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Infieles (4: El arte de ser atrapado)

en Hetero: Infidelidad

INFIELES

(Cuarta parte: El arte de dejarse atrapar)

La cita con Sonia había sido de lo más oscura. Al salir de su casa me había despedido con un beso y me había dicho que lo más dulce de nuestras vidas estaba por venir. Era una idea que me gustaba, pues si la vida había sido buena hasta ahora, no estaba nada mal que se fuera a poner mejor. Había sin embargo una inquietud, ¿Qué significaba para esta obsesa "lo más dulce"? Podría significar cualquier cosa.

Ya con los cabrones del programa de Infieles tras mis huesos no había oportunidad de echar marcha atrás. La convivencia con Rebeca se había vuelto una farsa. Se supone que lo malo de la infidelidad no es ni siquiera la promiscuidad, sino la mentira, es decir, el hecho de convivir sin la menor vergüenza de estar engañando al otro, haciendo la pantomima de que todo está bien, igual que siempre, pero callar el secreto de que estás haciendo carbonerías. En ese sentido, ¿qué podríamos decir de que ella me tuviera en observación por los hijos de puta de Infieles y que en la casa fingiera que todo estaba bien?. Rebeca me hablaba con mucho cariño, me mimaba como podía o hasta donde se lo permitía su aversión. Si hacíamos el amor, ello era con una pasión fingida. Yo sabiendo de mis andanzas con Sonia, ella sabiendo que había echado unos sabuesos tras de mi. Yo deseoso de que me pescaran y que Rebeca me rechazara para siempre, ella deseosa no sé de qué, si de descubrir que no hay nada extraño conmigo, que soy fiel, o deseosa de atraparme en la mentira. Supongo que todo aquel que hace seguir a su pareja por unos investigadores en realidad se muere por que su pareja esté jodiendo con otro y poder tener así la razón. El mundo es muy raro.

Yo estaba sin embargo en las garras de Sonia. Mantener la relación con ella era la única forma de que mi plan de meses pudiera cumplirse como yo lo había planeado. Además, este plan era de lo más importante para mi, pues definía cómo sería mi vida emocional en lo futuro. Estaba pues en garras de Sonia, a quien no podía botar por demente que estuviera.

La oficina comenzó a cimbrarse. Al lunes siguiente de que Sonia y yo habíamos ido de compras, ella comenzó a vestir más sugerente. Ese lunes ella se llevó un pantalón blanco que le hice comprarse, y si bien a la mayoría de las mujeres les desagrada ponerse algún pantalón que les marque los gajos del coño, a Sonia parecía gustarle, al grado de que descartó ponerse un pantiprotector que hubiera resuelto ese problema de explicitud. La blusa que llevaba era ceñida. Su cabello, siempre sin peinar, ahora iba peinado. Sorprendente, llevaba unos zapatos de tacón que daban ganas de tirarse a sus pies y besarlos mientras caminaba por los pasillos de la empresa. Atravesaba toda la compañía para ir a invitarme a almorzar y a su paso un ejército de vergas erectas se preguntaba "¿Quién es esa chica?" La respuesta, ya que daban con la identidad de la dueña de aquel par de nalgas siempre era una sorpresa. ¿Cómo? ¿Es Sonia la de Satelitales? ¿Qué no era machorra? ¿Dónde compró esas nalgas? ¿Quién se la está cojiendo?.

La fama de Don Juan la adquirí de manera inmediata, pues los compañeros concluían que entre toda la bola de machos de la compañía había habitado desde siempre una hembra buenísima y había permanecido encubierta, pero luego de todo ese tiempo uno de ellos, un verdadero héroe y visionario, o sea yo, había tenido la inteligencia suficiente para apostar por ella y vaya que si había logrado un menudo descubrimiento. Fue como buscar las Indias y descubrir América, aunque fuera por error. Era como una especie de triunfo masculino en el que, de ahí de donde no había nada, de ahí de un caso perdido, de un barro inerte, había sacado yo una hembra.

Las mujeres envidiaban la hormona de Sonia, y los hombres me envidiaban a mi. La situación tomaba identidad y existencia propia, y ello comenzó a no gustarme. De a rato Sonia era el deseo secreto de todo varón de la empresa y objeto de envidias de toda mujer. Nuestra historia era un mito interempresarial donde cabía toda serie de elucubraciones y especulaciones, pese a que nadie sabía a ciencia cierta qué era lo que pasaba entre nosotros. En casa este romance era también un mito temible, con un peso tan grande que Rebeca ya había vuelto a su posición fría e indiferente; mientras que para los de Infieles constituía una materia para trabajar.

