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Memorias de una prostituta. Capitulos 1, 2 y 3

en Grandes Relatos

CAPITULO I

Durante 30 años, he regentado una Casa de Putas. (permitan que lo denomine de esta forma un tanto displicente); pero es que en mi país, el pueblo liso y llano, donde los hombres van a “aliviarse”, lo llaman así: Casas de Putas. Podría haber empleado otros nombres menos significativos, como por ejemplo: casa de tolerancia, serrallo, casa de citas, casa de lenocinio, casa de trato, casa pública, prostíbulo o burdel; pero sería intentar disfrazar lo que por mucho que se intente camuflar, siempre será lo que es: una Casa de Putas.

Por mi Casa han concurrido miles de hombres de todas las edades y personalidades: el estudiante, el ingeniero, el cura y el militar; ya que desde su apertura, ha pasado por múltiples apariencias debido a las circunstancias de cada momento.

Podría escribir un libro de mil páginas narrando todas las anécdotas, ocurrencias, eventos y peripecias allí acaecidas; pero me voy a limitar a narrar aquellas vivencias que bien personalmente o “mis chicas”, fueron parte de las mismas.

Inicié mi actividad en el año 1960. Mi País estaba regido por una Dictadura; ya que había salido de una guerra fraticida. La sociedad imperante era machista, y sólo entendía de dos tipos de mujeres: decentes o putas. Pero la gran paradoja, es que las decentes estaban socialmente “más puteadas”  que las putas de verdad.

 Seguro que se preguntarán los motivos de algo que parece incongruente, pero es que aquella sociedad ya de por si, era la incongruencia misma.

La mujer decente era la que defendía los valores que dictaba la Santa Madre Iglesia. Llegar virgen al matrimonio; ser fiel y sumisa esposa, e ir a misa todos los domingos. Y las casadas, quedarse preñada todos los años, ya que la venta de anticonceptivos estaba muy controlada, además de ser pecado mortal su utilización para evitar los embarazos.

Y las decentes solteras que les dejaba el novio abandonadas y preñadas, si eran pobres se convertían en la vergüenza de la familia, y eran repudiadas. Pero si eran ricas, hacían “un viaje de turismo a Londres” , y por arte de birlibirloque volvían “desembarazadas”.

Las familias numerosas eran premiadas por aquel Régimen, y las consideraban ejemplos de madres abnegadas dignas de los mayores elogios aquellas que rebasaban la docena de hijos. Por eso no es de extrañar, que el peor insulto que se le podía hacer a un hijo, era llamarle hijo o hija de putaY el que se atrevía a llamárselo a otro, seguro que el final eran los juzgados o las Casas de Socorro. La madre era lo más sagrado del mundo, ¡Y pobre de aquel que se atreviera a mancillar su honor!

Sin embargo nosotras las putas, no teníamos los “privilegios de las decentes”. Podíamos vestir pantalones, fumar y beber alcohol, y nos pintábamos el rostro con todo tipo de perfiles. Alternábamos en clubes,  y cruzarnos de piernas para que se nos vieran las bragas.

Las Casas de Putas, durante un tiempo estuvieron toleradas por el Régimen, pero con severísimos controles sanitarios; y el acceso a las mismas estaba exclusivamente reservado para los hombres mayores de edad

 

Creo haber resumido en pocas palabras, el tipo de sociedad que imperaba en mi país en aquellos años. O sea: una sociedad machista, donde el hombre era la fuerza de la misma, y la mujer su reposo en caso de la esposa, y su entretenimiento en caso de la querida o puta, que venía a ser lo mismo.

La diferencia entre puta y querida, estribaba generalmente en la edad y en el físico de la mujer. Las muy jóvenes y agraciadas, aspiraban a tener ese amante millonario pero cateto, que las mantenían hasta que se cansaban de ellas, pero el final de casi todas era el mismo: El burdel

 

 

CAPITULO II

 

 

Vivía en un pueblecito muy pequeño; y en esa hora tonta que dicen tenemos todos los días las mujeres, un viajante de alpargatas, muy guapo él, me hizo una tripa.

Mi padre y dos hermanos me echaron de casa por considerar que era la deshonra de la familia. Mi pobre madre nada pudo hacer, salvo llorar y rezar por mi todos los días. Y fui estigmatizada por el alcalde, como una maldición bíblica para el pueblo.

Con  mi barrigón, una falda, un jersey, un sujetador y dos bragas, y sin apenas recursos económicos, abandoné el pueblo y me vine a la capital a buscarme la vida; pero lo que encontré fue mucha hambre y piojos.

