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Arakarina (27: Final)

en Grandes Series

ARAKARINA XXV

EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPIRITU

Virgilio en la ruta

He tenido que cambiarme de ropa. Al decir eso no hago referencia a que me quite una prenda y me ponga otra, sino que he tenido que mudar de piel como las serpientes. Todos mis sacos, pantalones, zapatos, he tenido que sacrificarlos a cambio de prendas más sencillas que me permitan sobrevivir allá a donde sea que yo vaya. Un par de pantalones de mezclilla, uno de manta, algunas camisas de algodón, un sombrero, huaraches de llanta, de llanta de avión, debo decir.

Alguien alguna vez carcajeó cuando escuchó esa aclaración de que los huaraches son de llanta de avión, pues seguramente pensó que no importaba si eran de llanta de trasbordador espacial, seguían siendo un calzado de segunda clase, hecho con trozos de artículos que no fueron diseñados para ese fin, reciclaje a fin de cuentas. Sin embargo, de nada servirían los zapatos Bally que usaba, las piedras, el polvo, el agua, el calor, los destruirían de forma inmediata.

Al despojarme de mi ropa, al cambiar mi indumentaria, al dejar todo ese simbolismo atrás, me voy deshaciendo del recuerdo y del nexo. No obstante que mi idea es esa, percibo que me olvido de lo bueno, de mi risa, mis amigos, mis amores, y permanece lo que quiero olvidar, el motivo de mi exilio, la terrible injusticia de mis propios ojos, de aquel esquema de cosas que propician que alguien sea tan perverso, que alguien pueda gestar ideas enfermas, que alguien pueda llegar a semejante descomposición del sentido común, y que todo ello pueda ser solapado y apoyado por un poder que proviene del dinero. No me sirve el dinero si no puede componer mis asuntos, no es mi amigo si propicia y oculta tanta maldad.

Cuando alcé la mirada y dejé atrás la Ciudad de México, los cerros me dibujaban el mapa a seguir. El autobús se detuvo a medio camino al estado de Guerrero, para que algunos de los pasajeros, dentro de los cuales me contaba yo, pudiéramos hacer de nuestras necesidades. En este caso las necesidades de los otros eran mear o cagar, pero las mías eran desaparecer, por eso me oculté dentro de unos arbustos, sospechosamente quizás, pues ¿Quién va a orinar con todo y su maleta?. La simple idea de tener que discutir con el chofer me hizo quedarme quieto y ver entre las ramas como me buscaban. "Pasajero de la camisa blanca, tenemos sólo dos minutos para irnos, no podemos esperarle mas" decía el pregonero chofer.

Varia gente me gritaba, el chofer amenazaba cada vez más copiosamente dirigiendo su dedo índice rumbo al vacío y berreando electrizado que si no salía me dejarían. Fue cómico ver como el chofer ordenó a todos que se metieran al autobús y antes de subir él mismo el peldaño de la puerta grito "Lo dejaremos", como si dejarme implicara mi muerte y él, el chofer del bigotillo, fuera quién para determinar mi destino. Si supiera que no me interesa acompañarles ni un segundo mas.

El camión se fue y me quedé todavía medía hora entre los arbustos. El monte ofrecía dos lados, en ambos había montañas, largas extensiones de tierra, no se veían casas ni nada, para ninguno de los dos lados. A la derecha se advertía un hilillo de humo rumbo al cielo, por lo que elegí caminar a la izquierda.

Mi mente fue tonta al imaginar que me desharía de la compañía y presencia humana tan fácilmente. Cuando pensaba estar fuera del alcance de todo, aparecía una choza, la gente ranchera con sendas camionetas, con estéreos a todo vuelo, con antenas para televisor, el viento caliente y un tanto húmedo. Este país ya no es virgen.

El cielo me mostraba un espectáculo sublime conforme se iba pintando de naranja. Me senté debajo de un árbol nada mas para ver a la tarde morir y respirar el aire, conciente de que iniciaría mi primera noche a la intemperie, sin sábanas, ni almohadas, sin techo, ni congéneres. Vista de esta manera, la noche no luce tan oscura, mas bien ofrece una luminosidad no comprendida, como si la negrura tuviera por si misma cuerpo, y al agitar mi mano a través del espacio, sé que lo que me causa sensaciones no es el aire, sino la oscuridad que es otra forma de luz. Quisiera que estuviera más oscuro para terminar de creer que es de noche, para sentirme mas solo, para aumentar esa purga, esa desintoxicación de gente. Es fecha que desprecio a la gente, no quiero verla ni escucharla actuar diciendo tonterías todo el tiempo, malgastando la vida de forma estúpida, no quiero ver en nadie el menor gesto de orgullo o actitud que me intente sugerir que tal o cual persona se siente diferente a los demás o por alguna extraña causa se quiera promocionar como auténtica, siendo que cada quien es el resultado de lo que le han retacado en la cabeza como lo bueno o malo. Bien sabía yo que adaptarme a ese orden de cosas no era algo de provecho. Me he hecho un prángana como todos los humanos, tengo un hambre terrible y de nada me sirve mi cultura para sobrevivir. Caigo dormido y la tierra es tibia.

Cuando amanece, justo a las cinco con treinta, me doy cuenta que hay una granja demasiado cerca. Caigo en cuenta que aun tengo en la muñeca el principal grillete que me impide huir del todo, mi reloj. En primer término lo desprendo de mi brazo como si me deshiciera de una sanguijuela y la tirara al piso, luego recapacité que mejor lo cambiaría por comida. La granja. ¿Cómo no pude verla en la noche?. Debo comer. Sé que la comida no será gratis. De forma ingenua busco en la cerca que rodea la pequeña casilla de adobe para ver si hay algún letrero que solicite peones o cosa por el estilo y me tardo en reconocer mi idiotez, un letrero se pone donde la gente pase y pueda leerlo, pero por aquí no pasa nadie, poner un letrero sería con la única intención de que los mismos de la casa lo leyeran. Reparo en mi reloj, el cual es bueno, bien vale un par de comidas y un machete.

De la casa sale un hombre gordo que me hace señas de que no me acerque. Con todo el poder de su inmensa barriga me pregunta lo que busco, yo le digo que desearía hacer un trato con él. Pienso que desde luego es comerciante para tener una panza tan grande. Su cara al ofrecerle el reloj es justo la que esperaba ver, no porque así lo quisiera, sino porque de un hombre como ese no se puede esperar otra reacción. Mira mi reloj de titanio con sumo desprecio, como si no le conviniera alimentarme ese día y entregarme un machete por un reloj que vale acaso mil veces lo que él me iba a dar. Sé que es su papel, pero me enerva su ventaja, saber que ese cerebro de chorlito tiene el sartén por el mango y puede decidir en pequeña escala mi destino, ¡Él!, ese gordinflón que no respeto, que pienso que es un tarado, de él depende mi vida ahora. En una muy buena negociación obtengo que me alimentará durante tres días, me dará el machete y me dejará dormirme en una palapa que tiene al fondo.

