daba era como recibir un nuevo rodillazo en el muslo derecho, el cual parecía hincharse más cada vez, sin contar con la moradura que crecía a granel.

La pandilla de pillos se echó tras de ella persiguiéndola. Pero Andrómeda corría más fuerte. No sabía qué hacer, pues de alguna manera sabía que tarde que temprano su pierna cedería y los tipos la alcanzarían, y estarían muy cansados para follarla pero tal vez no para matarla. Vio una iglesia y creyó ver a Dios, que no es lo mismo. Tocó con fuerza la gran puerta de madera, cuatro, cinco veces. A más de dos calles venían ya los maleantes. Se acercaron una calle más. La puerta de Dios se abrió.

Andrómeda entró cayendo hasta el suelo mismo de la iglesia y se apuró para meter las piernas como si se tratara de un lagarto, apurándose a decir al sacerdote que cerrara la puerta, pues aquellos tipos poco iban a respetar una iglesia o cualquier tipo de orden. El sacerdote colocó con gran parsimonia el cerrojo, sólo se escucharon maldiciones afuera, botellazos contra la puerta, patadas intentando derribarla.

-La tumbarán.

-No son los primeros que lo intentan. Pronto el dolor de sus pies habrá de decirles que es mejor ir a descansar.

El sacerdote era muy joven, no muy guapo, por cierto, aunque iba vestido con los hábitos propios de su oficio, y ello lo hacía verse muy pulcro, formal, impecable. Su rostro era moreno, con una cicatriz de unos dos centímetros en la mejilla. Su cabello muy corto, a usanza clerical, sus orejas eran largas y de lóbulo desprendido. Su mirada era tierna, pacífica, de una tonalidad azul que Andrómeda no había visto nunca. Sus cejas irradiaban gran fuerza la cual podía servir fielmente al amo que fuera, a unos mafiosos o a Dios, daba lo mismo, eran unos ojos devotos. Su nariz era larga, su boca muy afilada, de labios muy delgados, tal como si los hubiesen abierto con un bisturí en un rostro sin boca, y detrás de sus labios unos dientes muy blancos enmarcados por una lengua inusualmente roja. Ver aquella lengua daba un poco de pena porque denotaba la manera correcta de tener higiene bucal, y casi todos palidecían al ver esa lengua sin un gramo de sarro. Sus manos tenían unos dedos largos y elegantes, muy varoniles, cubiertos de vello. Con voz apacible le dijo:

-¿Qué haces a estas horas con ese uniforme, y por estas calles?

-Volvía a casa.

-¿Quieres que llamemos por teléfono?

-No tenemos teléfono.

-¿Quieres que llame a un médico, a la policía?.

-No, no tengo fe en ninguno de ellos.

El sacerdote esbozó una sonrisa y con algo de pena le dijo como en broma: -Bueno, espero que en los sacerdotes sí tengas algo de fe, y hasta eso, ni siquiera debes tener fe en nosotros, sino en el Señor. Aunque por la cara que has puesto mientras te digo esto advierto que tampoco nos crees nada. Bueno, te voy a decir en qué es en lo que tal vez si desees creer un poquito; tengo una olla de té en la capilla y creo que te puede reconfortar un poco mientras traigo algunas cosas para que te cures, te ves algo dañada. ¿Deseas venir?

Andrómeda se puso de pie y siguió al sacerdote hasta la capilla indicada, que era una capilla muy pequeña, con escasas tres bancas sin respaldo que más parecían bancas de un comedor industrial, aunque mejores porque tenían una tapicería de tela de terciopelo púrpura que forraban un cojincillo muy agradable. El lugar no dejaba de ser inusual, era una capilla dedicada a María de Magdala, a La Magdalena.

En el suelo estaba una olla de té efectivamente. El sacerdote invitó a Andrómeda a sentarse. Ella alzó la vista y preguntó:

-¿Quién es esta Santa?