Pero ¿Qué había de realidad detrás de Sonia y de mi? La verdad había comenzado a rebasar por mucho la imaginación de quienes hacían especulaciones acerca de nosotros. Se rumoraba que teníamos sexo, es más, los chismosos de siempre que habitan en toda oficina ya se habían regodeado demasiado en la duda de si éramos una relación de puro sexo o si había amor, es decir, ya olvidando el punto de si teníamos sexo –punto que ya daban por hecho-, pasaban a la pregunta siguiente, si éste era por puro vicio o por verdadero amor. Sin embargo, el cerebro de chorlito de los chismosos era un desierto comparado con lo que Sonia tenía reservado para mi.

Todo comenzó de una forma muy simple. A los pocos días de convivir con Sonia me preguntaba cómo era posible que no la hubiese descubierto antes. Me sentía tan a gusto a su lado y nos reíamos casi todo el tiempo. Una relación saludable es aquella en que los integrantes se hacen reír mucho. Sonia me hacía reír a mares y yo era su payaso particular. Su risa era una especie de combustible del cual aparentemente ya no podía prescindir. Tanta risa no sería recomendable una vez que uno iba a la cama, pues uno no se acuesta y folla en medio de carcajadas. El mundo era para nosotros un universo gracioso, un juego ligero y diáfano. Pero su casa, su casa era una cueva del mal y la perversión. Cada vez que nos acercábamos a su casa sentía una presión en el estómago, pues adentrarnos a sus dominios era pertenecerle. Que habría sexo era seguro, eso no atrapaba mi atención, era el cómo lo que siempre era incierto. Acercarme a la puerta de su casa era como ver la película del exorcista y avanzar con la cámara hacia el cuarto de la chica endemoniada. Un pavor me atraía y me jalaba como si tuviese un collar de perro. Cruzado el umbral la risa dejaba de ser lo que era afuera y pasaba a ser su risa, la risa del victimario.

A la segunda cita me ató deliberadamente a una silla tipo medieval que tenía en su recámara y me decía que no era mi cuerpo lo que ataba, que ataba mi alma. "Tu alma me pertenece. Pobrecito de ti. Te voy a mandar al infierno porque te voy a dar tanto placer que te olvidarás de Dios completamente" me dijo. Las sogas bloqueaban mi circulación y ella me mantenía atado a la silla. A punta de mamadas me producía una erección tan intensa que rayaba en el dolor. Se sentaba en mi verga dejándose clavar por el culo, asiéndose de la silla no de los descansa brazos, sino de las sogas, y hacía que me regara en su culo, luego me desataba y acompañaba el cosquilleo de la sangre que por fin nutría mi cuerpo con besos suyos. Luego nos íbamos al sofá de la sala y platicábamos. Yo le preguntaba si era cierto aquello de que era dueña de mi alma, y ella se reía como una niña traviesa y me decía que no era cierto pero se escuchaba profundo, y que en todo caso no era ella la que me apartaría de Dios, aunque existía el riesgo de que yo eligiera eso. Salí de su casa como vacío. Tal vez sí se había quedado con mi alma.

