Año 2007.
Ciudad de Tokio.
Uno de los miles de grises oficinistas de Tokio se encuentra en uno de los barrios rojos controlados por los Yakuza, su jornada laboral terminó hace rato y en el bolsillo tan sólo lleva unos 500 yens y el billete de vuelta a casa en Tren, todavía es temprano y deambula sin rumbo. Pocos placeres de la carne pueden solucionarse con tan poco efectivo, aunque para todo hay solución en este mundo terrenal.
Nuestro gris oficinista se detiene ante una maquina expendedora. No se lo piensa y se lanza. Mete las monedas en la maquina. No saca chocolate, no saca un refresco ni siquiera un condón. Para él algo sublime, sin precio.
Acelera su paso, su pulso le sigue. Se detiene en un callejón pestilente, frente a un muro que se cae. Durante unos largos segundos contempla en el embase de plástico. En él aparece la cara de una jovencita sonriente con una faldita tan mini que deja al descubierto su tanga blanco, tiene la piel ultra bronceada y pelo rubio, lo que viene a ser una Gal, abre el embase sin esperar un instante más y saca un precioso, delicioso, aromático y simple tanga usado.
Sin dejar sus cosas en el suelo baja su cremallera y comienza una frenética paja mientras huele intensamente el tanga que se pasa ansioso por la cara. Suda mucho, su mano se agita como usando una coctelera, gime una vez, luego otra, otra más y se corre mientras tiene el tanga metido en la boca. Lo muerde, lo saborea, lo usa para limpiarse y después lo tira en aquel callejón.
En palabras de Oscar Wilde " el perfecto ejemplo de placer perfecto. Es exquisito y deja insatisfecho. ¿Qué más se puede pedir?