Es un cuarto vacío con techo de hojas de palma sacadas de no sé donde en este valle engañoso. El cuartillo es acaso de tres por tres, apenas quepo acostado. Un alacrán inquieto que cae del techo no me ofrece gran tranquilidad para dormir. Cerca queda un pozo de agua. Me pregunto qué tan bueno es el trato que acabo de hacer, pues a cambio de seis platos de comida voy a tener que quedarme en este lugar con la grata compañía del gordo.

El único aliciente es una mujer que sale de la choza y riega con agua la entrada de la casa. Las gotas levantan un polvillo como si bajo de cada gota se apagase una vela de cumpleaños. La mujer es guapa y extremadamente flaca, tendrá ligera diferencia de edad respecto al gordo, acaso y sea su hermana, aunque no tiene lógica. Ciertamente tiene menos lógica querer pensar que son esposos.

Yo estoy sentado en el fondo de mi cuartillo con la puerta abierta, desde ahí veo a la flaca, luego salen dos chiquillos gordos como el gordo, seguramente los hijos que al crecer serán el mismo gordo que negoció conmigo. No veo más mujer que la flaca, por lo que pienso que sí es la mujer del gordo. Es claro que no les preguntaré nada. Los niños corren atraídos por la noticia de que hay un extraño en el cuarto y se paran en mi puerta a mirarme sin disimulo, incluso se secretean entre si y se ríen de mi. Me pregunto si vale la pena soportar a estos niños así fuera por un mes de comida.

La mujer les grita y ellos se asustan. No cabe duda que ella es la madre. El cuarto es fresco y me desespera no tener nada qué hacer, por lo que me juro profundamente que mañana no esperaré a la hora de la cena, me marcharé de aquí en cuanto coma. Viene la mujer y me trae un plato muy bien servido de carne, nopales, arroz y frijoles, chile y un vaso con agua sobre el cual flotan partículas de tierra. La mujer me esquiva la mirada, pero en el último segundo me mira a los ojos sólo para encontrarse que yo le contaba las pestañas. Su cuerpo es definitivamente muy flaco y sus pechos casi son un conillo para agua, pequeños y puntiagudos. Le sonrío y no me contesta la sonrisa, ni siquiera es cortés cuando le digo gracias, sin embargo sé que le gusta porque se retira con un caminado que no es el mismo de cuando se acercó, al retirarse alza sus flacas caderas y se contonea. Voltea de repente y me pesca viéndole el triángulo que se forma en su pelvis, me pregunta si quiero sal, y aunque no quiero le digo que si para que vuelva, pero me la manda con el menor de los gordillos, quien me entrega un salero no sin echarme un vistazo de nuevo. El niño mira con malos ojos el que yo tenga en mi cuarto el machete de su padre, seguro porque no sabe que lo hemos cambiado y por lo tanto no es robado.

En la cena le rozo a la mujer la mano como lo haría cualquier abogado de divorcios, esta vez me mira, pero igual se marcha.

De noche dejo la puerta abierta debido al calor y, debido a lo prángana que estuve todo el día, no tengo sueño. No sé que horas sean porque ya entregué el reloj, pero la mujer sale de noche rumbo a una letrina que está un poco retirado de la casa. Sale de inmediato, lo que me hace pensar que no hizo nada. Se encamina a mi cuarto y yo, que no veo otro motivo por el cual se acerque, me desnudo completamente y me apresuro a parar mi miembro, ella se asoma y en vez de encontrar a un hombre recostado y dormido, encuentra a uno de rodillas con un pene glorioso.

Se acerca y huele muy fuerte, no se ha bañado hoy, pero yo tampoco. Le comienzo a agarrar las tetas y me mira como quien hace una ofrenda. Le tomo el rostro y lo dirijo a mi sexo, y lo mete en su boca pero no sabe que hacer con ella, me da la peor mamada de mi vida. Luego la subí sobre mí y se sentó deliciosamente en mi cuerpo, quedando encajada completamente. Tiene gran fuerza al hacer eso, además es toda huesos, podría adivinar el contenido de su cuerpo bajo la piel, es buena para sentarse, sin embargo la tiendo sobre el piso y le doy con furia. Por alguna razón su cara no quiere mostrar expresión alguna, acaso sus ojos brillan, pero se ve que no se acostumbra a mostrar que le gusta la carne humana.

Siento que le excita más este tipo de arrebatos, y la comprendo, a lado del gordo la única posición sexual prudente es sentarse arriba de él. Siento que le hago el amor a un esqueleto relleno de lava volcánica, es como un gólem hecho de magma terrestre. Acabado el acto se marcha. Su hombre no representa riesgo alguno, pues ronca como si estuviera participando en un concurso de ronquidos, por lo que él mismo alerta a su mujer de cuando salir o entrar.

En la mañana ella ni me reconoce, todo me manda con los niños. Como me lo prometí, pruebo la comida y me largo.

Carta Primera

Supongo que como todo el mundo querrán explicaciones, yo mismo desearía tenerlas en este momento, pero valgan entonces las siguientes aclaraciones para que no surjan rencores. En principio, y lo primero que sepan y nunca olviden es que las amo con toda mi alma. Pese a que ésta frase es dicha hasta el cansancio en miles de boleros, ustedes saben que en mi caso lo digo de corazón. Decirles que les amo es una manera oculta de esperar lo mismo de ustedes, Ara y Helena, y por lo tanto saber que no se enfadarán conmigo por no decirles mi paradero. En segundo lugar, que sirva esta carta para expresar que me encuentro bien. Luego de meses vagando entre montes y cerros, pasando hambres, cosa que en mi vida nunca había conocido, mi piel está quemada por el sol y mi cabello está en muy malas condiciones por el sol y el sudor, pero eso no es lo importante, mi espíritu se encuentra con renovada frescura y vitalidad que es lo que necesito.

Supongo que debo decir cuáles son mis razones para separarme de ustedes que son todo mi amor. En mi viaje a México me fueron revelados algunos secretos de mis orígenes que me han perturbado verdaderamente. Reconozco la locura del mundo y pienso que debe parar, extinguirse para siempre. Estoy huyendo de la gente. Ustedes no son la gente, pero viven donde ésta vive, la televisión, el radio, la prensa, el rumor citadino, todo eso me ha saturado, no podría vivir en la casa. Las prefiero así en este momento en que estoy tan susceptible, presentes siempre en mi mente, espíritu y cuerpo, perfectas como un par de ángeles.