Esa vez no fue tan significativa aunque me alertó que era posible que no importara que yo consintiera o no la profundidad de nuestra relación, pues sería tan honda como Sonia quisiera. Fue la segunda vez la que marcó una diferencia. Esa vez había sido muy normal, no había habido ni sogas ni látex, habíamos bebido unos tragos y nos habíamos ido como cualquier pareja que vive junto a la habitación, la cual estaba tendida como la casa de cualquiera. Habíamos empezado una rutina también convencional. Le había yo besado su sexo por unos diez minutos, saboreando ese sabor dulce que destilaba de su cuerpo, hinchándole los labios. Ella se había inclinado para hacer un sesenta y nueve pero yo se lo había limitado, pues quería yo aplicarme a ella exclusivamente, olvidando que el mamar podría ser algo que le gustaba, pues después de todo a mi me gustaba mucho besarle el sexo a ella. La puse muy caliente. Ella me tendió en la cama y me comenzó a comer el miembro con tanta fuerza que me volvía loco, a la vez jugaba con mis testículos con sus dedos. Corrientes de placer me rasguñaban la espalda como garras de un gato invisible. Ella se sentó encima de mi y permaneció como a quince centímetros de mi pelvis, dejando entrar en su sexo apenas un par de centímetros de mi verga. Jugó con el perímetro de su sexo y mi glande. Me volvía loco y se volvía loca ella. Luego se fue sentando tan lentamente en mi sexo y comenzó a menear con un ritmo tan conciso y tan rítmico que me puso a hervir. Sin darme cuenta, estaba yo con las piernas abiertas en compás y ella con sus piernas juntas, en una posición de misionero, pero era ella la que estaba encima dando embistes furiosos y rítmicos. Me tomaba las piernas de las corvas, como si fuese yo la mujer penetrada y pompeaba con fuerza, luego soltó mis corvas y mis piernas se quedaron abiertas por placer, como toda una dama, y ella, como caballero, bajó sus manos y me agarró de las nalgas mientras pompeaba. Recordaba haber vivido aquello, pero era yo el de encima, yo el que pompeaba, yo el que hacía las piernitas de mi mujer a un lado y la amaestraba para que las dejara así, abiertas, y yo el que bajaba las manos hasta las nalgas para empujar la pelvis en dirección de que mi hueso de la pelvis moliera un poco el clítoris de mi mujer y hacerla sentir un orgasmo fruto de verse presa de una fuerza masculina, yo el que buscaba el ano con mis dedos para habitar un poco aquel agujero y saturar por completo la cadera de mi mujer, y ya con medio dedo en el culo pretender tocar mi miembro pese la distancia de la pared interior de su cuerpo con mi pistón . Así era, pero al revés. Cuando ella escuchó mi jadeo que se aceleraba, sus embistes se pusieron más veloces y sus manos apretaron más mis nalgas. Me aguijoneó el culo con uno de sus dedos y mi capacidad de aguantar llegó a su fin, todo pareció disponerse y, como si mi cuerpo fuese demolido por un sismo, se hizo pesado a fuerza de abandono. Yo comencé a regarme en su vientre de una manera salvaje, y ella me terminaba de poseer.

Me había gustado aquel salvajismo y aquella fuerza, todo había terminado y nos besábamos en la boca. Ella me tocaba el rostro con sus manos, como si fuese hermoso. Yo sentí ganas de llorar de puro gozo. Lo hice y ella me abrazó con una dulzura para mí desconocida. Yo le dije:

-Como hombre serías un amante extraordinario.

-Repíteme eso.

-Que como hombre serías un amante extraordinario- dije entre jadeos. Ella se quedó callada y también lloró. Supongo que llorar implica cierto grado de intimidad, no sé por qué.

-Siempre creí que no había lugar para mí en esto. Por eso lloro. Porque sé cuál es mi lugar y sé que soy bienvenida. Se que me quieres. Es la única seguridad que tengo.- Completó ella.

Yo cerré mis ojos, pues no quería que ella advirtiera de mis ojos la triste realidad: que yo no estaba seguro de nada en este mundo.

Todo fue muy dulce y ni ella ni yo habíamos hablado del detalle del dedo en el culo, mismo que yo no pude impedir porque no era lo apropiado. Ella me citó luego y me dijo que me tenía una sorpresa, como si todo lo que ocurría a su lado no fuera precisamente eso. Cuando llegué a su casa ella abrió la puerta, estaba vestida de hombre, con un traje sastre que le sentaba muy bien. Con su cabello peinado muy al ras de la cabeza, sin maquillaje, con un sostén que oprimía sus encantadores pechos, con el saco, el chaleco, el cinturón y los zapatos, parecía medianamente un varón. Yo me desconcerté. Ella se desanimó un poco, pues le hubiera gustado que yo me riera. Me invitó a pasar con la voz más gruesa de que ella era capaz. Entre la plática ella me pedía que le hablara como si fuese un camarada mío, algún amigo de la infancia que luego de los años se hubiese transformado en eso; yo me resistí y propuse que mejor imaginaría que un genio la había transformado a ella en un hombre, pero que en el fondo era mujer. Ella aceptó. Para mi fue una cita de gran confusión, pues si bien los gays me eran indiferentes, yo estaba seguro de no ser gay, y si aceptaba tanta putedad y tanta ambigüedad era por la certeza que tenía de que Sonia era mujer. La cosa desvarió cuando ella acomodó la plática para que yo dudara de su hombría, a lo que ella dijo:

