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Radicales y libres 1998 (4)

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RADICALES Y LIBRES 1998

(Cuarta Parte)

El Procurador tendría acaso unos dos o tres años más que Rosso, sin embargo su talante era mucho más delicado, no tan maltratado, a la vez que había un dejo de plenitud que a Rosso le faltaba. Por otra parte, Rosso tenía una ligereza que este otro tipo no tenía, al Rosso parecía no importarle muchas de esas cosas que preocupan, y éste en cambio tenía un entrecejo marcado a fuerza de darle importancia a todo. Es posible que a Rosso le viniera mejor la carcajada, mientras que a éste la carcajada le fuese vedada, pero en cambio disfrutara de una gris felicidad, misma que a Rosso sería inexpugnable.

"Dirás que soy un mamón al pretender que sé quien está a punto de hacer de su vida una mierda y quien no. Créeme, no es mi intención hacerme ningún tipo de prestigio porque a grandes rasgos tu opinión me vale una semilla de alpiste. A ser honesto no soy de los que invitan copas a tipos como tu."

"¿Qué sentido tiene entonces? Ahórrese su copa si lo que quiere es sobornarme para que me calle la boca acerca de lo que escuché"

"Te repito. Tu opinión me vale un mísero ajonjolí. Aunque puede que no sea del todo cierto. El día que te vi, ahí todo miserable entre las ramas del monte, sentí una pena muy grande, no porque sintiera simpatía por ti, sino porque momentáneamente me vi reflejado como aquel que yo era a tu edad, con un ramillete de ideales, aun apasionado por las discusiones y por sentirme parte de algo, de preferencia de un movimiento revolucionario que modificara la realidad cotidiana que me asqueaba. Te veías tan inocente, o tan pendejo, que es lo mismo."

No me gustaba ese supuesto señorío con el que me estaba hablando, máxime que yo no era parte de su fuerza policíaca y no tenía por qué escuchar toda esa arenga en la cual, bajita la mano, se había dado muy sutilmente tiempo para llamarme, hasta ese instante, miserable, antipático y pendejo, más lo que faltara. Sin embargo, detrás de esa postura de hablarle al recuerdo del recuerdo, y no de hablarle a un interlocutor, presentía que había algo para mi, algo que sólo de escucharlo me enriquecería de alguna manera.

"Veo que traes rayado en tu pantalón la leyenda "¡Viva el Che!". ¿Lo has leído? Vaya, ¿Siquiera sabes cuál es su nombre? Sólo sabes su apodo ¿Cierto? Sólo conoces al Che porque es el logotipo de la revolución o la nueva imagen de los jeans Furor, pero créeme, es algo más. Yo, a tu edad, conocía al dedillo todos los ideales que respaldaban cada gesto de mi actitud. Me afilié a grupos de choque porque mi alma era de choque, entré a ellos porque yo era así, y no me hice así por entrar a ellos. De alguna manera tenía fe que una masa de gente que clamara causas justas tendría que ser, por definición, respetada por cualquier democracia. Nuestro error es que, al igual que ahora, en México nunca hemos estado en una democracia. Creí. Creí en mis ideales y los defendía de manera autentica. Nunca acepté favores, ni dádivas. ¿Cómo podría hacer algo por la lucha aquel que no puede hacer algo siquiera por sí mismo? ¿Cuándo un grupo de zánganos han gobernado una colmena? Veo que eres atento y que todavía te importa un poco el saber que no eres un miserable esclavo, sólo eso me mueve a decirte todo esto, no me gusta perder mi tiempo."

"¿Quien fue Elizabeth?" Pregunté para cambiar de tema. Su rostro se sumió aun más en el pasado, quedando suspendido en el silencio. Sus ojos se tornaron vidriosos. Comenzó a hablar, en realidad para sí mismo, yo no importaba, yo no escuchaba, yo no existía.

"Fue en el mismo año de 1968. Yo estudiaba en el Instituto Politécnico; da un poco de pena admitir que pese a que me sentía con una revuelta en las venas no me había atrevido a participar en ninguna manifestación. Todo había comenzado el 22 de julio en que supuestamente había sucedido un pleito entre escuelas preparatorias, las cuales habían recibido ayuda de fuerzas ocultas y de represión. Hasta ahí pensaba yo que eran unos cabrones revoltosos que en cierto modo merecían lo que les ocurría. Luego el primero de agosto había sucedido una marcha que protestaba por la falta de respeto a la autonomía de la UNAM, la cosa seguía dándome vueltas a mi, pese a que muchos compañeros, sin importar el Alma Mater, ya protestaban. El 27 de agosto la cosa se puso más fea, yo con un paso adelante y otro detrás. La bandera rojinegra que se había izado en pleno zócalo le había cagado muchísimo al gobierno. Las Olimpiadas estaban por comenzar y la Presidencia de la República quedaba como un gobierno pusilánime que no garantizaba la paz social para la gloria deportiva y competitiva por excelencia. El 18 de septiembre toman Ciudad Universitaria. El 23 de septiembre toman el casco de Santo Tomás, del Politécnico. Ahí entro yo. Se organizó una marcha que luego se conocería como la marcha del silencio, aunque faltó mucho de eso. Lo fue para mi, tal vez. Era una marcha fantástica porque no se iría alzando los brazos y gritando el por qué de nuestro mitin, pues dábamos por sentado que todos los que nos viesen sabían de qué se trataba nuestra marcha. Esa seguridad de que todos sabían lo que queríamos, lo que nos movía, era una sensación única. No nos importaba averiguarlo, estábamos seguros de ser entendidos y comprendidos en absoluto, fueron tiempos así en que jurábamos tener la simpatía de cualquier persona libre, nunca volví a sentirme tan seguro de nada. Esa seguridad iba a durar bien poco, pero ese día yo no lo sabía.

Me tocó la suerte, porque eso fue, una suerte, de que a mi lado se prendiera de mi brazo una chiquilla, bajita en extremo, de cabello negrísimo, cuyos zapatos de tacón alto, aunque nada puntiagudo, hacían que se tambaleara a cada paso como una boya en el océano. Como todo era tan fraternal, tan único, yo sólo la dejé aferrarse a mi brazo, sentí su brazo delgado y más frío que el mio, ella debió sentir uno más ancho y cálido. Los ideales se me borraron por completo y sólo comencé a existir en esa parte de brazo en la que esa chiquilla me sujetaba. Dado que la filosofía, dado que la revolución, pasamos bastantes pasos sin que yo volteara a verla. Imaginaba que se trataba de alguna hermana de alguien, no una estudiante de preparatoria o de carrera, sino alguien más pequeño, una menor, seguramente. Pese a aquella idea, la sensación no se hizo más débil. Era como si el barco universo emprendiera la huída y yo, despistado, resbalara fuera de ese inmenso barco, y en ese contexto, mi sostén a ese barco fuese aquel bracito que, frágil, me sostuviera frente al vacío.