Helena, te pido que me disculpes enormemente, sé de las necesidades de tu cuerpo y lo mucho que te encanta (que nos encanta a ambos) estar juntos y unidos. No te pido fidelidad si no deseas, sólo quiero que cada noche respires mi aroma, sientas mi mirada sobre tu cuello terso, tal cual yo percibo tu presencia. Ara, cuídense una a la otra, que yo me cuidaré llevando como bandera el recuerdo de tus ojos en mi sueño, en mi existir.

No me va mal, vivo en una iglesia y me he dado a la tarea de hacer lo que mas disfruto después de amarlas, pintar.

Esta carta es un tanto boba porque mi especialidad no es la literatura, sólo debo decirles que el hecho de que les escriba es una mejoría abrumadora. Luego les contaré, conforme lo vaya superando, las razones para que esté en el sitio en que estoy. Sigo en la tierra, pero créanme, estoy muy lejos del mundo, y lo único que me ata a este planeta es el amor que siento por ambas.

He aprendido que sólo lo eterno permanece, que cuerpo y frivolidades han de desaparecer, y a ustedes las amo verdaderamente, por lo que somos para siempre. Anhelo estar cerca de ustedes, compartiendo café, mirándolas reír, jugar.

Besos eternos. Virgilio.

Virgilio en la ruta

El machete ha sido de gran utilidad, me permite abrirme paso por sitios donde no hay caminos, me permite ser yo mismo el camino. Tampoco soy tonto, busco las rutas que ya existan, y que se adecuen a lo que quiero, pues tampoco voy a perder la vida haciendo caminos en los matorrales. Acaso cuando voy por un camino y percibo el ruido de gente o animales, me oculto para no ser visto. Hasta un saludo me perturbaría.

He aprendido que existen muchas clases de espinas, a tal grado que podría jurar que hay unas que son inteligentes, que sienten la cercanía de la carne humana y se arrojan a su encuentro. En los pies se me han formado unos callos que me sirven para sobrevivir. Me he hecho inmune a los picotazos de moscos.

El otro día me dormí cerca de un río y al amanecer encontré a un sujeto frente a mi. Al ver mi sorpresa se rió con su boca cínica. Imagino que mis dientes están igual de sucios que los de él.

- Necesito tu ayuda- Me dijo.

- ¿Para qué?

- Para obtener comida. ¿Quieres obtener comida?

- Por supuesto que si.

- Entonces desenrolla ese costal que tienes y sígueme.

Así lo hice y luego estructuramos un plan para atrapar ranas que salían del río a tomar un poco de aire. Las seleccionábamos arbitrariamente de diversos tamaños. Por un momento me posicionaba fuera de mi y me imaginaba como me vería haciendo esto. Con los pies metidos en el lodo, caminando encorvado como un anciano, sonriéndole a las ranas para que se quedaran quietas y no saltaran cuando estuviera a punto de capturarlas, haciéndoles gestos amables, hablándoles inclusive, atrapándolas en el costal. Las ranas con sus ojos saltones nos observaban con delirio pánico y extrema desconfianza, después de todo nos las íbamos a merendar.

Ya que habíamos atrapado bastantes salimos del río. El aroma a musgo, a agua que ha recorrido mucha distancia, la frescura de los árboles aledaños al río, no hacían otra cosa que abrirme aun más el apetito. Caminamos un poco y yo llevaba a mis espaldas el costal repleto de ranas histéricas que se pateaban unas a otras y armaban revolución individual. La sensación de una multitud de patas tirando de golpes contra las paredes del costal hacía un efecto sobre mi que daba nauseas, pues todo aquello me sabía a holocausto.

Llegamos hasta donde tenía mis cosas y en una piedra plana y cercana nos detuvimos. El tipo que había aparecido tenía mucho más tiempo que yo recorriendo montes, a mi sencillamente no se me hubiera ocurrido jamás lo de las ranas. Mi costal era una ameba gigante.

No sabía su nombre ni me interesaba, y ese sentimiento era mutuo. Vi que tomó mi machete y me dijo que sacara una rana. La saqué y se la entregué. Este la tomó con su mano izquierda y de un machetazo partió en dos a la pobre rana. Saltaron chispillas de sangre, el sonido seco del machete y luego la escena de ver la mitad de la rana, la de la cabeza, caminando un poco con la boca abierta y los ojos desorbitados como si pidiese oxígeno, deambulando la medía rana como un borracho hasta que la fuerza le abandonaba y caía en una tenebrosa danza. Luego de jugar a la carretilla inerte se drenaba su vitalidad, y fenecían. Por otra parte las piernillas como que hacían unas cuantas flexiones para luego medio doblarse.

El sujeto agarró la mitad inferior de la rana y con la misma frialdad con que dio el machetazo le dio un jalón al pellejo de la rana y le quitó la piel a las ancas como si le quitara el pantaloncito a una de esas muñecas barbies.

- Creo que no comeré eso- Le dije.

- Mejor para mi- Contestó.

Sin embargo le tuve que pasar todas y cada una de las diecisiete ranas atrapadas, y con todas el mismo rito de mutilación, unas más, otras menos, pero todas tardaban un poco en creer que les faltaba la mitad del cuerpo. Claro que las ranas son unas torpes, pero imagino el pavor que les daría si fuesen lo suficientemente concientes para que, una vez fuera de la bolsa, vieran los cadáveres de sus compatriotas a la mitad, morirían de un infarto. Además, las pobres ranas no eran mudas, una vez cercenadas de la mitad de su cuerpo caminaban como monos de circo sobre sus brazos y lanzaban una arenga inentendible para nosotros, pero pienso que quizá las ranas tengan un idioma y antes de caer muertas lanzaran toda serie de improperios hacia nosotros, "cabrones hijos de su puta y chingada madre vuelvan a sus mamonas ciudades y déjenos vivir en paz, ojalá un gigante los atrape y les meta una brocheta por el culo y los cocine en sus propios hornos, culeros, putos... ayyy me muero... chinguen a toda su madre", por ejemplo.

El sujeto sabía que no cumpliría mi promesa de no comer, por lo que de mala gana prendió una fogata. Ya encendida la madera, el tipo esparcía las ancas de rana directamente sobre las brasas. De rato estaban cocinadas. El tipo sacó de un morral unas cuantas tortillas de las cuales no me dio ninguna, lo mismo hizo con unos chiles piquínes ya secos que traía en una de las bolsas de su chaleco. La carne de las ranas era de exquisito sabor, comimos justo la mitad, bueno, él una más que yo.