-Es María de Magdala, o María Magdalena como la llaman muchos. Te parecerá raro, pero esta capilla es muy frecuentada durante la tarde, de noche nadie viene porque aquellas que le rezan trabajan a estas horas. ¿Tu me entiendes?

-No, la verdad.

-Vienen aquí las prostitutas. Son maravillosas, yo las amo mucho. Seguido les tengo que decir que no donen tanto dinero a la anfora, son muy agradecidas.

-La imagen es interesante. Es distinta a las santas que he visto, esta parece con más vida.

-La tiene. Esta imagen es una pieza única en su genero. Es difícil decir que una imagen religiosa es única porque casi todas, por feas o bellas que sean, terminan siendo originales, es decir, únicas, y sin embargo ésta es especial. La pintó un pintor que fue afamado hace algunos años, su nombre es Virgilio Nungaray, puede que no hayas escuchado de él, pero si lo has hecho te darás cuenta que lo suyo era pintar cuadros pornográficos...

-Pero pintó esto.

-Le sobrevino una fe, no sé si orientada a Nuestro Señor Jesucristo, pero sin duda tuvo un hallazgo espiritual profundo. La historia de esta pintura es tan singular como objeto de silencio por parte de la iglesia; verás, lo que sé no es fruto de pocos problemas, pues los he tenido por preguntar al respecto, pero ha valido la pena. ¿Quieres que te cuente?

-Si, hablar de cuadros de santos no me había parecido tan interesante.

Era cierto, y de hecho, la plática del sacerdote estaba haciendo un efecto curativo en Andrómeda.

-Este cuadro fue pintado en una iglesia de Oaxaca, una iglesia pequeñita donde nadie vería estas imágenes. Esta pintura fue traída desde allá a esta iglesia por una cuestión de mera suerte. De hecho no fue concebida como tal, sino como parte de un inmenso mural que incluía a gran cantidad de personajes. El mural terminó de ser cortado en pedazos, y el José, la María, el Juan, fueron a parar a iglesias de gran renombre en el extranjero. Esta María Magdalena la mandaron aquí porque nadie quería esta imagen. Intentaron retocarle los ojos pero algo le puso el pintor a su obra que los retoques se han caído y salió a flote la obra original. Eso desde luego no lo he reportado, pues las supuestas reparaciones que le harían echarían a perder este magnífico cuadro. Déjame te cuento un secreto. Te preguntarás qué hago aquí, a estas horas de la noche, con una olla de té y dentro de la capilla de una ex prostituta, habiendo santos con mejor reputación dentro de esta iglesia. Verás. Me dedico a analizar esta pintura que no es fruto de la pericia del pintor, sino fruto de la inspiración de algún tipo que lo poseyó completamente. Como ves, en esta capilla no nos han permitido meter a ningún otro santo, lo que es un mal gesto por parte de nuestros superiores, aunque te diré, es otra cosa que no pienso modificar. No hay ni Vírgenes, ni Santos Niños, ni Cristos, sólo está ella. Pero si eres buen observador te darás cuenta que dentro de esta capilla se rinde culto a más de un personaje. Pon tus hombros así. Intenta colocar las manos así, en la posición que tiene la María Magdalena, con esta mano en su plexo y la otra bendiciendo. Ves como no puedes, ves como la curva de la clavícula no corresponde. Ahora, con todo respeto, coloca tus manos así, sobre tu pelvis. ¿Ves?, Ahora si coinciden las clavículas.

-No entiendo.

-¡Fácil! Esto lo he descubierto hoy. Los brazos que vemos no son los brazos de la Magdalena, pues estos girones de su vestido están muy bien trazados por el pintor, y disimulan el hecho de que la Magdalena está colocando sus brazos hacia abajo, colocando sus manos en su pelvis, y con sus dedos hace, con perdón tuyo porque no debe uno difundir culturas paganas, unos mudras orientales que llaman a la plenitud.

-Entonces, ¿De quién son los brazos?

-Si lo informara, mañana mismo me quitarían esta imagen de aquí y me mandarían a la Virgen de Guadalupe. Los brazos son del Cristo, es Jesús quien la abraza con ternura, es él quien le rodea la cintura con su brazo celeste. Velo ahora, ¿Qué me dices?.

