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Amantes de la irrealidad (05)

en Grandes Series

"Tres cosas determinaron que mi sueño terminara luego de un año y medio de locuras. La primera, que Arturo me cedió a unos amigos suyos, eran dos, los cuales me tomaron a la vez, uno por el culo y otro por la vagina, y mientras ellos me hacían suya sin el menor tacto, desde un sillón Arturo miraba la escena, absorbiendo energía positiva, pero con una mirada lasciva, lo que me rompió un hechizo, pues si lo excitaba ver como me follaban, entonces la excitación ya no provenía sólo de mí, máxime que estos hombres le dieron dinero a cambio de mis servicios; segundo, la llegada de una chica nueva a la asociación sobre la cual Arturo pone cada día más su atención. Lo conozco y sé que la está ligando justo como lo hizo conmigo, haciéndola sentir única y maravillosa, relegándome e incluso prohibiéndome que esté yo presente cuando toca que él y ella estén en un mismo espacio; y tercera, que quedé encinta de él y me ha obligado a abortar. Recién he salido del legrado y ya me trae acá, y en burla me mete al río, con riesgo de infectarme, aventándome dentro de la cadena de amor para hacerme notar que ni estoy encinta ni menstruando. He llegado a mi límite y mi error fue creer."

Ella se puso de pié, ya amanecía, habíamos permanecido toda la noche tratando el tema de lo que le pasaba. Siguió diciendo, "¿Te preguntarás por qué te he contado todo esto?, no te lo hubiera dicho si no hubieses confesado que me amabas; en cierto modo eres responsable de mi arenga. Tal vez sea destino que aparecieras aquí. He dejado a Arturo Damián, lo he dejado para siempre, pero estoy muy mal acostumbrada a adorar, necesito adorar y necesito servir porque lo único que sé hacer ahora es amar, y no puedo desacostumbrarme pronto. Si me aceptas viviré a tu lado, pero sólo si aceptas hacerte responsable de lo que ahora soy, tomando ese riesgo. Si me amas yo podría hacerte el hombre más feliz. Si no me amas no sé qué haré. Estoy visiblemente lastimada, estoy acostumbrada a servir en límites casi humillantes, soy una esclava, pero quiero florecer"

Yo desde luego acepté, sin saber qué era lo que aceptaba. Haría las cosas a su manera.

Nos paramos de la roca en que habíamos permanecidos y nos fuimos del lugar cuidando que nadie nos viera. Estabamos renunciando a la gnosis, y adentrándonos en una historia de dos.

Por fortuna yo acababa de independizarme en forma. Había estado en esta ciudad desde que inicié mis estudios de sociología, carrera que dejé cuando un vendedor de seguros me reclutó para dedicarme a las ventas. No me explico como una persona tan desordenada como yo, con presencia tan extraña, y sobre todo tan introvertida, lograba buenos niveles de venta. Yo lo atribuyo a que mi cuerpo era gracioso, delgado, de un muchacho que es fácil reconocer, mientras que mis pestañas son muy largas que siempre dan una imagen de inocencia que agradece todo aquel que lo ve. ¿Cómo podría yo, con esa carita, fallarles?. Qué bueno que tenía suerte, pues comenzaría a necesitarla.

Acababa de rentar un apartamento no muy grande, de dos recámaras y una sala espaciosa, con su cocina pequeña y un desayunador, además de un baño con una deliciosa tina de baño que estaba totalmente fuera de lugar dadas las dimensiones del baño, pero que era una verdadera delicia. Los apartamentos tenían muy buena guarda de la acústica, nada que pasara en los demás apartamentos era notado por ningún vecino.

En cuanto llegamos a la casa le dije a Armida que no podría recostarme sin antes darme un buen baño en la tina, pues aunque el campo es adorable, no podría pasar delante de un caballo sin que me tirara una mordida, pues tal era mi aroma a hierba.

Me metí al baño y puse a llenar la tina, como tardaría, bajé la tapa del retrete y me senté sobre ella. Armida entró al cuarto de baño, su cuerpo estaba desnudo, y era bellísimo. Sus piernas eran largas, perfectas, sus pies eran exquisitos, sus rodillas lucían blancas; la forma de su cadera era redondita, como un jarrito, y visto por detrás parecía un corazón invertido, lleno, palpitante. Con esto quiero decir que sus caderas no eran del todo alzadas, pero como estaban era la forma que creo es la ideal para follarlas. Su cintura era preciosa y dura, sin una sola lonja, y encima sus pechos puntiagudos, como los de aquella adolescente que había visto en el autotransporte hace tantos años. Sus clavículas parecían un porta dientes, o al menos los míos ya querían dar de mordidas ahí. Sus brazos eran carnosos, sus manos largas y llenas de gracia. Su cara no era como la de la mujer segura que me había absorbido con su charla durante toda la noche, no, era la de una muchachita tímida por no decir que temerosa. Su cabello rubio y largo caía como una cascada de lava solar.