- ¿A dónde vas?- preguntó como si le importara.

- No lo se. Algún sitio alejado de todo.

- Entonces vas en la dirección correcta. ¿Vez aquella montaña? - asentí con la cabeza- No es montaña, es sierra. En la tercera montaña quedan algunos pueblos, pero si lo que buscas es huir de la ley, ve a la cuarta montaña, ahí hay poblaciones que por poco y no existen. Y otra cosa, no seas un héroe, camina por la carretera, llegarás antes. Te haces pendejo abriendo brechas, pues estas ya existen, y no hay sitio en que puedas huir donde no haya gente, pues la gente la llevas dentro, y de ese dentro no podrás ocultarte. Donde diga Xocatitlán, empieza un camino empedrado, son 28 kilómetros para adentro. Ahí nadie se mete, tal vez sea tu destino, sólo por eso caminaría yo esa cantidad de camino-

- ¿En donde nos encontramos?

- En Oaxaca.

Efectivamente se veía muy lejos la montaña que decía, pero pensé que por alguna razón cósmica me tuve que cruzar con este individuo, por algo me dijo lo de la gente, y por algo me señaló un camino a mí, el "Sin camino".

Nos marchamos dejando una masacre de ranas a la orilla del río.

Carta Segunda

Antes de seguir he de decirles una cosa. Es tan incesante mi recuerdo, tan claro y oportuno que no distingo bien, en ocasiones, entre el sueño y la vigilia. Lo que sé es que están siempre conmigo, de una u otra forma. Cualquier cosa me sirve de pretexto para pensar en ustedes, y no es que precise de pretextos para hacerlo, son simples motivos de orden. Dispénseme por lo siguiente que voy a decirles, acaso les guste especialmente que les llame por su nombre, que diga Helena me gusta tu calor o Ara necesito ver tus ojos, sin duda esa diferenciación les ha de alimentar un poco el espíritu, pero, y espero no romper el encanto con esto, resulta irónico pensar que el amor que siento por una no lo siento por la otra, por lo que al decir Helena añoro tu calor, en realidad me refiero a tener a una de ustedes a cada lado mío, y al decir Ara, deseo soñar con tu mirada en realidad la mirada que encuentro tiene un ojo de la una y el otro de la otra, por lo que a partir de aquí no he de llamarles por su nombre, sino que me he de dirigir a ambas como mi amiga, así, cuando diga "amiga desearía estar recostado en tus pechos" me referiré a estar en cualquiera de sus pechos o en ambos, mi amor será absoluto, total, pero indistinto. Repito, espero que esto no les cause falta de alegría, ni mucho menos intriga, que pudiesen discutir acerca de a cuál de las dos amo más, pues esa competencia resulta imposible de sostener.

Es por eso amiga mía que de hoy en adelante he de llamarte así. Me han cambiado las cosas, afortunadamente, sería un malagradecido si guardo con celo los motivos que me han traído hasta donde estoy. Te contaré en medida que no te inmiscuyas dentro de esta aberración, sé que me amas más profundamente que nadie, que tu deseo inmediato será salir a la calle y buscar respuestas para mí, e intentar traérmelas como un niño que ha juntado moras y desea compartirlas con quien más quiere. Sé también que de nada servirían mis prohibiciones en el sentido de ordenarte que no busques a quienes yo mencione, por eso no te diré todo, solamente lo que siento, tu me ayudas bastante con sólo existir, con estar cerca, porque cuando uno se marcha, sin pelea ni diferencia, el otro está cerca, aunque sea uno quien se aleje.

Amiga mía, has de saber que nada en este mundo era más amado por mi que mis propios ojos. Luego de años de tinieblas me fue ...puesta la vista, tuve ante mi a la luz, a los colores, a las figuras, y todas me parecieron encantadoras, devoré el mundo y lo conquisté a través de mi amor por la forma y el color, ¿Imaginas acaso lo que sentiría si un ladrón me robara para siempre los ojos? Mi vida carecería en gran medida de sentido, la noche me encaminaría cada vez más lejos de todo y mi amor no podría ser sino siniestro. Y si eso pienso de mí mismo, hazte a la idea que tal privación de la vista me hiere profundamente aunque se trate de un desconocido, alguien que no me sea ni siquiera familiar, saber que alguien pierde la vista me hace llorar, trátese de quien se trate. He de decirte, y lo has notado por tantos y tantos días que he tardado en escribirte, que no me fue fácil superar lo que te voy a decir, y no quiero que creas que ya lo he digerido y asimilado, solamente estoy en condición de poder contártelo, pero aun no se va, está ahí en mi cabeza en todo momento. Mis ojos son robados. Los quitaron a una inocente para darme vista a mí, me entenderías, sé que me entiendes, sé que imaginas la expresión que mis ojos tienen al escribirte esto, y sé que la imagen es la correcta, triste, ida, envuelta en un cristal de lágrimas que me saben agrias en el cutis.

No sólo se trata de eso, esa mujer a quien le fue robada es ni más ni menos que mi madre, la cual vive encerrada en una casa para ciegos, y más allá aún, encerrada en una negrura horrible. Sé que mi padre fue el causante de todo, que la culpa no es mía, pero eso no me hace más feliz. Reconozco, al decirte todo esto, que poco o nada sé en verdad de mi persona, yo que creí no deberle nada al mundo he vivido aprovechándome de miles de cosas, mi padre me forjó así y es hoy día que me preocupo acerca si sus enseñanzas se arraigaron en mi o no, es algo que no puedo saberlo desde adentro. Mi madre vive, te repito, y tengo una hermana, si la vieras, te darían ganas de llorar como me dan ganas a mi. Es muy bonita, con una mirada mucho, profundamente triste, feliz a base de un corazón sabio en la supervivencia, exquisita y amable. Me miraba y yo le evitaba, pues acaso si observa con detenimiento descubra que mis ojos son aquellos que de niña la miraban con dulzura, acaso se manche con mi amargura. Yo que creí que nada me importa estoy preso de una preocupación integral que me receta el mundo. He hecho mucho daño.

Sé que estás sorprendida, sé que compartes mi dolor, cuando lo sientas en tu pecho, cuando lo mojes en lágrimas, yo lo sentiré sin duda aquí, en mi corazón, y sabré que la carta llegó a su destino, que me apoyas. Cuantas ganas me dan de que en veces estuvieras aquí, ojalá estuvieras aquí abrazándome, dejando que lo más básico que son nuestros cuerpos, se consuelen.