-Es cierto, es un brazo de hombre. Maravilloso. Nunca había visto un retrato que me transmitiera con tanta nitidez el cariño, el afecto, la cercanía que unos brazos pueden dar. La sujeta como su mujer, con un amor que no perece con la muerte.

Andrómeda comenzó a llorar. El sacerdote tenía en la cara una sonrisa tonta, tal vez acongojado por el llanto de Andrómeda pero a la vez absorto y orgulloso de su descubrimiento. La sonrisa no podía quitarla de su boca, y un hoyuelo en sus mejillas que temblaba daban a saber que sentía una emoción que iba más allá de lo religioso. El sacerdote continuó.

-Y no es todo. La mano de Cristo que bendice la he visto con una lupa, y he trazado lo que dice. Las líneas de sus manos, que son muchas, y hasta la más pequeña, en realidad son palabras. Dicen sin cesar, "Arakarina Helena..." y así. Supongo que es a ella a la que el pintor dedicó este cuadro, cuando no que el rostro de la Magdalena sea el de la tal Arakarina Helena.

-O puede que sean dos personas distintas y haya unido en esta Magdalena el cuerpo de las dos.

-Todo es posible. Sigo maravillado, ¿Sabes por qué?, Porque ahora comprendo el efecto mágico que esta pintura les produce a las prostitutas. Es como si el Cristo por fin les amara a cada una de ellas en la manera que a ellas les gusta ser amadas, ofreciendo aquello que ellas tienen y saben de valía. Ha sido un duro golpe, te he de decir.

-¿Por qué?

-Esta pintura es un himno que viene a enseñar que el amor es amor y que no puede tener modalidades. Mira como ejemplo esta capilla. No permiten que haya otro santo aquí, ¿Sabes por qué?, porque poco importa que María de Magdala se haya convertido en buena chica, siguen viéndola con malos ojos, cosa que es una gran contradicción, pues ella era mucho más que su cuerpo, y su conversión no creo que haya consistido en abandonar el ejercicio de la prostitución, sino que pasó a amar a la humanidad en la forma que mejor sabía, y a partir de que su espíritu desplegó sus alas, tener sexo con ella se volvió peligroso, pues iba a apoderarse de tu sensibilidad e ibas a abrir tu corazón al amor de Dios, pues Dios estaba en el cuerpo de esa mujer. Bueno, no me hagas mucho caso, además no es bueno que te diga esto siendo sacerdote.

-Vaya...

-¿Vaya qué?

-Seguro que en confesión has de escuchar de todo en esta iglesia de prostitutas.

-Así es, y procuro ser para ellas lo que esperan, eso también lo he aprendido de esta pintura, a pesar de que no había descubierto lo que te dicho esta noche. Y haces mal si piensas que las fornico. A ellas les toco la frente, como hijas pequeñas de Dios, les permito que me den besos santos en la mano, les sonrío como les sonreiría si nos encontráramos en algún parque del cielo, pues sábete que estoy convencido que ellas irán a dar allá, por su devoción en el amor, no por otra cosa.

-¿Qué es lo más raro que te han contado?

-No creo que sea de tu incumbencia. Mejor hablemos de por qué estás aquí. Te sientes en confianza para contarme ahora lo ocurrido.

-¿Cómo plática de té o cómo confesión?

-Como tu prefieras.

-Si prometes no excomulgarme, te lo diré como confesión.

-Cuenta pues.

Andrómeda comenzó a narrar todo desde el principio, sin omitir detalles acerca de que era bruja, que probablemente el amante que le buscaría sería un ser de oscuridad, contándole que de hecho el sujeto en cuestión tenía ya pocas horas para estar con ella. El sacerdote alzó las cejas, pues desde luego no había escuchado nada parecido. Como si el té les aclarara las ideas, ambos apuraron de un trago sus tasas, luego se rieron. El sacerdote dijo:

-Sólo la verdad te hará libre, muchacha. No creo que sea buscando sexo que encuentres amor, por el contrario, buscando amor encontrarás sexo con toda seguridad, pues es una manifestación inherente. Lo peor de todo es que la búsqueda misma puede tragarte, disfrazarse de fin, y el exceso de libertad termina por exigirte que seas siempre así, y en ese caso, la libertad te habría puesto un collar al cuello, y con una cadena te hará dar vueltas sobre ti misma, pues se habría apoderado de ti.

