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Destino sin tumultos

en Grandes Relatos

DESTINO SIN TUMULTOS

Solamente hay algo que yo me quedaría

es la imagen de un santo que me cuida

noche y día

pero en mi playa estará el sonido del mar para ti

rompen las olas del mar.

MI PLAYA

Ely Guerra

Cuando Maricela me dijo envuelta en lágrimas de emoción que durante la Semana Santa se iría a catequizar quise hacerle dos cosas, la primera, pedirle que me devolviera el anillo de compromiso que le había dado hace apenas dos meses, y segunda, simplemente estrangularla. Comprendí su emoción, pues ella había tenido ganas de vivir esa experiencia que de alguna manera conjuga su cariño por los niños desvalidos y su fuerte devoción en Jesucristo, sin embargo, que a causa de ello cancelara las vacaciones que ya teníamos planeadas me ponía de muy mal humor.

Más por supervivencia que por gusto, tomé la determinación de irme de vacaciones yo sólo, sin Maricela. Que ella se fuera a su semana de catequización y yo a cualquier parte, a cualquier lado en el que me sintiera de verdad lejos de ella. Mi plan era, de inicio, amargo como cualquier plan B.

Contaba con poco dinero luego de descubrir que la agencia de viajes que nos llevaría a un paseo colonial por Zacatecas y Guanajuato no reembolsaba en caso de cancelaciones, así que cedí los boletos a Silvio y Elvia, una pareja de amigos que siento necesitan estar solos un rato, mientras que el boleto que inicialmente destinaría a mi futura suegra, que obviamente nos iba a acompañar a Maricela y a mi, serviría para que mis amigos se llevaran a su pequeña hija.

En mis manos estaba el ejemplar más reciente de la revista Chilango, que es una publicación que compro religiosamente. Es una revista que me ha hecho comprender que soy muy esnob y sentirme cómodo con ello, además de que me ilustra acerca de los muchos rincones que tiene esta Ciudad de México. Me parece una publicación extraordinaria porque ha transformado en orgullo esa especie de gentilicio de chilango que siempre se utiliza como peyorativo, y está hecha para todos aquellos que, como yo, no podrían vivir en un lugar que no fuera esta enorme y complicada Ciudad de México que también se conoce como Chilangolandia.

Uno de los reportajes se titulaba: ¡VACACIONES SOÑADAS! 12 súper destinos... sin tanto tumulto.

El artículo comenzaba con una entrada más bien floja en la que pretendía darte razones para vacacionar –como si no tuvieras suficientes razones con la vida cotidiana de esta capital-, decía textualmente:

 

"¡Busca cocodrilos en la noche! ¡Practica kayac en un estero! ¡Explora los vestigios mayas en la selva! ¡Disfruta de un  paisaje desértico frente al mar! ¡Descansa en una hamaca tomando un  rico coco recién cortado! Con tus cuates, con la familia, con tu pareja o con el perro, es el momento ideal para salir. ¡Son tus vacaciones...No te quedes en casa!"

Bien. Invitaba a buscar cocodrilos en la noche pero no decía qué hacer si los encontrabas. Recomendaban como deseable que viajaras en kayac en un estero, sin duda ignorando que un estero es, por definición, un terreno bajo, pantanoso e intransitable, abundante en plantas y raíces acuáticas, lo cual es interesante sólo si te gusta eso de quedar varado en medio de la nada. Siento que el párrafo estaba escrito así porque de alguna manera tendría que empezar, pero que lo interesante era en realidad pasar a las sugerencias de viaje que allí mismo se ofrecían, precedidas todas ellas por la invitación al egoísmo que encerraba aquella frase de "¡Son tus vacaciones...No te quedes en casa!". Miré la foto de una pareja feliz que sin duda se la pasaría genial en todos y cada uno de los destinos sugeridos. El artículo continuaba.

"Los 12 lugares que elegimos tienen algo en común: ninguno es típico destino de Semana Santa, así que puedes contar con que no son sitios saturados.

Dividimos las opciones en tres rubros: relax en la playa, ecoaventura y cultura. En el recuadro adjunto, te presentamos el costo promedio de cada viaje, para que en relación a tu antojo y presupuesto puedas seleccionar el destino de tu preferencia. Ahora sí ¡A disfrutar!!"

"Relax en la playa" fue la categoría que más llamó mi atención. Descarté eso de ecoturismo sin saber por qué, y el rubro de cultura lo puedo granjear bien a lo largo del año en nuestra propia ciudad. Ahora tenía que elegir entre varios destinos. Maruata, Costa Esmeralda, Mazatlán o La Paz. De inicio dudé que los últimos dos destinos fueran a estar muy libres de tumulto. Los descarté. Por otra parte, Playa Esmeralda incluía dentro de sus atractivos la visita a El Tajín y Papantla, lugares que ya había visitado. Ni hablar, Maruata me pareció ser la opción más incierta, y como incierta era mi existencia en ese instante, decidí dicho destino. Al respecto la publicación decía:

"Maruata y playas vecinas, Michoacán.

  Playas vírgenes y rocas que sobresalen en el mar. Acampar en la playa es el  total sosiego, sin teléfonos ni televisión; sólo los tuyos, la playa y el sol. En las enramadas encontrarás los servicios indispensables -un baño y una regadera alimentados con  agua de pozo-. Te recomendamos llegar temprano, especialmente si llegas en Jueves Santo, a fin de conseguir lugar bajo la palapa para colocar tu tienda en la sombra y no sufrir las inclemencias del sol. Por los alimentos no hay de qué preocuparse; la pesca del día llegará a tu mesa preparada como más te guste.

Para el desayuno, la población de Maruata tiene huertos donde producen frutas y verduras y siempre encontrarás papaya y cocos frescos. Como en la mayoría de las costas de México, los cahangarros playeros ofrecen mariscos y pescados de buena calidad y a buen precio, pero si quieres algo excepcional te recomendamos comer  en el Parador Villa de Campos, donde sirven langosta a sólo $120.00. En las inmediaciones de Maruata podrás visitar las playas más socorridas por los surfistas: Ixtapilla, Nexpa, y la Ticla. En esta última se realiza un  torneo internacional de surf en los días cercanos al Domingo de Ramos. otros eventos en esta temporada son La Expo Arena los días 19 y 20 y el Torneo de Pesca de Pez Vela en la última semana de marzo. En esta zona hay por lo menos 14 paradores de playas prácticamente vírgenes: Generalmente tiene servicio de restaurante, regaderas, baño y algunas cuentan con cabañas en renta, como Nexpa. Aquí los campistas dejan sacar su lado bohemio y por las noches se organizan fogatas y largas pláticas bajo las estrellas.

  Como llegar: Maruata esta a 158 kms. del Puerto Lázaro Cárdenas; toma la autopista México-Toluca y Atlacomulco-Morelia. De ahí la autopista 37 rumbo a Uruapan, hasta Lázaro Cárdenas. Sigue por la costera dirección Tecomám. Trayecto aproximado : 8 horas, costo de casetas y gasolina: $964 aprox.  Donde hospedarse: Sólo hay palapas y enramadas para acampar: $30.00-$50.00 por persona, en Nexpa hay cabañas para 8 y 10 personas $500 por noche Administración de los paradores: Maruata (01 200 124 7374/76) La Ticla (01 3133288665)"

Las condiciones de viaje me parecían aceptables y con el poco dinero que tenía me alcanzaría bien para subsistir, además, con tres tarjetas de crédito en la bolsa podría sortear cualquier inconveniente que surgiera en el camino. Eso de playa virgen debe ser una metáfora, sin embargo la metáfora era desconcertante en aquello que la revista decía que Maruata y las playas circunvecinas eran "prácticamente vírgenes". Por otro lado, un cuñado mío que vive en Monterrey me acababa de vender un vehículo Ford Sable modelo 2001 y yo moría de ganas de sentirlo en carretera. Mi actual Chevrolet Corsa Hatchback se lo acababa de regalar a Maricela. En realidad el destino era lo de menos, ansiaba manejar en carretera y escuchar música, abstraerme. Total, el único riesgo sería que Maricela fuese a catequizar a las playas de Michoacán, lo cual es imposible. Además, no haría yo nada malo, y en todo caso sería yo quien tuviera que pedirle cuentas si la veo enseñándole los pecados capitales a los vacacionistas. Por eso lo que buscaba yo era lo que la revista Chilango ofrecía: un destino sin tumultos.

Mandé lavar y aspirar el auto para ver cuánto puede llegar a ensuciarse en el recorrido. Llamó mi atención que las placas que llevaría serían del estado de Nuevo León, así que quien me viese diría que soy un turista de Monterrey. Supongo que la gente, y sobre todo la milicia o la policía, te trata distinto según observa de dónde son tus placas. Si traes placas de Michoacán o de Guerrero te detienen en los retenes de soldados por aquello de que seas narco y puedas transportar drogas o armas; si traes placas del Distrito Federal te detienen nada más para chingarte, por aquello de "Haz patria, mata un chilango", como si los guardianes del orden, o quien sea, quisieran ver cómo te defiendes esbozando argumentos con ese tono cantadito de nuestra manera de hablar que ellos tanto aborrecen; si traes placas de Chiapas te detendrán los soldados y, si alguno de los tripulantes es morenito y bajito, lo pondrán a cantar el Himno Nacional y la segunda estrofa de Cielito Lindo, para verificar que eres un nacional auténtico o si eres un centroamericano que desea cruzar como indocumentado.

Si traes placas de Nuevo León puede que las fuerzas policiales no te hagan nada, pues los regios tienen fama de ordenadillos y previsores, aunque los maleantes podrían suponer que llevas dinero en la bolsa y te deseen asaltar, pero es relativo; podría suceder que con las placas de Nuevo León alguien te quiera hacer la vida imposible, también escudándose en el adagio de "Haz patria, mata un chilango, pero light", pues en México ya varias ciudades se disputan el título de que a sus ciudadanos les digan Chilangos Light, y Monterrey es una dura contendiente, aunque les faltan años luz para ser como nosotros, es fecha que no tienen una librería que se jacte de tener un mínimo surtido, la gente lee mucho menos, las estaciones de radio son una soberana estupidez, todavía hay demasiada censura en los medios y en las artes, se clavan en la materialidad y aun tienen agua potable en los grifos, pueden ir a un cajero electrónico a solas y de noche mientras que su vida todavía vale un poco en las calles. Por los pasos peatonales la gente todavía se mira a los ojos en vez de ver las baldosas en el suelo, con esa inquietud que cada vez se ve menos en el Distrito Federal.

Con el coche listo e impecablemente limpio emprendí, el jueves santo a las ocho de la mañana, mi viaje a la playa Maruata, en la costa michoacana. Según el tiempo estimado por la revista Chilango me esperaba un trayecto de ocho horas. Calculando eso, más lo que me demorara en comer, vendría llegando a las dieciocho horas a más tardar. Me tocaría ver el atardecer y el ocaso del sol tendido en las arenas de aquella playa que se antojaba paradisíaca. Llamé a Maricela a su teléfono móvil para descubrir que lo tenía apagado.

Salí se la Ciudad de México sin saber a dónde diablos se había ido ella a catequizar, y ella tampoco sabría dónde estaría yo. Me sentí libre y ese segundo de libertad me cimbró de pies a cabeza, pues se trataba de una libertad respecto de Maricela, ¿De quién si no? De la mujer que tanto me gustaba y me había dado el sí para casarse conmigo. ¿Por qué esa libertad respecto de lo que más amo me ponía dichoso? No lo sé, tal vez la carretera me ofreciera respuestas.

Dicen que el Zócalo de la Ciudad de México, y de hecho toda la ciudad, es el Corazón de México. El estado de Michoacán tiene otra fama, a él le dicen el Alma de México. Igual sólo se trata de frases bonitas que se les ocurrieron a los publicistas que quieren atraer el turismo, pero puede que la inspiración de éstos tenga algo de razón.

Tomé la carretera a Toluca, luego Atlacomulco, recorrí todo ese tramo del Estado de México en dirección a Morelia, la capital de Michoacán. Obvio, circulé por la carretera de cuota. Puse en el reproductor de discos compactos la nueva producción de The Mars Volta y pisé el acelerador. The Mars Volta es un revoltijo genial de King Crimson, Il Balleto di Bronzo, Led Zeppelín y una que otra raíz latina; su disco "Frances the Mute" es delirante, aunque te lleva a múltiples sitios comunes. Es, a mi juicio, un grupo en extremo sobrevalorado, ello debido a la pobreza musical de la escena del rock, pero ello sólo en cuanto a que se les considere innovadores, por lo demás, los grupos que los influencian ya no suelen hacer lo que hacían antes, así que está bien que The Mars Volta lo haga. La música estridente y mi silencio propio me permitieron ponerme a pensar respecto del escabroso tema de las catequizaciones en manos de gente con necesidades físicas.

Relacionado con el tema de las catequizaciones y los retiros de cualquier índole, siempre me ha sonrojado el hecho de que chicas atractivas vayan a ellos, y no es que piense que una chica buena de nalgas no pueda tener también un buen corazón, sino simplemente que a mí, la verdad, me da muy mala espina que cualquier chica linda y bienintencionada se vaya a enseñar la doctrina de Cristo a pueblitos remotos, probablemente al Estado de Hidalgo, o a Oaxaca, o a Puebla, sobre todo porque quienes dirigen esas expediciones siempre suelen ser sacerdotes que en ocasiones además de estar en plena madurez sexual son apuestos. Y si a ello le agregamos el carácter idílico de que les reviste su figura de autoridad eclesiástica y lo caliente que puede poner a más de una la sotana, yo veo ahí un gran riesgo.

No puedo verlo de otra manera, soy un obsesionado del tiempo y los minutos. En realidad es como una especie de campamento disfrazado de misión divina, como un día de campo al cual van las chicas a las que no dejan salir sin chaperón, y que en este caso sí pueden irse y quedarse en lugares remotos, rodeadas de desconocidos, so pretexto de que van amparadas por una causa noble. A nuestro viaje por Zacatecas y Guanajuato nos acompañaría la madre de Maricela, y sin embargo, a la catequización, donde también habría hombres, no iría.

Lo pienso así porque en las comunidades estarán hablando de Cristo unas cuatro horas al día, cuando mucho, dormirán ocho horas, por decir, entonces quedan doce horas libres en las que el diablo puede susurrarle todo tipo de cosas a los sacerdotes y a las voluntarias, y vaya, yo por muy sacerdote y célibe que fuera notaría que Norma tiene una cintura exquisita, frágil como un carrizo, unas piernas largas y bien formadas que terminan en unas nalgas respingonas, sus pechos me traerían a la mente toda la iconografía de pinturas celestiales y su carita de María Magdalena no podría sino enamorarme, además es una chica buena, fanática, crédula y acrítica como cualquiera que a los veintitrés sigue siendo virgen.

Es probable que mi mente no sea del todo objetiva, que esté demasiado paranoico, pero no es para menos, la historia de mi mejor amigo, Silvio, es una historia que me ha tocado conocer de cerca y me deja sin habla. Él es un tipo normal, bueno, trabajador, se casó con Elvia, una chica muy similar a Maricela. Su fervor religioso los hizo meterse al Opus Dei, y con ello contrajeron distintos compromisos que de una u otra manera traducirían sus creencias religiosas en acciones concretas, sin embargo, de la noche a la mañana Elvia comenzó a quejarse que Silvio le lastimaba la vagina cuando tenían relaciones. Según él me comentaba, está bien dotado en su hombría, chile, palo, basto, verga, cipote, tronco, batuta, palanca de cambios, macana, anguila, pito, pipirrín, miembro, falo, sinuña, gusanito que escupe, mitrozón 500, o como se le llame, pero ella nunca se había quejado de nada.

Lo que son las cosas, llegaron al acuerdo de que sólo tendrían sexo anal. Si bien no dudo que haya algún hombre que sería dichoso de llegar a semejante acuerdo, el timbre de voz con que Silvio me contaba esa intimidad me hacía percibir que él no estaba ni por asomo feliz con aquella rara alternativa. El cortejo simple y la caricia dulce le eran ahora vedados a mi amigo, quien al comenzar a querer a su mujer sabía que todo tenía un único fin de calor y sensación extrema. Su sexo se había tornado, según sus propias palabras, en un ejercicio de lujuria perverso y demoníaco. Me comentaba como la sensación física era para él muy similar a cuando la penetraba vaginalmente, sin embargo, Silvio me comentaba que su mente se transformaba en un demonio que babea de ardor, que mal la penetraba deseaba regarse dentro, que de tener su verga abrazada por el rojizo anillo que formaba el ano de Elvia le motivaba a sentir gusto en el hecho de dañarla, de comportarse como un patán, y él no quería ser un patán. Con semejante acuerdo Elvia había convertido el sexo puro en un juego obsceno.

Las cosas se pusieron feas cuando Elvia salió embarazada. Silvio se volvió loco porque estaba seguro de no haberla penetrado vaginalmente al menos en un año, y ella en vez de discutir el punto se cerró en su religión, lo culpó a él de sospechar de ella, quien se convirtió en una especie de extraña para él. Silvio no me lo dijo claramente, quizá porque le apenaba mucho, pero me dio a entender que su mujer, entre otras tantas excusas absurdas, había sugerido la posibilidad de haber sido embarazada por el espíritu santo, justo como la Virgen María. Tuvieron su niña, nada parecida a él, ni a ella. A partir de ahí Silvio ha vivido en una incertidumbre que lo destruye segundo a segundo. Quiere mucho a la niña, quiere mucho a Elvia, pero sabe que su mujer ya no le pertenece, él cree que ella lo engaña con su religión, yo pienso que la religión no tiene nada que ver, que se trata de un cabrón como cualquiera que supo decir las cosas correctas para que Elvia le entregara las nalgas.