Me he instalado en una iglesia, ya te lo había dicho antes, he hecho trato con el sacerdote para pintar el templo, a cambio de eso él me dará posada en un cuarto aledaño al edificio. El cuarto al menos tiene ventana y en el cielo hay estrellas que parecen mujeres de blanco que flotan en el cielo con sus manos en el rostro, como si se lamentaran de todo y cuanto ocurre en este mundo decadente. La gente se alegra cuando ve una estrella fugaz en el firmamento y esboza un deseo cada vez que son testigos de una. La noche anterior me tocó ver como fenecía una de ellas, y estoy seguro que se trataba de una de esas damas de blanco que no pudo más y corrió por el espacio hasta deshacerse en su frenética carrera, disolviéndose en un llanto bello por ser el último. Mientras yo en la tierra, mucho más pequeño que esas señoras del cielo, esbozando mi deseo en términos de no haber podido verla nunca.

El sacerdote, que se llama Juan, es una buena compañía, les encantaría conocerlo, no me explico que hace él aquí, aunque lo mismo piensa él de mi. Sus explicaciones siempre van vestidas de misiones trascendentales, es muy joven, muy hábil, muy jovial, pero muy infeliz. Dice "¿Quién me dice que no he venido aquí a salvar tu alma?".

Aquí me despido por esta ocasión, sólo quería decirte que no moriré, que no olvides que eres la imagen en que pienso cuando me preguntan y digo que no pienso en nada, que es tu voz la que escucho cuando lo que creo oír es silencio, que eres la imagen que aparece detrás de mis párpados cuando intento infructuosamente dormir, y mi sueño cuando lo consigo, eres parte de mi alma, y no sé si mi ausencia vaya convirtiendo todas esas cosas en menos importantes, lo cierto es que te quiero siempre, hoy y dentro de cinco, diez, quince años, mi amor es atemporal cuando se convierte en pájaro y tu eres el único tronco o nido en que puede sobrevivir. Quise decirlo, no estoy bien, definitivamente estoy mal, pero quiero vivir. Quise que compartieras mi pena de tener madre y hermana y no poder amarlas, que sepas que estoy vivo y pensando en ti, que esos son mis ratos felices, lo demás es pura tiniebla.

Mi labor actual, además de penar, es restaurar el techo de la iglesia. Tiene una Virgen muy extraña y singular, pues a su izquierda está sentada la efigie de un cerdo, simpático, pero un cerdo.

Helena y su afición por las efigies

Virgilio. Virgilio. Espero que esa Virgen sea tan extraña y singular como tu paradero. Indago por miles de partes, veo miles de rostros, me entrego a una búsqueda frenética por las tripas de la Iglesia. Soy una experta en imágenes católicas. No he dado con tu paradero, pero daré.

Xocatitlán

Fue como estar parado frente a una inmensa muralla, cerrada, casi como la mueca de quien calla que ama. Como si la muralla se abriese de repente y mi esencia corriera dentro de ello como un río que encuentra su cauce. El ruido de los pájaros hace una música indescifrable que me encanta, su presencia no es presencia que me hace voltear para descubrir a quien me observa, su presencia es el ambiente mismo, el olor tan verde de la vegetación, el calor que me acaricia el sudor. Los pájaros se callan y me paro en la entrada misma del pueblo. Me dan ganas de mirar, de fisgonear, de preguntarme cosas, pero aquí no soy yo quien miro, fisgoneo o pregunto, aquí soy extraño y nada tengo en realidad a que llegar. Si fuese un hijo que, antaño se marcha y hoy regresó, no merecería esa mirada dura de la gente que me dice que estoy ciertamente sucio, sobre todo de los pies enlodados que los guaraches no han podido esconder.

Un perro se me acerca y me olfatea, como si quisiera adivinar de dónde vengo. Su mirada triste se hace más triste sólo de apreciar que vengo de muy lejos, es decir, de ningún sitio, que vengo no para quedarme, que quedarme aquí es para mi seguir huyendo. El perro no sólo no mueve la cola, sino que detiene el poco movimiento que esta tenía. Intenta ladrar pero repentinamente me entiende y mejor se marcha.

No soy un asesino, la gente, alguna, se detiene de hacer las cosas que hace para verme llegar. La gente es morena y bajita, su apariencia es cerrada, nada puedo descifrar de sus pequeños ojillos, de sus bocas grandes y planas, de sus caras redondas y su cabello liso que en todos es igual.

Huele a cazuelas de barro cocinando frijoles, alguien en el pueblo ha matado un cerdo y en este momento lo cocinan, mis guaraches hacen un extraño ruido a mi paso, ya no hay lodo. Este sitio no es turístico, no hay comedores, ni posadas, no hay nada.

¿Qué causas han hecho a la gente vivir acá? El sol está tan caliente que cuando comienzan a caer unas gruesas gotas de agua desde el cielo me convenzo plenamente de que estoy sucio. Corro como todos a guarecerme.

Seguiría mi camino si hubiere más camino, pero este pueblo es como la punta de una vena, una vena llena de hombres y mujeres que aquí termina, que no hay más allá qué aquí, ir a otra parte es regresar, y yo no quiero regresar, pero una cosa me queda muy clara, que mi estancia aquí no depende de mi, sino de ellos, de los bajitos.

Mientras llueve a cantaros me voy preguntando qué haré exactamente después de que el agua se calme, pues mi pretexto para pegarme a este muro, para sentarme, es que aquí no cae el agua, pero sin agua tendré que buscar un pretexto mejor.

Veo que al final del pueblo está una iglesia, algo grandecita para un pueblo tan pequeño, eso me gusta, pues probablemente tengan un sitio para mi ahí.

La lluvia no mengua y atravieso las calles mojándome, sintiendo que a mis pies el agua va corriendo entre mis dedos, que hay tierrita y pequeñas ramas metiéndoseme en mis guaraches de llanta, de llanta de avión.

Hablo con el sacerdote y este me deja pasar a la Iglesia. Le pido posada y el inicialmente me dice que por supuesto, pero luego comienza a inquirirme acerca de mi ocupación, le digo que soy pintor, cosa que parece alegrarle.

- ¿Qué podrías hacer por este humilde templo?- me pregunta.

Le pido un papel y un lápiz, no es fácil encontrarlo en este pueblo. Hago un boceto de una enorme flor en la cual se van organizando de manera circular escenas bíblicas, y en el centro aparece una imagen de Jesús. Realizar el boceto me lleva media hora, misma que el sacerdote espera intrigado, sorprendido, pero con una extraordinaria fe. Su gesto me dice que para él todo es posibilidad, que no hay puertas cerradas, que su Dios es ni más ni menos que una enorme puerta que da acceso a miles, millones de puertecillas, y que el cosmos es un condominio enorme donde uno puede perderse deliciosamente y jamás volver.