Una calle se hizo más angosta y entonces nos tuvimos que abrazar unos con otros de la cintura. Yo la abracé a ella, a ese tallo delgado y huesudo, podía oler su piel con mis manos y por encima de su blusa. Me gustaría tener una foto de mi en aquel instante, estoy seguro que portaba una sonrisa irreprimible. Era feliz. Por fin voltee a la chica de a lado y vi que ella, que llevaba una cinta sobre sus labios, me miraba. Sus ojos eran grandes, muy grandes y de un color avellana muy dulce, sus pestañas como la violenta estela de gotas que levanta una bala al ser disparada al corazón del mar. Rodeando sus ojos unas pequeñas arruguillas que me despejaban la idea de que ella fuese menor de edad. Pero qué importa la edad, era menor en todo lo malo, y mayor en lo demás, en lo de utilidad, en belleza, en su espíritu que sentí conocer desde aquel contacto de nuestros ojos. Agradecí al cielo haber nacido relativamente guapo, lo suficiente al menos como para gustarle a ella. Me sonrió con aquella boca suya hecha de cinta de embalaje suave, yo sonreí sin mostrarle mis dientes. Nuestras estaturas eran muy dispares, yo de metro setenta y ocho, ella de un metro sesenta y siete, ya con tacones.

Nos fuimos así, silenciosos, caminando a un paso idéntico, respirando a un ritmo idéntico, latiendo iguales. La marcha se terminó de cualquier modo y nos tuvimos que dispersar. La magia terminaba de alguna manera, pero empezaba de otra. Era como subir a la punta del Everest y lamentar que no había más sitio al cual subir, reconocer que no había más futuro que regresar. Batallamos un poco para separarnos. Duramos abrazados hasta que ya era ridículo seguir abrazados, al menos bajo el pretexto de la marcha. Me dolió soltarla. Fue un instante muy raro, pues en teoría cada quien iría por su lado. Pero en realidad no teníamos lado al cual ir.

Me acerqué dispuesto a pedirle sus datos o invitarla a tomar un café. Ella no sólo no se quitó la cinta de embalaje de la boca, sino que me colocó una a mi. Hecho esto, nos abrazamos tal como íbamos en la marcha, es decir, amorosamente. Caminamos largo rato admirando la ciudad como si fuese la primera vez que paseáramos por este mundo. Llegamos a un parque y fue ahí cuando la recargué en un gran árbol y me paré frente a ella para verla todavía mejor. Era bonita, muy bonita, una bonita a escala, con sus formas perfectas pero en dimensiones más pequeñas. Le quité con toda la suavidad que pude la cinta de embalaje y su boca se apresuró a respirar y su lengua a dar un poco de brillo a esos labios redondos que tenía. Ella alzó sus manos huesudas pero lindas hasta mi boca y me quitó a mi la cinta. Metió un dedo a mi boca para mojarlo con mi saliva para luego humectar, con la yema de su dedo índice, mis labios; mientras recorría mis labios con su dedo hacía muecas con sus propios labios, como si una mano invisible, reflejo de la suya, humectara su boca a semejanza.

Me incliné como una jirafa que encuentra en el suelo de la selva un durazno chamánico y ella se alzó como un cervatillo que descubre que será él quien devore la última hojilla del otoño. Nos fundimos en un beso que nos penetró en muchos niveles. Su lengua comenzó a recorrer mis encías y la mía su lengua y el interior de sus pómulos. Manó tanta saliva que un chorro de ella, blanca y espesa como el sémen más fértil, cayó como si ambos eyacularamos por la boca y acabásemos de regarnos juntos. Nos abrazamos en extensión del beso e igualamos nuestra respiración. El aroma de su cavidad nasal me hacía sentir curiosidad por sus pulmones, y su beso de su alma.

Seguimos sin decirnos nada con la boca, aunque con la mirada nos decíamos poemas escritos en lenguas muertas que anuncian su vuelta a la vida. Llegamos hasta un hotel cercano y, por capricho, me fingí mudo ante el de la recepción y le anoté lo que quería en un papelillo. Cerré el traro de la habitación moviendo afirmativa y negativamente la cabeza. Sé que no creyó que fuera mudo, pues los mudos traen la boca abierta sin empacho, seguros que de ella no habrá de salir ni una "i"; yo en cambio, para ser mudo tuve que mantener los labios bien apretados uno contra otro. Subimos a la habitación por unas pequeñas escaleritas, ella delante de mí pero arrastrándome de la mano. Pude ver, por vez primera, sus caderitas por detrás. Eran redonditas, bonitas, del tamaño de un balón de básquet bol. Hice cálculos de si mi carne haría mucho daño ahí y me respondí que no; confié en ella.

Entramos a la habitación. Se quitó los tacones, sus pies eran pequeños y muy lindos. Quedó muy bajita. Yo me senté en la cama para estar un poco más a la altura, pero de sus ojos. Ella se paró frente a mi, primero la tomé de ambas manos y volvimos a besarnos y a derramar saliva. Cayó el chorro al piso, nos reímos. Vi sus dientes por primera vez. Nos besamos largo rato, sin prisa alguna, para eso existía el tiempo, para disfrutarse. Ella comenzó a desabrocharme la camisa, recorriéndome la piel como si su mano tuviese un radar; encontró cuando menos tres corazones en mi pecho, se habían multiplicado desde que la conocí.

Yo le quité su blusa también, y me di tiempo de jugar recorriendo con el dedo la orilla del sujetador, como pidiéndole permiso de quitarlo. Su piel olía muy bien, era blanca y no tenía absolutamente ningún lunar; sospeché que era hija de un ángel. Le quité el sostén y sus pechos ni se inmutaron, no se movieron para ningún lado, ni siquiera para abajo. Hija de un ángel, volví a pensar. Le lamí los pezones de una manera muy dulce, hasta que se erizaron como la punta de un par de trompos girando, como si esos trompos los sostuviera yo con la lengua, sintiendo las cosquillas de su girar hasta mis caderas. Seguía el silencio, sólo el rumor de los resortes del colchón, el silbido de las sábanas al desacomodarse, el indicio de que el hotel tenía más habitantes que nosotros y el lejano murmullo de un bidet lejano que se acciona llenaban el ambiente. No había rincón de aquella habitación que no estuviera llena de nosotros para ese instante.