Gracias a don Celestino, el párroco del pueblo, fui aceptada en una casa de beneficencia para chicas descarriadas como una servidora.

A las dieciséis semanas de embarazo, aborté de una forma natural, ya que sí quería tener a esa criatura. No sé como me sobrevino, porque no me dieron explicaciones, sólo escuché decir que estaba muy débil y con anemia, y que el feto no había podido seguir el proceso de gestación debido a la falta de los elementos necesarios para la culminación de la vida.

Superado el trauma que me supuso el aborto, y rebasado el tiempo máximo que podía permanecer en la casa de acogida, me pude colocar de mujer de la limpieza en una de las casas de citas más famosa del lugar.

Aquí empezó mi vida a resurgir; pues aunque durante dos meses, me hinché a limpiar todos “los restos del amor pagado” que dejaban aquellos señores de porte tan distinguido; allí mismo aprendí más de la vida en esos sesenta días, que el resto de mi vida intentando ser una mujer honesta y honrada, tal como mandaba la Santa Madre Iglesia.

Un día después de comer me dijo doña Patrocinio, la señora que dirigía la casa:

--Oye Manolita, ¿Sabes que los clientes se fijan más en ti, que en mis niñas?

Efectivamente, así era. Muchas veces tuve que cortar a más de uno de aquellos señores haciéndome la tonta. La verdad era que tenía 20 años esplendorosos; lo que pasa que no sabía que podía lucirlos con toda la luminosidad que mi ser irradiaba.

--Ya me he dado cuenta; pero mire usted, yo no sé si serviré para esto.

--Ven conmigo, verás como tú misma vas a sorprenderte. Me dijo a la vez que me tomaba de la mano y me llevaba a su habitación; en donde el lujo, el boato y el buen gusto se manifestaba por las cuatro paredes y el techo.

--¿Te gusta lo que ves?

--¡Jolín! Que si me gusta, esto no lo tienen ni las señoras más ricas de mi pueblo.

--Es que las señoras decentes no pueden tener estos lujos.

--¿Y porqué no? Pregunté con ingenuidad manifiesta.

--Porque las señoras decentes dependen de sus maridos; y éstos las tienen como siervas, no como amantes. Y las esposas no necesitan estas clases de atenciones, es un pecado para ellas, pero para las amantes no, porque como ya están condenadas en la Tierra, pueden hacer lo que quieran.

No podía entender sus razonamientos, pero lo que observaba a mi alrededor no era un sueño, era una realidad palpable. Abrió un armario y quedé alucinada de la cantidad de vestidos a cual más bonitos que contenía.

--Te voy a transformar, para que compruebes lo bonita que eres. Después de manipular mi rostro y mi cuerpo durante un buen rato, dijo:

--Mírate en el espejo.

No quedé alucinada, quedé totalmente deslumbrada; en unos minutos me había convertido en una princesa.

Me desprendió de mis viejas y vetustas ropas; dio libertad a mi pelo del color del oro, dejando que transitara hasta más allá de mis hombros; pues estaba preso en una especie de moño que parecía más bien un repollo. Dio una sombra profunda y misteriosa a mis ojos, y emitió luz a mis labios; labios sensuales que invitaban perennemente a ser besados. (Eso era lo que me decía aquel viajante que me dejó preñada)

Mi cuerpo de un metro setenta centímetros adquirió unas dimensiones para mi desconocidas dentro de aquel vestido que doña Patrocinio había estimado el ideal para que se luciera en mi anatomía. Parecía una diosa salida del Olimpo.

Odiaba a mis caderas y mi culo, porque me parecían demasiado anchos, y mi pecho también me parecía desproporcionado, pero ¡Oh! milagros de la plástica. Fui ubicada por doña Patrocinio en mi verdadera dimensión, en mi verdadero espacio. Y aquella burda y paleta niña de pueblo, se había convertido en una mujer capaz de poner a sus pies a todos los hombres.

Por mi mente pasaron fugazmente aquellas imágenes que me hicieron tan desgraciada: el pueblo, mi familia, la casa de acogida, el hambre, los piojos, y el aborto. Y supe al instante que mi vida había cambiado radicalmente.

Doña Patrocinio miraba con delectación la obra de arte que acaba de crear conmigo; y al ver la expresión agridulce de mi rostro, supo que aquella Manolita que limpiaba su casa, se iba a convertir en una princesa sólo al alcance de unos pocos. Sólo pude abrazarme a ella y darle las gracias.

