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Amar en San Seabastián antes de morir

en MicroRelatos

Vagabundeaba con mis pensamientos una noche fría de invierno. Me sentía solo, muy solo. La crispación también invadía mis tristes y gélidas neuronas; hacía poco más de un mes que habían concedido el divorcio a mi mujer, separación por mi no deseada, y que me sumió al borde de la depresión más brutal.

Paseaba por el paseo de La Concha de San Sebastián, ciudad que había elegido para acabar con mis desgracias. Morir en Donosti es el lujo más grande que un suicida puede aspirar.

-¡Qué vulgaridad! arrojarse al metro o por el viaducto de la calle Bailen de Madrid. ¡No, no!

Si en vida no pude vivir

bella y hermosa Easo,

me dispongo en ti morir;

recíbeme en tus brazos,

tus latidos deseo sentir.

Tu serás mi Halicarnaso.

 ¡Qué bellos recuerdos me evoca la Bella Easo! Me senté en un banco del paseo del Peine, cerca de la Plaza del Funicular observando como el Cantábrico acariciaba la arena de la playa con la misma suavidad que yo acaricié los pechos de Charo momentos después.

-¡Vaya! Pensé. –Con este mar siempre bravío, pero hoy en calma no me podré suicidar. Parece que barrunta mis intenciones. ¡Bueno! Tampoco voy a meter prisa a La Parca.

Pensaba arrojarme al mar desde el acantilado. Que las olas me destrozaran y me llevaran hasta los jardines de la Ondarreia para que los detritus de mis despojos dieran vida a las rosas, como Serrat dio vida a la genista del Mediterráneo.

Encendí el último pitillo. La calma era absoluta, pero la bruma empezaba a invadir el paseo y la tibia luz de una farola absorbía la humareda del cigarrillo. Me abstraje viendo como el humo en su lento y perezoso ascender formaba unas imágenes que se me antojaban caprichosas, pero que distrajeron mi atención hacia lo inevitable, y me olvidé de la muerte en ese instante. Me vino a la mente la voz de Jorge Sepúlveda en su canción "mirando al mar", pero yo no soñaba como él, ni estaba junto a ti, como dice la letra.

Pensé que esa noche tan calmada no era la más propicia para un suicidio. Era más propia para amar. Un suicidio requiere tempestades huracanadas, tornados y shunamis.

-¡Coño! Me pregunté.-¿Es que me voy a ir de este mundo sin hacer el amor por última vez?

¡No, no! ¡Qué disparate!

Me invadió un enorme deseo de acariciar los cabellos de una mujer. De succionar con la mayor de las delectaciones sus pechos, y de perderme en las profundidades de su vagina.

Me dirigí al centro, con intención de tomar algo caliente en una arrocería de la Plaza del Buen Pastor, frente a la Catedral. Hacer el amor con el estómago vacío no me parecía una buena idea.

 ¡Allí estaba ella!

Al lado del espejo

como una estrella

¡le tiré los tejos!

Es dama muy bella

de cerca o de lejos

mujer que sulivella.

La conexión fue fulminante... el deseo en los dos surgió al instante. Supimos que hacer el amor era irremediable, imposible resistirse a sus caprichos... Nos dejamos llevar sin apenas decir nada.

La emoción me embargaba subiendo las escaleras que accedían a su casa de la calle San Mareial. No había ascensor, era una cuarta planta. La desnudé al instante y me dejé llevar por la emociones.

Fue el comienzo de una nueva vida. Los pechos turgentes de Charo alimentaron con sus zumos una menta derruida...

Fue mi hada, mi druida.

Las fuentes de las rosas.

La que me sirvió la vida.

Ella me devolvió mi prosa.

Los besos fueron interminables, los pulmones se olvidaron de respirar, no querían entorpecer el momento tan sublime con su ajetreo. Mi viaje por las rutas de la piel de Charo fue interminable: sus collados, sus valles y sus montes fueron recorridos por mis manos y por mi lengua de una forma lenta, parsimoniosa, no quedó un centímetro de su dermis que no descubrieran mis sentidos; todos estaban concentrados en ella.

Devoré sus labios como el sediento ante el agua. Todavía siento su contacto en los míos; sus gemidos, y su olor; aroma que cubrió la estancia; fragancia de rosas y jazmines emanaban de sus fuentes. ¡No existe perfume más embriagador que el de una mujer en celo! Mis fosas nasales se inundaban de ellos y me elevaban la libido a unos estadios desconocidos y nunca por mi vividos. Sin duda estaba ubicado en ese momento en el máximo grado y esplendor del amor.  

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