Mi mano se deslizó hasta sus rodillas, las que se veían blancas al igual que el resto de su piel; sus pies eran bellísimos, para variar. Sus piernas no estaban frías sino que guardaban la tibieza del agua del mar en el mes de julio; las recorrí sintiendo sus tensas formas y a la vez levantando aquella faldilla que llevaba. Cuando comencé a sentir esa curva que anuncia el nacimiento de las nalgas me detuve para ver su cara, su boca temblaba, pero seguía muda. Por instinto no le quité la falda, sino que lentamente comencé a bajar sus pantaletas de algodón que llevaba, algo húmedas para ese entonces. Dado que había sido una maniobra muy técnica, fingí ignorar que mis dedos habían alcanzado a advertir un tupido vello en su pelvis. Comencé a levantar su falda como quien devela un monumento que muestra por vez primera la verdadera imagen de Dios, y Dios tenía forma de un par de piernas coronadas con un espeso montículo de vello que pese a lo abundante no era nada grueso. Sobre su selva se erigía, como estrella de Belén, un lunar negro que me anunciaba la ubicación de mi destino, el único lunar de aquel cuerpo divino pero no por eso inhumano.

Me incliné y como un oso hormiguero comencé a beber lo que su coño tenía reservado para mi, miles de partículas de éxtasis estaban regadas en sus labios y en el interior de esa cueva caliente como un aro de fuego que deseaba atravesar, obediente. Mi lengua fue trazando círculos alrededor de su sexo como si ello fuese un ritual obligatorio que yo, tramposamente, hacía por placer. Ella se contoneaba como una bailarina caracol, lenta y jugosa sobre ese arbusto que era mi lengua. Yo para ese entonces estaba ya de rodillas en el suelo, que era como debería de estar, postrado ante aquella belleza. Me tomó de las orejas y me alzó, como quien ha pasado una prueba, y me empujó a sentarme sobre la austera camilla. Ella se quitó la falda de una manera muy veloz, como poco interesada en hacer streaptese. Me quitó mis botas, yo me sentí como el patrón del racho. Luego el pantalón, y nada más porque no llevaba trusa. Mi miembro se contorsionaba de un lado a otro para luego quedarse inmóvil, como dispuesto a afrontar lo que viniese. Ella tomó con sus pequeñas manos mi sexo, tomándose el tiempo de averiguar si era real o de mentira. Sus dos puñitos hacían un par de anillos en el tronco de mi sexo y más allá de sus dos puños sobresalía mi glande. Creo que ella supuso que aquella pieza era algo más grande de lo que ella hubiera querido, pero de alguna manera le dí la confianza de que le haría todo, menos daño. Comenzó a meterse, no sin dificultad, mi verga en la boca, la cual trazaba alrededor un arillo perfecto. No era muy buena en cuanto a la técnica que usaba, sin embargo de alguna manera daba a entender que le gustaba sentir aquello y que lo hacía con la mejor de las intenciones. La cosa mejoró cuando desistió de ofrecerse como cavidad, siendo que no tenía capacidad bucal para comerme, y se dedicó a lamerme con su lengua y labios a lo largo de mi falo. Su lengua danzó alegremente en mi glande.

Me alcé y con la mirada le invité a que se recostara en la orilla de la cama. Ella se acostó en la orilla y abrió las piernas en compás. Yo me incliné para besarla más, aprovechando que esta posición era más cómoda que el estar de rodillas. Tomé nota que, pese lo menudita que era, su sexo estaba plenamente desarrollado y era incluso bastante amplio, aunque no quise engañarme, lo ancho no garantizaba lo profundo, había que tener cuidado. Me paré y poniéndome en cuclillas comencé a restregar la punta de mi falo en la boca de su vagina, luego recorrí su flor con el canto de mi miembro, ella seguía callada. Coloqué con gran cuidado la punta de mi glande en la puerta de su cuerpo y comencé a introducirme lentamente. Ella sin embargo prefirió jalar mi cuerpo para empalarse de súbito, aunque poniendo una de sus manos en puño a la altura de su sexo, seguramente para que no me encajara hasta el fondo. Cuando la penetré su voz por fin apareció, ello mediante un gritillo tan dulce y tan nuevo como el que emitiría un niño que nace y que empieza a llorar espontáneamente, sin nalgada del partero de por medio, así, con ese llanto que rompe el silencio, que se convierte por momentos en lo único que importa al ser el inconfundible sonido de una vida que se inaugura dando paso al aire a un par de pulmones nuevos, así se escuchó su gritito. Los gemidos que vinieron después fueron de naturaleza distinta, como si aquel bebé recién nacido hubiera cumplido veinte años para la segunda acometida, unos veinte años libres y plenos, seguros de querer amar y dejarse empalar degustando cada sensación que el sexo, como regalo, se merece en un cumpleaños diario.

Yo, mediante un mecanismo que aun no comprendo, transformé mi cuerpo en consideración, modelando mi falo para que fuese más pequeño, cierto que también más blando, pero a ella parecía gustarle la nueva textura serpentina de mi sexo, y más aun cuando pude mover la cadera en círculos, dándole a cada embiste un ángulo nuevo, como si le hicieran el amor cinco viajeros provenientes de continentes distintos. Ella comenzó a jadear cada vez más rápido y luego emitió un alarido vertiginoso a la vez que apretaba sus dientes y sus puños. Encajándome con estos últimos, sus uñas en mi pecho. Yo comencé a sentir la llegada de mi simiente, misma que derramé ampliamente en aquella cueva bendita. Ella se hizo más al centro de la cama y yo me recosté sobre ella. Mi cuerpo sobresalía en todas direcciones, pues le ganaba bastante en volumen, pero mi acomodo permitía que mi falo no saliera de su cuerpo, como reposando en un útero de semen, madurando. No me hubiera importado embarazarla en ese instante porque para ese momento yo ya la quería como esposa y seguro estaba de querer amarla para siempre, mientras que su mirada, llena de ternura me daba las seguridades del sí, y no había orgullos banales ahí, no había broma ni trampa, ni ventaja ni injusticia, era como si ya supiéramos todo.

Luego nos bañamos. Nos vestimos. Antes de irnos nos recostamos unos minutos. Fue ahí que conocí su nombre, Elizabeth, y que ella conoció el mío, no mi nombre de batalla, sino mi nombre. Así pasaron aquellos días, en total nos vimos cuatro días, y ese cuarto y último fue el 2 de octubre.

Ese día ella llevaba un pantalón verde y renegó un poco cuando yo le comenté que parecía un pantalón de soldado, lo cual era lo peor en aquellos momentos. Llevaba una blusa color blanca algo delgada. Debajo un sujetador también blanco. Yo llevaba puesto un pantalón de mezclilla y una camisa negra. Yo ignoraba cuál era la participación exacta de Elizabeth en el Consejo Nacional de Huelga, y a ser honestos me sorprendió verla aquel día con un par de morrales, uno lleno de propaganda y otro con gran cantidad de dinero que se había recolectado para la causa. Esa vez nos acompañó El Rojo. Yo no lo conocía bien, pues no era amigo mío, sino de Elizabeth; por esa misma razón yo no me tomé la molestia en juzgarlo ni en hacerle saber a Elizabeth que su presencia no me gustaba nada, total, para mí, se trataba de soportarlo unas horas. Tenía la cara llena de pecas, mismas que ahora no se le notan por las quemaduras del sol, y unas cuantas espinillas. Era muy joven pero lucía algo mayor a punta de tener un rostro atemporal. Cada que abría la boca decía alguna idiotez izquierdista que no venía al caso. Era cierto que las cosas no marchaban bien, y que se hacía necesario un cambio, pero de ahí a creer cretinamente cuanta teoría se escucha hay gran trecho. No tenía la seguridad con que ahora se pavonea, ni gozaba del respeto de sus compañeros.