-¿No reniegas entonces de la magia?

-¿Serías mejor si lo hiciera?, ¿Estarías menos sola si me muestro inflexible?

-Supongo que no.

-Tienes la razón, no serías mejor y en cambio estarías más sola. No quiero decir que estés sola ahora, pero si tienes un millón de amigos, y pierdes uno, técnicamente estarías más sola. Y poco importa que te queden el resto, podría suceder que las opiniones que te importan sean las de aquel que se fue.

-Me llamo Andrómeda

-Poco importa como me llamo yo

-Poco te importará a ti. Dime tu nombre.

-Has de decir que soy un pretencioso

-Dilo

-Jesús

-Vaya...

El sacerdote se paró del asiento y fue a algún lugar. Volvió con una vasija y algunos trapos y pomadas.

-Se te ha puesto muy feo ese morete. Dijo

Luego, le pidió a Andrómeda que extendiera su mano, cosa que hizo, y colocó sobre sus dedos un poco de pomada para contusiones. Andrómeda comenzó a ponérsela de arriba abajo, de manera que Jesús se apuró a decirle –Así no se debe untar. Debes hacerlo en pequeños círculos, presionando muy levemente.

-Hazlo tú por favor.

El sacerdote dudó un poco, aunque luego se puso un poco de pomada en la mano y comenzó a frotar la pierna de Andrómeda, sintiendo en su tacto la dureza de aquella extremidad, la tersura de su piel, su dimensión. El morete era bastante grande y se palpaba ya una joroba tremenda en el muslo. La mirada de Jesús era de compasión, sobaba aquel muslo bendito y se preguntaba el porqué de los golpes, era consciente de los estragos físicos de aquel ataque, la sangre reventada, el músculo tenso que no se hacía a la idea que aquella mano que lo tocaba no fuera un agresor, y tal falta de confianza la atendió el sacerdote convenciendo a aquel músculo que aquella era una mano amiga, una mano amorosa, y amor fue una palabra que aquella piel aceptó.

El dolor se había pues convertido en placer. Andrómeda fue lentamente perdiendo el sentido de lastimadura y dejó de estar sentada, acostándose a lo largo de la banca, subiendo la otra pierna sobre el regazo del sacerdote, quien tuvo ahí las dos piernas para compararlas. Andrómeda cerró los ojos y respiró profundamente, alzando sus salientes costillas. Jesús empezó a notar que sus manos tampoco eran indiferentes al amor. Alzó la vista y veía la mano que asía de la cintura a María de Magdala. Sonrió.

-Esa pierna ya quedó. ¿Dónde más te han lastimado?.

Andrómeda se alzó la falda, mostrando su cadera sin bragas. Señaló entonces su sexo, explicándole a Jesús la forma en que habían arrancado sus calzones, razón que fue creída en virtud de que si bien el maleante había jalado la pantaleta para, según él, excitar a la chica al agredirle el clítoris, lo cierto es que había sido a un lado del sexo donde el resistente calzón había hecho más daño, ahí y en el monte de Venus, lugares en que se veía una marca roja.

El sacerdote empezó a untar el ungüento a lado del sexo, en la entrepierna, en el doblez que convierte en la pelvis en pierna. Lo hacía con suavidad, cadenciosamente. El sexo de Andrómeda era una flor que había comenzado a germinar hacía un momento cuando lo de la pierna. Los dedos de Jesús rozaban ocasionalmente los hinchados labios de Andrómeda cuando untaban la pomada en la marca roja del monte de Venus. Jesús, viendo que la respiración de Andrómeda era muy copiosa le preguntó.