Para mi, que estoy de alguna manera fuera de la situación, las cosas me parecen bastante evidentes: algún religioso o asesor espiritual ha de haber tomado posesión de Elvia, comenzó por apoderarse de su fe, luego de su alma, luego de su culo, y reservó para sí su vagina, luego la embarazó pero es incapaz de decirle que se divorcie porque no quiere vivir con ella, sino sólo dominarla, y desde luego cogérsea. La niña ya tiene tres años, y Silvio tiene que seguir aguantándose el no saber a dónde va su mujer ni qué hace en sus horas de servicio espiritual, ni por qué llega con cara de sentirse sucia y con urgencia de bañarse, y eso es para mí lo más triste, pues supongo que con un peligro y Elvia ni siquiera lo esté disfrutando.

Por eso para mi es un riesgo confiar la mujer a cabrones que están lejos de ser santos pero abanderan sus actos en la divinidad. Mi amigo Silvio es para mi un ejemplo muy triste y cercano de que este mundo es muy culero. Me resulta tan familiar su desgracia que me da temor. Su caso me hubiera podido pasar a mi, y al igual que él, no podría haber hecho nada para evitarlo y estaría igual de jodido, incapaz de dejar a la mujer, permanentemente infeliz. Un terror recorre mi espina al pensar en el caso de mi amigo y ver el resultado de superponer los personajes, cambiando a Elvia por Maricela, y a Silvio por mi. No puedo siquiera imaginar a Maricela llegando con uno de estos abusadores con sotana, que éste le tiente el culo con la mano santa, que la obligue a que se ponga de rodillas y le inste a que le lama los testículos y luego mame la verga con fe, y pensar que ella lo hiciera con un gramo siquiera de gozo me enfurece.

Luego de que establecimos nuestro compromiso matrimonial Maricela y yo hemos sido un poco más arriesgados en nuestras caricias. Ella en veces me roza con su cuerpo el pene y descubre con agrado lo hinchado que se pone. En una ocasión pude incluso lamerle ambos pechos. Se puso tan roja y tan excitada que me quedó claro estar haciéndome de una mujer lo suficientemente apasionada para satisfacerme, de hecho el tema de riesgo ahora parece ser si yo le daré abasto. Yo he tenido sexo, no con ella, obviamente, y siempre me ha parecido que el tema es tan intenso como complicado.

Crucé el límite de los estados de México y Michoacán. Suena raro, pero así lo sentí, al rebasar la línea fronteriza que me da la bienvenida a Michoacán, se respiró un aire distinto; las casas empezaron a tener otro estilo y el campo mismo pareció más relajado, más brutal. Comencé a ver señores con sombreros, verdes pastizales, pequeñas presas al lado de la carretera, y un cielo diferente, como más grande. Eran como las once de la mañana, llevaba buen tiempo para ser jueves santo.

Durante todo el transcurso por el estado de México no me había tocado ver a ningún animal atropellado. En Michoacán era distinto, pues luego de manejar unas cuantas horas ya me había tocado ver, y oler, un par de mofetas atropelladas. Eso me hizo suponer una de dos cosas, o que había una sobrepoblación de zorrillos en Michoacán, o que la población de esas mofetas apestosas era normal pero que éstas eran una de las especies más estúpidas de la fauna mexicana.

Volteaba a la orilla de la carretera y miraba los letreros que incitaban a cuidar de la fauna. Había un letrero con una boa dibujada y abajo decía, PROTÉGEME. Había otro más chusco que tenía dibujado un búho y decía PRECAUCIÓN, CRUCE. "Cruce de búhos" pensé, a la vez que me reía de imaginarme a un búho lo suficientemente idiota para cruzar la carretera a pie, pudiendo volar. Aun estaba riéndome cuando se me atravesó ni más ni menos que un zorrillo. La velocidad a la que iba, la cercanía del conductor que traía a mis espaldas, y el detalle de que en el carril contrario también venía un chorizo de automóviles, volvió inevitable el impacto.

A juzgar por como se embarraron los orines de la mofeta sobre el cofre de mi auto supuse que la colisión tuvo su primer contacto justamente en la vejiga. El olor no es tan apestoso, es decir, no es un olor tan insoportablemente horrible, aunque lo cierto es que es muy fuerte y persistente, y eso es lo que molesta. Una cosa fue clara, al embestir al pobre animalillo éste se apuró de mear antes de morir, con tanta puntería que cayó en algún punto de mi radiador, ventilador, reducto de ventilación o lo que sea que alimenta la entrada del aire antes de que se transforme en la brisa fresca que mi aire acondicionado tan dulcemente me regalaba. Desde ese instante, y hasta que no supiera cómo reparar este daño, tuve que apagar el aire acondicionado y comenzar a apoyarme en las ventanas para poder recibir un poco de aire fresco.

Por las mismas razones por las que no pude frenar, tampoco pude orillarme, así que llegué a la caseta del cobro de la cuota con una mofeta colgando del frente de mi auto. La mirada del personal que trabajaba en la caseta fue en verdad indescriptible. Hacían muecas por el olor, gestos ante un espectáculo grotesco que yo no alcanzaba a ver, y rostros que me acusaban de asesino de mofetas. El reflejo en la defensa cromada de la camioneta que iba frente a mi me daba una ligera perspectiva de que colgaba un afiche bizarro en mi defensa, pues veía reflejada una cabeza reventada en sangre, con un ojo colgando y la lengua jalada.

Cuando bajé el cristal para pagar supe que el olor que portaba en el auto era más poderoso de lo que había pensado. Me orille luego de pagar y los demás paseantes censuraron el hecho de que hubiese despedazado a la mofeta, criticaron que arrancara el animal con un palo y tirara los restos en el basurero. Me daba risa verme en una situación tan inmerecida. Retomé mi camino y avancé con el cofre lleno de sangre, dejando la incógnita si había atropellado a algún animal o algún niño. Vi un nuevo letrero, era la imagen precisamente de una mofeta que debajo decía ¡NO ME DAÑES!. Demasiado tarde.

Llegué a la gasolinera y el chico que ahí laboraba sintió miedo de ese asesino que al parecer yo era. Le pedí que llenara el tanque. Tomé una manguera y, como pude, comencé a verter agua sobre el cofre, al menos para que el olor se disipara un poco y para no ir recorriendo el camino con la imagen de todo un carnicero. Todo ello me retrasó alguna hora.

Apenas iba llegando a Morelia y eran ya las doce del día. Tomé la vía más directa y salí a la carretera que va a Pátzcuaro y luego me desvié como si fuese a Uruapan, por la carretera de cuota. Seguía escuchando discos y ensimismado en mis pensamientos. La verdad la soledad me estaba recalando en el cansancio. Antes de llegar a Uruapan la tierra era roja, los cerros se poblaban de coníferas y el clima era templado. Me sentí muy lejos del Distrito Federal. Cuando me desvié en dirección a Puerto Lázaro Cárdenas eran ya las trece horas.

Avancé y no aparecía la costa. La carretera estaba en muy buenas condiciones, sin embargo, al preguntarle al tipo que despachaba en la primera caseta de cobro rumbo a Lázaro Cárdenas cuanto faltaba para llegar a Lázaro Cárdenas me dijo que se hacían dos horas o dos horas y media. Le pregunté si había un lugar en el cual parar a comer y me dijo que no, que antes de llegar a la tercera caseta, una que está sin funcionar aun, podía virar a la derecha, luego otra vez a la derecha, y que encontraría un pueblito llamado Las Cañas, que ahí podría comer. Mis tripas me recordaban que no había almorzado bien.

Conforme me adentré por la carretera a Lázaro Cárdenas el calor fue haciéndose más y más terrible. Comencé a rodear una presa de dimensiones impresionantes, pues parecía como si estuviese frente a una pequeña bahía. Supe que estaba bordeando la presa de Infiernillo. Me cae que no había nombre más adecuado para aquel lugar, pues el calor me resultaba sofocante. A través de mis gafas Ray Ban miraba el color azul que regalaban las distintas profundidades del agua de la presa. Dentro de la presa había varios islotes que mostraban pigmentaciones de distintos colores ocres y gris, como si los niveles del agua tiñeran de distinta forma las capas de tierra. El espectáculo era maravilloso, pues daba la sensación de inmensidad. El cielo era de un color celeste uniforme.

Por fin llegué a la tercera caseta. Me desvié a la derecha y luego otra vez a la derecha. Puse pie en una pequeña fonda, cuya fachada estaba pintada en un chillante color verde. En la entrada se leía "Comedor Las Cañas". Eran las quince horas. Estaba comenzando a sospechar que la revista Chilango se había permitido la ligereza de dividir el número de kilómetros del camino a Maruata sin considerar ningún posible inconveniente. Si se es realista, uno supondría que debía manejar a la velocidad del sonido para llegar en las ocho horas que ellos recomendaban. Tal vez lo hicieron adrede para que cuando uno descubriera la broma ya no conviniera regresar.

Me senté. La señora que atendía aquel lugar era una Doña típica, con su cuerpo grueso, rebosante de salud, con trenzas, café oscuro su piel, con un vestido de tela sencilla, de mirada viva y nariz algo aguileña, sus zapatos eran de esos con suela de plástico y forro de tela, obviamente sin medias, portando un delantal. Su centro de operaciones definitivamente era la cocina. Antes de ordenar cualquier cosa le pedí el baño. Era un único baño, en la entrada estaba colgada una jaula con un cotorro con aspecto de muy listo adentro. Me imaginé que sería una amenaza entrar al baño y tirarse un pedo, pues el cotorro parecía bastante capaz de remedar el sonido. Dentro del baño había un retrete, pero sin el tanque de agua, tal vez porque no era necesario a falta de agua entubada. En cambio, afuera del baño había un tonel con agua, supongo que de pozo, y una tina, para bajarle.

Regresé y me senté junto a una mesa. La señora, a la que llamaban Doña Petrita, se acercó a tomarme la orden.

-¿Qué tiene de almorzar?- Pregunté.

La doña se me quedó mirando como si fuera yo un ingenuo, y lo era, pues estaba pidiendo un almuerzo a las tres de la tarde. Comenzó a decir –Tengo Nopalitos con chile, tortitas de papa, tortitas de camarón, huevo...

-Ah- repuse para hacer más honda la convicción de ingenuidad frente a la Doña al citar algo que para ella parecía ser imposible de ignorar –Es que estamos en cuaresma, ¿Verdad?

Ella no me contestó dado lo obvio de mi brillante observación.

Yo pregunté -¿Y de carne de res no tiene nada?

-Tengo Cecina...- dijo frunciendo las cejas, para luego soltar la siguiente sentencia que no supe cómo interpretar -...pero Usted sabrá.

Con su "pero Usted sabrá" me estaba advirtiendo que sus guisos de carne de res, comidos en jueves santo, condenan al infierno a quien los coma. Me decidí por los nopales.

En otra mesa estaba una pareja. Él portaba una gorra Rastafari con colores rojo, amarillo mango, negro y verde, propia del movimiento reggae. Llevaba unas rastas en el cabello, que parecía apelmazado de mugre, aunque a la vez parecía limpio. Sus barbas no habían sido rasuradas ni recostadas en mucho tiempo. Su nariz era larga y debajo, en el cartílago que separa una fosa nasal de otra, llevaba una argolla que atravesaba su carne. En la ceja traía otra perforación. Vestía una playera negra y pantalones de mezclilla muy holgados. Su mirada era feroz, y estaba afiebrada, probablemente como fruto de haber fumado marihuana. Sus labios eran anchos, su cara ovalada. En los brazos tenía toda suerte de tatuajes. La chica que lo acompañaba era más bien robusta, considerablemente más limpia que él, con unos pantalones de mezclilla de marca, levantados de la bastilla para quedarle a la mitad de los chamorros, que eran gruesos y fuertes, quedando como pantalones de pescador. Era algo gordita, pero tenía cintura, llevaba una blusa azul y encima una blusa blanca de botones. Su cabello era abundante y rizado, su boca carnosa, su nariz recta, sus ojos eran grandísimos, de un color verde deliciosamente impuro, con cejas pobladas. Ella no llevaba ningún tatuaje o perforación visible, aunque llevaba un tipo de arete en forma de bastoncillo de porrista en la lengua. En el cuello se le marcaba una arruga con mucha distinción. Era poseedora de una belleza extremadamente maternal, todo en ella era abundancia y calidez. Su boca grande sonreía muy dulcemente, sus dientes de en medio estaban algo separados. Ella se regodeaba en el chico y éste parecía no prestarle mucha atención. Para mi era incomprensible que aquella mujer pareciera embobada con aquel sujeto con tan pocas cualidades visibles. "Debe tratarse de algo filosófico o algo así" pensé, pues no concebía esa unión atendiendo a criterios diferentes. Ambos tendrían como veintitrés años.

Una vez que terminé de comer le pregunté a Petrita cuánto faltaba para Lázaro Cárdenas. Me dijo que como una hora y veinte minutos. Le pregunté que a cuánto tiempo quedaba Maruata de Lázaro Cárdenas. Ella sólo alzó los hombros, indicándome que lo ignoraba. Desde la otra mesa se escucho la voz del muchacho que contestaba la pregunta que no le había formulado a él.

-Cuatro horas. A Maruata vas a hacer cuatro horas.

Empecé a pedirles mayores referencias. El chico me dio información, pero todo muy revuelto. Ellos desde luego no eran oriundos de las cañas. Supuse que ellos querían ir hacia allá y que esas señas tan complicadas eran para generar un sentido de urgencia en mi y hacer más fácil que les diera un aventón. Pasó un poco de tiempo antes de que la chica dijera.

-Nosotros vamos para allá. Si te desvías un poco en Lázaro Cárdenas nos podríamos acompañar mutuamente.

Acepté. Ellos llevaban una sola mochila, una muy grande de cierto, la cargaba él. Ambos se miraron con asombro y burla cuando oprimí un botón de mis llaves y la cajuela de mi auto se abrió de forma automática. Prestaron atención en las placas de Nuevo León, luego voltearon a verme. Yo llevaba botas negras, vaqueras, un pantalón de mezclilla Polo, una camisa de mezclilla Guess!, que había comprado en una barata, pero ellos no tenían por qué enterarse de eso. Se hicieron una impresión de mi. "Este Güey es Regio" pensaron. Me preguntaron si era de Monterrey y yo, inexplicablemente, mentí, les dije que sí, quizá por un afán de convencerme a mi mismo que no era yo el que estaba vacacionando solo, sino otro, no yo. Me preguntaron mi nombre y les di el real. Ángel.

Al colocar la maleta en la cajuela no pudieron sino advertir lo ordenadita que estaba mi pequeña maleta, retraída en una esquina de la cajuela vacía a causa de que mi cuñado me acababa de entregar el coche apenas hace unos días. También notaron mi djembé.

Mi djembé es una de esas partes inexplicables de mi vida. El djembé es un pequeño tambor africano que reproduce tres notas básicamente, un bajo, un medio o slap, y un agudo, sin embargo limitar sus alcances sonoros a esas tres notas sería tan absurdo como decir que el ser humano sólo puede expresar veintisiete cosas por sólo contar con veintisiete letras en su alfabeto. En realidad, quienes conocen bien a los djembés afAltagracian que uno de estos tambores puede reprducir una cantidad mayor de sonidos que una batería occidental. El mío era senegalés auténtico, labrado en una pieza en madera de tweneboa, con un diseño autóctono y con una formidable piel de cabra en el área de percusión. Mi djembé era discreto sólo en el tamaño, trece pulgadas de diámetro en su superficie de piel, catorce de aro, y veintitrés pulgadas de alto, sin embargo, su sonido era rudo y profundo, intenso a su manera, romántico como una pantera.

Pero yo no soy músico, soy más bien un tipo que esta pareja catalogaría como un regiomontano burgués, vestido con ropa de marca, comprometido en matrimonio con una lindura impenetrable antes de tiempo, un tipo que asiste a misa y que tiene un buen empleo, con un carro nada deportivo, más bien señorial, entonces, ¿Cómo es que tengo el djembé?.

Sencillo, en la iglesia a la que asistimos Maricela y yo asiste un chico que se llama Rubén, que es artesano y le gustan todas estas cosas de tambores, collares y demás. A él, en su calidad de artesano, le es muy difícil demostrar ingresos. Un día me pidió que le fAltagraciara como aval para poder arrendar una casa para vivir, suponiendo acertadamente que yo soy sujeto de crédito, y yo acepté porque me inspira confianza, así las cosas, él , para poder pagar el importe de la renta, subarrenda la casa a otros de sus amigos. Uno de ellos se dedicaba a tocar el djembé y otros tambores. Este amigo suyo, que es bastante desobligado, dejó de pagarle dos meses de renta. Rubén corrió a ponerme al tanto de que probablemente me llamarían para cobrarme. Yo le insté a que hiciera algo con su amigo, que le embargara algún bien o algo así. Rubén amenazó a su amigo con embargarle el djembé y venderlo para cobrarse la deuda. El amigo de él se cagó de risa en su cara y le dijo que se lo llevara, quizá demasiado seguro de que el djembé era un muy buen djembé y por ende nadie se lo compraría. Rubén hizo lo único que se le ocurrió, y para no ir muy lejos, me ofreció el djembé a mí mismo. Yo, sin pensarlo mucho, y aprovechando que había cerrado un buen negocio, decidí comprárselo sin más, sólo porque era un artículo absolutamente inútil para mi. Sin embargo, poco a poco fui descubriendo que el tambor tenía un sonido muy particular, y comencé a usarlo para relajarme y olvidarme del ajetreo diario. Me metí a internet y ahí hay unos sitios donde pude aprender unos cinco ritmos diferentes. No me interesa aprenderme muchos ritmos, sino tocar los que sé con fuerza y perfección.

Pero bueno. A la pareja le sorprendió ver que traía una maleta insignificante, más otra con un pesado y fuerte tambor. Por cierto, él decía llamarse Brontis, y ella Altagracia, y al parecer eran de Guadalajara.

Desde Las Cañas a Puerto Lázaro Cárdenas Brontis fue mi copiloto. Él hurgó mi caja de discos y los apartó sin mucho interés. Tanto él como Altagracia olían a aceite de sándalo, y uno de ellos, no puedo determinar quién, se lo había untado encima de la mugre que se almacena en el cuerpo luego de un día de no haberse bañado.