Antes del mitin nos habíamos comido unos tacos, mismos que serían maldecidos por mi muchas noches. Avanzamos en el mitin y un aire extraño se advertía en la atmósfera, pues había mucha policía y mucho ejercito. Hombres sin cara de vivir ahí eran notados por su prisa y su deseo de no ser notados. Me dieron a mi ganas de hacer del baño, así que me excusé y dejé al Rojo y a Elizabeth en la Plaza de las Tres Culturas; desde el tercer piso del edificio Chihuahua los líderes del movimiento lanzaban un mensaje sin mensaje, un mensaje de querer ser escuchados y de no soportar las cosas como estaban, es decir, una nada, algo que de ser dicho hoy estaría vigente, pues la desesperanza nunca se extingue. Me había parecido ver un baño de 2 pesos en el camino que habíamos tomado para llegar a la plaza. En mi andar vi tanques, y éstos no me alarmaron porque ya se habían visto el 27 de agosto y podrían ser ahora simple decoración, pues no habían disparado aquel día y no lo harían esta vez. Vi que volaron un par de luces de bengala que surgieron de la torre de Relaciones Exteriores, yo no encontraba baño alguno. Eran las seis con quince, llevaba ya quince minutos buscando un endiablado lugar para hacer del baño, el enfado me había estreñido milagrosamente, ya no ocupaba ni baño ni nada. Luego apareció un helicóptero y arrojó como en dirección de la plaza otro par de luces de bengala. Luego se empezaron a escuchar los disparos.

Yo corrí en dirección a la plaza, esto como un acto ilógico, pues quería estar a lado de Elizabeth; salvo algunos soldados y hombres con cara de hampones, todos sin excepción querían huir del lugar, no acercarse, yo estaba bien loco. Todo corrió a mi alrededor como si estuviera en cámara lenta; la situación era un conjunto de historias individuales que se agolpaban viciosamente; un soldado descubriendo el origen de los disparos y apuntando en esa dirección con su rifle; otro soldado tirándose sobre un niño para protegerlo; una chica corriendo y perdiendo un tacón, la de a lado de ella recibiendo un impacto de bala en el abdomen y cayendo al suelo sin siquiera meter las manos; una multitud corriendo como banco de peces cobijándose bajo la fe de que una bala solo hiere a uno y que el resto se salvará, confiando en eso y en no ser ese uno; tipos empujando al de adelante y el de adelante empujando a otro. Balas zumbando. Y en medio de esto un loco caminando como si fuese inmune a las balas gritando: "¡Elizabeth! ¿Dónde estás?", y era sólo al pronunciar el nombre, pues la pregunta se escuchaba a coro, no era el único que buscaba.

Decidí esconderme por los recovecos de los edificios. En uno de ellos había un ascensor descompuesto, ahí me metí hasta que el momento fuese más propicio para buscar. Por ahí de las siete cesa el primer tiroteo, como por efecto del dolor humano, anochece más rápido. Pasa más tiempo, ya está oscuro, ya llueve. Merodeo por varios sitios. En los edificios se cuecen historias. En algunos lugares tienen gente en paños menores, de cara a los muros, detenidos. Mi camisa negra me vuelve invisible, actúo lento, eso nadie lo entiende, ello me pierde. Llueve más. La plaza está llena de zapatos sin dueño, en las ruinas arqueológicas hay varios cadáveres, y otros más han sido apilados en las puertas de la iglesia, en los edificios sólo hay muertos en los escasos jardines, pues los pasillos han sido despejados. Ni las tres culturas, ni la prehispánica, ni la catolicísima española, ni la citadina del México moderno, nos habían preparado para esto. Más lluvia y los bomberos con una extraña prisa de lavar la plaza, de no dejar rastros de sangre. Ahí no había pasado nada y los muertos no se atreverían a decir nada.

Me encontré una cámara y un gafete de reportero, me los colgué al cuello y seguí caminando, le di gracias al muerto que yacía a lado de estos artefactos, por cierto muy parecido al del gafete. Terminé por buscar en el anfiteatro de la Tercera Delegación, total, si Elizabeth estaba viva, ya la encontraría. Me daba vergüenza buscar ahí porque era como no tener fe en sus ganas de vivir, pero acaso era necesario. Vi a un compañero del poli con un plomazo en la espalda; mucho muerto fresco. Allí, apilada entre otras dos muertas, estaba mi Elizabeth. No debía estar yo ahí, incluso había tomado yo algunas fotos para despistar, pero no podía fingir ante esto. Las tres chicas estaban muy lindas, aunque muertas, y eso era un mensaje horrendo, no tenían por qué morir. Me acerqué y tomé una de sus frágiles manos, estaba pisoteada, con algunos huesos sin duda quebrados. Le acomodé algunos dedos para que pareciera aquella mano que yo recordaba. Sólo dos tiros tenía, uno en el pie y otro en un pómulo, vista de un lado era mi Elizabeth dormida, del otro era un monstruo. Su blusa estaba rasgada de una forma muy extraña, como si le hubieran arrancado un pedazo bien amplio, de ahí que se viera su sostén; dado que un pezón salía de la copa de éste, yo me apresuré a acomodarlo en su sitio para mayor dignidad, si es que cabe; un sujeto me tomó una foto tocándole el pecho. Intenté reclamar el cuerpo pero nada me legitimaba a ello, es más, ni siquiera sabía sus apellidos. Venga mañana, me dijeron. Al día siguiente habían sólo 24 muertos, no los más de sesenta que yo había visto. Entre los muertos que nadie podía demostrar que habían muerto, es decir, los que en palabras del gobierno estaban escondidos en alguna parte o fugados con el novio, estaba mi Elizabeth.

Mi manera de conocer a la madre de ella fue muy triste, pues tuve que explicarle que estaba seguro de su muerte, que la había visto muerta, pero que no tenía cuerpo para demostrárselo, ni noticia de dónde había quedado. Mi memoria era todo lo que me quedaba.