Volvió a mirarme como aquella vez en el camión, y recordó a mi alma el por qué estaba presa de esos ojos desde hacía tanto tiempo, por qué mi corazón era un ruiseñor atrapado entre sus pestañas que no deseaba marcharse aunque ella abiera la jaula de par en par, desapareciendo. Habló con voz queda, lenta, sacerdotal: "No harás nada que yo pueda hacer por ti. Déjame hacer por ti. Necesito servirte, estoy acostumbrada a ello y por hoy adoro todo esto. Déjame cambiar lentamente, compréndeme, no me fuerces."

Me calentó el agua, la dejó muy caliente, demasiado. Pese a que me estaba quemando no pude negarme a entrar, ella me obligaba en cierto modo, del modo más dulce. Entré al agua en un estado hipnótico que no me permitió reparar lo ardiente que estaba el agua de la bañera. Una vez dentro comencé a ser consiente que lo que estaba haciendo era una locura. Le dije que para la próxima vez pusiera un poco más de agua fría, y ella puso una cara encantada por recibir semejante conocimiento tan torpe, pero importante para ella al parecer, de saber cómo me gustaba el agua.

Comenzó a tallarme el cuerpo con un estropajo de plástico. El agua hirviente y su manera de tallar me ubicaban en una posición inusual para mí, sin embargo, conforme ella me tallaba me empezaba a relajar. De rato ella dejó a un lado el estropajo y comenzó a tallarme con la suave fricción de sus huellas dactilares. Conforme me tocaba los pies y me recorría las piernas, tentando lo fuertes que pudieran estar, lo duras, mi verga comenzó a ponerse tan grande y tan dura que sentía algo de pena. Lo cierto es que todo había ocurrido tan azaroso; de sólo soñarla y esperarla, ahora la tenía a mi lado, sirviéndome, dispuesta a todo. No pasaba inadvertido para mí que le acababan de practicar un legrado, y en consecuencia estaba en una especie de cuarentena, sin embargo ella parecía ignorar ese detalle más que yo. Recorría mis pechos, mi espalda, mis brazos, mi cara.

Algo que debo decir es que mi experiencia amatoria se limitaba a las masturbaciones que con tanta pasión practicaba desde hacía años. Ella no sabía eso, desde luego, pero a mis veintidós años nunca había estado con una mujer. En eso era un idealista, pues pensaba que el amor no era una cosa frívola, que había que hacerse con aquella persona que de verdad quisieras, pero ella no sólo era alguien a quien de verdad quisiera, sino que era lo único que en verdad quería.

Por eso resulta ocioso decir que ella era la primera en tocarme el rostro como si fuera éste una escultura de carne que desea grabar para siempre en las yemas de sus dedos, que sus manos eran las primeras que tocaban mis pies, mis piernas, mis nalgas, mi pecho, mis testículos y mi miembro. El maniobrar de Armida era tan perfecto y tan cuidadoso, pero a la vez tan aparentemente distraído, que por un momento pensé que más que estarme bañando me estaba cocinando, tal cual si me hubiese metido en una olla de agua hirviendo para dar buen sazón a mi carne. Mi piel que era blanca estaba bastante roja y sensible. Yo estaba extasiado con la visión de verla desnuda, lleno de gozo de sentir su tacto divino. Acomodó una toalla en mi cabeza y me recostó. Descansé.

Sacó del agua mi pié derecho, lo alzó y comenzó a secarlo. Mi pierna roja por las quemaduras de no sé qué grado que me estaba provocando, comenzó a palidecer, pero muy poco. Me secó el pié completamente, incluso tomó un poco de papel higiénico para secarme entre los dedos. Mis pies es algo que siempre he estimado mucho, pues dicen que ellos simbolizan el vehículo con el cual recorremos nuestra senda, y suena lógico, los pies son la base del andar, y sólo se avanza andando, por ello, la idea de tener pies con cueritos, uñas enterradas, ojos de pescado, hongos de cualquier tipo, me era absolutamente chocante, y por ello el cuidado de mis pies era algo que tomaba con toda la seriedad. Conociendo la pulcritud de mis pies hubiese aceptado que mi almuerzo me fuese servido encima de ellos, vaya, hubiera sentido la confianza de lamerlos si éstos fuesen el plato. Mis ideas iban por ese orden, sin pensar que de la metáfora al hecho hay gran trecho.