Brontis, por sacar tema, me preguntó acerca de mi djembé. Yo comencé a explicarle lo feliz que era tocándolo y la forma en que lo había adquirido. Juro que quise ser humilde al señalar que por razones obvias mi amigo Rubén no era sujeto de crédito y yo sí, reduciendo mis méritos económicos a mera suerte, o sugiriendo, sin estar convencido de ello, que si bien Rubén no era sujeto de crédito para que alguien le rentara una casa, sin duda era más libre que yo. Brontis se enfadó de todas maneras, como si pensara que yo era un mamón presuntuoso, pero en cambio Altagracia, que se veía a leguas que provenía de una mejor cuna, no me censuró el hecho de tener éxito, ella dijo con una voz muy dulce.

-No te sientas mal. El estar jodido no tiene nada qué ver con la libertad. Puedes ser exitoso y libre, o jodido y esclavo. Me da la impresión de que no confundes el sol con una bombilla.

Brontis se retorció, como si Altagracia le hubiese arrojado una discreta pedrada. Sentí que yo y mis opiniones éramos tema para la continuación de una discusión que ellos ya sostenían desde antes. Cruzamos el Río Balsas y vi un letrero que decía BIENVENIDOS A MICHOACÁN. "Pero cuándo salimos de Michoacán, que no me di cuenta", pensé en voz alta. Ninguno de mis acompañantes tomó en serio mi pregunta.

Mal cruzamos el puente del Río Balsas noté que estaban apostados en una caseta de cobro un grupo de personas. Su presencia no era nada amable. Según pude advertir, se trataba de unos trabajadores despedidos desde hacía algún tiempo que alegaban que la empresa NKS no les quería pagar. Eran muchos, en su mayoría con pinta de mineros en paro. La caseta estaba tomada por ellos, quienes cobraban la misma cuota de once pesos que cobraría el permisionario que había edificado la carretera, pero estos once pesos se los embolsarían ellos y no darían a cambio ningún comprobante. Yo vine a descubrir cómo estaba la cosa por un ligero roce que tuve con ellos.

En primer lugar, supuse que se trataba de una cooperación voluntaria, así que cuando le extendí al supuesto ex minero la moneda de diez pesos, de inmediato se apresuró a aclararme ciertas cosas:

-Falta un peso.

-¿Perdón?

-¡Que falta un peso!- dijo alzando la voz y mirando a varios de sus compañeros, quienes se comenzaron a agrupar alrededor del auto, sin duda para intimidarme. El tipo con la tabla con clavos se quedó en su lugar, quizá para tirar la tabla poncha llantas en caso de que yo quisiese huir sin pagarles los once pesos.

-Que no es voluntario.

-No. Es una cooperación fija.

-¿Y se puede saber con qué estoy cooperando?

-Somos trabajadores despedidos injustamente y pedimos este apoyo hasta en tanto la empresa nos pague los sueldos caídos.

-¿Y cuándo te paguen nos vas a regresar nuestro dinero?

No me contestó. Le dijo a sus compinches que no me dejaran pasar.

-Espérate- aclaré –Ten tu peso. Sólo quiero saber. A mi también me cuesta ganar el dinero. Sólo preguntaba.

-Ya vete a chingar a tu madre.

Arrancamos. Uno de aquellos miserables le dio con un tubo a uno de mis reflectores traseros. Maldije mi testarudez, pues aquel peso regateado me costaría cerca de dos mil cuatrocientos pesos, que sería el precio de reponer el reflector. Yo estaba indignado. ¿Que eran trabajadores? Yo vi puro cabrón güevón. Con razón no avanzan. ¿Acaso no podían esperar el fallo de las autoridades trabajando? Digo, en vez de estar asaltando a toda la gente. A mi mente vinieron las fantasías militares más simplonas, de esas en las que le vuelo la cabeza con una bazooka al cabrón que me exigía el peso adicional, y con otro disparo le vuelo los testículos al de la tabla con clavos, mientras que al hijo de puta del tubo lo mataría a punta de piquetes de hormiga. Este incidente me hizo, sin embargo, pensar en lo absurdo de mi burguesía. Hice un berrinche, pero siento que fue constructivo. Redimensioné el sentido de triunfo en cualquier discusión. En un país como este, plagado de injusticias, es menester no preocuparse por sutilezas y procurar que todos salgan adelante. En el fondo agradecí el desplante del ex minero.

Altagracia me recordó que teníamos que desviarnos a Puerto Lázaro Cárdenas. Yo cumplí mi palabra. Ella quería comprar unas sandalias, y yo quería pasar por un taller eléctrico para revisar que las luces del faro golpeado funcionaran. Eran ya las cinco y media de la tarde. Habían transcurrido nueve horas y media desde que salí de mi cochera, la revista Chilango había prometido que estaría rascándome la panza en la playa en ocho horas. Era, obviamente, mentira.

Afortunadamente frente al tianguis en donde vendían las sandalias había un taller mecánico y eléctrico. Me revisaron el foco de la vista trasera y me colocaron uno nuevo. El sol estaba muy fuerte pese a que las peores horas deberían haber pasado ya. Nos adentramos al tianguis e Altagracia se compró un par de huaraches de piel que se le veían muy bonitos. Las uñas de sus pies estaban pintadas al estilo francés con un tono rosa, su empeine y sus dedos daban señas de una mujer que oscilaba entre un peso y otro, sin embargo, dudo que algún día haya estado verdaderamente delgada, aunque viéndolo bien, delgada perdería toda esa gracia que ahora tiene. Delgada se vería tosca, con su actual peso se veía voluptuosa.

A mi paso por el tianguis sentí que la gente me miraba con curiosidad, pues esra obvio que yo era fuereño, de hecho todos vestían ropa mucho más fresca que la que yo portaba, y el colmo venían a ser mis botas, que si bien son inusuales en el Distrito Federal, acá lo eran aun más por el calor que puede llegar a encerrarse en ellas. Descubrí que había olvidado echar en la maleta cualquier sandalia de piel o calzado más apropiado para la playa. Me compré unos huaraches bastante autóctonos, de esos con suela de llanta. Eran nada más para sobrevivir.

Altagracia tuvo un gesto que me hizo sentir muy inquieto. Me dijo.

-Esa cara que tienes se va a quemar muy feo con el sol. ¿No traes gorra?-

-Odio las gorras-

-¿Sombrero?-

-No tengo.

-Eso no es posible Vaquero. Debes de tenerlo. Te va.

-Tendría que comprar uno.

-Mira, precisamente allá venden unos.

Nos acercamos a una sombrerería y ella me hizo comprar un sombrero bastante caro tejido en cerdas de algún tipo de vegetal seco, en un color café ámbar y uno que otro destello rojo, como si se hubiese chisporroteado sangre en el sombrero. El sombrero me ajustaba muy bien en la cabeza, me daba sombra y, sorprendentemente, hacía un juego de ventilación muy interesante que refrigeraba mi cerebro.

Una vez que me lo puse Altagracia remató.

-Te vez muy atractivo Vaquero.

Me puso nervioso porque su voz y su presencia en general me parecía muy sensual, con todo y que era lo opuesto a mi gusto personal, que eran las chicas delgadas. De paso me inventó un apodo. Si a las siete de la mañana me hubieran apostado que al cierre del día contaría yo con un apodo auténtico yo hubiese apostado diez a uno a que no, pues era algo absolutamente improbable, sin embargo, eran las seis de la tarde y yo no era ya Miguel Ángel, sino un tipo mejor conocido como Vaquero. Un orgullo muy extraño se apoderó de mí por ese simple detalle de tener un apodo. Nunca en la vida había tenido yo apodos, ya sea porque nunca fui singular, o porque mi gente de confianza no acostumbraba ponerlos, en fin, sin embargo, granjearme un apodo a mis veintisiete años, con toda esa aceptación y confianza que un apodo generoso tiene, y sobre todo que no era un sobrenombre ofensivo, me hacía sentir feliz.

Tomamos la carretera a Playa Azul y antes de llegar a dicho lugar nos desviamos en un entronque que da a Manzanillo. Era el kilómetro cero, y Maruata estaba todavía a ciento cincuenta kilómetros. Si bien habíamos salido de Puerto Lázaro Cárdenas a las seis de la tarde, el llegar al entronque nos llevó media hora con todo y que quedaba sólo a unos diecisiete kilómetros, pues hay un tráfico intenso de gente que no sabe manejar, si a ello agregamos a uno que otro perro suicida, y sobre todo, los reductores de velocidad con diseños realmente salvajes ubicados a casi cada setecientos metros, podemos hablar de un camino muy tedioso.

El sol comenzaba a caer. Sentí alegría de saber que ya de perdido estábamos bordeando el mar. El cielo comenzó a adquirir tonalidades azules y anaranjadas, el sol lucía fuerte y voraz. El azul del mar era bellísimo. Fue poco el tiempo que pudimos avanzar con luz del sol.

La música pareció tender un puente entre Altagracia y yo. Durante el trayecto de los primeros cincuenta kilómetros, es decir, desde el entronque hasta un poblado que se llama Caleta de Campos, en el reproductor de discos compactos sonaba el disco número dos de grandeSéxitos, de Fratta. Durante ese trayecto Brontis se fue al asiento de atrás a dormir un poco, y como copiloto iba Altagracia, quien sin mucho prejuicio trepó sus pies en el tablero del coche, dejando a mi vista sus pies, que eran como un par de enanos gráciles que bailaban fascinados. A mi me gusta recorrer carreteras escuchando Fratta, y esta carretera en particular, algo sinuosa, con mar a un lado, con sol en ocaso, con olor a selva tropical, era definitivamente ideal para recorrerse oyendo esa música. Yo comenté:

-Sabes, cuando uno va manejando por carretera no se necesita, en realidad, música; lo que se necesita es una banda sonora para el recorrido.

-Estoy de acuerdo. ¿Quién es ese cantante?

-Es Fratta...

-Tiene un timbre muy particular de voz.

-A algunos no les gusta. Pero si te acostumbras a...

-No lo digo porque no me guste. Me gusta. Pero al principio no sabía si se trataba de un hombre o de una mujer.

-¿No lo distinguías?

-Si. Sólo que el timbre de voz es de hombre, pero la sensibilidad es de mujer.

-Para mi eso es genial. Escucha lo que va a decir justo ahora –y canté- "No quiero rosas sobre mi cuerpo, sólo quiero tierra fresca donde me siembren".

-Es bonito.

-A mi me encanta.

-¿Esta es su foto?- preguntó Altagracia encendiendo una lamparilla.

-Si.

-Es como la evolución pokemón del vocalista de Café Tacvba.

-Muy evolución pokemón, diría yo. Se parece también a John Waters cuando se corta el bigotillo de manera finita. Mira, presta atención en esta canción, se llama Angustiado Tiempo. Siento que sólo puede escribirse esa canción si se vive en el Distrito Federal.

Comencé a cantarla con todo el sentimiento que esa canción me produce, moviendo la cabeza de un extremo a otro al rezar la letra, con los ojos humedecidos a cada instante que cualquiera de sus palabras me tocara un recuerdo de mi ciudad, de los sueños que he tenido en ella, de los pocos que se han cumplido, de los muchos que se han roto, de la fe que no decae.

Angustiado tiempo dame claridad para mirar

Todos estos muertos en mi corazón

Y no llorar

Tengo el alma llena

Tengo llena el alma.

Angustiado tiempo dame la razón para soñar

Algo más de viento para respirar, y no dejar

Todo este calor, color, sudor, terror y la humedad

De mi piel cansada de la suciedad de mi ciudad

Estaríamos todos para ver el sol caer en mi

Estaríamos todos para ver el sol

Angustiado tiempo duerme mi razón para soñar.

Estaríamos todos para ver el sol caer en mi, caer en ti.

Angustiado tiempo duerme mi razón para soñar.

Estaríamos todos para ver el sol caer en mi, caer de amor.

Caer en ti.

-Eres un misterio Vaquero. Se me hace muy raro que un chico como tú estés camino a Maruata, solo, sin compañía alguna.

-No conozco Maruata, no podría decirte que tiene de particular este viaje. Además me llama la atención que digas "un chico como tú". Explícame, ¿Cómo es un chico como yo?. Me muero de curiosidad de saber como me ve a mi una chica como tu.

-No se. Tu carro es un carro muy serio. Luego traes placas de Nuevo León, pero hablas un poco como en el Distrito Federal. Vistes botas siendo que vas a la playa. Tu ropa es de marca. Pareces como muy integrado al sistema económico. Solo porque no te veo el anillo, si no diría que estás casado. Esa es tu parte fea. Pero llevas un djembé en la cajuela y dices que te gusta tocarlo, la música que traes es muy especial, toda, no he escuchado nada mediocre en tus bocinas, eso habla de tu gusto más personal. Veo como cantas las canciones de Fratta y pienso que estás muy identificado con su música y con esa sensibilidad de que te hablo. Vi que no te fue indiferente que te dijera hace un rato que te veías muy atractivo. Te pusiste rojo. Eres un misterio. Me da la impresión que no has hecho más cosas porque no te has colocado en el camino y compañía correcta, pero que tu potencial da para muchas cosas.

-¿Y eso que tiene que ver con Maruata?

-Todo. Tal vez Maruata sea un sitio ideal para ti.

-Altagracia!- se escuchó desde el asiento trasero –Te necesito.

Altagracia volteó a verme y me dijo –¿Te molesta si Brontis y yo nos queremos un poquito allí atrás mientras manejas?

Yo haciéndome el de mente abierta le contesté que desde luego no habría ningún problema.

Altagracia se pasó para atrás por el espacio que hay entre los dos asientos delanteros, y en su maniobra me movió un poco el espejo retrovisor. En la posición que quedó el espejo pude ver hacia el asiento trasero. El espejo apuntaba justo en dirección de la verga de Brontis, misma que estaba ya fuera del pantalón y con una erección sorprendente. De inmediato, mi cuerpo comenzó a vaporizar del todo, una ráfaga de sangre pareció inundar las venas de mi cabeza y mi respiración se hizo pesada. Sólo había visto la verga de Brontis, pero sabía que Altagracia haría algo muy interesante con dicha pieza. Había yo tenido sexo, un sexo muy regular supongo. Durante algún tiempo estuve jodiéndome a una prima menor que yo que me había amenazado de entregarse a cualquiera si no la poseía yo, también había disfrutado del cuerpo de tres novias que había tenido, siempre en un ambiente marcado por el recato, y ahora, estaba en el mismo auto, en mi auto, con una pareja que no tenía escrúpulo ni vergüenza alguna, que podrían hacer el amor en mis narices en un exhibicionismo pleno. ¿Qué hacía que esta chica medianamente elegante sucumbiera a un chasquido de dedos de este zarrapastroso? No lo sé, tal vez el poder de esa verga que vi, pero era más pequeña que la mía.

Escuché cómo se besaban a mis espaldas, era un sonido de una mutua y frenética sofocación. En el espejillo veía la mano de ella empuñando el pene de Brontis, rozándolo apenas con los dedos, haciéndolo temblar como la aguja festiva de un metrónomo, para luego sujetarlo en el puño y agitarlo de arriba a abajo. Era para mi evidente que aquel sube y baja de la mano le producía a él gran placer, y a ella una caricia pasiva muy intensa en la palma de la mano. En el aparato de sonido de mi auto se escuchaba Dentro de tu Cuerpo de Fratta. Le subí al volumen.

Por el retrovisor pude ver como Altagracia acercó su cara al pene de Brontis. A cincuenta centímetros de la verga era todavía su cara la de una chica divertida, no comprometida con la situación; a los cuarenta centímetros ella sonreía como puede a uno sonreírle una desconocida en la calle, a los treinta comenzó a ser consciente de lo que iba a hacer, a los veinte centímetros no había cambio alguno, a los diez centímetros ella sonrió complacida, pero al estar a cinco centímetros de aquel miembro su cara se desfiguró por completo, una aureola de hambre le rodeó los ojos, a los cinco centímetros ella ya tenía aquella verga en la boca sin siquiera haberla engullido, a los cinco centímetros ya no había farsa alguna, ni temblor, ni duda, su cara pasó de la ligereza a la densidad, como la metamorfosis que se suscita en el rostro de una perra cuando le acercas al hocico un bistec y finge estar simplemente contenta, pero que a cinco centímetros del bistec le absorbe un sentido de avaricia, codicia y lujuria oral, que vuelve peligroso interponerse entre su bocado y sus colmillos. Abrió la boca y de manera inevitable rodó una gota cristalina de saliva que daba razón de su antojo.

Altagracia abrió su boca lo más que pudo y cubrió con ella el particular pene de Brontis, como si quisiera meterlo hasta su garganta cuidando de que ninguna pared interna de sus mejillas, o su lengua o paladar, tocara aquel moreno cilindro de carne, tal como si estuviese jugando con uno de esos muebles científicos en los que uno debe evitar el contacto de dos superficies so riesgo de que suene una chicharra. Una vez que tuvo bien dentro de su boca el pene, cerró sobre éste esa trampa caliente que era su boca, y Brontis, como si fuera dueño corporal de un pececillo que cae prisionero en las faldas mortales de una medusa, tembló. Altagracia mantuvo el pene prisionero por unos segundos, sin hacer nada más, como si sólo le preocupara que el pene supiera dentro de qué estaba, que sintiera el calor, la humedad, la asfixia. Luego de eso ella comenzó a mover su boca de arriba hacia abajo con el ritmo de unas caderas, mojando aquella verga prieta, volviéndola brillante, mojada, más dura que antes.