Le muestro el dibujo y queda bastante sorprendido, emocionado también. Me guía hasta el sitio en que he de dormir. Es una especie de ante techo o ático. Me nombra sacristán fuera de oficio, es decir, haría todo, pero fuera de culto. No sabe siquiera mi nombre. Sabe que pinto porque eso es lo que puedo hacer por ese humilde templo, como él mismo señala, y ya vivo ahí. Soy como cuasimodo pero a la inversa, él era bueno en su interior pero horriblemente feo, mientras yo siempre he resultado guapo, pero en este momento mi alma es monstruosa. Esta iglesia tiene las puertas abiertas todo el tiempo, como después me pude percatar, pues nada hay que robar dentro.

Aplacé el comienzo de mi obra hasta en tanto mandaron traer la pintura necesaria y los pinceles. En esas dos semanas casi no salí del ático. Lo limpiaba una y otra vez, me despertaba más temprano que los gallos y hacía sonar la campana de la primera misa. Acaso platicaba de vez en cuando con Juan, el sacerdote.

Su charla la conducía con maestría, lo cual podía hacerte sentir que él era siempre quien platicaba y tu escuchabas. De sus pláticas pude intuir la razón por la que un sujeto como él estaba aquí. Era demasiado radical, y encima nada ortodoxo.

"Has de saber" decía "Que quienes me mandaron para acá nunca sospecharon que a mi me da lo mismo estar cerca o lejos de ellos, pues estoy de todas formas cerca del Señor. Es una vulgaridad creer que segregan, la risilla cursi de creer que lo mandan a uno al fin del mundo, sin pensar que cualquier pueblillo como este puede ser la capital de un mundo nuevo. La gente de aquí lo sabe, sabe que nada importa, que todos somos todo. ¿Sabes? El catolicismo encierra todos los elementos que una buena religión necesita. Basta y sobra este culto para conocer a Dios, siempre y cuando no le temas como un armadillo."

Por fin llegaron las pinturas. Me hacía falta empezar, ejercitar mi espíritu. Decido que haré un trabajo tan brillante como el que Miguel Ángel hizo con la Capilla Sixtina. Esta iglesita nueva, sin arraigo, va a ser poseedora de una obra magnífica. Quiero, me fijo como meta este mural para santificar mi alma y verla limpia de nuevo. Me tiendo en un andamio que yo mismo hice en base a madera y comienzo.

Hace más de tres meses que llegué aquí y hace más de dos que comencé con esta obra. Casi termino, María, ha quedado sumamente bella, José, Moisés, todos geniales, sólo me falta Cristo, con quien batallo demasiado, no por falta de técnica, sino que me falta fuerza de voluntad para imaginar el tono de su mirada. Nada ganaría con ponerle esa mirada amariconada que siempre le atribuyen, a él que seguramente tenía una mirada penetrante, ígnea, mortal pero dulce. Los pinto, luego los borro, 5 o 6 veces ocurre lo mismo antes de desistir por hoy. Hace falta más tiempo para esa mirada.

El ángel

Aquí, visto patéticamente, la noche parece un remedo del día. Sigue claro, nunca oscurece, el calor se infiltra en las venas mismas del frío y pareciera que el cuerpo de uno fuera un dique de hielo sobre el cual cientos de niños exhalan su vaho para calentarte. Los mosquitos son ajenos a cualquier modalidad de compasión. Uno de ellos se corteja con la hembra en uno de mis pechos y de ahí mismo sacan el banquete de celebración. Siento una ansiedad a lo largo de toda mi espina dorsal y mis ojos, estos ojos condenados a la tristeza, no pueden cerrarse. Me levanto de la colchoneta en que duermo, estoy frío y estoy caliente a la vez. Decido salir al campo. Me siento incomodo que a mi paso se cierran las ventanas y las portezuelas, como si yo fuese un demonio o como si demonios fueran a venir por mí y nadie quisiera ver como me atrapan, mucho menos intervenir en mi rescate. Los bajitos son extraños. En especial los de este pueblo.

Hay un paraje cerca de aquí que es el sitio ideal para descansar. Los moscos parecen temer a alguna maldición, pues en ese paraje no hay mosquitos, de hecho pocas son las plantas que aciertan a nacer ahí.

Llego al sitio y me quito la camisa. La tiendo en el suelo para luego quitarla de inmediato. La tierra está caliente, tibia. Repego mi oreja al suelo como si estuviese rastreando el sonido de una locomotora vecina que se acerque por los rieles. Aquí no hay rieles, pero pego mi oreja al suelo para escuchar el repiqueteo, si fuese posible, de los tacones de los pies de Helena, los identificaría así me la mezclaran con las pisadas de la humanidad entera. También busco las pisadas de Ara. Ojalá estuviesen aquí, descubriendo que no se escucha pisada alguna, que si acaso se percibe el murmuro del planeta cada vez que respira. Es como un pecho tibio, es como recargar la mejilla en una teta grande como el rostro mismo y respirar su aroma, escuchar su corazón, sentir la caricia misma.

De repente se escucha un trinar ensordecedor de los pájaros que de ordinario debieran estar dormidos y ante mi apareció un ser de aproximadamente quince metros de alto, enorme, con una silueta de sexo indefinido, lejos de ser hombre o mujer me causaba una atracción que sobrepasaba toda experiencia de deseo físico. Su cuerpo efectivamente portaba unas alas enormes, su cabello era abundante pero no muy largo. Su cercanía me sacudió con un impulso eléctrico. El ser se rodeaba de un aura color violeta, misma que me produjo un orgasmo seco en cuanto lo toque, como si mis poros se hicieran una revelación a mi mismo. Alce la vista, buscando su mirada, no había nada en ella, pero era un vacío tan ensordecedor que estoy seguro significaba mucho más que todo aquello que llegamos a nombrar como algo. Su rostro, su frente, cejas y foco, me hicieron caer rendido y enamorado, y cuando esbozó una mueca parecida a una sonrisa supe que yo era feliz. El ser desapareció y con él se fueron muchas cosas, ideas, sueños, y sobre todo, se fueron de mi alma los pesares que me agobiaban, no sin llanto, claro está, pues rendido y cansado, tendido en la tierra, lloré como un niño, y... ahora que recuerdo, de niño nunca lloré realmente, profundamente, la infancia me llegó de repente. Tenía en mi corazón el bosquejo de la mirada de Jesús, el ángel vino a eso, a mostrármela, y mostrármela me sana .