-Hay una forma de saber cuál es mi sexo-

Tomó mi mano y la llevó hacia su pelvis. Yo ya había colocado mis dedos en la forma en que los coloco cuando voy a empezar a masajear un coño, pero para mi sorpresa sentí un grueso cilindro perfectamente acomodado justo como yo acomodo el mío cuando tengo una erección socialmente inoportuna. Quité la mano como si estuviera a punto de tocar una rana venenosa del Amazonas. Ella se rió.

-Es solo un juego- Aclaró.

-Tal vez a mi no me guste jugar a que me estoy follando a un hombre-

-Nadie te está pidiendo eso. Estás seguro de lo que soy ¿Cierto?, si me penetraras por detrás lo disfrutarías mucho ¿Cierto?. No te pido que me jodas creyendo que soy un hombre, sino que me jodas mientras yo creo que soy un hombre. ¿Ves la diferencia? Es muy sutil, por eso es tan encantadora. ¿No me vas a cumplir ese capricho?.

-Está bien.

Me sentó en el sillón y sin quitarse una sola prenda comenzó a mamarme la verga, con tanta hambre que por poco me hace reventar. Mientras mamaba, con la mano izquierda manipulaba mi miembro y con la derecha abría la bragueta de su pantalón y masajeaba su verga falsa. Yo estaba preso de una dignidad tan poco auténtica. Ella me comía con tanta voracidad y empuñaba su verga con tanta fuerza que no sabía yo qué pensar. Vaya, si fuese un hombre verdadero no notaría yo la diferencia, sin embargo la idea de hacerlo con un hombre me era imposible. Sutilezas de género, supongo. Me aclaré a mi mismo que se trataba de alguna cuestión energética, algún tipo de polaridad en el cual esta misma caricia inflingida por un polo igual sería inadmisible mientras que regalada con la polaridad femenina de Sonia era especialmente atractiva.

Ella se paró y me plantó un beso en la boca a la vez que restregaba mis labios en sus mejillas y barbilla, metiéndome la lengua hasta donde podía, como si quisiera convidarme de mi propio sabor. Sí que era puto esta Sonia. Me arrastró hasta enfrente de un espejo y se empinó justo frente de él. Se liberó el cinturón y su pantalón cayó arrugado hasta sus tobillos. Ningún detalle había escapado a su mente, pues traía puestos unos calcetines iguales a los que yo usaba en ese momento. Me tomó de la verga y la dirigió hasta la entrada de su orificio. Yo la penetré de inmediato y comencé a pompearla con fuerza. Ella se miraba al espejo como un hombre que estaba siendo penetrado. Mientras más la barrenaba ella se masajeaba la verga falsa con mucha pasión, como si en verdad sintiera algo de tocarla, pero no en la mano, sino en el miembro.

No sé cuanto tiempo permanecí hipnotizado con la imagen de cómo se meneaba su propia verga, lo cierto es que había pasado ya largo tiempo y yo ni siquiera lo había sentido.

-Imagina que es tu verga la que masturbo.- Me ordenó. Su mano la empuñaba como si en verdad sintiera algo en el miembro, sus nudillos brillaban, sus huesos lucían más prensiles y aterciopelados que nunca. En realidad deseaba que fuese mi verga la que estuviera en sus manos, aunque no estaba seguro de querer cambiarla de sitio.

Todo mi cuerpo se fue llenando aun de más calor. Por mi mente no pasó la idea de que si era mi verga la que ella estaba masturbando, luego yo era ella, luego alguien me barrenaba el culo y yo tan campante. Esa idea no me vino hasta que ella me dio una nueva orden.

-Me siento tan atrapada. Quiero ver cómo te la jalas tu mismo. Toma mi verga y jálamela como si fuera la tuya.- Yo lo hice. La estaba penetrando pero a la vez le estaba meneando su verga. Ella movía la cadera como si fuese un hombre que al ser masturbado pompea al aire. Su verga comenzó a manar leche y cuando esto ocurrió yo la solté con miedo. Ella se rió.

-No te asustes, yo la he hecho estallar. Se programa por tiempo. Le puse quince minutos.

