Capítulo I
Dentro de unos días voy a cumplir los setenta. Me parece increíble pero cierto. Tengo en la memoria los años de mi juventud más vigentes que los de mi senectud; y aunque sé que es imposible luchar contra la Naturaleza, asumo mi puñetera realidad, pero por eso no voy a dejar de rememorar aquellos maravillosos años que vivieron mis neuronas en su plenitud.
Sin embargo, bajo la perspectiva de cómo se la vida se ve a los sesenta, por muy maravillosos que fueran mis veinte años, te queda un sabor agridulce al darte cuenta ahora, que lo extraordinario de aquellos años era la inconsciencia, la ignorancia que se tiene a esa edad, no la razón de las cosas de la vida.
Es común en todos los mortales decir que si volvieran a nacer sabiendo lo que saben ahora, harían mejor las cosas. Creo que no, pues si a los veinte años tuvieras la sabiduría de un hombre de setenta, no ibas a disfrutar de lo que concede la candidez, la ternura, la inocencia y el candor. Ibas a rechazar aquello que se descubre en la pubertad y se disfruta como algo asombroso.
Año 1953
El primer chichi que tuve delante de mi, a mi disposición, fue el de Carmencita, y con sus pelitos y todo. Tendría mi edad: 12 añitos, o quizás uno más. La emoción al ver aquella "rajita" tan sonrosada y cubierta de pelitos negros y rizaditos fue tan enorme, que me paralizó la mente. No supe que hacer, tanto, que no hice nada. Sólo mirar absorto aquella rosa encendida y tocarla con mis deditos con mucha delicadeza no fuera que se deshojara.
Si en aquel momento hubiera tenido la mente de ahora, sin duda, aquel "precioso conejito" hubiera sido "devorado" con la avaricia del más asqueroso pederasta; y posiblemente hubiera hecho una desgraciada a Carmencita. No, no me arrepiento de no haber disfrutado de aquel coñito tan precioso que la niña me ofrecía seguramente sin tener plena conciencia de lo que hacía.
Pero aquella Flor me marcó para siempre. Soñaba con "la Rosa húmeda y cálida" de aquella niña morena alta y preciosa día y noche. Y no sé porqué, aquella escena no se volvió a repetir. ¡Bueno! Es que Carmencita no vivía en mi barrio, era la prima de mi amigo Manolo, y de vez en cuando visitaba a sus tíos. Y aquel "inusitado cuadro" fue producto de ¡vaya usted a saber porqué! Pero no se volvió a repetir.
Aquella escena, sirvió para encandilar mis sentidos. El hacer "guarrerías" se había convertido a mis 12 añitos en una obsesión. Pero en aquel entonces, el follar (como se dice hoy) era algo tan imposible de alcanzar para un niño como yo; educado bajo los preceptos de la Santa Madre Iglesia, que era como un sueño irrealizable. Era pecado mortal, si mortal, de esos que te condenan al fuego eterno para la eternidad. ¡Y coño! Que un chumino no merecía la pena tanto sufrimiento. Pero esa idea te duraba menos tiempo que lo que se tarda en cocer un espárrago; y al momento, otra vez con "la pilila tiesa" soñando con lo prohibido.
¡Cuántas pajas me hice pensando en tu coñito Carmencita! ¡Cómo te recuerdo! jamás te olvidaré. ¿Por qué tanto me sublimabas?
Capítulo II
Mi primera "gayola"
No sé si fue mi primera paja, pero si que la recuerdo como la primera, ya que me la hice inmediatamente después de ver el chichi de Carmencita, ¡y por supuesto! que fue a su salud.
Parece mentira como se quedan grabados en el cerebro los recuerdos, sobre todo aquellos te fueron gratos. Y lo peor, también quedan grabados los ingratos; pero de éstos no voy a recordar ninguno, ya que se me pone la carne de gallina y me entran tiritonas al pensarlos.
No puedo precisar la fecha ni la hora, pero si recuerdo que estaba sólo en la cama en la que dormía con mi hermano. El chichi de Carmencita lo tenía tan incrustado en el cerebro, que me parecía que todo el mundo de mi alrededor lo podía ver.
También recuerdo perfectamente aquel aroma. Si, fue la primera vez que supe como olía "la rosa de la mujer".
Debo hacer un inciso, para relatar algo que tiene relación con los olores corporales. Había una señora muy mayor que solía ayudar a mi madre en las tareas domesticas; y cada vez que pasaba por mi lado, el aire que respiraba en ese momento, parecía estar impregnado de un tufillo que mis fosas nasales intuían que procedía de "los fondillos" de aquella señora. Un tufo que me resultaba algo repugnante, y me preguntaba: ¿Olerán todos los chuminos como éste?
Y como no había olido ninguno en su verdadera fragancia natural una vez pasado por el bidé... ¡Bueno! a la sazón por la palangana, porque el bidé no se conocía en las casas de los pobres, o al menos en la de mis padres, no lo había.
La verdad, me decía; que como todos huelan igual que el de esta señora, mucho me temo, que "no voy a catar de esa sopa". Y no es que fuera un niño asqueroso, pero aquel olorcillo a añejo, me tenía algo inquieto y preocupado.
Pero no. De repente me vino el recuerdo olor del chichi de Carmencita. Debo aclarar, que cuando tuve a centímetros de mis narices aquel "clavel reventón", sus vapores inundaron mis sentidos, llenándolos de sensaciones tan deleitosas, que desde entonces, no concibo hacer el amor sin sentir la fragancia de la hembra en celo. Porque por lo visto, cuando la mujer está en ese estado, sus hormonas emiten "ese perfume" tan especial, para "que el macho" es bálsamo de vírgenes que le traslada "al séptimo cielo".
¡Qué diferencia de aromas, Señor! El perfume de "su rosa" me producía tales sensaciones y emociones, que (gracias a Dios y a Carmencita) descubrí que el olor de una hembra, es sin duda uno de los bálsamos o aceites que bañan la libido del hombre intensamente.
Y es verdad. Recordar aquella fragancia, mis "carnes colgantes" sufrieron como un estremecimiento. Aquellos 14 o 15 cm parecía que querían liberarse de algo que les constreñía. Efectivamente ¡Ay que joderse que sabia es la Naturaleza! A mi no me enseñaron como ahora pretenden enseñar a los chavales asignaturas sobre la educación sexual. Ni puñetera falta que me hacía; la Naturaleza es la mejor educadora para los temas de "la braga y la bragueta" y te lo enseña con naturalidad, sin falsos conceptos morales.
Pues como decía, "aquello" se puso más duro que "el cerrojo de un penal". El olor de Carmencita volvía a mis fosas nasales que las inundaba con sus fragancias de morena sureña, creo que de Motril. Es que las "granainas" tienen un encanto especial.
Aquel nardo reventó a las primeras "vuelta de manivela", dejando en aquellas sábanas viejas, pero blancas, porque mi madre las lavaba con añil, las huellas de la primera y maravillosa sensación sexual que tuvo este imberbe a sus doce añitos.