Estaba ahí mi pie, alzado y seco, puro. Quizá algo dilatado por el calor, con la piel floja y blanca por permanecer tanto debajo del agua, casi me salían escamas. Ella tenía mi pie en sus manos y lo llevó a su boca. Yo en un reflejo involuntario como fue retraje la pierna para evitar que ella metiera su pie entre su boca. Ella no me dejó marcharme, sujetó mi pierna tan sólo un poco más lejos que el sitio donde ella lo tenía, la fuerza de mi pierna retirándose y la de sus dos manos jalándome. Su cara fue por segundos inexpresiva, luego su mirada se puso algo triste y sus ojos se humedecieron. Yo sentí algo de culpa, y más cuando ella dijo con la poca valentía que le quedaba, es decir, aguantando las lágrimas e intentando sonar ecuánime, sin conseguir ninguna de las dos cosas, "¿Es que no entiendes que lo necesito?". Bajé mi guardia y le regalé mi pie. Ella empezó a mamarme el dedo gordo con una maestría y lujuria tan irrefrenable, que me daba la impresión que las lágrimas que había derramado hacía unos segundos se retrotraían a sus ojos, pasándose de ahí a las glándulas salivales, convirtiéndose en un narcótico que convertía la tristeza en dicha. Así, uno a uno fue comiendo mis dedos, pasando su lengua entre cada uno de ellos, y pese a mi inicial rechazo, tenía que admitir que la sensación era gloriosa. Mientras me chupaba el pie mi pene dio un brinco que le hizo emerger el glande por encima del nivel del agua, tal cual si fuese una rana cilíndrica que asomara sus ojillos para buscar atrapar un insecto, mientras que la pulsación de mi verga hacía las veces del inflar y desinflar de su garganta, sólo le faltaba croar. Ella seguía comiendo lo empeine, mi arco, mi talón.

Sin dejar de tomar mi pie, se puso de pie y comenzó a rozar su sexo con mi dedo gordo, suavemente, sin violencia. Su sexo estaba muy mojado, tanto que humectaba mi dedo gordo. Mi verga estaba a su máximo grado de erección no sin sentir un poco de vergüenza. Cuando moví mis dedos un poco para tocarla yo con mi dedo y no ella con mis dedos, sus caderas comenzaron a danzar sobre mi pie. Era mi primer contacto con su summum supremumm santuariumm, y era con mi pie, no con mi mano, no con mi boca, no con mi sexo, sino con mi pie. Ella emitía unos gemidos animales que me ponían muy caliente, y más aun cuando comenzó a venirse.

Luego de sus jadeos me sacó de la tina y me secó, mi miembro no decayó ni un segundo. Me llevó a mi cama y me hizo recostarme en la orilla de ésta. Mencionó que la mejor manera de recibir placer es en aquella en que no podemos defendernos de él, y por lo tanto, al suponer que estando boca arriba podría defenderme de alguna forma, me recostó boca abajo, empinado en la orilla de mi cama. Desde luego nunca había tenido la oportunidad de descubrir el diseño anatómico de mi cama, cuya altura era adecuada a lo largo de mis fémures y mi cintura, así, con las rodillas me sostenía en el suelo, pero la curvatura en ángulo recto de mi abdomen caía justo a lo largo del colchón. Me pidió que extendiera mis brazos y que con mis palmas hacia abajo me pescara del edredón, y que no dudara dos veces en morder la colcha si el placer era tanto que me llegara a causar risa o ansiedad.