Investigué. Habían quedado encerrados en un edificio y sistemáticamente estaban peinando cada uno de ellos. Dadas las bolsas que traían el Rojo y Elizabeth, tuvieron que huir. Los interceptaron en un pasillo. Primero le dieron a Elizabeth en un pie, el Rojo tomó las bolsas, él pudo huir. Me quitaron a mi mujer. Nunca quise hablar con el Rojo de esto, me han llegado chismes, sólo eso. La única versión que me interesa es la de ella, y no está para dármela.

Luego se supo que los líderes del movimiento tenían relación con el poder que criticaban. Diez días después de la matanza se iniciaron las olimpiadas como si nada. La fuerza se durmió, a mi forma de ver. Yo seguí con mis ideas de cambio, pero tomé vías diferentes para ejecutarlas. Muchos de aquellos que dirigían o participaban en algún cargo importante del movimiento, quedaron en cargos burocráticos, según esto luchando, una lucha de la cual sólo es testigo quien la lleva a cabo, y como único testigo adicional la propia honestidad."

Estaba yo adquiriendo una visión muy clara y diferente de lo que mi vida era. El cambio social era una gran mentira si el interior de uno no es el de un verdadero agitador, el de un provocador. Yo sentía que era de esa calaña, pero por primera vez me sentí fuera de lugar, me sentí sentado en una posición del mundo que en nada apoyaba mis ideales, es decir, los pocos que sí eran míos. Este señor no podía más que simpatizarme, sin embargo, técnicamente era mi enemigo.

"Es triste" Dije por decir algo.

"Lo que es triste es que todo siga siendo una mierda."

"¿Cómo es que se opone a la lucha?"

"No seas estúpido. Eso que ustedes hacen no es lucha alguna. Llevan treinta años en supuesta lucha y no han logrado nada con su ataque frontal. El sistema está hecho para soportar este tipo de ataques en el que ustedes, es decir el enemigo, es visible y determinado, contabilizado y controlado; son una contra que funciona bajo un sueldo estatal. Créeme, así como en la vida así es en las organizaciones; la lucha frontal es un gesto inocente de vanidad torcida, sólo puedes vencer a tus enemigos si los conoces, sólo puedes eliminar tus problemas si estás familiarizado con ellos. Ustedes, al sentirse una contra, al sentirse fuera del sistema, pierden toda oportunidad de derrotarlo, pues siempre estará lejos, a una distancia en que no puedas dañarle. Para ser letal necesitas estar dentro del propio sistema y ahí hacer tu labor reformadora. Nunca evitar experimentar algo te ha salvado de sus efectos. ¿Te dices estudiante? Eso es una cualidad del ser, no resultado de una academia. Al no formarte te vuelves un inútil, aun para la contra que dices representar. Prefiero un grupo de diez hábiles que una horda de imbéciles. Piensa en eso, el día que en verdad quieras luchar y hacer algo por México ven a mi, te enseñaré cómo el cambio no es para holgazanes."

Me retiré de ahí. Sin mucha prisa. ¿A qué apurarme? ¿Para alcanzar a ver a Argelia bien empinada por el Rosso? Eso es masoquismo.

Por lento que fui, alcancé de todas maneras a escuchar los alaridos de mi novia. Me fui a dormir a un paraje campo abierto que estaba junto a la casona, me venía más la naturaleza por ahora, y tenía muchas cosas en qué pensar.

Al día siguiente todo estaba preparado. Ya el partido político nos había pagado un buen dinero. Se adelantaría un grupo de sindicalizados del magisterio y del departamento de limpia del Municipio, además llegaría un contingente de la Universidad, que en realidad era de muchas universidades. Rosso había dado instrucciones muy precisas. Unos irían y se meterían a la casa de gobierno, otros tomarían un par de unidades de transporte público y las quemarían frente a la casa de gobierno. Ya sabíamos qué unidades agarrar, pues estaban de acuerdo los transportistas y agruparían lo peor de sus unidades, el peor motor, el peor chasis, los peores asientos, y ellos se las ingeniarían para hacer rodar esas carcachas hasta el lugar de la toma, ahí, nosotros los quemaríamos y ellos cobrarían la unidad como nueva a la aseguradora. Había escuchado rumores de que la causa obtendría un buen botín de la operación, pues existía la posibilidad de que se atracara un buen dinero. Se sabía que un funcionario del gobierno del estado estaba en malos pasos y concretaría un fraude cobrando una entrega por una licitación, el dinero lo tendría en su privado. De ser robada esta cantidad, al no provenir de un origen lícito no sería reclamada. Argelia, que había amanecido muy fresca y con ese andar que sólo provoca el que te hayan reventado el culo mucho tiempo la noche anterior, no iría al mitin, pues por instrucciones de Rosso, se debería quedar a preparar un pastel de marihuana. Se presumía que debía cocinarlo sólo portando un delantal de cocina, por si Rosso llegaba a darle su trato de ama de casa. A mi, por supuesto, me mandaría muy lejos o me haría coordinar algo, con tal de que no molestara sus escarceos con mi no sé si aun novia, y como muestra de confianza, me llamó a un cuarto donde sólo estábamos él y yo y me prestó su pistola personal. Se suponía que yo debería correrme en los pantalones sólo de tocar su pistola, aunque para todo había rumores, y yo sabía que Rosso llevaba tiempo deseando deshacerse de una pistola que lo incriminaba de algunos delitos; de ser ésta esa arma de la que yo escuché sólo rumores, me quedaba claro que al final de la tarde podría yo mismo ser objeto de una emboscada sorpresa y ganarme, por el sólo hecho de portar aquel fetiche, una larga condena. Una cosa era cierta, no había detalle alguno de aquel acto revolucionario que no apestara.

La gente llegó. Las unidades de transporte llegaron, aunque una de ellas prácticamente se destartaló al llegar al lugar indicado. Una horda de niños diabólicos comenzó a incendiar las unidades. Nuevamente nos topamos el Procurador y yo, nuevamente fingió no conocerme. Vi como llegó presentándose ante un grupo de estudiantes y uno de éstos le dijo muy mamón: "¿Es usted Procurador? Acredítelo". Y él, sacando su gafete y mostrándoselo le inquirió, "¿Y tu eres estudiante? Acredítalo". El "estudiante" no sacó credencial alguna, porque seguramente no la tenía, porque seguramente no era estudiante, así que contestó la argucia del Procurador diciendo "¡Represor, represor!".

El Procurador me hizo una seña que yo entendí como una invitación a comunicarnos con un par de frases. Chocamos como si no quiere la cosa y movimos los brazos como si discutiéramos, pero en realidad no discutimos, me dijo:

"¿Dónde está Rosso? ¿Robó el desvío de dinero?" Dijo como enfadado.

"No sé si robó. Seguro que está en la casona" Dije.

