En algún lugar de aquella Grecia arcaica, olvidada y relegada a un segundo lugar tras la tantas veces encumbrada y renacida Grecia clásica, se lleva a cabo un ritual atemporal y antiguo como la propia tierra, un ritual cargado de simbolismo, ritual de fertilidad, feminidad y madurez al que tan sólo tienen acceso las mujeres iniciadas, que antes o después, serán todas.
Durante la primera luna llena tras el equinoccio de primavera, momento antes sagrado, ahora completamente ridiculizado por payasos incultos y bárbaros blasfemos, las mujeres de la población se reunían en el lugar más sagrado. En esta ocasión que hoy narro, aquel lugar no se trataba si no de un pequeño monte, no él más grande, ni siquiera el más majestuoso, si no uno pequeño, escondido y en cuyo interior habitaba la diosa, que temerosa ante los hombres mostraba su existencia de la única forma en la que ella es capaz de expresarse, con un bello y majestuoso olivo. Las raíces de aquel árbol eran gruesas y llegaban muy hondo hasta el corazón de la misma tierra a la que se aferraban con fuerza suprema, sus ramas eran tan largas como para poder celebrar el ritual bajo ellas y sus hojas tan verdes, como para que pudieran reflejar la luz de la luna.
Las sacerdotisas rodearon el árbol en un círculo perfecto. Ante la Gran Sacerdotisa y entre ella y el árbol una mujer apareció en escena, tras sostenerle la mirada por un instante a la Gran Sacerdotisa, ella se arrodillo y suplico la clemencia de la diosa, suplico la clemencia de las sacerdotisas y suplico por la clemencia de las próximas generaciones ante sus actos. Tras este echo, la mujer elevo sus brazos hacía la luna, oro y volvió a tenderse sobre la tierra. Fue entonces cuando la Gran Sacerdotisa se arrodillo junto aquella mujer, saco un cuchillo de entre sus vestiduras y corto su carne levemente, pero lo suficiente como para que de aquella herida superficial brotará sangre, brotará vida, ipso facto cedió el cuchillo a la joven mujer y ella repitió aquel acto, una vez que ambas sangraron, estrecharon sus manos y dejaron que las gotas de sangre empaparan el suelo. La Gran Sacerdotisa alcanzo un objeto envuelto por telas y se lo entrego a la muchacha que en aquel preciso instante se convertía en la nueva Gran Sacerdotisa, la anterior, retrocedía ahora hasta situarse fuera del círculo junto a otras mujeres que como ella ya vestían canas en sus cabellos, sus pieles se encontraban flácidas ya y ahora tan sólo se les permitía asistir al ritual, no celebrarlo.
La nueva Gran Sacerdotisa ocupo su nuevo lugar en el círculo y tras comenzar el canto ceremonial junto al resto de las sacerdotisas hizo llamar a las novicias para ser iniciadas en el ritual. Las novicias vestidas con clámides cortas rodearon el árbol sagrado, en un círculo interior al de las sacerdotisas, después se acostaron en el suelo, abrieron sus piernas flexionadas y esperaron el momento del ritual.
-Madre Diosa, tú que generas la vida recoge ahora la esencia de tu don -La Gran Sacerdotisa recitó estas palabras mientras el resto de sacerdotisas cantaban.
La Gran Sacerdotisa cogió el objeto cubierto por telas y lo descubrió ante los ojos de todas. Ante ellas, un falo masculino de oro, erecto, potente, un falo perfecto como el de un dios, quizás, demasiado espectacular para unas jóvenes virginales, candidas e inocentes, muchachas como Helena, hija de un simple alfarero que hoy se convertía en una discípula de la Diosa. En el momento en el que la Gran Sacerdotisa se posó frente a ella, Helena levanto las piernas y ayudada por la Gran Sacerdotisa las coloco sobre sus hombros, Helena intento relajarse y dejándose llevar por los cánticos de las sacerdotisas, se preparo para ser penetrada por el falo del Dios, apretó los ojos y sin previo aviso la mano de la Gran Sacerdotisa le introdujo el falo del Dios que rompiéndole el himen la penetro por primera vez. Helena dio un fuerte alarido e incomoda se retorció intentando huir de su destino, pero la Gran Sacerdotisa se lo impidió y sufrió el dolor de la penetración hasta que el suave contoneo de aquel dorado miembro comenzó a resultarle placentero, tanto que sus alaridos se modularon poco a poco en verdaderos gemidos de goce, si antes se retorcía, sus movimientos ahora continuaban siendo alocados pero ralentizados en el tiempo, pues Helena se fundía con la Diosa al entregar su esencia de vida en el mismo instante el que era placenteramente penetrada por el Dios. La mano ejecutora de la Gran Sacerdotisa continuo entre los muslos de Helena, agitándose hacía arriba y abajo, moviéndose rápidamente hacía atrás y adelante mientras tanto la sangre de su himen perforado caía y caía y empapando la superficie de la madre tierra.
Helena, sintiendo el fin del ritual se aferro a al tierra, hasta arrancar la misma piedra del suelo y elevo a los cielos un último quejido de satisfacción cuando la Gran Sacerdotisa le retiro el falo, su sangre se agoto en la tierra y ella misma alcanzó su primer orgasmo. Sudorosa se levantó e intento mantener la compostura mientras con sus débiles piernecitas se dirigió hacía los brazos de su madre. A una tras otra, la Gran Sacerdotisa desvirgaba de la misma forma, repitiendo el ritual una y otra vez hasta que la tierra se saciaba con la sangre de sus hijas y el cielo con los clamores de placer. A los pies de la colina sagrada, los legos masculinos ignoraban todo detalle del ritual, salvo los cánticos de las sacerdotisas, el primer grito de horror de las iniciadas y el último suspiro de placer de las mismas. Todo lo desconocían e imaginaban y fantaseaban con cientos de horrores y secretos cuando la realidad y era más simple y pura que todo ello.
Helena como el resto de las ahora ya mujeres, se convertía en sacerdotisa de la Diosa, en verdadera mujer para su pueblo, amante del Dios y preparada ya, para su futuro y virginal esposo, quien no recibiría a una chiquilla inexperta, si no a una deseosa fuerza de la naturaleza.