La situación se me antojaba peligrosa porque estando yo empinado como estaba mi verga se repegaba con mi ombligo y un poco más allá, y sólo quedaba la alternativa de ser penetrado de alguna forma. Quise protestar, pero mi mente me repitió sus palabras "¿Es que no entiendes que lo necesito?", y mientras me preguntaba cuántas cosas más necesitaba esta mujer que amo, me abandoné a mi suerte. No me penetró, por fortuna, sino que metió su mano y extrajo mi pene, forzándolo hacia atrás, como si tuviese un octavo de palo de escoba clavado en el culo. Comenzó a morderme los testículos con avidez, y chupó mi verga de la forma más abandonada que pudiera uno imaginarse, a la vez que me masturbaba con su puño fuertemente asido de mi tronco. Así como estaba, mi culo estaba a flor de piel y ella lo chupó con fuerza, haciéndome consciente por vez primera de todos los nervios que viven ahí, mordiéndome la costurita, otra vez los testículos. Mis canales de la espalda, mi caduceo, despertó al contacto de su lengua. Ahí donde estaba ella, de rodillas comiéndome, no podía verla, sólo sentía las maravillas que era capaz de hacer. Comenzó a jadear y a jalar mi miembro a un ritmo enloquecedor, mi orgasmo era inminente, y ella lo sabía porque con una de sus manos sujetó fuertemente mis huevos, exprimiéndolos como dos limas, provocando que regara toda mi leche sobre su lengua y dientes. Mi alma se ausentó se mi por unos segundos, todo fue inmortal, mi cuerpo vibraba al son de un ritmo celeste, todo calló, sólo existía mi éxtasis. Una vez vaciado ella lamió mis nalgas y mi ano, seguramente expandiendo mi propio esperma. Era mi rara y gozosa primera vez. Luego que pude enderezarme, quedé sorprendido de ver que ella seguía de rodillas, con la boca abierta, con los ojos cerrados. Inhalando y exhalando acompasadamente. No podía creerlo. Estaba meditando, estaba haciendo tantra, aprovechando la energía que le pudiese quedar. Fue lo más ambiguo del mundo.

Me dormí pensando en la dominación. "¿Es que no entiendes que lo necesito?", "¿Es que no entiendes que lo necesito?", "¿Es que no entiendes que lo necesito?", mi mente no dejaba de repetirlo. En el fondo yo pensaba que lejos de dominar, ella era quien me dominaba a efecto de que yo la dominase. Parece trabalenguas, pero así fue. Mi vida dejó de ser normal, había recibido una invitación de amor de parte del lado oscuro de las cosas y había aceptado.

Aquí debo de hacer algunas aclaraciones. Mi formación moral y sexual era muy tradicional. Creía en la esposa que llega virgen al matrimonio y en el marido que la soporta y, por qué no, la quiere para el resto de sus días. El sexo era tabú para mí pero en el fondo nada complejo. Si lo vemos bien, el sexo no tiene nada de complejo, fuimos hechos para eso, para follar tarde que temprano, es parte de crecer. Sin embargo el ser humano ha creado un imperio en torno del sexo, quien como princesa aguarda en un sórdido calabozo, mientras que las personas lo persiguen eternamente, se matan por ella, perecen por ella, viven noches de gloria luego que la consiguen tras una lucha de años para luego aburrirse de ella, quedan a metros de rescatarla y al no poder hacerlo sueñan con ella toda la vida. Yo era normal, pero me acostumbre demasiado rápido a tener una mujer como Armida.

De rato ella me decía cómo debía de vestir, de hecho me vestía. Revisaba mi piel cada día. Me hacía todas esas cosas que decía estar acostumbrada a hacer con Arturo, me bañaba, me llevaba a orinar, me hacía de comer, me cortaba las uñas, me hacía el amor. Sin embargo yo no quería ser un sustituto de Arturo, yo quería ser yo, Lucas. Uno pasa la vida buscando ser aceptado, querido, amado. Yo era todo eso, y no sólo eso, era adorado, y sin embargo me sentía vacío en una parte de mí. Me sentía como una sombra. Dios sabe que hice muchas cosas por Armida, las aprendí por ella, fui dominado por ella.

Ella me enseñó a que cosas que me parecían repugnantes y estridentes aprendiera yo a verlas con ternura. Así hubo noches en que le barrenaba el culo con furia, con fuerza, sin respeto, y ella se dolía, gritaba, pero se abría a la vez las nalgas para que yo pudiera encularla mejor. No era yo, pero parte de mí lo disfrutaba. Aprendí a manejar mis manos como las de un ángel, haciéndola sentir placer mientras ella acariciaba mis alas que de estar revestidas de plumas pasaban a quedar lampiñas como las de un murciélago, metamorfosis básica cuando le practicaba penetraciones con el puño, aprendí a hacerlo mezclando dolor y placer, aprendí a hablarle fuerte, aprendí a darle de golpes en los pechos, nalgas, muslos, a estrangularla sólo hasta donde el placer nos lo permitiera, la quemé con cera, aprendí a besar sus pies, y en general cualquier parte de su cuerpo, aprendía a ordenarle con tono despótico, imperativo, aunque la orden fuese "méame", "escúpeme", aprendimos a citarnos en lugares de espanto, aprendí a atarla, amagarla, poseerla como si se tratara de un bulto. Al final de cualquier manifestación de amor, por rara que fuese, ella siempre procedía a inhalar y exhalar acompasadamente, intentando rescatar algún tipo de energía creativa. Yo me definí, mientras viviera placeres extremos no practicaría la magia sexual ¿Me convertí en todo eso o siempre fui así?

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