"Piérdete y vamos"

Yo le aseguré que Rosso estaba en la casona. Lo dije sin meditarlo. Estaba seguro de ello porque estaba seguro que Argelia estaría sola en casa y mientras horneaba el pastel de marihuana con el que se celebraría el éxito del mitin no había inconveniente para que Rosso la disfrutara un poco. Además, a Rosso le encantaba eso de orquestar todo el movimiento y no aparecer en la escena del crimen para no ser fotografiado ni filmado.

Cuando llegamos el Procurador y yo, aparentemente cada uno por su lado, vimos que Rosso entraba a la casona con un par de maletas, presumiblemente con el dinero, pues si bien Rosso acudió al lugar del mitin, no fue para dirigir, sino para robar lo que tenía planeado, total, toda la guardia estaría distraída con los disturbios. Sin embargo había algunos compañeros en la casona. El Procurador me dijo que esperara, pues suponía que Rosso, como era su estilo más personal, mandaría a cumplir misiones importantes a todos los que le estorbaran para quedarse a solas con la chica. Tal cual, los muchachos se pusieron unas gorras zapatistas y se fueron del lugar. El Procurador y yo nos escurrimos por la barda y ya dentro nos separamos. Existía sin embargo la posibilidad de que en la casona estuviera también el Monje, u otros muchachos, así que había que tener cuidado.

Si había algún plan yo no lo sabía. ¿A qué habría de entrar? No lo sé. Era muy extraño. Yo no tenía plan. Fuimos hasta la cocina y Rosso tenía en cuatro patas a Argelia quien gritaba de aquella manera que antes me resultaba excitante. Rosso estaba dejándosela ir por el culo de una forma muy frenética, cosa que se me hizo extraña, pues tenían todo el tiempo del mundo para ellos y toda la casa también. Rosso la sujetaba de las caderas y la estrellaba contra las suyas como si se tratara de una golfa de plástico. Luego se salió de las caderas de Argelia, quien comenzó a masturbarlo con una pericia inusitada, pero no se la mamaba. Me consta que ella no desdeñaba mamar una verga por el simple y asqueroso detalle de estar recién sacada de un culo si éste último era el suyo, total, el asco quedaba en familia, pero esta vez ella no se metió la verga a la boca, quizá porque su intención no era beberse el semen de Rosso, como era de pensarse. Vi cómo frotaba con una mano y con otra buscaba el recipiente con el batido para el pastel. Supe entonces cuál era el plan de aquellos dos. Rosso comenzó a eyacularle en las manos a Argelia, quien hizo una especie de anforita con sus puños, para no desperdiciar nada. Rosso se vació por completo y ella agregó al batido el ingrediente secreto de los dos. Luego se lamió el excedente y le dijo a Rosso: "Mmmm, está bueno. Dulcesito.". Ella, en un acto que Rosso no estaba en posibilidad de descifrar y que se trataba de una ofensiva de ella para apoderarse de él mediante un gesto aparentemente fresco pero que para ella significaba dominarlo, le dijo "Prueba" y le extendió su mano con semen. El Rosso, indignado en su machismo pero incapaz de admitir que ella era sexualmente más abierta que él, probó de su leche en los dedos de ella. Con ese gesto, ella pasó de esclava a ama, sin siquiera ser notada por su ahora esclavo.

Luego de verter el semen en el batido de harina con marihuana. Argelia metió el molde al horno, previamente calentado y dijo, "Voy a bañarme. ¿Quieres tallarme la espalda?" dijo tocándose el culo. Él meneó la cabeza como harto y le dijo, "No. Tengo algo que hacer. Vete a bañar a la recámara y tárdate mucho". Mal se fue Argelia y Rosso abrió una de las maletas. No vi el contenido, aunque lo imaginaba sólo de ver el brillo de sus ojos. Seguro que había corrido hasta acá con el dinero y no había tenido ocasión de echarle un vistazo. Cerró la maleta y se dirigió al patio rumbo a la troje. Yo le seguí. No vi al Procurador. Luego de meterse Rosso a la troje me logré meter yo por una puerta de atrás. Es imposible pasar inadvertido en una de estas trojes, pues al estar hechas de madera, rechinan al peso. Al entrar, otra cosa era irregular, todo estaba apagado, y aunque era de día, dentro era muy oscuro, pues las ventanas estaban arriba, no abajo. Me sentí atrapado en una trampa. Ya estaba dentro. No estaba sólo. Probablemente Rosso estaría armado. El Procurador también. En la oscuridad no sabríamos quien es quién y además yo no estaba dispuesto a matar a nadie.

Caminé con paso de gato, cuidando no hacer el más mínimo ruido. Escuche un crujido a mi derecha. Era un crujido fuerte, ¿Del Rosso? ¿Del Procurador? Pesarían lo mismo, uno por alto y otro por gordo. ¿Habrán escuchado mi respiración? Saqué la pistola y la preparé para disparar. Apunté en dirección a donde escuche los crujidos, coloqué mi dedo en el gatillo.

Se encendió la luz. Yo apuntaba al Procurador con el arma que llevaba y Rosso también. El procurador me apuntaba a mi. Era obvio que al apuntar nadie sabía quién era su blanco. Rosso habló.

"No sé que jodidos haces aquí Pepe, pero me alegro de que estés aquí, sobre todo por que estás apuntando a nuestro enemigo. Te repito, qué bueno que estás aquí. No podría decir lo mismo de ti, mi buen Roco, o debo decir, Procurador" Lo último lo dijo con gran burla, como si decirle procurador lo humillara especialmente al verse apuntado por dos armas. Rosso continuó: "Cómo vez, estás perdido. Mi chico está dispuesto a disparar en cuanto yo se lo pida. ¿Quién es el miserable ahora? Suelta esa arma, lentamente bájala y patéala bien lejos de ti".

El Procurador puso su arma en el suelo y, bajo una treta que no entendí, la pateó de manera que cayó debajo de un pequeño sofá que estaba en la salita de la troje. "Bien –continuó Rosso- Estás más que perdido. Estás muy jodido. Veo en tus ojos que ninguno de tus achichincles sabe que estás aquí. Eso está bien porque así podríamos matarte y enterrarte y nadie sabría donde estás ni quién te mató. Aunque ahora que lo pienso, sería demasiado bueno para ti que eso ocurriera, pues morirías como debiste haber muerto aquel 2 de octubre, sólo que la bala llegaría tarde, te tendrían por desaparecido tarde, y te enterrarían en una fosa perdida también ya muy tarde."

"Si vas a matarme hazlo de una vez. Miserable." Dijo el Procurador. Yo no supe que pensar y no sé si Rosso lo notó. Yo no quería que muriera este señor.