Brontis echó la cabeza sobre el respaldo del asiento y dejó que Altagracia hiciera aquella tarea que parecía conocer muy bien. Mi propia verga estaba hinchadísima de la envidia, pero estaba prisionera de mis pantalones. Para mi fue muy difícil controlar el auto dado que todo mi interés estaba puesto en ver cómo hacía Altagracia su trabajo. Reduje la velocidad hasta parecer un caracol. Aquello que ella estaba haciendo me parecía nuevo. Si bien ninguna de mis novias me practicó el sexo oral y la única experiencia que tenía al respecto era la boca de mi prima mordiéndome el miembro, debía reconocer que aquello que mi prima había hecho no era en sí una mamada en forma, no como ésta al menos, sino que mi primita simplemente se había echado a la boca mi trozo, más como requisito sexual que como práctica gustosa. Descubrí, sólo de ver hacer a Altagracia, que a algunas mujeres les gustaba mamar por el gusto de su boca y no tanto por el gusto que producen en su compañero, es decir, había visto buenas mamadas en una que otra película pornográfica que había visto, pero siempre me quedaba la duda de si las mujeres intentarían esa práctica sin el entusiasmo de un pago, es decir, por el mero gusto.

Cuando las manos de Altagracia participaron más activamente en la mamada el pobre de Brontis se retorció como si estuviese desollado y le hubiesen vertido encima una tina de jugo de limón. Los dedos índice y pulgar de la mano derecha de Altagracia eran un arillo de placer que estimulaba el semen a correr, impulsando ráfagas de gozo desde abajo hacia la punta. Por el espejo sólo alcanzaba a ver cierto brillo vibrante en el glande de Brontis, era el arete de bastoncillo que Altagracia llevaba en la lengua, mismo que movía con mucha habilidad para producir vibraciones en la hinchada verga de Brontis.

La labor de Altagracia arreció, la mano comenzó a agitarse más veloz cada vez y su boca engullía la verga de Brontis con más voracidad que antes, babeando, dejando espuma de saliva a cada bocado, regando líquido por todas partes, como si Brontis se hubiese regado ya en la garganta de Altagracia.

Fue entonces que Fratta, cual si fuese flautista de Hamelin de la semilla de Brontis, terminaba en su disco la canción Llorando Arroz diciendo "...porque llevas en la piel, mi sabor", y tal como si aquella estrofa fuese una orden para Brontis, éste comenzó a manar su blanca leche en la boca de Altagracia quien al contacto de la primera gota en su paladar se abalanzó con ferocidad sobre el indefenso pene, seguramente con intención de no dejar escapar ni una sola gota de semen. La rudeza de las mamadas que Altagracia le prodigaba al miembro de Brontis se hicieron más tenues, pero no por ello menos decididas. Si antes mamaba, ahora aspiraba. Sus manos rodeando el tronco de la verga de Brontis temblaban como las de un asesino que lleno de emocionante adrenalina estrangula a un semejante y sabe que, pese al calor que todavía despide el cuerpo ajeno, éste está ya en terrenos de la muerte. Primero el forcejeo, un ser intentando zafarse, el otro asiéndole con fuerza en una lucha que gana el placer, para al final dejar en claro que en este tipo de historias siempre hay una ganadora. El pene, exangüe, cayó abatido; Altagracia no lo había matado, sólo había extraído lo mejor de él.

El olor dentro del auto era muy sensual, a sudor y sal, a carne. Si me hubiesen preguntado apenas ayer si este tipo de olor me sería atractivo, o si lo quería dentro de mi recién adquirido auto, diría rotundamente que no, que sería algo asqueroso, pero era evidente que en estas pocas horas de viaje me correspondía aprender muchas cosas. De hecho, si hubiera tenido más confianza, le hubiera rogado a Altagracia, o incluso a Brontis, que me dejaran olerles el sexo, olerles la mata de cabello que rodea sus genitales, olerle a Altagracia la boca, detrás de sus orejas, en la nuca, oler los aceitosos labios de su coño distante de la acción pero partícipe del placer.

Fratta seguía cantando en mi reproductor de discos compactos. Detrás de mí se escuchaba el sonido laxo de respiraciones profundas, meditativas en su propio gozo. Nadie quería romper el silencio porque el silencio estaba bien. El silencio duró veintiún minutos con cinco segundos, circunstancia que puedo afirmar tan metódicamente porque es lo que duran los cortes diez al catorce del disco uno de GrandeSéxitos de Fratta, tomando en cuenta que siempre adelanto el corte doce porque no me agrada la versión de Tengo unos Monstruos que se incluyó en esta recopilación. Y digo que duró el silencio porque siguió el corte quince, Música del Azar, que inevitablemente canto, y más si voy en carretera a la playa. Me fascina cuando canta "Descubro en mí, la sonrisa del animal. La ruta al fin, nos conduce hasta el alba". El silencio se rompió porque yo canté, o debo decir, les canté a mi par de huéspedes.

Brontis se pasó para el asiento del copiloto y sugirió:

-Ya es muy tarde. Sugiero nos quedemos en Barra de Nexpa.

Efectivamente era tarde, tal vez no por la hora, pues eran las nueve de la noche, pero sí por la oscuridad y por mi cansancio. El tiempo había pasado muy lento porque conforme la noche invadía la carretera ésta se iba haciendo más incierta. Había vaquillas y chivos en los alrededores, además de uno que otro burro. A partir de un poblado que se llama Tizupan la carretera se había radicalizado en cuanto a sus curvas, que eran cada vez más cerradas. Me volví a repetir a mis adentros que era sencillamente imposible llegar a Maruata en ocho horas desde el Distrito Federal.

Con los ojos cansados vi a lo lejos, sobre la carretera, a unos cabrones con máscaras de diablos y brujas, y a ambos lados de la carretera sostenían una soga que en medio tenía un pañuelillo rojo. La idea es que teníamos que pararnos. Su estancia se alumbraba con unos botes que desprendían fuego. Supuse que el alejarme del Distrito no me salvaría de un asalto rapidito. Le pregunté a Brontis.

-¿Y estos qué?

-Piden dinero amablemente.

-¿Bajo qué pretexto?

-¡Qué importa! Por favor no discutas con ellos, estamos bien lejos de cualquier ser humano.

Era cierto. Había intentado contar los autos que se habían topado con nosotros y debo admitir que desde Caleta de Campos hasta donde estábamos sólo habían cruzado camino con nosotros dieciséis autos, y trece de ellos lo habían hecho en los primeros quince kilómetros. Llegué hasta donde estaban los falsos demonios.

-Buenas noches.

-Para el Judas- exigió un cabrón con máscara de simio.

-Toma- le extendí una moneda de veinte. El resto de adefesios hurgaban con la vista al interior del auto, para ver si llevábamos cervezas o algo más que nos pudieran quitar. Lo único que vieron fue el cuerpo voluptuoso y recostado de Altagracia.

-Está muy bonita tu amiga, no nos las enseñas...

Aceleré dejándoles atrás. No tenía por qué seguir escuchándolos.

Brontis aclaró –Nunca son groseros. Estos han de ser nuevos y te han de haber querido hacer sentir mal.

Sin duda querían molestar, pues uno de los sujetos había arrojado sobre el asfalto unos alambritos para poncharme las llantas. Mis llantas eran de esas que no se ponchan, sin embargo fueron varios las púas que me pusieron en el camino y kilómetros más adelante pude sentir que la llanta frontal derecha estaba sensiblemente baja.

Nos orillamos en un milagroso hueco que había del lado del carril contrario, pues es imposible imaginar un acotamiento formal en esta carretera angosta y sinuosa. Cambiamos la llanta entre Brontis y yo mientras Altagracia se bajaba del auto y se ponía a admirar el cielo. Se desilusionó al ver que había demasiada bruma, a manera que no se podía ver la inmensidad del mar, sino una densa niebla, y el cielo estaba con muchas nubes, al grado que la luna estaba oculta gran parte del tiempo. Yo sólo veía la silueta oscura de Altagracia y el mar brillante a sus espaldas. Ella disfrutaba viéndonos trabajar. Llegamos a Barra de Nexpa a las diez de la noche.

En realidad pude haberme tardado mucho menos, pero habían surgido tantos imprevistos que las cosas eran como eran. Pregunté si había cabañas en Barra de Nexpa y Brontis, que era quien conocía los alrededores me comentó que había unas cuantas, pero que sin duda estaban ocupadas. Yo decidí que preguntáramos. En efecto, todo estaba repleto.

-Así va a estar todo. ¿No me digas que no traes casa en donde quedarte, que dependes de que alguien te rente una cabaña?

-Si -La pareja se rió de mi.

-Has sido muy amable Vaquero. ¿Por qué no te quedas con nosotros, en nuestra tienda?

Volteé a ver a Brontis, que era quien se quejaría de esta intromisión. Él sonreía, como si estuviera muy de acuerdo.

Metí el auto por una brecha y lo detuve cuando ya se veía la playa y en medida que supuse que el coche no se atascara, que era lo único que me faltaba. Bajamos las cosas, su maletota, mi maletilla, mi djembé. Brontis se encargó de montar la tienda y me preguntó si llevaba algún tipo de cobija o cobertor. Le dije que no. Hizo una mueca y sólo esbozó "Aquí hace frío en la noche". Yo era todo un principiante en materia de campamentos en la playa. No llevaba tienda, no llevaba cobija.

Brontis llevaba una bolsa de dormir tamaño matrimonial, lo cual era un artículo que yo no había visto antes. Había algunos grupos de personas en la playa, algunos habían encendido fogatas y otros sencillamente se disponían a dormir. Barra de Nexpa es una playa que tiene fama por sus olas ideales para practicar el surf, de noche esto no es posible, y si lo es no es algo que yo no intentaría, aunque tampoco intentaría treparme a una tabla para deslizarme a pleno mediodía. Lo cierto es que el tronar de las olas es muy vigoroso, como si miles de djembés sonaran al unísono en ritmos delirantes. Imagino la cantidad de peso que irrumpe noche tras noche en estas arenas y siento pulsar la fuerza del mar en mi interior.

Yo no me adherí a ningún grupo, más bien caminé hasta muy lejos para poder tocar un rato el djembé, que representaba para mi una actividad reconfortante luego de estar todo el día manejando y sujetando el volante. Me coloqué en una apartada duna de arena y me acomodé para tocar el djembé. Es sorprendente notar, ya que uno se adentra en los misterios de este tambor, que todo el mundo se apresura a intentar dominar ritmos cuando la lección primordial, la más bendita, es cómo sentarte con tu djembé, cómo acomodarlo para que los brazos golpeen con el peso correcto, para no montarlo como si fuese un caballo de madera, para que la resonancia sea la adecuada.

Me senté y comencé a tocar el ritmo que más me gusta que, según entendí, se llama Senegal, como el país. Los pasos son simples, quitarme las pulseras que lleve y el reloj, anillos igual van fuera, y comenzar a golpear. Comienzo lento, para que las manos entren en calor, luego voy apresurando el ritmo, para después intercalar el ritmo con los solos que se me vengan a las manos, que no a la mente ni a la cabeza. Así estuve cerca de una hora, golpeando el tambor sin ver mis manos, dejándolas hacer, permitiendo que éstas demuestren lo mucho y lo a ciegas que conocen el mágico círculo de cuero y pronuncien los encantamientos que cada golpe encierra. Lo que me gusta del djembé es que cuando lo toco no pienso en nada, sino que me sumerjo en el sonido y busco la resonancia que cada golpe tiene en mi propio cuerpo, al grado que me gustaría separarme en dos para que una parte de mí tocara el djembé y la otra bailara en un ritual inexistente que se inventa y extingue a cada golpe de tambor. Poco a poco las manos se me convierten en las de un gorila negro, se me ponen callosas y fuertes, la piel me duele pero es un dolor que disfruto, como si las colocara palmas arriba en una furiosa cascada, como si diera de nalgadas a una yegua, como si las yemas de los dedos pulsaran a un ritmo distinto que el corazón.

El mar no tiene errores de ritmo, su ritmo es perfecto. El mar y mis manos formaron un ensamble de tambores en el que yo era, sin duda, el más neófito, el principiante, el más inexperto, mientras el mar, poderoso ejecutante, sonaba los cueros de la arena con un frenesí inhumano, él abstraído, yo aprendiéndole cosas. Le miraba fijamente y le marcaba mi ritmo, y el mar ejecutaba un solo interminable. A lo lejos, sobre la arena, bajo la luz de la luna, envuelta en una aureola mágica de un pescador de almas, se acercaba la oscura silueta de una mujer. Supuse que era Altagracia, aunque ya no llevaba pantalones, sino una falda y un pareo. Sé que se escucha muy arrogante, pero si me preguntan quién es mi maestro de djembé, contestaría subjetivamente que el mar, total, lo bien que él enseña no tiene nada que ver con lo mal que yo aprendo.

Estaba yo bastante lejos de cualquier fogata, en una de ellas un tipo traía otro djembé, y yo, lejos de pretender unírmele en un ejercicio de protagonismo, decidí alejarme a tocar mi tambor bien lejos, unos cien pasos más allá del último paso en que alcanzaba a escuchar con claridad el otro djembé. Supuse que si yo no lo escuchaba él no me escucharía a mi. La silueta se fue haciendo más notoria conforme se acercaba. Era Altagracia, en efecto.

-Hola Vaquero.

-Hola Altagracia. ¿Y Brontis?

-Ya sabes, se unió a una fogata para que le obsequiaran una cervezas.

-¿Y tú por qué no te les uniste también?

-Lo hice, pero fundamentalmente decían puras estupideces. Preferí venirme para acá. Claro que si te incomoda me regreso...

-No, de ninguna manera, qué bueno que vienes.

-Tocas mucho mejor que el chico de allá. Él tiene definitivamente más imagen, trae rastas, una hebilla del cinto con forma de una hoja de marihuana y esas cosas, pero siento que tiene que compensar con moda su falta de talento para pegarle al tambor.

-Agradezco el cumplido.

-¿Te molesta si bailo mientras tocas?

-En lo absoluto. Pero te advierto que me podrían venir ganas de verte, y no quisiera incomodarte.

-¿Siempre eres tan propio?

-No veo razones para no serlo. Además te respeto.

-"Además te respeto"- me remedó- Eres muy lindo con todo y lo raro que eres. Toca Vaquero. Primero te veo y luego, si la música me llama, bailo.

Comencé a tocar sin ningún tipo de pánico escénico frente a la mirada de escrutinio de Altagracia. Yo azotaba el djembé y éste escupía tonos graves que necesariamente golpeaban el abdomen, mientras que los eslaps, que yo por amor al idioma llamo nalgadas, despeinan los cabellos del corazón, mientras que los agudos se clavan en la garganta y en el entrecejo, según provengan de la mano izquierda o derecha. En su conjunto el ritmo comenzó a alterar las caderas de Altagracia, quien pasó de mover sólo la cabeza a mover todo el tórax y pecho. Me miraba con cierta admiración. Yo me convertí en un simple ejecutante de djembé, el más humilde de todos, dejando que el tambor se posesionara de mi, dejando que el sonido mismo fuese más importante que yo y, desprendiendo mi espíritu de mi cuerpo, me fui a bailar junto a Altagracia de manera etérea.

Ella percibió la repentina compañía de mi espíritu, pues comenzó a moverse con más vigor y más cadencia. Comenzó ella a sudar y a expedir con ello un aroma de almizcle que me embriagó por completo. Sus pies se hundían en la arena y la falda se le corría a los lados, dejando al descubierto sus voluminosas piernas que temblaban al golpear el suelo, activando cada músculo, marcándose cada uno de ellos con esa firmeza y peso que tenían, con la dureza de la carne y el temblor de la grasa que hacía de aquel par de piernas algo real y asequible. Sus nalgas parecían ondular más redondas que nunca mientras bailaban. El abdomen de Altagracia, que estaba descubierto, temblaba como si sufriera espasmos, como si tuviera contracciones de parto en una danza tremendamente creativa. Sus pechos enormes botaban en el aire y dejaban en claro su volumen y su gravedad, subiendo y bajando redondos. Eventualmente abría los ojos y me miraba. Su boca estaba abierta en todo momento.

Eso era lo que cualquiera podía ver, pero lo interesante era lo invisible. Cada rebote de sus nalgas tenía que ver con mi sexo, le invitaba a un carnaval instantáneo. Mi espina dorsal estaba encendida y al tocar el tambor mi pelvis bombeaba hacia la nada involuntariamente, como si penetrara todas las hembras del mundo, y Altagracia era todas las mujeres del mundo para mí. Cada golpe al tambor era como si azotara mi palma en las nalgas de la bailarina y éstas vibraran hechas sonido. Estaba excitadísimo. No supe ni como el ritmo fue acelerándose hasta llegar a un frenesí absoluto. En un momento preciso superé al mar y éste arremetió con una ola ensordecedora que acabó con mi ejercicio de tajo. La ola reventó en un tono grave lleno de fuerza, yo clavé dos tonos abiertos o graves en el centro del tambor y Altagracia se derrumbó sobre la arena. Era como si estuviésemos penetrando a Altagracia el Mar y yo, él por el culo y yo por delante, o al revés, pero que en ese instante sufriéramos un orgasmo simultáneo los tres, quedando con nuestra mente en blanco. Nos repusimos hasta después, no sabría decir cuanto tiempo después, pues sentí que dormimos sin querer. Yo metí el djembé en su funda y Altagracia se sacudió la arena de sus ropas. Nos dirigimos simplemente una sonrisa y emprendimos el regreso. A ambos nos temblaban los labios y sabíamos que habíamos tenido una experiencia de éxtasis que, pese al nulo contacto entre nosotros, había sido poderosamente sexual. Yo llevaba mi pene con una erección que no cedería hasta la mañana siguiente, y podría jurar que los labios de la vulva de Altagracia estaban hinchados y plenamente aceitados por su propio néctar.

Nos metimos a la tienda. Dentro de la bolsa de dormir ya estaba acostado Brontis. Probablemente muy ebrio. Altagracia se desnudó y se metió rápidamente en la bolsa. Quedaría en medio de nosotros. Yo me metí vestido con mi pantalón y camisa, ambos de mezclilla. Una vez que estuvimos dentro los tres, cerré el cierre de la bolsa. La brisa del mar entraba por una ventana. La bolsa era un saco donde convivían tres aromas muy particulares. Estaba Brontis, quien al parecer estaba enemistado con el concepto desodorante, oliendo a un sudor matizado por el aroma de las cervezas que había tomado minutos antes. En medio estaba Altagracia, oliendo a aceite de sándalo y a sí misma, expeliendo feromonas con tanta intensidad que no me sorprendería asomarme a la ventana y notar hombres merodeando nuestra tienda con sus penes de fuera y con sus hocicos babeando, tal era la invitación al placer gratuito que ella emanaba. Y del otro extremo estaba yo, vestido y oliendo a los últimos minutos de efectividad de mi desodorante y a un lejano matiz de la fragancia Visit, de Drakkar, que huele al incienso y copal que queman en las catedrales, adicionado con algunas maderas que componen una combinación que podría definirse como el olor de un confesionario de madera que ha sido utilizado para hacer el amor.