En la mañana me encontraron los habitantes del pueblo. No podía moverme decían.

Está muerto dijo un viejo. Yo reía.

El mural

Cuando Monseñor Villegas llegó al lugar de los hechos y contempló el mural que estaba en el techo, tomó tres decisiones inmediatas: La primera, que a la María Magdalena contenida en ese mural había que retocarla y ponerle un poco o un mucho más de ropa, a manera que no fuera tan provocativa, había que tomar las medidas pertinentes para acallar lo evidente de su pasión por los hombres y hacer menos patentes las huellas del placer, las cuales podían poner en entre dicho su conversión; la segunda era que a la figura de Jesús había que retocarle la mirada, volverla más generosa, más caritativa, quitándole ese aire perverso que tenía, la fuerza también, pues ésta seguido se confunde con el enfado, y tercera, que había que quitar el mural entero, desprender el techo con seguetas y cargarlo con una grúa para colocarlo en un sitio más apropiado para semejante obra de arte. La nueva basílica en México Distrito Federal sería el sitio correcto. "Estos indios no sabrán valorar esta pieza de arte con lo que hicieron".

La grúa llegó llevándose el techo. La iglesia cerró sus puertas, dejó abierto su techo, por si algún ángel deseaba entrar por ahí.

Pero no he muerto

"No he muerto" le dije al viejo. Viendo esto, el grupo de aldeanos se dispersó. Me paré con dificultad, y como pude corrí al Templo y pinté los ojos de Jesús, perfectos, perfectos. Me dio por llorar.

- No deberías llorar- Dijo el sacerdote- He dispuesto que en esta Semana Santa tu serás Jesús-

- Me encantaría. Mira. Por fin he podido con sus ojos. Lo he comprendido.

- ¿No me preguntas que papel haré yo?

- ¿Cuál es?

- Judas.

En México destaca de entre miles de ritos el de representar la pasión de Cristo. En lo personal sólo me ha tocado ver en tres de veces este rito que mezcla en una manera muy extraña la sangre y el amor. Recuerdo mi sorpresa cuando me enteré que en la Ciudad de México, o mejor dicho en la Delegación Iztapalapa, el hombre que es elegido para representar a Cristo en el montaje de su pasión debe ser una persona que tenga reconocida solvencia moral, ello desde luego desde el punto de vista de los sacerdotes católicos. El sujeto en cuestión debe de guardar la compostura durante un año completo, en el cual se ha de caracterizar por su contemplación, el control de sus emociones, su generosidad incondicional. Un año de esfuerzos, pues a cualquier mortal le cuesta trabajo reunir los requisitos necesarios para que se le llegue a catalogar de "bueno". Dos o tres retiros espirituales, así como constantes confesiones, dos cada mes, mínimo, sin duda ayudan también a que el Cristo esté en forma para el momento de su crucifixión. Tal ceremonia se ha suavizado a lo largo de los años, ya que antaño se llegaba al extremo de clavar al supuesto Cristo, ¡clavarlo de verdad!, me pregunto qué es lo que la gente va a ver en este show, entiendo que antes llamaba mucho la atención la presencia de la sangre, pero ahora, casi no hay heridas graves y sin embargo cada vez acude mayor cantidad de gente. Se estima que fácil un millón de personas acude a excitarse con esta puesta en escena que no puedo catalogar de otra manera que teatro de vanguardia, un teatro en que el personaje cree de veras ser el Cristo. Las otras dos veces son distintas. Una de ellas fue muy común, en un lugar que ya ni recuerdo, donde había un Cristo con cara de estar purgando pecados, con cara de angustia, como si estuviese pagando una manda expiatoria, como si dijera "Diosito, que cargar esta cruz tan pesada sirva de castigo a lo mal que me he portado, que borre la mancha que haya podido tener por todas esas cosas que aunque malas hago con tanto gusto y esmero, de estar casado con la mujer que nunca he querido, y gozar siempre con otras, perdón por embriagarme tanto y por pelear con quien sea, por ser un tacaño, por joder al prójimo con tanta dedicación y devoción por todos estos años, prometo, pues no puedo jurarlo, que intentaré experimentar arrepentimiento y, por qué no, sentir verdadera aflicción por ofenderte", luego los falsos romanos cagados de risa de ser la parte cruel del relato y darle de chingazos al pobre supuesto Jesús, desquitando indirectamente las rencillas que en la vida común puedan tener con el improvisado actor que encarna al Mesías, que si les debe dinero, un chicotazo, que si se casó con la mujer que ellos querían poseer, otro chicotazo, que si no presta a su hija para un rato de diversión, otro chicotazo, que si de envidia por ser el Jesús y no un simple romano, chicotazo, que si gana más dinero en su trabajo, chicotazo, por la nada, un buen chicotazo. Si la cara del supuesto Jesús es ya una blasfemia, habrá que ver a las Marías Madres, las cuales siempre eligen jóvenes y bonitas, tal como si joven y bonita fuera sinónimo de ser buena de corazón o minímamente pura. Un fariseo le ve el culo a la María que eligen, cuya mirada taciturna puede deberse a la beatitud y compasión o a un completo estado de ardor, o la cruda de una borrachera. Los falsos apóstoles en veces no saben ni quién son, si bien Pedro, Judas y Juan saben que tienen roles muy claros, los restantes sólo están ahí para hacer montón, no hablan, nada expresan, van como espectadores con compromiso de quedarse a toda la función y para presumir que una vez en su vida vistieron con túnicas muy a la moda del Siglo 33 d.C., pero si se les preguntara, ¿Tú quién eres?, Felipe, Mateo, Lucas, Andrés, etc. ¿Y qué hiciste?, nada. Así, las Marías tienen rostro de Magdalenas antes de convertirse y las Magdalenas tan convertidas lucen un look al más puro estilo de María Virgen. Los que se sienten muy mamones son los ladrones, de los cuales nunca supe de dónde coño sacaron que se llaman Dimas y Gestas, de los cuales supongo el bueno, es decir, el que se fue con Cristo al reino de los cielos aprovechando la vuelta, ha de ser Dimas, pues he escuchado que hay gente que se llama así, Dimas, y desde luego nadie quiere llamarse Gestas, así como nadie quiere llamarse Judas, o Caín. Creo que en Iztapalapa se toman con seriedad la tradición de montar el vía crucis, y que en el resto del país cada quien lo hace como le viene en gana. En Taxco por ejemplo, hay varones penitentes que se la pasan vagando durante horas, descalzos sobre las calles empedradas de Taxco, cargando barrotes de 25 a 50 kilos, preferiblemente rasposos, ellos sin camisa, lastimándose, encapuchados con una tela negra que los hace lucir como verdugos probando una sopa de su propio chocolate, como recibiendo su merecido, otros usan la misma indumentaria y usan correas de cuero con clavos al final para auto lacerarse, en una acción que parece producirles más placer que aflicción. Hay gente que año con año lo hace, hay quienes llevan más de 25 años de hacerlo.