--¿Te atreves a salir al salón así? Dentro de poco empezarán a llegar los clientes, te aseguro que todos cuando te vean se van a poner a tus plantas para pedir tus favores.

--Una pregunta ¿Cuánto ganan sus chicas?

--En un mes, más que tú en un año limpiando la basura que dejan esos que te van a adorar como a una diosa en cuanto te desnudes delante de ellos, porque tu cuerpo Manolita es como el de una deidad.

Quedé perpleja, y al recordar todas las vicisitudes que me trajo aquella hora tonta, y me dije a mi misma:

 

“Si por el coño dejé de ser una mujer honrada; por el coño seré reivindicada”

 

 

CAPITULO III

 

 

No tenía experiencia, pero me dijo doña Patrocinio que fuera yo misma, tan natural como siempre, que mi cuerpo era mi mejor tarjeta de presentación. Sólo me hizo una recomendación:

--Se dulce y comprensiva con aquellos que requieran tus servicios, y proporcionales ese rato que sus esposas no saben darles. Y ten en cuenta, que, la mayoría son personas muy respetables, de alto nivel profesional, político e intelectual, casados pero aburridos.

Era cierto, y eso me reconfortaba, en el poco tiempo que llevaba en la Casa, todo el proceso se llevaba de una forma muy especial; se respiraba en el ambiente paz y tranquilidad, y “las señoritas” nunca tuvieron un percance ni una mala nota por parte de los señores que les requerían.

--Y no te preocupes, que los primeros días estaré pendiente de ti, para que no encuentres dificultades.

 

MI PRIMER CLIENTE

 

Fue un marqués, de unos cincuenta años. Debo decir, que, doña Patrocinio de momento no me sacaba al salón con todas las niñas para lucirme ante los clientes. Dijo que un bombón como yo sólo podía ser “degustado” por los muy especiales; me retuvo en sus aposentos privados al que sólo tenían acceso muy poquitas personas.

La señorita recepcionista anunció la llegada de don Servando, Marqués de “Flores del Campo”, a quien hizo pasar inmediatamente; era uno de los clientes VIP. Después de los besos de rigor, el señor Marqués que ya me había hecho el escáner con los ojos, Dijo:

--Usted como siempre Patrocinio, tan hermosa y elegante.

--Su excelencia que me ve con buenos ojos. Pero los años pasan.

--Para usted no, se lo dice uno que la conoce desde hace muchos años. –¿Y esta señorita tan preciosa? Dijo dirigiendo su mirada a mis ojos.

--Algo especial, reservada para los asiduos de su categoría.

La mirada del señor Marqués era limpia y clara, quizás vi algo de tristeza en la misma. Era un hombre de porte distinguido, alto y muy bien conservado para su edad. Le sirvieron una copa de coñac que degustó con deleite durante unos minutos, sin duda era un sibarita, por lo que mentalmente me fui preparando para satisfacer plenamente sus deseos.

--Manolita, vete preparando, que el señor Marqués quiere estar contigo, dice que se ha enamorado de ti fulminantemente.

Me sentía muy segura y serena, cosa que me extrañó para ser la primera vez que fornicaba por dinero; y esto me dio ánimos para afrontar mi primer encuentro. Y lo mejor: el señor Marqués no me producía ningún tipo de aversión. Todo lo contrario, su aroma a limpio me agradaba. Por lo que me dispuse a enfrentarme a  mi primer gran reto.

Me tomó del brazo y me llevó a la suite reservada para estos clientes. Estancia que conocía bastante bien, pues había quitado muchas sábanas y toallas mojadas.

Me sentí como una diosa al saber que ahora iba a ser yo la que dejara las secuelas de mi actividad, ya que ese tiempo iba a ser de oro; porque me dijo doña Patrocinio que las propinas que dejaba don Servando eran muy generosas, y yo estaba dispuesta a ganármela con creces.

--¿Sabes niña que de verdad me he enamorado de ti? Pareces más un ángel que una ramera.

--Gracias don Servando, pero soy lo que soy, por avatares que de la vida. Dije poniendo carita de ángel.

Me tomó ahora por los hombres con ambas manos y me dijo que le viera como a su esposo. Que su señora no quería o sabía satisfacer sus deseos, y que soñaba con una esposa  amante y abierta a todos sus pretensiones sexuales. Y así empezamos la comedia:

--Cariño, hoy he tenido un día agotador; la finca de los Jarales no me da más que problemas y disgustos, menos mal que te tengo a ti, que eres el bálsamo de mis penas y el remedio de mis angustias, y cuando llego a casa, me haces olvidar todas mis bretes.