O sea que había estado dándole duro a su culo por quince minutos, aunque a mi me había parecido mucho más. Yo me comencé a regar también. Ella se quitó de ahí y me colocó frente al espejo y empinado, y empezó a hacer aquellas maravillas que ella sabía hacer con su lengua, atacándome el culo sin piedad. En una lengueteada muy audaz, cerré un poco las nalgas. Ella dijo:

-¿Acaso quieres que pare? Soy tu mujer, puedo hacer esto si quiero. Puedo penetrarte si quiero. No hay conflicto. Somos seres sin género, todo nuestro cuerpo es placer. ¿Vas a decirme que pare?

-No.

-¿No qué?

-No pares.

Mi alma estaba vendida. No había yo distinguido la importancia de ceder en ese abstracto punto de que en pareja no hay género, pues sin saber, había vendido a cambio de treinta monedas de plata toda mi tradición machista heredada a lo largo de la historia. Seguía siendo hombre, pero un hombre capaz de ser mujer si su mujer es hombre.

Un hecho un tanto tétrico ocurrió en medio de todo esto. Una broma del destino, probablemente. Llegué yo a la casa de Sonia y ésta portaba en el cuello una pañoleta idéntica a la pañoleta de la suerte de Rebeca. Esto me puso muy tenso porque yo no creo que las coincidencias existan, y sin embargo estaba ella, ahí, frente a mi, con una pañoleta exactamente igual a la prenda fetiche por excelencia de mi todavía esposa. Diría que tienen gustos muy diversos, que son incluso opuestas, pero está mi cuerpo para desmentir este criterio tan arbitrario, por una u otra causa ambas han consentido a abrir las piernas a las mías. Pero caramba, la pañoleta, juraría que es la misma. Sonia la lleva al cuello y va vestida con un abrigo, y aunque hace fresco, estoy seguro que no es por esa razón por la cual lleva encima el abrigo, más bien adivino que debajo del abrigo va desnuda. Me sobreviene la sensación del exorcista de nuevo. Me hace pasar. Me adentro por propia voluntad a su infierno particular.

Ya dentro comemos un pescado que ha preparado con muy buen sazón. Se dirige a la sala y, como si fuera una experimentada desnudista, deja caer el abrigo tras de sí. Se le ven las nalgas mejor que nunca. En cada muslo lleva una liga. Las ligas no sostienen nada, no detienen ni alzan nada, están ahí como para marcar un contraste con su piel blanca, la tensión que el par de ligas negras hace en los muslos crean un efecto de estrangulación. Tal vez esa sea la única razón de ser de estas dos ligas, la de apretar los blancos muslos, crear en quien los ve una sensación de asfixia visual, y la seguridad de tener en la lengua el descanso a esa incomodidad. Las venas de los pies se yerguen un poco, parecen el cuello de un secuestrado que respira trabajosamente mientras calcula el filo de la navaja que lo amaga, la mano de un gimnasta suspendido en los aros, la actual apariencia de mi verga debajo de mis pantalones.

Me acerco de rodillas y arranco las ligas con violencia. Cuando la sangre llega a la punta de sus pies toco con mi lengua su sexo. Me quedo cual cachorro mamando sus mieles cual Rómulo moderno luego de matar a Remo. Ya que me dolía la tirilla de piel que impide a mi lengua extenderse hasta mi pecho, ella me levanta de la barbilla y me acerca a sus labios para sentir a qué sabe su cuerpo mezclado con mi saliva. Me recarga en un mueble de madera y me baja la bragueta, y comienza a comerme. Me tiene loco con su boca. El mueble se mueve. Por un momento pienso que se trata de Rebeca emputecida por un hechizo que la ha hecho salvaje y distinta, de la que sólo me queda la pañoleta. Ella se quita la pañoleta y con ella ata el tronco de mi verga, y como si fuese una manivela, agita con el nudo de la pañoleta la piel de mi miembro, en vez de mano maneja el arillo que estrangula mi pene. A punto ya de eyacular hizo un rápido nudo en mis testículos y realizando varios amagues me dosificó el orgasmo en seis partes, quedando mi verga como un elefante muerto de gripa gozosa.

Ya no pensé más en la mascada. Momentáneamente me sentí atrapado. Pero nada qué ver.