-No me da la impresión de que seas prostituta. ¿Cierto?

-¿Cómo saberlo? He venido a parar al lugar en que rezan, yo que nunca he rezado.

-¿A qué has venido entonces?

-A ver esta pintura, tal vez. A toparme contigo, que eres el único gesto amable de este día.

La mirada de Andrómeda estaba afiebrada, las pupilas dilatadas, el corazón golpeando fuertemente. Casi llora cuando escuchó que el clérigo le dijo: -También he terminado con esta otra parte.

-¿Puedo besarle como una santa?, Quiero sentirme santa una vez en la vida.

-Puedes.

Dijo Jesús y le extendió la mano, misma que Andrómeda tomó en las suyas y condujo hasta sus labios. Y aunque hubiera querido meter sus dedos en la boca y morderlos con lujuria, se concretó a besarlos con pureza, y ello le quemó las comisuras más que si le hubiese besado el miembro a aquel hombre.

-Si no estás lastimada en otra parte, te encaminaré a casa.

Andrómeda se quedó pensativa y consternada. Su mirada estaba vidriosa, no quería marcharse, quería quedarse a vivir en esa capilla. Con voz entrecortada le dijo.

-Si, tengo otra lastimadura, tal vez la más grande que tengo.

-Dime.

-Es una lastimadura muy profunda, la tengo en el alma. Por alguna razón el amor que recibo no me basta, por alguna razón todos me parecen unos imbéciles que no son capaces de comprender quién soy, que estoy de su lado, que soy diferente pero quiero estar aquí. Desaprovechan las muchas cosas que sé, se burlan de mí sin conocerme realmente. Yo quiero amor, pero no quiero cambiar, el amor no exige ese sacrificio. Me he sentido sola en este camino, el día de hoy ha sido sólo una muestra, he estado dispuesta a irme con cualquiera a donde sea, y nadie me ha aceptado, soy bella, me dicen, pero soy más bella por dentro y nadie lo nota. Creeme Jesús, si estoy aquí, a tu merced, no es porque quiera recibir nada, porque recibir algo es la historia de mi vida, y por este instante, aquí y ahora siento un impulso que nunca había sentido, siento por vez primera ganas de dar, así sencillamente. Tú no me has dado nada, simplemente has sido como eres, y eso es una lección para mí. Esta mujer que está aquí tiene algo para ti, y si eres coherente con aquello que he visto que eres, servirás a Dios amando a una flor de su creación.

Ambos se miraron y entre ellos fluyó la energía de las corrientes marinas que chocan demoliendo la piedra y de rato, aunque vestidos, estaban desnudos.

Jesús alzó la mirada a su Señor, se santiguó e inclinó la cabeza, colocando su boca en el sexo húmedo de Andrómeda, y sintió que era como un corazón abierto de antemano, y recorrió con la lengua aquella superficie caliente, tomando sólo con sus labios el clítoris, sosteniéndolo con ambos labios y dándole caricias a su presa con la lengua, luego en círculos comenzó a lamer al totalidad de aquella vagina. De rato el sacerdote abría los labios a su límite, pretendiendo abarcar con ellos la otra boca que era el sexo de Andrómeda. Alzó la cara y tenía el rostro de un santo en pleno milagro, y su mirada sanaba a Andrómeda en muchos niveles, resanándole las fisuras que en el alma tenía. Se besaron en la boca, probando sus sabores.

Ella se desabotonó la blusa y se quitó el sujetador, y emergieron un par de pechos perfectos, mismos que saciaron todas las ansias de Jesús. Cada beso era un acto de amor, nadie daba más que el otro, pues el sexo era ahí la total bienvenida del alma, la aceptación del espíritu que eran.