Era irónico suponer que Altagracia y yo dormiríamos de inmediato, pues nuestros cuerpos aun temblaban de excitación. El cuerpo de Altagracia estaba ardiendo de tal manera que la bolsa parecía el interior de un vaporizador. Dado que las dimensiones de la bolsa eran relativamente estrechas y Brontis estaba un poco a sus anchas, Altagracia tuvo que acostarse de lado, colocando sus pechos casi rodeando mi brazo derecho, mientras que su cara quedaba a pocos centímetros de la mía. Las nalgas, obviamente, daban frente a Brontis. Yo estaba tieso, como un faraón recién embalsamado, en posición recta y boca arriba, con los brazos cruzados sobre mi pecho, pero sin cetro alguno. La respiración de Altagracia me inquietaba, al igual que el olor de su aliento, que era caliente.

El olor de la entrepierna de Altagracia surgió en forma de un vapor dirigido que se depositó en las fosas nasales de Brontis, quien comenzó a estirarse para rodear con su brazo la cintura de Altagracia y dirigirle a la nuca una mordida muy tierna. Al recibir la mordida, Altagracia echó el culo hacia atrás para aplastar con él los testículos de Brontis, quien dejó de estar boca abajo para colocarse de lado y detrás de Altagracia, a fin de comenzar a restregarle la verga en las nalgas. La respuesta de Altagracia no fue discreta, pues empujó sus nalgas hacia atrás, pidiendo algo muy concreto. Sin dificultad Brontis se deshizo de un pareo que se había amarrado como falda para dormir y levantó la falda de Altagracia y, sin más, la penetró de una sola embestida, haciendo que Altagracia me lanzara un gemido de gozo en la oreja.

Aun dormido, Brontis comenzó a penetrar con mucha fuerza a Altagracia, quien con sus puños se agarraba de mi camisa como si ésta fuese un almohadón, y yo el relleno, por supuesto. La idea de que estuviésemos los tres dentro de una bolsa de dormir, que Altagracia estuviese desnuda y que Brontis se la estuviese jodiendo, me llenó del morbo más salvaje. El golpeteo de las caderas de Brontis en las nalgas de Altagracia podía yo sentirlo de manera indirecta, pues a cada embiste se sacudía toda la bolsa, la cual vista de afuera parecería un gusano convulso, poseído por tres demonios de distintos oficios. Las garras de Altagracia me tenían bien sujeto de la camisa, sus pechos ya estaban totalmente posados sobre mi. Para mayor comodidad, Altagracia colocó su cara sobre mi pecho, y así, susurraba de primera mano a mi corazón todo lo que ocurría en sus caderas. Mi oído fino podía distinguir la densidad del sonido de la verga de Brontis adentrándose en la carne de Altagracia.

Altagracia tomó una de mis manos y comenzó a mamarla como si ésta fuese un pene. Mis dedos recibieron esta caricia con suma dicha, pues aun estaban adoloridos y sensibles por el frenesí de golpear el djembé. Mis dedos hinchados y rojos, con la sensibilidad de carne viva de tanto golpear el cuero del tambor, sentían gran alivio al contacto del calor y la humedad de su boca. En mis dedos jugaba el bastoncillo de su lengua vivificante.

Ella estaba siendo empalada con brutalidad por Brontis, sus gemidos me tenían muy caliente. Una de las manos de Altagracia se dirigió a mi bragueta y comenzó a manosearme el pene con el morbo de lo indebido, palpando la dureza y el grosor que mi verga presumía. Su boca estaba muy cerca de la mía, así que la besé, sumergiéndome en su garganta, horadando todo el terreno con mi lengua, degustando sus dientes, su arete, aprisionando sus labios, mordiendo su gemido recién exhalado, tomando su rostro entre mis manos. Ella me mordía, como si quisiera traducir con su boca las sensaciones que Brontis le estaba produciendo entre las piernas.

Brontis comenzó a empujar con fuerza, ella echó el culo hacia atrás con similar entusiasmo, él se regaba, ella lo ordeñaba. Brontis lanzó un bramido salvaje. Altagracia gritó. Yo guardé silencio. Nadie dijo nada. Estábamos los tres empapados en sudor y otros fluidos.

A la mañana siguiente me desperté con un dolor de cabeza terrible. Altagracia y Brontis dormían como angelitos. Salí de la tienda y me dirigí al coche. Estaba lleno de arena. Abrí la cajuela y saqué mi maleta. Comencé a buscar un sitio donde bañarme. Había ahí cerca unas regaderas. Cobraban quince pesos el regaderazo y dos pesos el uso del retrete. Tuve que hacer fila. Todo fue muy democrático, al hacer fila inevitablemente veías parte de la desnudez de quienes se daban la ducha, pues eran muros de madera hechos a las prisas, y al llegar tu turno el espectáculo serías tu. Noté que dentro de mi estupidez no había cargado sandalias. Llevaba un pantalón de manta pero no las sandalias, y era obvio que no podría usar los pantalones de manta con botas. Me volví a poner los mismos pantalones de mezclilla y me cambié la camisa por una de Perry Ellis que me gustó mucho, una que a la altura del pecho tiene bordados un par de pájaros en colores celeste y negro, con colas adornadas con lentejuelas color transparente, montados en una tela de algodón muy fresca. Por mucho que pareciera que el día estaba ya bien entrado, en realidad era temprano, como las nueve de la mañana.

Por fin se levantaron Brontis y Altagracia. Levantaron la tienda, rearmaron su maleta, la subieron a mi coche y luego de esto fue que comenzaron la odisea de bañarse. Altagracia lucía hinchada de la cara y Brontis más aun, sin embargo ella seguía viéndose muy bien. Una vez que acabaron seguimos nuestro camino a Maruata. Hicimos una hora de camino.

Eran las diez con treinta cuando aterrizamos en Maruata. Con una decisión aventurada Brontis eligió un sitio despejado para acampar. Tal vez no era un sitio muy socorrido porque era parcialmente peligroso, pero no había donde más estacionarse.

Buscamos como náufragos un lugar donde comer. Llegamos donde había unas mesitas y pedimos. Yo pedí pescado frito y me trajeron un huachinango de dimensiones sorprendentes, cortado en trazos verticales, con una carne blanca y fresca de sabor exquisito, con el doradito de sus bordes de un gusto fuerte e intenso, con abundante ajo y abundante limón. Le agregué sal de grano y todo fue perfecto. Una vez que comí me sentí en forma para revisar la playa.

No dejaba de ser raro ese trío que conformábamos. Altagracia de nuevo en pantalones, esta vez unos pantalones de color rosa que se usan más bien en las ciudades, igual hasta la rodilla estilo pescador, sus pies en sandalias de color rosa, su sostén de color rosa también, que ya era más bien parte de su traje de baño, y encima una blusa blanca de algodón, su cabello rizado y suelto. Brontis con pantalón de mezclilla abombado de color negro, una playera amarilla, una boina de colores jamaiquinos y su cabello ensortijado. Yo con pantalones de mezclilla, mi camisa de pájaros, mi sombrero y mis lentes Ray Ban. Éramos Bob Marley, Marilyn Monroe y Clint Eastwood, pero región 4.

Fuimos a la primera playa, que es una especie de domo de roca que flanquea en tres direcciones, dejando libre el extremo que ocupa el mar. Los muros hacen un callejón espectral de roca. A plena luz del día la energía de las piedras no pierde ni un ápice su naturaleza nocturna, si las miras advertirás un sin fin de rostros retorcidos de seres atrapados en el magma milenario de la tierra, titanes que pugnan por ser libres y devastar los poblados cercanos. En ese rincón la tierra reniega del humano y muestra su dolor y su voluntad. En una roca se ve claramente la silueta y los pechos de coatlicue, la diosa de la tierra. En el fondo del domo hay sepultada una cruz de alguien que se ahogó. Tenía veinticinco años. Encima del travesaño de la cruz están colocadas caprichosamente unas ágatas, un ónix, un pequeño caracol, homenaje que los amigos del difunto quieren hacer a su recuerdo. Instantáneamente se me vienen a la mente todos los virtuales pormenores de aquella tarde, supongo que los personajes no eran distintos a los que estaban ahora, pura gente joven, en su mayoría todos tomados o tomando, todos en cachondeo y sin poco cuidado, imaginé el mar, encrespado como ahora, y también la osadía del tal Beto que murió. Esta área, dado que los tres muros de roca lo hacen de difícil acceso, es utilizado como playa nudista por quien quiera darle ese uso.

Altagracia no lo pensó, ni tampoco Brontis, se sacaron la ropa y se tendieron en la arena candente, y yo en consecuencia también me desnudé. Altagracia miró con curiosidad y disimulado interés lo que me colgaba entre las piernas, aprovechando que Brontis se desvistió mirando hacia otro lado, aunque en el fondo creo que este par no tiene vergüenza o pudor para sentir pena de saberse golfos.

Mi cuerpo estaba muy en forma, eso era algo que encontré muy oportuno. Si bien mis brazos y mi cara lucían algo morenos, la piel del resto del cuerpo, y no se diga las nalgas, que en su vida habían sabido qué es el sol, estaban pálidas. Nos untamos un aceite de coco, que era un bronceador muy barato que Brontis traía en su mochila, con nula protección solar que al solo aplicármelo ya sentía que tostaba, vaya, ese aceite tostaría la piel aun de noche. Los rayos ultravioleta comenzaron a tatuar un hermoso color canela y yo, tendido desnudo a lado de Altagracia y Brontis, haciendo fotosíntesis con mi ano, no me preguntaba si dentro de treinta y dos años me daría cáncer en la piel como costo de esta tarde; igual pagaría el precio. Echados sobre la arena intentábamos no desmayarnos y dedicarnos a que el pescado que habíamos devorado se evaporara más o menos de nuestro estómago. Queríamos meternos a nadar.

Pasó un poco de tiempo, tampoco tanto. Nos alzamos de la arena con un tostado uniforme. Nos acercamos al mar y el agua fría pareció evaporarse al contacto con nuestros cuerpos de cobre. Era sólo para arrancarnos la arena color café con leche de gruesos granos. Ninguno de nosotros se vistió. Echamos nuestra ropa en una mochila que yo traía y nos colocamos los trajes de baño. Caminamos en dirección a la segunda playa, que es una bahía muy brava. Frente a esta bahía había una cantidad impresionante de tiendas de campaña, fácilmente unas trescientas, lo que contradecía la promesa de la revista chilango de que Maruata era un destino sin tumultos. Bueno, al menos se respiraba en el aire que sería un Viernes Santo de recogimiento, pero no religioso, sino de re coger, de re joder, de re fornicar, con quien se re deje.

En la segunda playa se veía una manta colocada y unas bocinas y aparatos de sonido. Por la noche harían de la playa una discoteca. Muchos cabrones estaban ya ebrios, otros estaban con un paquete de marihuana abierto, limpiándole de semillas y ramas, sin que nadie les molestara en lo más mínimo. Llegamos a un peñón, lo rodeamos y llegamos a una gran montaña rocosa que llaman La Abuela. Se dice que las montañas rocosas que rodean Maruata son la representación ancestral de las tortugas marinas, especie de la cual Maruata es santuario, pues bien, a la más grande de todas le llaman La Abuela. ¿Quién le puso así? ¿Es oficial? No se sabe, pero todos parecen estar de acuerdo en ello. Nosotros trepamos ese risco por una vereda y llegamos a la cima, desde ahí se ven perfectamente las cuatro o cinco bahías que componen el complejo Maruata. A la derecha de La Abuela, y de cara al mar. Estaba, al fondo derecho, la playita nudista, luego una playa que es como una explanada, luego una bahía más pequeña que conecta con una bufadera, luego está La Abuela, a la izquierda de la Abuela está una playa chiquita, luego otro apartamento nudista y al fondo una playa larga, la de los pescadores.

Desde la cima de La Abuela se ve todo lo que Maruata es, y más aún. En este punto Altagracia me preguntó si sufría vértigo con las alturas, yo le dije que no experimentaba exactamente vértigo, sino una extraña sensación de atracción aun más peligrosa que el vértigo, como si el vacío me atrajera como un imán. Ella me hizo acostarme en una roca, mi cuerpo quedó todo tocando suelo, excepto mi cabeza que se hallaba apoyándose en la nada, hecho esto, Altagracia me pidió que me volteara. Estaba en la orilla de un despeñadero poblado de plantas desérticas que emergían de la vil roca. En una hendidura un pelícano se sostenía apenas en la longitud de la planta de sus patas. Era una caída de unos treinta metros que remataban en una vorágine de agua que se sometía a sí misma en remolinos que prometían tragar para siempre todo lo que cayera ahí. Las olas chocaban en la superficie, pero transcurrida la ola, estelas de espuma submarinas dibujaban una actividad marítima muy intensa. No importaba si por encima el mar lucía tranquilo, era obvio que había corrientes mortales. El distinto tono de azules indicaba la diferencia de profundidades que podías encontrar en el subsuelo.

Estaba ahí, de cara a ese abismo, sintiendo su llamado, impresionado por su fuerza incontenible. Frente a La Abuela está una formación rocosa que dibuja una punta muy aguda. A esa formación se le llama El Dedo de Dios. El estar tendido ahí, absorto de la inmensidad y fuerza del mar, me hizo olvidarme del tiempo, pues fácil duré una hora mirando aquella caída, y tampoco reparé que durante ese tiempo Altagracia había estado a mi lado, con medio cuerpo suyo encima del mío, una pierna, un brazo, una teta, usándome de tapete. No éramos los únicos que estábamos sorprendidos. Una chica hacía yoga en una punta muy peligrosa, un norteamericano escuchaba música con unos audífonos, otro cabrón fumaba un cigarrillo de marihuana.

Cuando nos desprendimos de aquella vista y decidimos ir a la playa intermedia notamos que Brontis ya no estaba con nosotros. Yo desde luego estaba más sorprendido que Altagracia, pues ella probablemente ya estaba acostumbrada a esas fugas. Yo supuse que él había ido por unas cervezas. Altagracia y yo bajamos de La Abuela. El sol estaba entrando en su momento más nocivo, así que tuvimos qué buscar qué hacer. Estábamos todavía algo llenos de la comida, así que evitamos comer más. Brontis no estaba en la tienda. Ya con ganas de derrochar minutos me inventé necesidades y expresé a Altagracia mi recién nacida preocupación de que el auto no tenía la suficiente gasolina. Ella sugirió que podríamos ir a cargar gasolina y de paso conocer otras playas que quedaran hacia el norte, sin parar en ellas realmente, sino sólo verlas, y que así, las horas de sol más inclemente pasarían mientras nos ocupábamos de algo útil. Obvio, iríamos sólo ella y yo.

Saliendo de Maruata una visión me cimbró de los pies a la cabeza. Atravesamos una brecha y levantamos mucho polvo, por poco y nos cruzamos con otro auto que salió desde una entrada alterna a la playa. Miré por el retrovisor y me pareció distinguir el Chevrolet Corsa color plata que le había regalado yo a Maricela. Ya sé que era probable que hubiera cientos de estos autos por estos lugares, pero entre el polvo me pareció distinguir la calcomanía del XXV Encuentro Eucarístico de Juventud Cristiana que el Corsa tenía en la parte de atrás, lo cual ya me parecía una coincidencia extrema, y si a ello agregamos que llevaba placas del Distrito Federal, eso me parecía ya el colmo. Hubiera dado vuelta en reversa, pero no pude porque venía un camión de refrescos que obstruía la pequeña brecha.

Por segundos quedé paralizado. ¿Quién atrapaba a quién? ¿Yo a Maricela o Maricela a mí? Ella era, en todo caso, más criminal que yo en el supuesto de que se fuera a la playa con un sacerdote, usando como excusa que estaba catequizando. Yo no siento haberla engañado, y de ser ciertos mis temores, ella no sólo me estaba tomando el pelo, sino que me engañaba heréticamente. A mi no podía acusárseme todavía de nada.

¡Esto sí que sería una coincidencia tremenda, estar en una misma playa con compañías diferentes! Tal vez sólo aluciné haber visto el Corsa, pero no era el de Maricela. O tal vez sí era el Corsa de Maricela, pero tal vez se lo habían robado unos lectores de la revista Chilango -algunos de ellos han de ser rateros, ¿No? por simple ley de probabilidades- y los ladrones no hacían más que darle uso al coche. En fin, en pocos segundos la inquietud dio paso a una resignación cómoda de que las cosas sucederían justo como tuvieran que suceder. Intenté ver el lado bueno de que si yo descubría a Maricela engañándome con los sacerdotes o con sus amigas, era mejor enterarme ahora que ya casados.

¿Pero, qué hay de mi?, ¿Por qué me sentía ya culpable si no había hecho nada particular con Altagracia? Había una respuesta. Tal vez no había hecho nada con Altagracia todavía, pero albergaba una deshonesta confianza en que lo habría de hacer dentro de unas horas, y eso, lejos de darme pena me excitaba y me ponía feliz. Tal vez me sentía culpable de haberme excitado tanto con la danza africana de ella, de saber que aquello había tendido un puente entre los dos y que ese puente era definitivamente sexual. Tal vez me sentía culpable de sentirme tan a gusto a lado de mi acompañante, de sentirme orgulloso de su belleza, de sentirme vanidoso de llevarla a mi lado como un prendedor, como una flor en el ojal del saco. Tal vez me sentía culpable de saber que no podría decirle que no a cualquier cosa que ella me pidiese. Técnicamente había yo atrapado a Maricela en un engaño, pero en el fondo sentía que era ella quien me había atrapado a mi, pues, sin importar lo que ella estuviese sintiendo, podría jurar que no estaba experimentando sensaciones ni tan intensas ni tan comprometidas como las que yo estaba gestando en mi corazón.