"No ha de ser con dignidad que mueras. Me gusta para que mueras lleno de rencor y de ira. Y para eso sé que nada te provoca más que hablar de Elizabeth. Te voy a contar lo que vi. De unos amigos. De un amigo con el cual dejaste a tu Elizabeth. Sé que te acuerdas de ese amigo tuyo." Noté que Rosso estaba hablando como en clave; desde luego algo que él no sospechaba era que el Procurador me hubiera contado tanto detalle acerca de esa Elizabeth, de ahí que Rosso no tuviera oportunidad de deducir que yo sabía que ese amigo del cual hablaba era precisamente él mismo. Hablaba en tercera persona, según esto, para que yo no le perdiera el respeto, un respeto que no le guardaba. Él continuó narrando lo que pasó aquella noche de Tlatelolco, sin saber que yo entendía que se trataba de una confesión:

"Ese amigo con el que dejaste a Elizabeth no era de fiar, como sabrás. Ella nunca te contó cómo lo conoció, ¿Verdad? Tampoco te contó que una noche ella le aceptó unas drogas que hicieron de ella la chica más fácil de la ciudad y que se la llevó a la cama. Ella dijo que la experiencia no le había gustado, pero él no estaba muy de acuerdo con eso. Como si ella supiera mamar una verga, era pésima. La causa impulsó que ellos tuvieran que frecuentarse, y aunque diplomáticamente, su amistad tenía que proseguir por el bien de la causa. Un par de veces más aceptó aquellas drogas y un par de veces más tuvo que ser envergada. Eso no es no querer. Todo hubiera funcionado hasta que llegó un estúpido del Politécnico que la flechó a primera vista. Ese estúpido eras tu, y aquel amigo del que te platiqué fue a aquel mitin del 2 de octubre fingiendo una nobleza que no tenía y una comprensión que en realidad le rebasaban. Estar tan cerca del enemigo y no estrangularle era durísimo. Al menos me queda muy claro que odiaste a aquel amigo, y ello le bastó. Luego te fuiste a cagar. Ese amigo se quedó a solas con Elizabeth, le ofreció aquellas drogas, pero ella no las quiso, por el contrario, le explicó a aquel amigo que nunca más compartiría nada con él. El amigo estaba rogándole cuando cayeron las bengalas del helicóptero, y empezó la balacera. Por instinto aquel amigo la refugió en un edificio, pero la cosa se ponía más peligrosa cada vez. Elizabeth llevaba mucha plata y propaganda. El amigo insistió, como fruto de lo miserable que se sentía, de tener sexo con ella, le dijo que iban a morir y que había que aprovechar los últimos minutos cojiendo. Ella le dijo que estaba loco, pero era algo razonable.

Luego se escucharon más balazos. No era tiroteo, se escuchaban más bien como fusilamiento. Huyeron tu Elizabeth y aquel amigo suyo. El amigo supo que estaban perdidos. Le pidió a Elizabeth lo que sería la escapatoria para él, y posiblemente para ella, pero ella se negó a dársela. Tu amigo había notado que los represores portaban una señal en su mano izquierda, un guante o un trapo blanco, así que pidió a Elizabeth un trozo de su blusa blanca, y ella se la negó. No eran momentos de negociar, así que tu amigo sacó una pistola y con el mango le dio un golpe a Elizabeth, mandándola a dormir por un minuto. En ese minuto rasgó la blusa y se ató a la mano derecha la señal. Recordó que los soldados habían acorralado a unos tipos de guante blanco y ellos habían alzado las manos en son de paz y se identificaron como Batallón Olimpia. El amigo tenía la insignia, y el nombre, era fácil huir. Despojó a Elizabeth del morral del dinero, pero no de la propaganda. Justo a tiempo. Tu amigo huyó, dejándola, pero a los tres pasos de haberla dejado, apareció un grupo de hampones a la vuelta del edificio. Lo que vieron fue un chico demasiado joven, con la insignia. Tu amigo dijo con toda la entereza que tuvo: "¡Batallón Olimpia!. Es una revoltosa que me tiene harto." Los cuatro tipos se quedaron mirándole, desconfiando de su juventud, desconfiando de su palabra por el hecho de que una chica sola, y en despoblado, le estuviera causando problemas. Elizabeth volvió en sí y gritó "Bastardos". Tu amigo, si, tu amigo, pensando en el odio que le tenía a aquella mujer, gritó, "¡Cállate!" y le disparó en un pié. Los cuatro miembros del Batallón, terminaron por convencerse de la afiliación de tu amigo, pues ¿Qué compañero dispararía a una compañera?. Tu amigo entonces emprendió su retirada del lugar, dejando a Elizabeth en manos de los policías. Ya no supo más. Sólo se escuchó un disparo. Supongo que de ellos a ella y no viceversa. "

El Procurador estaba mudo, llorando. "Ya. Ya. Pareces una pinche Magdalena. Pepe, mátalo."

"Mátame tu…" pidió el Procurador.

"Lo haría, pero, ¿Sábes?, mi pistola no está cargada, sirve tanto como la tuya" Diciendo esto, la arrojó justo debajo del sofá en que yacía la pistola del Procurador. La cara del Procurador cambió radicalmente cuando supo que el poder no estaba en Rosso, sino en mi. Extendió su mano, pidiéndome el arma. Yo se la di.

Rosso se quedó petrificado. Ni se movió cuando el Procurador le dio un plomazo en la mejilla. Los sesos volaron hacia un muro de la troje. Rápidamente el Procurador se inclinó y tomó su pistola, y colocó en la mano de Rosso su propia arma, simulando un suicidio. Me indicó cómo salir y como pisar la alfombra para borrar huellas, salimos por la puerta de atrás. Miré la casona, la luz de la regadera estaba aun encendida. Argelia se estaría acicalando. Cada quien se fue por su lado. "No me busques hasta dentro de una semana. Y no dejes de regresar, si no, serás sospechoso." Fue lo que me dijo, y se marchó con las maletas.

Por la noche llegué, me incorporé a un grupo de camaradas que regresaban luego de ir a una preparatoria a fanfarronear. Todos preguntaban por Rosso y éste no aparecía. Habían tocado la puerta de la troje pero nadie contestaba. Su ausencia no fue motivo para suspender la celebración, así que todos tomaron distintas bebidas y degustaron una rebanada de pastel de marihuana. Yo no lo probé, obviamente. El Monje exclamó: "Este pastel está buenísimo. A ver Argelia. Cuéntanos tu secreto.", "Puro amor, lo hice con puritito amor". El Monje se desilusionó por la respuesta sin saber que era la verdad, pero luego dijo, "No importa, nos lo comeremos igual, y cómo sólo queda una rebanada y nuestro buen amigo Rosso no llega, me lo comeré" y alzando su copa brindó: "¡Por Rosso!" y todos repitieron "¡Por Rosso!" .