Otro día Sonia me invitó a que recorriéramos la ciudad, pero puntualizó que quería que nos moviéramos en metro y no en automóvil. Yo le pregunté para qué y ella me dijo que para que entendiera más a las mujeres. Ella levaba una falda algo lijera y una blusa no muy provocativa. Era una trampa. Primero fuimos al cine, en realidad a besarnos, pues ni vi la función. A media función, y amparada por la oscuridad de la sala, me tomó la mano y la arrastró a su entrepierna. Yo seguí la dirección que me indicaba mi instinto y me encaminé a su sexo, sólo para descubrir, con gran desagrado, que ahí estaba aquella verga falsa. A partir de ahí, cada segundo se dividió en dos pensamientos a la vez, uno, lo que fuera que estuviera pensando y, dos, la verga de Sonia. Nos seguimos besando en el cine, pero yo ya sabía que estaba besando a una mujer con verga. Salimos y nos subimos al tren subterráneo, ella se colocaba detrás de mí, abrazándome dulcemente. Los demás pasajeros nos veían con la condescendencia que se puede tener respecto de dos recién casados, pero no sabían que en medio de aquel dulce abrazo, aquella mujer me estaba restregando su verga en el culo. Toda la tarde se dio a la tarea de colocarme en situaciones en las que me arrimaba la verga como quien no quiere la cosa a las nalgas. Efectivamente comprendí el acoso a que se ven expuestas las mujeres diariamente.

Me condujo a un hotelucho del centro. Mal franqueamos la puerta de la habitación que alquilamos y me preguntó:

-No nos hagamos locos. Te vas a dejar penetrar si o no. Es cuestión de tiempo cariño. Si no te ha surgido la curiosidad todavía dame un voto de confianza y atiende mi recomendación: te va a gustar.

Yo tendría sin duda la cara de resignación, la cara de quien se sabe sin voluntad. Asentí con la cabeza. Me dio la mejor mamada de verga que he recibido en mi vida y luego me comenzó a trabajar el culo. Me instruyó:

-No pierdas tiempo en preguntarte lo que sentirás, pues pensando en la penetración te perderás todo lo que te haga antes. Recibe cada cosa a su tiempo y siente sólo lo que debas sentir de cada cosa. Olvídate que eres hombre, hoy serás mi eso, mi culito.

Era una orden sabia. Con su lengua me hacía toda serie de caricias en mi ano, luego con sus dedos lo distendía, luego me daba una nalgada para hacer añicos mi nerviosismo. Se sentía extraño saber que todo aquel trabajo era para un fin determinado de usar luego el arillo. Por fin me acomodó sobre una almohada y me puso las nalgas hacia arriba. Mi verga estaba más parada que nunca. Se arrancó la falda y ahí estaba la verga de ella. Me puso más lubricante en el ano y comenzó a jugar con su verga de plástico en él. Ya nada importaba. Sentía dolor pero tenía la esperanza de que se volviera placentero, después de todo a todas las mujeres con las que había estado en mi vida les había encantado, y desde luego entre su culo y el mío no había diferencia. Sentí cómo me entraba aquel cilindro. Pensé en lo que dirían mis amigos o mi madre si me vieran en aquel instante, pero sonreí con un orgullo tal vez gay pensando que no podían juzgarme hasta que lo vivieran. Me quedaba claro que si habría de experimentar algo como esto, sólo sería posible en compañía de Sonia. Cerré mis ojos y la dejé hacer. Era muy delicada, muy considerada. De ser hombre sería un amante que las volvería locas. Comenzó el vaivén de aquel trozo, y yo me sentía cada vez mejor.

Un ruido estridente cimbró la habitación. Una decena de hombres entraban a rodearnos, unos con cámaras, otros con micrófonos, una lámpara, todos de negro, y en medio de ellos Rebeca. Al verse atrapada, Sonia ni hizo el intento de sacármela, y con su peso me mantuvo tirado en el suelo culo arriba. Cuando Rebeca vio lo que pasaba, sus ojos se abrieron tanto que creí que se le saldrían los globos oculares. Se llevó la mano a la boca y con un tono entrecortado dijo:

-Cornelio… por… Dios.

-¡Cornelio… por Dios!- Dijo Sonia entre sorprendida y decepcionada.

-Gonzalo Cornelio – Dije yo bien jodido.

El inspector de Infieles tomó a Rebeca de los hombros para que no se desmayase y dijo –Esto parece explicarlo todo…

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