Llegamos a la carretera costera y subimos hacia el norte, rumbo a Manzanillo. Decidimos no parar en ningún sitio de ida, sino sólo de vuelta. Vimos letreros de varias playas. Altagracia recomendó ver de regreso Faro de Bucerías. Llegamos al kilómetro doscientos y apareció la primer gasolinera en un poblado que se llama La Placita, pero estaba clausurada. Imaginé la tragedia de cualquiera que emprendiera este camino confiado en que esta gasolinera estaba abierta para descubrir que estaba cerrada. Pasamos otra playa, San Juan de Alima, que tiene edificaciones parecidas a las que construyen los norteamericanos una vez que sienten que pueden apoderarse de una playa. Seguimos adelante, el camino era sinuoso pero bello. Sobre la carretera los árboles de ambos extremos se tomaban de las manos a manera que las ramas hacían túneles de una sombra deliciosa. A los extremos de la carretera se comenzaban a apreciar inmensos platanares. Llegamos a una gasolinera y llenamos el tanque. Emprendimos el regreso. Altagracia me pidió que nos detuviéramos en San Juan de Alima para comprar algunas cosas. Llegamos a una tienda y compramos agua y más aceite de coco. Quisimos ir a ver la playa que queda frente a un hotel que se llama El Parador. El mar tenía olas fuertes, pero relativamente seguras. Altagracia suspiró dejando escapar de su boca la idea de que le gustaría zambullirse en esa playa y que era una lástima que su traje de baño se le hubiese quedado en Maruata.

Yo, que había visto trajes de baño a la venta en la tienda del hotel le comenté que si quería podría comprarle uno, y aproveché para sugerir que ya era tiempo que yo me comprara un traje nuevo. Ella aceptó sin ningún tipo de conflicto. Los trajes que ahí vendían eran de marcas de prestigio. Se compró un traje de baño en dos piezas de color azul turquesa. La piel tostada de Altagracia se veía maravillosa enfundada en aquel minúsculo traje que, por su diseño, la hacía verse más sensual. Ella dispuso que me comprara un traje más corto de aquellos que yo estilaba, no sé si por el color azul marino, por los bordados rojos e intensos o porque se me marcaba el paquete de manera muy sobresaliente.

Estando ya en la playa ella me extendió el bote de aceite de coco y me pidió que le untara aceite. La manera de pedírmelo llamó mi atención:

-Úntamelo como si fuese la única oportunidad que tuvieras de tocarme. Sin pena, Vaquero.

Comencé a untarle el aceite con obediencia. Le recogí el cabello y con un palillo que estaba tirado en la playa que usé como prendedor, se lo sujeté dejando libre el cuello. Comencé a tocarle el cuello con mis dedos aceitosos y ella comenzó a mover su cabeza en seña de mucho disfrute. Sentí sus músculos, sus vértebras, sus venas. Más que aplicación de aceite era una caricia a su cuello. Colocándome a sus espaldas comencé a recorrerle la piel de los hombros, sintiendo sus huesos y su carne un tanto blanda. Sentía en mis manos el calor incinerante que producía este particular aceite, y debajo, los platos enormes que eran sus omóplatos, acomodándose al contacto de mis manos. La carne de ella no era tensa como la de cualquier chica delgada o estrella del físico culturismo, sin embargo ello no le restaba su cualidad de producir placer al tacto. Mis palmas recorrían los amplios tramos de su espalda provocando pliegues que nunca caían en el exceso. Como alfarero le dibujaba las manos en la piel y daba nueva forma a su cintura. La espalda es la parte menos arriesgada para ponerle aceite a nadie, pues se entiende que uno mismo no puede aplicarse de manera uniforme el bronceador de que se trate, sin embargo, las partes restantes del cuerpo ya son otra cosa, los brazos, las piernas, el abdomen, el pecho, esos sí puede uno embarrárselos de lo que sea, de ahí que si alguien te pone el bronceador en cualquier zona accesible, no hay duda, lo haces por cachondeo.

Ese era mi caso. Comencé a ponerle el bronceador en aquellas partes del busto en las cuales el sol podría pegar, metiendo mis dedos un par de milímetros dentro de la zona cubierta por el sostén. Los pechos de Altagracia se movían con una densidad que invitaba a tomarlos de fea manera, con la mano entera, dejando que los bordes grasos se escurrieran entre los dedos y entre el índice y anular se asomara el pezón, distendido y brillante. De eso daban ganas, pero yo sólo estaba aplicándole el aceite en las partes asoleables. Los pezones de ella, paraditos como una gran tetera, me hacían saber que a ella no le vendría mal que cumpliera las amenazas que estaba tejiendo en mi cabeza, que tal vez sería bueno que le oprimiera con lascivia su par de pechos maternales y exuberantes. Mis manos bajaron al abdomen. Mis manos nunca habían acariciado un abdomen con tanta conciencia de que aquello era un asunto de placer. En mis manos arrastraba la piel como si quisiera mover el ombligo de su sitio y mis dedos se acercaban peligrosamente al borde de su braga, metiendo un poco los dedos dentro del bikini. Siguieron las piernas, fuertes y cobrizas a punta de sol. Me esmeré en las rodillas y en las corvas, luego subí más arriba para adorar sus muslos, y me entretuve mucho en ese borde en el que la pierna se transforma en glúteo, abriéndole un poco las piernas, absorto por el vello que sobresalía del bikini a suerte de no haberse rasurado, imaginando la gloria que estaba a sólo un milímetro de gloria de distancia. Los muslos de ella se pusieron laxos, como dispuestos a que yo los acomodara como yo quisiera. De una forma muy veloz, y para indignación de una señora que nos miraba desde hacía un rato, le coloqué aceite en las nalgas.

Ella me puso aceite a mi, siguiendo un procedimiento muy parecido al que yo le había prodigado. No fue accidental que para colocarme aceite en las piernas su antebrazo tomara nota de la hinchazón que tenía dentro del traje de baño. Quedamos listos y nos metimos a la playa. Luego de esta sesión de aceite no nos quedaban pantomimas ni reservas absurdas. Nos metimos al mar tomados de la mano. La abracé de la cintura y estrellaba de vez en vez su cadera con la mía. Las olas nos pegaban con fuerza, como si quisieran apagar el fuego que ya irradiábamos. Un par de olas nos revolcaron en forma divertida. Nos separábamos y nos abrazábamos. Por fin nos sentamos en cuclillas en una parte que el mar nos llegaba a la cintura. Los bañistas veían que estábamos algo lejos y que el nivel del agua casi nos cubría. No había tal profundidad, sino que nos metíamos al agua hasta el cuello para cobijar todo lo que nos habíamos comenzado a hacer debajo del agua. Nos abrazamos, y sentí por vez primera lo que significaba que aquella frondosa mujer restregara sus pechos de manera voluntaria y entregada en el pecho de uno. Eran un par de deliciosos cojines que invitaban a fusionarse. Yo le puse las manos en medio de las nalgas y la senté en mis muslos. Comenzamos a besarnos con un hambre irracional. En ese instante mi realidad no existía. Ella, debajo del agua, me tocaba el bulto que tenía en la bragueta, metía sus manos en mi traje y me palpaba las nalgas, apretándolas como yo quería apretar las suyas. Mal nos comenzábamos a interesar en intentar nacer el amor en el mar, las olas se tornaban violentas y nos volteaban. Decidimos salirnos y estábamos muy calientes. Se hacía tarde, había que regresar a Maruata. Salimos del agua abrazados, cocidos por el aceite y por el fuego interno.

Decidimos comer ahí en San Juan de Alima. Nos dimos un regaderazo mientras nos preparaban los alimentos. La enramada en la que comimos ofrecía platillos con un gusto exquisito. Nos comimos entre los dos una langosta al ajillo deliciosa, a un precio de risa. ¿Cómo pagar tantos placeres? Valen mucho menos de lo que se cobra por ellos. Sin embargo, lo verdaderamente impagable era que estábamos sentados ahí, frente a frente, sin deseos de saber cuál era nuestra vida más allá de estas playas, sabiendo únicamente que nos gustábamos, conscientes de lo cerca que estábamos de disfrutarnos el uno del otro. Si en algún instante de nuestro camino a Maruata nos planteamos la idea de que buscábamos algo, era reconfortante saber, demasiado temprano, que ya habíamos encontrado, que no habría más búsquedas, sino disfrute del hallazgo.

Yo estaba embelezado por el verde de sus ojos, lo lascivo de su sonrisa, lo ardiente de su piel tostada, lo abierto de su actitud. Platicábamos de nada porque lo importante era el tono con que nos decíamos cada cosa. Ya instalados en la plática, cada uno refrescando nuestro furor con una cerveza Pacífico bien helada, comenzamos a tentarnos.

-¿Sabes qué tenía en mente ayer que tocabas el djembé, Vaquero?

-Cuéntame.

-Se escucha grosero pero es la única forma de expresarlo. Quería darte una mamada. Quería comerte mucho rato. Me encanta que te sonrojes.

-¿A sí? ¿Y qué creías que quería yo hacerte cuando te escuchaba cómo te daba Brontis dentro de la bolsa?

-A veces eres muy tímido, Vaquero, pero eso es lo lindo de ti. Ayer en la noche me hubiera gustado que te arriesgaras un poco, creéme, me moría porque me hicieras el amor tu también, junto con Brontis, o después.

-Lo hubieras pedido.

-Hay cosas que una dama no pide...

-De hecho hay cosas que una dama no desea...

-¿Crees que no soy dama por eso?

-Creo que eres dama en cualquier situación. Por cierto, ¿Qué hay de Brontis?

-¿Qué hay de qué?

-No creo sorprenderte si te digo que me sobra. Somos muy distintos. Habrás notado que casi no hablamos.

-Es buen niño, aunque te cueste trabajo creerlo.

-Espero no caerte mal, pero, ¿Qué ve en él una chica como tu?

-Rápidamente te contestaría que coge muy bien. Créeme, es un punto que ninguna chica deja pasar de largo. No es un tipo que me de problemas, lo cual es digno de valorarse, es muy protector y es un excelente compañero de parranda. De hecho, el que estemos tan a gusto tu y yo, aquí, es algo así como un regalo de su generosidad, nunca pierdas de vista eso.

-¿No le duele que te ausentes?

-Sabe que terminaré haciendo lo que desee, y él puede estar haciendo lo que quiera en este momento.

-Pero ya sabes, no es igual de sencillo para los hombres que para las mujeres.

-Cuando él y yo nos conocimos, hace ya dos años, se acercó a mi y me dijo sin más "Hola, ¿quieres que tengamos el mejor sexo de este verano?" y le dije que si. No veo por qué no se arriesgue así de nuevo, en Maruata hay cientos de chicas, y te aseguro que ninguna de las que está allí es santa.

-¿Le dijiste que sí, así sin más?

-Lo discutimos, claro, pero una vez que lo discutes en realidad ya aceptaste.

Nos subimos al coche y emprendimos el regreso. Ella sacó de su bolso un disco pirata que dijo haber conseguido con un bucanero muy exclusivo. El disco era de un grupo francés que atendía al nombre de Nouvelle Vague. Era el primer el disco de la agrupación, y en realidad funcionaba como un compendio de nuevas versiones de éxitos de grupos como The Cure, Depeche Mode, etcétera, interpretados con aire de Bossa Nova. Nos pusimos a platicar de cómo imaginábamos que sería la vocalista. Ella se llevó la lengua a los labios y susurró algo acerca de que con gusto se acostaría con la vocalista con tal de escucharla gemir con esa vocecilla que tiene. Yo le dije que estaba bien, pero que invitara. En la portadilla viene una silueta de una mujer que se me asemeja a una María Callas, pero galáctica. Luego nos reímos porque ella decía que era probable que no fuera una vocalista, sino varias, y yo pensé que eso era aun mejor. El corte que más me gustó fue el número tres, de una canción que se llama "In a manner of speaking". Ella iba de copiloto y me acariciaba el rostro como si fuese hermoso, tal vez lo era para sus ojos. Me cantó precisamente el corte tres y me hundió en una melancolía incontenible, comencé a extrañarla sin haberla perdido aun, me dolía el adiós cuando estábamos viviendo la bienvenida, la cantó como si este fuese el tema que curara desde antes de abierta, la herida que traería separarme de Altagracia.

El disco me hizo sentir una sensación muy extraña. El disco eran las mismas canciones que había yo escuchado desde hace mucho tiempo, pero reinventadas, vistas de distinta manera. Así estaba yo, Altagracia me reinventaba el concepto de mujer que tenía, y yo seguía siendo el mismo de siempre, pero diferente, como si en manos de esta chica fuese mucho más valioso, como si mis vicios, lejos de tener que ocultárselos constituyeran mi mayor atractivo. De alguna manera era más completo con ella que con Maricela, pues con mi prometida estaba condenado a permanecer oculto en mi parte más oscura y perversa, y con Altagracia se daba por sentado que era un vicioso, para ella no era Miguel Ángel, sino simplemente Vaquero. El viento que se adentraba por las ventanillas nos llenaba de brío. Encender el clima artificial era una majadería habiendo tanta gloria natural.

Maricela volvió a mi mente. ¿Había sido un sueño ver el Chevrolet Corsa de ella? No lo sé, pero no me esforzaría en buscarlo, ni al coche ni a mi prometida.

Fuimos a la tienda y ahí estaba Brontis sacando unos condones de su maleta. Ni siquiera se esforzó en disimular lo que estaba haciendo. Altagracia y él se dieron un beso como dos que se pertenecen y se saludan. Brontis la abrazaba con gran cariño, hasta ahora que sentía celos podía notarlo. Él dijo que iría a tomarse unas cervezas con unos amigos que acababa de conocer, Altagracia le dijo que iríamos a la playa.

Fuimos a la playa que está inmediatamente a la izquierda de La Abuela. A lo largo del día nuestros cuerpos habían absorbido tanto sol y tanto calor que el agua brutalmente fría no nos causó gran pena. Sentí un frío inmenso como si miles de navajas de acupuntura me perforasen al mismo tiempo. A la primera zambullida Altagracia y yo salimos con la piel erizada. Con mi mano toqué los poros de Altagracia y ella sonrió. Nos zambullimos un par de veces y el frío desapareció y se convirtió en una dulce y poderosa insensibilidad, o un calor excesivo que congela. Las olas son muy bravas en esa playa, se acercan a hurtadillas y rompen disfrazando su verdadero tamaño, abren sus fauces y te tragan, y si corres suerte también te escupen hacia fuera. Yo no sé nadar bien, pero estaba motivado y ver que Altagracia era una verdadera sirena me tranquilizaba.

Sucedió entonces que una ola nos sorprendió a los dos, primero jalándonos a donde rompería la próxima y virulenta ola. Supe que era en vano oponerse, así que intenté flotar, clavarme en el rompimiento y dejarme llevar a la superficie. Batallé un poco y al salir no vi a Altagracia. Vi sus piernas fuera del agua, pero no su cabeza. Arriesgándome me sumergí y la saqué, tenía un brazo como ancla metido en la arena. Salimos del mar como gatos echados al agua, temerosos, friolentos y exhaustos.

"Estuvo cabrona esa ola" dijimos al unísono.

Decidimos no meternos más. Estábamos asustados. Nos acostamos en la arena caliente. El sol comenzaba a querer ocultarse. El calor de la arena nos sentaba tan bien, el sol nos acariciaba. Ver los globos de Altagracia enfundados en su sostén era un espectáculo muy bonito que me tenía entretenido. Brontis apareció de la nada y llevaba dos caguamas -que así se les dice aquí a las cervezas tamaño familiar- una para Altagracia y otra para mi. Traía unos ojos afiebrados que no tenía hacía un rato. Probablemente estaba muy mariguano. Como vino se marchó. La cerveza nunca me había sabido tan buena.

Nos recostamos sobre la arena a ver a los valientes que permanecían en el mar cada vez más embravecido. Mirar el romper de las olas y la espuma blanca que dejaba al tronar era relajante. El sol seguía tostándonos. La revista Chilango ofrecía la siguiente mentira: "Acampar en la playa es el  total sosiego, sin teléfonos ni televisión; sólo los tuyos, la playa y el sol". En realidad el sosiego era inexistente, pues nada más en la playa en la que estábamos había cerca de unos cuatrocientos humanoides, todos embriagándose o fumando marihuana, cuando no echados en la arena como nosotros, escuchando unas enormes bocinas que tocaban canciones de una indescriptible música electrónica, de Manu Chao y de Los Fabulosos Cadillacs. En general, un relajo. Si a eso le agregamos la eventual participación de una Combi que hacía las veces de camioneta de helados, podría decirse que el ajetreo era total.

"Solo los tuyos" decía la revista. Eso sólo era verdad si te salía lo existencialista y pensaras que todos formamos parte de una misma hermandad y en consecuencia todos fueran tuyos. La playa estaba lejos de estar vacía, pero era tan fuerte y tan monumental que no había marabunta humana que pudiera hacerla lucir invadida. Había una razón. Su violencia era tal que, no importa cuantos humanos nos apostáramos en las playas, al mar sólo entraban los valientes.

Unos cabrones comenzaron a jugar fútbol americano. Ya había yo detectado que Altagracia se reía de buena gana cuando yo imitaba con la voz la arenga que nos recetaba por conducto de sus altavoces el cabrón de los helados, que decía, "Helados Disney...", seguro contaban con autorización legal para ostentar este nombre, "...los mejores de garrafa de Tecomán. Pruebe los deliciosos helados, ahora de frutas naturales...", ¿De qué otras les pondrían en el pasado?, y lo más hilarante, el locutor que había grabado la cinta promocional interminable refería lo siguiente como si fuese un descubrimiento de ellos mismos, utilizando una voz de vil Popeye "...y además, Fresas con Crema". Altagracia reía y me hizo repetir una veintena de veces la tonadita de Popeye diciendo "Fresas con Crema". Así que, cuando comenzaron a jugar fútbol, comencé a parodiar el juego, no como si fuera yo comentarista deportivo, sino como si fuese yo comentarista de Nacional Geographic.