Sin embargo, lo único que me importa es el tipo de Cristo que yo he de ser. No un Cristo débil, tenue, sino uno fuerte. He de asumir mi papel de la manera más interna que pueda.

Trabajo sin descanso, leo sin descanso, paso horas contemplando el mural que hice y recapacitando en lo maravilloso de esa historia. ¿Quién fue ese Jesús?, acaso fue un violento seguidor de si mismo que descubrió el amor. Yo puesto en sus zapatos. El amor, el amor de él, el amor mío. Siempre quise que el amor no fuera efímero, que hasta la más leve mirada es producto eterno, nada se repite, todo es ubicuo. Yo que quise unificar las almas que amé, que nunca busqué sino el bien aunque este fuese el placer. Ahora dispuesto a escenificar su muerte. Le admiro, yo que decía que nunca admiraría a nadie.

Tengo que repasar los evangelios para lo que será la representación de la pasión de cristo.

La Cruz

Las cosas son muy extrañas. Inicia la pasión y Judas me besa en la boca para entregarme, mientras que mis chaparritos apóstoles se sorprenden. Otros de ellos me aprehenden. Ni unos ni otros entienden la diferencia. Este pueblo de hecho no acostumbra besarse jamás.

Me llevan dentro de forcejeos, hay una cosa que me preocupa. Estos bajitos están llevando a cabo una dramatización demasiado real, pegan como si se vengaran de todo lo que soy y represento, es decir, el resto del mundo, pues me pegan de verdad los azotes, me ponen sin empacho una corona de espinas verdadera y mi sangre les excita. Voy con una cruz de verdad a cuestas. La gente me mira muy extraño, como si fuesen a matarme de verdad.

La odisea sigue. Todo me resulta doloroso, macabro.

Me cuelgan en la cruz, me pinchan, mal afortunadamente, el vientre con una cuchilla.

Juan, que no me ha dirigido la palabra desde ayer, parece fuera de sí, me mira como enamorado, con un dolor inmenso también, es como si él en verdad fuera Judas y yo su maestro vendido por él a cambio de unas cuantas monedas, llora como casi todas las señoras de la multitud. Juan comienza a apartarse de mi y de la gente. Nadie aparte de mi registra lo sutil que se va alejando, casi sigilosamente, nadie, nadie se percata de nada. Yo creo decir las cosas, pues por más que mueva la boca, la tengo seca y muda. Veo que de un árbol lejano pende una horca. Mi cuello se estira con furia, intento señalar lo que va a suceder pero mis movimientos parecen estertores, los cuales sólo acrecientan el llanto de las viejitas, cuando en realidad lo que quiero indicarles es que Judas está a punto de colgarse. Lentamente se pone la soga en el cuello y se deja caer. No se si por instinto patalea desaforado, o si en el último momento se arrepintió de colgarse, o si sólo quiso ser más dramático.

Algunos chiquillos le rodean, se marchan con sus padres asustados. Pero nadie hace nada por bajarlo. Desde aquí se ve su lengua que cuelga.

Comienza a llover. Una lluvia tan densa como aquella del día en que llegué aquí hace casi dos años. Todos corren a sus casas, hablan una lengua ajena. Es como si la presencia de Juan los orillara a hablar en español, ahora sólo hablan un dialecto que no entiendo.

Un rayo cae cerca de donde estamos, lo que aturde a todo el mundo.

La gente desaparece casi por completo.

Cesa de llover y la tierra huele como una mujer que acaba de darse una ducha. El sol repunta creo yo sólo para despedirse, pues he perdido la noción del tiempo, que digo del tiempo, he perdido la noción de todo, soy casi una caja de preguntas que parece inminente no sean contestadas nunca. Sería irónico que muriese de esta forma, yo que intenté amar al mundo, yo que quise volar dentro de un cielo azul oscuro, nunca lo hice ni en este ni en ningún otro cielo. He perdido en realidad mucha sangre con esta ridícula corona, ¡Vaya rey!. Siento los brazos lánguidos y pesados. Mi sexo me reclama en cierto modo que decida abandonarme de esta forma tan cobarde. Si mi cuerpo se entregara a todos, como el de Jesús, poco importa el método monstruoso que se eligiera para morir.

Quisiera repasar toda mi vida, pero no puedo.

Sólo Dios sabe que los milagros suceden. Por la entrada del pueblo, encima de una carreta de a caballo van entrando algunas personas. Las conozco, claro que las conozco. ¿Cómo han dado conmigo? Yo sin poder hablar, mirando con estos ojos, que he ganado a pulso, el andar de Helena. Sonrío como un chiquillo. Cierro la boca, pues recuerdo que los romanos bajitos me tumbaron mínimo tres dientes durante mi crucifixión. Sé que luzco horrible colgado de esta cruz, bañado en sangre, sin dientes y con una corona que me exprime el alma. Se por otro lado que mis heridas son pocas comparadas con las que los besos de Helena pueden curar. Ella viene lo mejor arreglada que puede comparecerse. Es mi Magdalena particular.

- Jesús, tu eres mi destino.- Me dice con su adorable voz. Intento abrir la boca, contestarle de alguna forma. Abro mi boca y siento mis labios resecos partirse. Todavía tengo sangre ahí. - Y yo soy el tuyo- completa su frase.

De la mano sujeta un niño que me parece familiar. Demasiado familiar. Lloro de alegría. Alzo mi vista a los cielos y le digo a Dios que tendrá que esperar un poco. Mi corazón se inflama mientras me bajan del madero. El sabor de la sangre en mi boca es menos amargo que saber que he de volver a esta guerra infinita que constituye el hombre. El sabor de la sangre en mi boca es de todas formas menos dulce que saber que he de acudir a esta guerra vestido de ropajes blancos, que he aprendido el amor, que mi alma es del tamaño del corazón de cada ser, que como en mi, los besos seguirán siendo pactos. Helena me besa, se bebe mi sangre. Retira la corona de mi cabeza. El niño me mira fijamente. Un extraño presentimiento. Brotan perlas de mis ojos.

 

FIN

 

La Paz, B.C.S. a 23 de abril de 2000

Domingo de Resurrección.

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