--Sí esposo mío, sabes que tu mujercita siempre será tu sostén.

--¡Hablando de sostenes! ¿Y este tan erótico que llevas puesto? ¡Coño! Pero si parece que te hacen las tetitas más hermosas.

--Pero cariño.. ¿No te acuerdas? Le dije a la vez que me quitaba la falda. –Si este conjunto me lo regalaste tú, porque decías que me lo imaginabas puesto, y te excitaba.

No podía creer que fuera capaz de interpretar el papel de esposa; pero al ver el brillo en los ojos del Marqués, supe que lo estaba haciendo muy bien, porque se estimulaba por momentos.

--¡Pero que ofuscado estoy, cariño! Disculpa mi despiste.

--¡Y yo que me lo había puesto por ti, y sólo para ti...! –Le dije poniendo cara de enfado.

--No te enfades conmigo mi amor, sabes de sobra que lo eres todo para mí. Deja que te lo quite yo, mi vida, quitarte el sostén y bajarte las braguitas es una de las emociones más grandes que siento.

--Si esposo mío; bájame las braguitas como sólo tú sabes hacerlo.

--¡Pero es que alguien más, también te las ha bajado! Exclamó un tanto airado.

Había metido la patita con ese  “como sólo tú sabes hacerlo”, y temía lo peor: el desencanto del Marqués. Pero supe reaccionar muy bien. Y le dije llorando:

--Me ofendes esposo mío. Sabes de sobra que nadie me ha bajado las bragas. Lo que pasa, que doy por hecho, que no hay en el mundo un “bajador de bragas” mejor que tú.

--¡Perdona, perdona, cariño! Pero que burro soy.

--Te perdono, cariño, pero no vuelvas nunca más a desconfiar de mi.

Me situó boca abajo, y me temía algo raro. ¡Pero no! Sentí su aliento en mi espalda, y como con sus dientes como asía la braga.

--¿Es que me las querrá bajar con la boca? Pensé para mi.

Y así fue, aunque ardua la tarea, ya que bajar unas bragas con la boca no es nada fácil, se notaba su destreza en tan complicada acción. Ya me las tenía justamente debajo de los gluteos.

--¡Pero que hermoso culo tienes, cariño...!

Me abrió la rajita con los dedos pulgares de ambas manos, y me temía lo peor: que me la metiera por ahí; cosa que nunca nadie había hecho, por lo que me dispuse a aguantar el dolor que dicen que da la primera vez. Pero al ver que la tenía floja, supe que no podría.

Lo que me metió fue otra cosa. Notaba como mi ano se mojaba con las viscosidades de su lengua; en mi vida había experimentado algo similar, era relajante y gratificante. Pero cuando me dijo:

--Cariño, cuando tengas ganas de hacer caquita me avisas.

--¡Pero leche! ¿Qué querrá este guarro, que le cague? Pensé para mis adentros. Y le dije:

--Cariño... es que no tengo ganitas.

--¡Uy uy yuyuy! Pues aquel vestido tan caro y que tanto te gusta , y que te prometí regalar si te portabas bien... No sé... no sé... si te lo podré comprar.

--Jolín! Por un vestido, me ensucio en el Marqués y en toda su familia.

--Espera, cariño... que ya puedo, ya puedo.

Apreté con todas mis fuerza, que unido a la lubricación de mi ano con su boca, de repente me vinieron las ganas. ¡Milagros de la mente! Lo malo que voy estreñida y suelo evacuar como dicen en mi pueblo: mojones.

Me situé en cuclillas, justamente encima de su boca, y volví a pegar otro empujón con todas mis fuerzas.

--¡Ya asoma... ya asoma...!  --Dijo con una alegría como si lo que asomara era “El Arcángel de la Anunciación” .

Cómo es imposible defecar sin orinar, la misma fuerza lo provoca, e igual que el relámpago anuncia al trueno, evacué por ambas vías en su boca con toda su satisfacción. Me relamió toda la zona hasta dejarla más limpia que la Patena; y lo hizo con tanto ardor, que se masturbaba aunque a medio empalmar; y eyeculó entre espasmo y gemidos. Y eso fue todo. No hubo más.

La propina que me dio fue tan generosa, que cuando abrí una cartilla de ahorros con esa suma, el empleado de banca, me miró como diciendo: “de donde coño habrá sacado esta tía tamaña suma”. Si es más de lo que yo gano en un mes.

Y no iba mal encaminado en sus apreciaciones, sobre todo de donde lo había sacado.

 

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