Así, utilizando una voz pasmosa como la que utilizan en las traducciones de documentales que relatan la vida animal, comencé a hacer para Altagracia una crónica exacta de lo que pasaba: "Como se ve, la manada realiza un ritual que tiene como fin último provocar la cópula. Científicos afirman que al parecer las hembras sienten mayor estimulación por parte del macho dominante, al cual identifican por un claro signo: la posesión del balón. En su ritual de apareo, el macho va anticipando las caricias de la cópula sintiendo a sus adversarios. Entre ellos, se toman de los hombros y se tumban en la arena, sin importar el grado de homosexualismo que ello conlleve, pues es socialmente aceptado como muestras de competitividad, nunca como satisfacción erótica. Se cree que las demostraciones de fuerza inciden directamente en el celo de la hembra, quien sin opción decidirá de entre alguno de los machos. Los machos periféricos, que nunca toman el balón, o que compensan su falta de condición física con chistes y otras muestras simpáticas, difícilmente servirán para la prolongación de la especie, por obvias razones. Aunque se han registrado casos en que las hembras se aparean con un macho periférico atendiendo a un sentimiento que sólo podemos definir como lástima."

Así estuvimos largo rato. Nos dio un poco de frío, así que, por turnos, nos fuimos a cambiar, primero Altagracia y luego yo. Mientras ella se retiraba yo la veía alejarse, y cuando regresó la miré acercarse, en un caso y otro no me avergonzó verla ni a ella le avergonzó sentirse observada, era como un gusto mutuo, una pasarela privada en medio de tanta gente. Portaba ahora sus pantalones color rosa hasta sus rodillas, llevaba puesta una blusa igualmente rosa y un sostén rojo, en sus pies lucía unas zapatillas color café claro que si bien no combinaban con el resto, tampoco desentonaban. Definitivamente nos estábamos generando mucha estima. Yo igual me fui a cambiar y fui objeto de sus observaciones. Regresé con pantalón de mezclilla, botas, la camisa de los pájaros, que era la única de manga larga que me quedaba limpia, y el sombrero, mismo que me coloqué en la cabeza pese a que no se justificaba más por que el sol empezaba a ocultarse, sin embargo aprendí una pequeña lección acerca del descaro, uno puede hacer lo que le venga en gana aunque ese algo esté absolutamente injustificado. Me dejé el sombrero por imagen, por vanidad, por hacer justicia a mi apodo, por gustarle a Altagracia.

Estábamos tendidos ahí sobre las toallas, completamente vestidos, como dos que sólo esperan la caída de la noche. Nos bebimos otras cervezas. A lado nuestro estaba una chica de esas que no ven nada pero lo filman todo, de esas que perciben el mundo a través de la pantalla líquida de su cámara de video pese a que la vida esté ocurriendo frente a sus ojos. Intentó hacer entrevistas a quienes se disponían a encender una fogata, pero todos estaban muy ebrios como para platicar, y si decían algo eran idioteces. Uno de los amigos de ese círculo vecino llegó con muy mal talante, según entendí, porque el mesero de una enramada no le quiso fiar una cerveza, o algo así, y éste despotricaba que él no era un ladrón, que el mesero era un miserable, que cómo era que dudaban de su palabra, etc. tan pesada era su plática que sus mismos amigos le dijeron que no era para tanto. Nosotros estuvimos a punto de alejarnos de lo insoportable que era. La chica de la cámara, que al parecer se llamaba Irma, editó el pasaje neurótico de su amigo.

Había tanto bullicio por estallar que yo lancé una expresión que conmovió mucho a Altagracia. Dije:

-Es demasiada gente, ¿No crees? Supongo que habiendo tanta gente y estando el ánimo tan relajado, por simple ley de probabilidades es factible que alguien de los aquí presentes, al menos uno, viva hoy, esta noche, la mejor noche de su vida. ¿No es sorprendente que algo así vaya a ocurrir? Podrías ser tu, podría ser yo, o cualquiera, y ese cualquiera probablemente aun no lo sepa, probablemente viva la noche inmerso en el presente y se dé cuenta del tesoro otorgado hasta unas décadas después.

Altagracia se me quedó viendo, no sé si percibió una soledad muy profunda en mis palabras, o si interpretó aquella queja abstracta como la velada petición de un deseo a esa genio que ella era, o si de plano se le humedecían los ojos de soñar que era ella esa persona que hoy, esta noche, viviría la mejor noche de su vida. Era, quiso ser, quiso estar. Le hice la observación de que tenía una lágrima por rodar, y ella aclaró:

-Es que me conmueve saber que estemos aquí tirados en la playa y estemos platicando de esto. Es muy profundo. Quisiera Ser ese elegido que dices, pero quisiera que tú también lo fueras, es más, quisiera que todos lo fueran.

El día luminoso se fue transformando en una pantalla de azules que hacían sentir a uno en medio de un sueño. La sombra del sol cortaba el espacio detrás de la inmensa roca de La Abuela, y de un lado era noche y de otro día, de un lado todo era azul, como si la profundidad del mar se hubiese vuelto hacia la atmósfera, y del otro lado de La Abuela la muerte del sol era tan estridente como la podría uno imaginar, como si un pintor loco desease agotar sus tubos de pintura naranja y rosa en el lienzo del cielo. Este juego de colores es algo difícil de imaginar en el Distrito Federal donde a duras penas sabemos que una antigua leyenda cuenta existe un cielo detrás de la nube de contaminación. La transición del día en noche nos rebasó sin que pudiéramos darnos cuenta del cambio. De pronto, el agua era un misterio tendiente al negro, eventualmente alterado por ráfagas blancas que las olas producían al romper, mientras que los bordes de agua brillaban luminosos como si se tratara de una vasta piel corrugada que brilla en color plateado en los bordes que caprichosamente asoman su espina dorsal. La superficie del mar era en consecuencia una multitud de niños jugando con espejos. Detrás de un cerro estaba la vedette del lugar, la inmensa luna que dejó ver primero sólo un breve trozo de su cuerpo, para luego mostrarse entera, redonda, plateada, rodeada de una aureola de santidad que invitaba, irónicamente, al romance.

Nos quedamos a ver cómo ascendía la novia del sol. Unas nubes semejaban un pliego de algodón desenvuelto, y la primera estrella del firmamento se asomó por fin. Tanta magnificencia nos hacía sentir pequeños pero capaces de todo. A nuestro alrededor las fogatas comenzaron a encenderse. Mucha gente ya estaba borracha o bajo el efecto de la marihuana. Brontis no aparecía por ningún lado. La música seguía sonando.

La Revista Chilango había profetizado: "Aquí los campistas dejan sacar su lado bohemio y por las noches se organizan fogatas y largas pláticas bajo las estrellas."

Es una forma de decirlo. Muchos estaban ya pedos, incapaces de sentirse bohemios, sea lo que signifique serlo. Las fogatas eran lindas en sí mismas porque el fuego teñía de un color ocre las claras arenas de Maruata, proporcionaba calor e iluminaba los rostros de quienes estaban sentados junto a él, extrayendo de los ojos el brillo, de las mejillas la pena natural de existir y dotando de encanto cualquier sonrisa. El crepitar de la leña cediendo a su extinción recordaba lo efímero que el la vida y lo aplicados que debemos ser a disfrutarla. Nosotros no estábamos en el círculo ritual de ninguna fogata, pero sí muy cerca de una. La diferencia es que los que estaban apoltronados junto al fuego parecían, en la mayoría de los casos, demasiado preocupados por averiguar si al final de la noche se acostarían con alguien, y en medio de esa tensión no era capaces de platicar de nada, y nosotros, con el tema del sexo resuelto, ya sea con la seguridad de que nos acostaríamos, o con la completa certeza de no necesitar hacer el amor físicamente porque lo habíamos estado haciendo a lo largo del día de muy diversas formas, podíamos cumplir lo que decía la revista y platicar largamente contemplando las estrellas.

Mirando la bóveda celeste, que ahora era azul, entramos en trance profundo. La gente, como he dicho, no tiene de qué platicar porque no quieren desnudarse de ninguna manera. La fogata de a lado estaba más que aburrida y sus integrantes habían ya comenzado a hacer chistes de borrachos al no haber más. Ese no era el estado que Altagracia y yo perseguíamos, así que nos levantamos de la arena con intención de irnos a la primera playa, y por qué no, improvisar una fogata para nosotros dos. Nos desviamos para dejar las toallas en la tienda y al parecer Brontis estaba haciendo el amor con una chica de piel ennegrecida por el sol.

Nos marchamos de ahí. Altagracia me tomó de la mano y a partir de ahí no dejamos de abrazarnos. Me sentía como un rey de cualquier lugar con esta reina a lado. Fuimos a la primera playa y descubrimos que había sido invadida por un aprendiz de Dj. Regalaba a la gente un sonido francamente ensordecedor, no porque estuviese muy alto el volumen, sino porque era una horripilante música electrónica la que sonaba. Tenían un foco que irradiaba una película de luz en las piedras del cerro aledaño, convirtiendo las rocas en una pantalla de teatro guiñol. La idea era buena. Mientras el aprendiz de Dj pinchaba discos, alguien del público bailaba o hacía posiciones físicas interponiéndose entre el foco y el muro de roca, reflejando una enorme silueta de su sombra sobre el cerro, en una escenificación de teatro guiñol tan interesante como lo que el artista improvisado fuese capaz de hacer. Nosotros quisimos bailar frente a la luz para reflejar imágenes de sensualidad, pero ese deseo no lo cumpliríamos.

Había que hacer fila. Primero pasó un cabrón demasiado interesado en preguntarle al Dj si lo que hacía estaba bien, en vez de sencillamente hacerlo. Luego pasó otro cabrón que bailaba muy mal y que no fue capaz de soltar su vaso de cerveza ni un instante. Después entró en escena un aberrante sujeto que emuló estarse masturbando, en una muestra sin igual de sus muchos complejos. Luego entró en escena un par de miserables que pretendieron hacer una demostración de capoeira, muy malo por cierto, semejando una virtual riña callejera, luego entró en escena otra pareja de infumables capoeiras, y en la fila estaban otras cinco aburridas parejas de capoeiras. Si había creído que el tipo que simulaba con la sombra una puñeta era lo peor, ello lo había concluido porque no había visto a los capoeiras. Decidimos marcharnos. El público terminó por dejar de prestarles atención a los mamones del capoeira y se reorientó a otro rave que estaba cerca. Bailamos un poco sólo para entrar en calor.

Altagracia pensó, al igual que yo, que la noche era mucho más maravillosa sin el sonido de la música electrónica, así que nos dirigimos a las entrañas de La Abuela, donde hay una especie de grieta muy pequeña. Ella quería que yo conociera una particularidad de la grieta. Entramos y se apoderó de los dos una claustrofobia muy natural. Los muros estaban muy juntos uno del otro, y encima algo inclinados, al grado que debíamos torcer nuestro cuerpo para alcanzar a pasar. Era como la axila de la tierra. Un olor húmedo impregnaba por completo aquel lugar donde nunca entraban los rayos del sol. En la arena del suelo brillaba el plancton como millones de luciérnagas diminutas. Sólo aquí se ve eso con tanta nitidez. Nos metimos sin lámpara, tanteando el suelo por el plancton, sintiendo el golpe seco de aire que nos daba en el rostro cuando en otra parte de la grieta el mar reventaba. Los golpes de aire repelían y atraían a la vez. Nos sentimos solos en las entrañas del mundo, y en ese lugar, el menos luminoso de este planeta, comenzamos a besarnos con mucha ternura. La presión de la atmósfera se cimbraba por completo cuando una ola salía por la bufadera que queda del otro lado de La Abuela, empujando el aire hacia fuera por cualquier ranura que existiese. La vibración era tan intensa que sentía como si estuviese desnudo detrás de un inmenso gong y éste fuese sonado. La vibración despertaba más vibraciones de nuestro cuerpo. Había un ruido infernal allí abajo pero por alguna razón sólo escuchábamos el sonido de nuestras respiraciones y el chasquido de nuestros labios mientras se mordían.

Salimos de ahí, el ajetreo parecía seguir siendo el mismo. A lo lejos, en la última playa, la de los pescadores, se escuchaba un tronar de tambores africanos.

-¿Quieres que te baile otra vez?

-Si. No me cansaría de eso.

-Saca tu djembé y vamos para aquella playa.

No dirigimos al auto y cargué el estuche de mi djembé. Esa era una diferencia con los demás ejecutantes, todos los cargaban dentro de pareos o sábanas, yo lo llevaba en una funda de cuero que había mandado hacer, con forro de paño dentro; eso me hacía esnob, pero no tengo la culpa de darme ciertos lujos.

Llegamos y Altagracia se encargó de las presentaciones. A ella nadie la rechaza, todos le aceptan. Me presentó como Vaquero. Primero nos sentamos a ver y escuchar, provocando quizá la curiosidad de los que estaban allí, pues mantenía guardado mi djembé en la funda de cuero. La funda hacía presumir que el tambor sería una lindura. Por fin lo saqué del estuche y fue como si me hubiese sacado la verga en la vía pública y ésta midiera cuarenta centímetros. Yo no había notado lo especial de mi djembé sino hasta compararlo con otros y ver que era singular, tanto por su belleza como por su sonido.

Algunos de los que estaban ahí me hacían preguntas de su origen y parecía excitarles saber que era de Senegal. Me causaba curiosidad que me trataran como hermano y se dirigieran a mi bajo el mote de Vaquero, que era la forma en que me había presentado Altagracia. Me di cuenta que le gusté a un par de chicas de las que estaban ahí, pero estas respetaban a Altagracia como mi dueña, y eso a mi me encantaba, saberme sólo suyo.

Poco a poco Altagracia fue provocando que el círculo se abriera más en su diámetro. Luego, poco a poco fue incitando a que entraran a bailar quienes quisieran. En veces había un tipo bailando, luego dos chicas, luego un chico y una chica, y así. Yo ya iba entrando en calor. Un chico muy moreno, pero no negro, tocaba el djembé con mucha pasión, y los dueños de los otros dos tambores lo hacían más bien con hueva. Yo por mi cuenta tocaba lo poco que me sabía. Para mi fortuna ninguno de los que estaban tocando conocían el ritmo Senegal. Otra cosa, sorprendí a todos con solos y ritmos que se me daban con naturalidad. Había comprado unos discos de una agrupación africana radicada en Francia que se llama Guem, y había intentado emular ritmos con el djembé. Luego descubrí que muchos ritmos eran posibles mediante el ensamble de varios tambores, sin embargo, por carencia técnica y aprendizaje empírico, había logrado sacar ritmos que se ejecutaban con dos o tres tambores sólo con uno de ellos, con mi djembé. Todo eso, aunado de que tocaba con mucha fuerza bajo la idea que el tambor mismo agradece los golpes vehementes, me colocaba muy bien en ese universo de fogata playera.

Fue entonces que entró a bailar Altagracia. Todos los asistentes cayeron hechizados por su voluptuosidad. Yo era, en este caso, espectador poseído por su gracia y demonio que posee su cuerpo. Le pegué al djembé como nunca, con palmadas rápidas y certeras, con limpieza y fuerza, con un sentido de ritmo hipnótico, homenajeando a mi maestro el mar. Mi imagen ha de haber sido terrible porque golpeaba el cuero haciendo todo tipo de muecas hambrientas. Una de las chicas que había entrado al círculo miraba con detenimiento esa unión que había entre mi boca y mis manos, mi boca mordiendo mis propios labios, mis manos azotando el cuero, y a cada golpe que daba al tambor ella movía la cadera, coqueteándome, como si le estuviese dando nalgadas a ella, abriendo sus muslos al compás y haciendo temblar sus carnes para mi, impulsando su pelvis más adelante aun que su propio eje, como si me amenazara con su vulva. Altagracia miraba ese coqueteo pero no se inmutaba, ella sabía que ese Vaquero que yo era le pertenecía sólo a ella. Sin saber por qué, comencé a vocalizar gritos feroces que se perdían en el replicar de los cueros. El tipo moreno comenzó a acelerar su base rítmica y yo pasé de tocar Senegal para improvisar toda serie de solos. Mi pelvis volvía a bombear en el aire como perro calenturiento, y mis manos adoloridas querían reventar el cuero de mi tambor como si fuese el himen de una diosa. Comencé a tocar y a bailar. La luz del fuego se filtraba por las rendijas de mi sombrero cuando me agachaba. Altagracia se puso frente a mi y comenzó a dejar en claro que ella estaba bailando para mi, y nadie se lo echó en cara. Todos los rostros eran felices de imaginar la forma en que nos amaríamos esa noche. Éramos unos buenos candidatos para vivir la noche más intensa de Maruata 2005. Yo seguía tocando con potencia y ella acercando su rostro al mío, clavándome los ojos hasta mi corazón, sonriéndome con los dientes apretados, diente contra diente bufando placer. Con sus manos me rozaba los hombros y con sus manos tentaba mi cara y mis labios, que aprovechaban para besar sus yemas. Ella tocaba mi sombrero como si fuese el glande más hermoso. Estábamos haciendo el amor en público, y no nos importaba.