Andrómeda se bajó de la banca, apoyándose en la pierna sana, y levantó la sotana del sacerdote para encontrarse que no usaba ropa interior, y no sólo eso, halló una verga magnífica, con un capullo que parecía una fresa hidrocéfala, de tronco precioso, durísima, precedida de un par de testículos que para ese momento estaban absolutamente comprimidos, como si hubiesen pasado a integrarse en aquel pene. Andrómeda metió en su boca la punta de aquel instrumento, aunque no tuvo éxito al querer engullirlo todo, pues era grande. No obstante ello, eso mismo la hacía feliz, el intentarlo, el saber que no podía, el saber la causa, el saber que ello no impedía que jugara con él, que lamiera con su lengua la orilla del glande. El sacerdote le colocaba la mano en las mejillas, aprobando la mamada que le daban, y otra en la nuca.

El sacerdote le instruyó con las manos que alzara la cara, y ella lo miró para encontrarse con un semblante cálido que le decía "buena chica", era más de lo que ella esperaba. La colocó encima de una banca y la lamió un poco más en el sexo, luego colocó la punta de su falo en la boca de la flor, y sin mucho aviso fue penetrando lenta y seguramente, con la fuerza y la decisión necesarias para abrir ese canal nuevo y virgen. A cada milímetro que avanzó aquella verga, él sentía que se abolían capas y más capas de esclavitud del alma, y con su cilindro enhiesto descubría esa tierra nueva, con el éxtasis de la primera vara que alguna vez haya picado la arena.

Andrómeda se sentía satisfecha y absolutamente llena, todos sus vacíos, sus miedos, sus carencias, se habían representado orgánicamente en su vagina, y toda la entrega de él, su fe, su amor, se habían amalgamado en su miembro, y por ello, cada embestida era para él un sentido vital, y para ella una riqueza. Todo él encontraba morada en ella, y ella era el hogar perfecto. Todo fue dicha cuando el semen hizo su arribo, y ello no ocurrió sólo al salir del pene, sino que causó placer desde que partió de donde quiera que estaba y recorrió dulcemente todo lo largo de aquel cilindro para verterse en la matriz de Andrómeda, la que fue bautizada con fuego. Nunca un desvirgamiento tuvo más tacto, nunca una primera vez infundió más valor que miedo, nunca hubo más seguridad en el amor, nunca una boca degustó con más calor un cuerpo ajeno. Ambos exhalaron como si murieran, y en el muro, la mano en la pintura parecía tocar con más amor el vientre de la Magdalena.

Jesús juntó las tres bancas y de esta manera improvisó una cama matrimonial, y en ella durmió sobre de Andrómeda, sirviéndole de frazada cósmica, de puente, de techo, de suelo.

A la mañana siguiente, Andrómeda sintió un brusco movimiento en el hombro.

-Levántese, ¿Qué hace aquí?. ¿No sabe que está prohibido quedarse a dormir en la parroquia?. ¡Y con esa ropa, válgame Dios!

Era un viejo de unos sesenta años, muy malencarado, de voz desagradable. Portaba un traje de sacerdote. Regañó a Andrómeda por mover las bancas y quedarse a dormir en el templo.

-Esta es casa de Dios, no casa de vagos. Hágame el favor de mover estas bancas como estaban.

-No puedo, tengo las piernas lastimadas...

-No me diga

Andrómeda miró sus piernas y no había lesión alguna. Se alzó la falda para ver si también se habían ido las marcas rojas, dándose cuenta de que era así, que ya no estaban, esto ante el asombro del párroco que no se podía creer que una chiquilla se levantara la falda y sin bragas dentro de una capilla estando él enfrente.

-¡Fuera! ¡No puede usted permanecer un segundo más en este lugar!

-Espere, necesito hablar con Jesús.

-Seguro el Señor querrá atenderte con este comportamiento tan libertino y concupiscente, el Señor no habla con gente como tu.

-No con el Cristo. Con Jesús, el otro sacerdote.

-Aquí no hay más sacerdote que yo desde hace años, así que lárguese.

Andrómeda salió de ahí sin habla. El amante había acudido, pero ella no sabía con exactitud su identidad. Antes de salir miró la pintura de María Magdalena, se santiguó y le dio las gracias a ambos, a ella y al dueño de sus brazos.

Continua...

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