Ya bien entrada la noche alguien quiso ir a mear y se fue junto a la troje. Le causó curiosidad advertir que un par de perros lamían una madera. Se acercó y vio que era un hilillo de sangre. Pero no le dio importancia. Luego regresó y se asomó por la puertezuela de atrás y vio el cuerpo de Rosso tendido en el sillón, con la tapa de los sesos volada. Todos estaban bien marihuanas, así que la conmoción fue quíntuple, pues alguien lanzó la idea paranoica de que marihuanas como estaban los llevarían a todos a la cárcel, así que corrieron todos para direcciones distintas, muchos se fueron en ese momento, otros lloraron como si Rosso hubiese sido un familiar muy querido, otros proclamaban que la revolución había muerto. Quedaron muy pocos en la casona, un grupo reducido. Pensé que El Monje estaría más cabizbajo que nadie por la muerte del Rosso, pero no, se la pasó haciendo preguntas veladas a Argelia, acerca si le vio llegar con maletas, ella no recordaba nada. Clarito se vio que El Monje ansiaba este momento en que Rosso muriera y él se erigiera como el nuevo icono de la resistencia. Con Rosso había muerto la proeza del caudillo de la revolución que a costa de su propia vida había recopilado morrales de propaganda –nadie hablaba del dinero- arriesgando su pellejo. Con el Monje se alzaba un nuevo mito, un mito muy mamón a mi forma de ver, admirable sólo para gente muy pendeja, de él se decía a manera de atributo que: No había visto nada pero lo había escuchado todo. ¿Qué mamada de lema era ese?, ¿Qué chingadera de persona creería tal patraña? Ellos. Los que me rodeaban. Argelia misma. Los que habían vuelto a la fiesta sabiendo que en la troje estaba su camarada, que aguardaban que amaneciera para que todos hubieran recobrado la cordura.

El Monje me llamó y me dijo, en su calidad de nuevo líder: "Pepillo. Rosso te tenía gran estima y apreciaba todo lo que le dabas al movimiento -Yo suponía que así era, sobre todo porque le daba a mi chica- así que mañana harás por él un reconocimiento. Dirás que fue amenazado por el Procurador, dirás que aquella noche escuchaste cómo ese funcionario corrupto le amenazaba de muerte y que dijo que acomodaría todo para que pareciera suicidio…".

"Yo no diré tal cosa" Dije para asombro de todos.

Argelia exclamó "Pero qué pendejada estás diciendo. Es una orden".

"No lo haré. No sucedió y no lo haré"

"Si no lo haces, te comunico que no estás a la altura de la causa y tendrás que abandonar nuestras filas y las de cualquier casa de estudiantes a la que pertenezcas" sentenció sólo de ver amenazada su recién nacida autoridad por la oposición de un lacayo.

"Si así ha de ser. Así sea" espeté.

Me dirigí a Argelia, desafiando el ridículo, y le pedí que me acompañara a la habitación contigua, ella dijo llena de señorío, "Lo que tengas qué decir, dímelo aquí, frente al consejo". ¿Cuál jodido consejo? Pensé. Bueno. Frente al reputo consejo le dije: "Quiero que vengas conmigo. Te amo." Las carcajadas se escucharon a todo lo largo del país. Me dijo que era un cobarde y que esa misma noche se entregaría a todos sólo para demostrarme que ella era novia de la revolución y no de un pendejo como yo. Quise decirle muchas cosas, pero era hablar al vacío.

Pasada una semana fui a buscar al Procurador. Me recibió. Comencé a lamentarme y a sufrir, y él me paró el alto. Me dijo que en realidad este cambio era una oportunidad para mi. Se ofreció a sufragar los gastos de mis estudios, posiblemente sólo le costaría sacarlo de alguna de las dos maletas. Intenté decirle las semejanzas entre su caso y el mío, de cómo a ambos la revolución nos había quitado la mujer, cosa que él no me aceptó, me dijo "Mi estimado discípulo, sería muy romántico y hasta tierno que te acepte esa versión de los hechos, pero es una versión que no te sirve. Enriquecería nuestra confianza, pero te sumiría a ti en un mundo muy jodido. A mí sí me quitó la revolución a la mujer, está muerta además. A ti no te la pudieron haber quitado porque nunca fue tuya. Es rudo esto que te digo, pero nunca la tuviste, y eso está bien, puedes comenzar a buscar sin ir a escarbar a un pasado. Yo sufrí años para casarme, y mi mujer es una buena mujer, no tiene la culpa de mis tragedias. Y aun así, sacrificaría un año entero de mi vida si ello me devolviera una tarde con Elizabeth. Pero vayamos a lo nuestro. No hay revolución, hay seres revolucionarios. Los movimientos siempre son una gran mentira, siempre hay quienes se benefician, quienes sacan partido de la fe ajena. Todos jugaron el mismo juego aquella noche de Tlatelolco. Por más que nos conmueva y que tomemos partido, cualquier partido es una tontería. La Razón ¿Quién la tiene? Los estudiantes no toleraron al gobierno por orgullo, y por orgullo el gobierno tampoco los toleró, y entre unos y otros estuvieron los asesinos, ellos no acataban órdenes, mataban por gusto, nadie que no guste de matar mata, fueron fieles a las órdenes porque les ordenaron algo que les gustaba. Cada quien no hizo sino seguir sus deseos. Los movimientos son una gran idiotez, y la historia se escribe en la cabeza de hombres solitarios."

Así me inscribí de nuevo a la escuela, y me costó trabajo acreditar, pero lo hice. El Procurador es ahora Subsecretario de Gobierno, y sólo espera ver mi título. Yo soy su pupilo, dice que él está muy viejo para ir tras La Grande, pero que ve que tengo todo para ser yo quien la consiga. Tengo trabajo asegurado en su gabinete de asesores y me gusta mi trabajo y, por raro que suene, amo a mi país. Hay tanto cabrón que desea estar jodiendo, pero para eso estamos nosotros, para hacerles ver su suerte. En cuanto a las chicas. Me bastó la primera novia para entender que lo que hacía con Argelia es lo que llaman depravaciones, luego soy un sucio depravado, así me acostumbré, sexo es eso para mi. A veces me pregunto qué será de ella, si por fin la han embarazado, si su cuerpo todavía da batalla, si no se ha muerto de un pasón; pero en general es una incógnita que me resulta triste, por eso la evito. Todavía no encuentro a nadie tan vicioso como yo, pero ya llegará alguien igual de inquieto que vea en mi la posibilidad de mezclar desenfreno con amor profundo. Sé que cuando eso suceda, comenzaré a olvidar aquellos labios que, al menos por ahora, me sonríen frecuentemente en mis pesadillas.

Por eso es un ardid lo que este ratón de biblioteca dice. El aprendizaje se da a cada instante, coincido, pero peca de generalizar lo que para él son "inocentes recuerdos de estudiantes", que como se ve, no son los mismos los de él que los míos. ¿Pero qué está acaparando mi atención? ¿Este dilema? ¿Me estaré haciendo intolerante?. Pensaré en ello.

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