Aquella fogata se cargó tanto de la más animal sexualidad que comenzaron a acercarse personas de otras fogatas y algunos paseantes, y fuera de nuestro círculo bailaban. Todos movían sus hombros, como si quisieran entrar a la mejor fiesta del mundo, todos danzaban en su metro cuadrado de playa personal, menos una chica. La chica de que hablo estaba hipnotizada por mi figura, tenía sus ojos fijos en mi bragueta, manteniéndose pendiente del bulto que marcaba mi verga bien parada bajo la mezclilla, erección que yo exhibía sin vergüenza alguna. La chica me miraba conmovida mordiéndose el labio sólo de ver cómo me mordía yo mis propios labios, imaginando tal vez cómo se marcaban los músculos de mis brazos bajo la camisa blanca, intentando descifrar qué sentía yo al golpear el cuero del tambor, pensando que el sombrero sugería ya el acto de cabalgar con rudeza, con dominio, domesticando todo lo animal, entregándose a ello. Los ojos de la chica se preguntaban con cuanta fuerza de mis piernas debía yo sostener el tambor para que no cayera y lo duro que estarían mis piernas al dedicarse a tal sujeción. La chica linda y exquisita se abrazaba del chico que la acompañaba, pero en su abrazo había mucho de huída y de sin sabor. El chico que iba con ella era muy guapo pero bailaba mal y no soltaba un vaso de cerveza que sostenía en la mano, éste se inclinaba para decirle algo al oído pero ella no le escuchaba porque centraba todo su escuchar en intentar descifrar el susurro que a mí me dirigía Altagracia. Pero este Vaquero que yo era no le pertenecería a aquella chica rubia y delgada, pues mi vitalidad era, hoy por hoy, posesión de otra. Las cosas eran justas y cada quien estaba con quien se merecía, mi cabalgar era de Altagracia y no de la espectadora, por mucho que se llamase Maricela y que fuese mi prometida y se sintiera con derecho de reclamar mi carne como suya.

Pequeño es el mundo, y mentiroso.

No interrumpí mi actuación. Respecto de Maricela, tampoco pensé buscarla después de la batucada, es más, no pensaba ocuparme del tema de mi prometida y su falsa catequización para irse de vacaciones con el apuesto galán que le acompañaba, no aquí, tal vez ya de vuelta en el Distrito Federal. Por ahora existía sólo para Altagracia. Crucé la mirada con el chico moreno y parecimos llegar a un acuerdo, miramos a los otros dos y comenzamos a tocar el mismo ritmo, los cuatro músicos en una marcha suicida, lastimando nuestras manos al máximo. El moreno dio la señal e irrumpimos en un toque fuerte que sonó como el mar estrellándose de lleno en la tierra. El silencio fue terrible después de esto, parecía que el mar mismo había guardado silencio para nuestro final. Nuestros brazos cayeron a nuestros lados, los cuatro músicos aspirábamos aire con profundidad, como si aprovecháramos una bocanada de aire luego de tocar horas bajo el mar. Los aplausos no se hicieron llegar. La chica coqueta se atrevió a plantarme un beso en la mejilla y una extraña se tomó una foto conmigo, como si fuese alguien importante. Por su parte, Altagracia tomó mi djembé y lo guardó en su funda de cuero, en un gesto de humildad y servicio que me dejó sin cosas qué decir. Ella cargó mi djembé como si fuese mi sirviente. Eran razones que yo no comprendería por ahora. Lo que ella quería era aislarme de las distracciones y de cualquier acto que supiera a trabajo, quería llevarme a la tienda para estar a solas conmigo y exigir todas las caricias que le había prometido con el tambor, por eso el afán de evitar que hiciera el más mínimo esfuerzo con mis excitadas manos.

Llegamos a la tienda y sabíamos perfectamente lo que queríamos hacer. Mis manos estaban calientes, pulsaban como las de un gorila dominante que se ha sacudido el pecho por largo rato, con los dedos largos, negros y gruesos. Cada dedo latía a su ritmo particular y hasta la más mínima brizna era registrada por las yemas. Mis huellas dactilares eran celdas de placer que semejaban receptáculos de nervios en carne viva, cargados todavía de la energía del sonido, piel vampiro que a cada golpe de tambor encerraba dentro de éste el gozo de la gente y su éxtasis y perdición, como si a cada golpe retacara la dicha en una oscura bolsa del tamaño del cuero del tambor. Autor y final beneficiario de la dicha era yo, y en mis manos guardaba todavía la magia del músico supremo, el ritmo del mar. Altagracia se arrancó de un tirón la parte inferior del bikini, quedando cubierta solamente con un pareo translúcido. Debajo de la tela se admiraba en penumbras el oscuro manchón de vello que rodeaba el epicentro de sus ansias y las mías. Estiró sus brazos y tomó mi antebrazo derecho teniendo el mayor cuidado de no tocar, por ningún motivo, la palma de mi mano. Con sus manos dirigió la mía para colocarla justo en su coño. Al contacto entre mis dedos y la suave carne de su vulva todo se iluminó. Mis yemas, resecas hasta ahora y presas de un dolor extasioso, lloraron su propia alegría cuando los fluidos de Altagracia les regaban como las primeras lluvias de la temporada, y la piel ávida de miel, sedienta de jugo, absorbía el dulce néctar. Mis dedos no habían hecho nada más que rozar aquello que ella quería que rozaran, eran como un conjunto de flores sin voluntad propia que se dejaban restregar en la piel. Al contacto con aquella vulva encendida los dedos despertaron de su letargo y comenzaron a moverse lentamente, vaciando en aquel recipiente de carne suave toda la música que habían almacenado hacía unos minutos. Las pulsaciones de los dedos eran perfectamente registradas por la rosa piel de los labios inferiores de Altagracia, y los latidos de estos labios eran recibidos por mis yemas.

Retiró mis dedos de su vulva y se los llevó a la boca. La mano exangüe se dejó llevar, se dejó depositar entre el paladar y la lengua de Altagracia, se dejó morder en un ritual de tortura divina. Los dedos, hinchados y calientes, sentían el lento fluir de la saliva entre sus comisuras, así como la presión venial de las mordidas y el masaje frío del bastoncillo en la lengua. Mientras Altagracia degustaba de mis dedos su propia miel, me miraba con una profundidad indescriptible. Comencé a mover mis dedos dentro de su boca y podía sentir cada comisura se sus labios, o reborde de la lengua, o tersura de la cara interna de las mejillas.

Tomó mi mano izquierda e igual la depositó en su sexo, pero en esta ocasión no me dejó en el borde para que mis yemas sólo besaran sus flor húmeda, sino que esta vez se las ingenió para que dos de mis dedos se adentraran en la cálida caverna de su cuerpo. Mis dedos sentían un infinito alivio al recibir una presión por todos sus flancos, y ella recibía el virulento latido de mis falanges. Altagracia emitió un gemido inhumano de descanso, de espera terminada, de misión cumplida. Ella fue alternando mis dedos para que no quedara uno solo sin introducirse en su jugosa vulva. Mis dedos, resucitados dentro de su piel, comenzaban a penetrar con entusiasmo su hendidura, metiéndose y separándose, palpando como la entrada del coño era una abertura acojinada con un par de muelles de la más deliciosa textura. Los vellos que rodeaban mi mano me excitaban como una pluma de pavo real que roza ligeramente el pene. El calor de su interior era reconfortante y salvaje, mientras que ríos de aceite bajaban por mis dedos hasta mi palma, como el cuello de un niño que no sabe beber aun en vaso y se vacía una carga entera de ambrosía.

Sacó mi mano izquierda de su coño y me la llevó a la nariz para que la olfateara. El aroma era fuerte y dulce a la vez. Sentí el deber de bajarme a beber directamente de la fuente. Al hacerlo encontré unos labios hinchados de tanto esperar a lo largo del día. Abrí mi boca ampliamente para abarcar de un bocado toda su vulva, luego cerré los labios para presionar toda esa carne, dejando que resbalara delicadamente por entre mis comisuras. Mi lengua emergió como una serpiente cazadora y se adentró entre la cueva, cuidando de lamer las paredes expuestas, separándome un poco para soplar, y luego volver a chupar. Aspiraba sus labios con ambición y una vez que me apoderaba de ellos jugaba con mi boca sopesando su suavidad. El sonido era asqueroso por brutal. Quise quitarme el sombrero, por obvias razones, pero ella no quiso. Complementé mis mamadas con las manos, metiéndo dedos en su coño o rozando su culo con las yemas, percibiendo a su vez lo aceitado que estaba todo. Bebí con gusto las mieles de su entrepierna, disfrutando su sabor, gozando de lo resbaladizas que eran, embadurnando mi rostro entero con su coño. Todo se aplicaba en su placer, mi lengua, mis labios, mi nariz, mi barbilla. Sus piernas siempre fuertes estaban flojas y rendidas.

Me apartó de sí y me observó. Yo estaba aun completamente vestido. Me desabotonó la camisa lentamente tocándome el cuerpo por los costados. Una vez que me dejó con el pecho desnudo comenzó a besarme en la boca con desesperación, de ahí se bajó al cuello, mordiéndome como un león a una indefensa cebra, bajó hasta mis tetillas y en ellas se entretuvo largo rato, usando su arete de la lengua para darme de golpecitos que tenían un efecto reflejo en mi verga. Mientras me besaba los pezones sus manos habían bajado hasta mis pantalones y habían comenzado a amasar el bulto que tenía ahí prisionero. Lo tentaba como quien hurga una bolsa de fruta para elegir la más suculenta.

Se puso de rodillas y me abrazó de la cadera. Su cara quedaba a la altura de mi pene. Se incorporó sin alzarse del suelo y se me quedó mirando. Dios, para mi ella era la mujer más bella del mundo en ese instante. Probablemente yo era el hombre más varonil para ella. Me sonrió pícara y comenzó a desabrochar mi cinturón, zafar el botón del pantalón y bajar el cierre de la bragueta. Como no llevaba trusa salió de inmediato mi verga, más decidida que nunca, más hinchada que nunca, ondeando con señorío. Ella la miró con codicia, ignorando tal vez que le pertenecía. Con sus manos la abrazó, la rozó, la agitó, la colocó en posición y comenzó a tragarla muy lentamente, paseando su lengua con arete de un extremo a otro, dándome a sentir sensaciones no imaginadas por mí, como si una munición de fuego recorriera el tronco de mi verga. El interior de su boca era caliente. Me tomó de los testículos y desde ahí me empujó para que le empalara la boca. Me tragó por completo, sin temor a asfixiarse, luego se sustrajo para respirar, dejando escurrir una estela de saliva que rodó blanca hasta el suelo, tal como si ya me hubiese yo regado en su boca.

Me bajó los pantalones por completo y me quitó las botas. Eché a un lado el sombrero. Ella sólo se quitó el sostén y ya estaba desnuda. Aprovechamos que aun quedaba un poco de aceite de coco en un bote y nos comenzamos a untar el aceite, esta vez sin recato alguno. Ella me untó en los testículos y los apretó bien fuerte, yo deslizaba mis manos aceitosas por sus nalgas, dejándolas resbalar entre mis dedos, le unté en los pechos y los apreté como había querido hacerlo desde el primer instante en que la vi. En sus pezones me divertí largo rato, lamiéndolos, viendo como se ponían más brillantes mientras más los apretaba. Parecíamos un par de chicas de esas que pelean en aceite, brillábamos por completo, estábamos calientes y sudorosos, nos comíamos el sabor de tanto sol, de tanta arena, de tanta espera.

No contentos con las mamadas que nos habíamos dado nos entrelazamos en un salvaje sesenta y nueve, compitiendo para ver quien mamaba con más voracidad. Luego de comernos un rato ella se recostó y yo coloqué mi verga entre sus tetas, y ella, presionando su par de pechos entre sí dejaba que yo me deslizara en medio de ellas, sintiendo cada capa de grasa y músculo. Me puse de pie y la tenía a mis pies, abierta de piernas. Coloqué la punta de mi verga en la entrada de su cuerpo y comencé a embestirla con brutalidad, encajándole toda la barra hirviente hasta el fondo. Pese a que era una mujer amplia, su coño era estrecho por dentro, y no tuve recato en ampliarle sus límites. Mis piernas no repararon en ningún esfuerzo y me coloqué en las posiciones más inverosímiles que permitieran penetrarla en los ángulos más deliciosos. Mi verga era un cilindro candente que barrenaba hacia los lados y hacia adentro, intentando rozar con cada vena las paredes internas de Altagracia. Ella había comenzado a aullar de gozo, y yo también, sin importarnos que alrededor estuviesen otras cabañas o que nos pudiesen ver. En el peor de los casos más de una pareja se animaría sólo de escucharnos.

Ella me pidió que la jodiera de perrito, lo cual hice obedientemente. Una vez que la estaba penetrando con fuerza me pidió algo especial.

-Pégame en las nalgas. Pégame como si fuese el tambor.

-¿Te gustan los golpes?- pregunté.

-No, me gustan las firmas, me gustan tus manos.

Comencé entonces a penetrarla y a darle de nalgadas. Los golpes no eran golpes salvajes que pretendieran lastimarla, sino verdaderos eslaps, es decir, un chicotazo dado con la mano, tan veloz que no cuenta como contacto, que sólo irrita la piel, como un tatuaje fresco e igualmente adictivo. Le sonaba en las nalgas mientras mi verga entraba y salía de su oscura cueva. Las nalgas estaban rojas de tantos golpes, así que dejé de golpearlas y por el contrario comencé a acariciarlas, curando cualquier dolor, pero sin dejar de penetrar. La empiné contra el suelo y tendí mi pecho contra su espalda para morderle el cuello y penetrarla en un ángulo más izado. Mientras la jodía le abrazaba las tetas. Por alguna suerte de hechizo mi verga se inhibió para eyacular, sentía placer pero no el impulso de regarme. Aproveché eso para acomodar a Altagracia de lado, de pie, montármela a horcajadas, acomodándome casi cruzado con ella, procurando que la curvatura natural de mi verga tocara cada uno de sus rincones.

El arillo del culo estaba bastante dilatado y ella me pidió que le diera por ahí. Enfilé la verga y comencé a barrenarla estando ella tendida y en horizontal sobre el suelo de la tienda. Mientras la penetraba por detrás, mis manos de músico jugaban con su vulva como niños curiosos. Altagracia tembló toda cuando comenzó a venirse, y emitió un grito muy bonito. La acomodé en otras posiciones y se vino otras tres veces, pero yo no estaba ni siquiera cerca de eyacular. Ella me tendió sobre el suelo y se ofreció a montarme. Su coño apretaba de tal manera que en un dos por tres ya me tenía regando toda mi leche entre sus piernas. Su entrepierna era una roca con una hendidura y mi sexo el mar que reventaba. Nos abrazamos. Estábamos sudados y exhaustos.

No fue la última vez que nos acoplamos, pues durante la noche no nos dimos tregua. Aun en la mañana, al amanecer, viendo al sol salir de nuevo, continuábamos disfrutándonos.

Durante la noche llegó Brontis. Me hizo un relevo en las carnes de Altagracia. Por alguna razón yo fui feliz mirándolos. Eran bonitos los dos. Él la trataba con un cuidado que nunca hubiera imaginado en él. Ella jugueteaba con su verga como con su muñeca preferida. Brontis se regó en ella. Luego volví yo a la carga y la empalaba mientras ellos se besaban con gran ternura. Brontis, dentro de su amabilidad, separaba las nalgas de Altagracia para que yo la penetrara más profundo. Luego Brontis recuperó fuerzas y decidió participar. Tendidos en el suelo de la tienda penetrábamos a Altagracia, yo por la vagina y Brontis por detrás, con una armonía deliciosa. Poco a poco Altagracia nos condujo a un beso instantáneo en que nuestras tres bocas se juntaron en una sola, sorprendidos nos reímos y seguimos con la refriega. En momentos distintos nos vinimos los tres, pero nos quedamos ensartados hasta que las vergas fláccidas se salieron por sí solas del cuerpo de Altagracia. Laxos y felices, caímos rendidos.

Cuando nos despertamos Brontis nos había preparado de almorzar. La plática fue ligera. Noté que Brontis había comenzado a recoger sus cosas y sólo faltaba recoger la tienda. Eran las cuatro de la tarde cuando almorzamos. Mi verga me dolía deliciosamente y Altagracia caminaba ondeando el cuerpo como una recién casada. No quise bañarme, ella tampoco, olíamos a coco, a sudor, a semen y a jugo de mujer.

No hablamos casi de nada porque era claro que ellos se dirigirían a la playa La Llorona, que queda junto a Faro de Bucerías, y yo regresaría al Distrito Federal. Fue entonces que intenté buscar el Corsa de Maricela, pero no lo vi. No importa que hiciera, todo era antesala para el momento de separarnos. No habíamos hablado de nuestras direcciones ni de referencias que nos permitieran encontrarnos.

Brontis me pidió si los acercaba a la carretera. Obvio les dije que si. El tramo de la playa a la carretera me pareció inmenso. Intercambiamos correos electrónicos, yo le expliqué a Altagracia como se componía el mío, por si lo perdía pudiera recordarlo. Yo tomé el papelito que me dio Brontis con el correo electrónico de ambos.

Llegamos a la carretera. Nos dimos un abrazo sincero pero desproporcional a las cosas que habíamos vivido. Le regalé a Altagracia el disco de Fratta, ella me regaló el de Nouvelle Vague. Yo me encaminé hacia el sur, ellos irían hacia el norte. Mal me encaminé por la carretera vi por el retrovisor que una camioneta se detenía para darles un aventón hacia las playas del norte, Altagracia, sabiendo que miraría por el espejo, agitó su brazo diciéndome adiós. Yo saqué el brazo, bendiciéndola. Bendiciéndolos.

El regreso me pareció muy corto. Durante él, pensé en qué haría respecto de mi boda. ¿Realmente tenía caso casarme con Maricela? ¿De cuál Maricela hablo? ¿De la mojigata que va a misa o de la que se va de paseo con amigos a espaldas de su novio? La primera se llevaba bien con miguel Ángel, pero no sé si pueda extirpar al vaquero, la segunda me querría como Vaquero y me engañaría como Miguel Ángel.

La revista Chilango había mentido todo el tiempo. No hubo destino sin tumultos. Pero vamos, los chilangos adoramos el tumulto. No importa cuan habitado esté un lugar, podemos estar a solas si queremos. En la noche Altagracia y yo estábamos en la más virgen de las playas. Rodeados de gente. Pensé que en realidad Altagracia formaba con su libertad un velero, que me había invitado a subir un poco. Tal vez aprendí a no buscar destinos sin tumulto, o aprendí una cosa mucho más importante, considerando que vivo en la capital, que en cada tumulto uno puede buscar un destino.

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