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Aquella tarde de billar

en Hetero: Infidelidad

Acababa de dejar el taco sobre la pared. Una vez más la bola blanca se había colado dentro. Llevábamos tres partidas, y tú no parabas de reírte y recordarme que ya me habías dicho que ganarías...

Pero a la vez, estoy segura que desde la distancia observabas mi falda cada vez que reclinaba mi cuerpo sobre la mesa de billar. Y creo, a pesar de transformar tu mirada cada vez que me acercaba, que recordabas esa premisa que establecimos hace mucho tiempo atrás. Quizá tanto, que igual pienses que la que no se acordaba era yo.

Claro que me acordaba, pero no olvidemos que mi coquetería me impedía no intentar impresionarte esa tarde en la que te fui a buscar a la reunión que te había traído hasta mi ciudad. Estaba nerviosa, no sé el tiempo que dudé frente al espejo, si enfundarme en mis vaqueros, o jugar contigo, confundirte cuando me vieras con mi faldita negra, para que recordaras ese relato en el cual, en un posible encuentro, si yo apareciera así vestida implicaría un deseo hacia ti. También coloqué mi pelo en una coleta, lo solté, lo recogí a medias. No sabía si alisarlo, rizarlo más... Finalmente deje que las ondas naturales fueran las que se instalaran en mi cabeza y cayeran por mis hombros.

Estaba el tráfico colapsado, la lluvia hacía que los cristales se empañaran rápidamente, y yo ni siquiera encontraba un sitio en el que parar a esperarte. Igual ni te acuerdas de la música de mi firma de ese Foro de Internet, Aretha Franklin, baje el CD a mi pequeño 206 y dejé que esa canción me envolviera.

En doble fila miraba hacia el portal con ansiedad, y también con miedo, por qué no reconocerlo. Por fin me iba a encontrar contigo, una partida de billar. Nos reiríamos, y podría comprobar si es cierto el brillo que soñaba encontrar en tus ojos.

De repente, mientras Aretha me acariciaba el oído la puerta del portal se abrió, ibas charlando con otro compañero. El corazón dio un saltó y sentí que tenía que apretar los dientes y tragar fuerte para que no saliera por mi boca. Desde dentro de mi refugio observé como te despedías y, sin paraguas, esperabas debajo del portal, mirando curioso a tu alrededor. Quizá con algo de nerviosismo a ver si entre las botas Katiuskas de los niños, y los femeninos zapatos de sus madres se encontraban mis pies, que irían acompañados de mis piernas, mi cuerpo, mi cara, mi voz, y una inquieta sonrisa...

Pero yo estaba al otro lado de la acera, viendo como asomabas la cabeza intentando cubrirte con tu chaqueta, poniéndote de puntillas para intentar buscar un paraguas que pudiera encajar con mi perfil. Respiré hondo, y sin pensarlo más veces abrí la puerta, asome mi mano por encima del automóvil, mientras el agua resbalaba por mi frente.

Enseguida me viste, una sonrisa se dibujó en tus labios, y te precipitaste sin esperar que el semáforo se pusiera en rojo sobre el asfalto, intentando colarte entre los vehículos que colapsaban la gran vía.

No pudimos observarnos detenidamente. Enseguida nos refugiamos en terreno seco y cuando quise darme cuenta te sorprendí a escasos centímetros de mí. Sentado en mi coche, era real...

Nos miramos y los dos reímos con unas carcajadas algo nerviosas. Me acerqué a romper el hielo, dándote dos besos en las mejillas, percibiendo por primera vez tu olor después de casi dos años.

De eso ahora ya hacía más de dos horas. Si, eras mi amigo, ese en el cual encontraba unos brazos en los que acurrucarme cuando las cosas no iban bien, o cuando mi cabecita soñadora, anhelante de cuentos de princesas, se sentía insatisfecha con la realidad que le tocaba vivir.

Mientras te veía tirar, te observaba con una media sonrisa, la que mezcla la admiración con el cariño, y daba un trago a mi Ballantines mientras sonreía como si toda la vida hubiésemos compartido mesa de billar.

Jugué con la mirada, lo reconozco, pero creo que lo hice de forma tan sutil que no reconociste en mis gestos mi tenue seducción. Si, te descubrí un par de veces, a pesar de tu elegancia, con la mirada distraída entre los botones de la camisa, se notaba que no querías hacerlo, pero insubordinada como su propietario, intentaba escabullirse de tu control.

La música sonaba, te aceraste a mí para decirme que si después de todo no pensaba bailar un poquito. Me reí, ¡no tienes solución!. Me dijiste que si lo hacía tenía un regalito que seguro me gustaría. Uno de esos presentes que se hacen los buenos amigos, los que comparten secretos y preocupaciones, pero no besos ni caricias...

No era un Púb. para bailar la verdad, me daba vergüenza hacerlo. Pero con movimientos leves te hice una mínima demostración entre risas, como si fuera una principiante en la materia. Estabas encantador...

Cumplías tantas cosas de mis sueños de princesas, de esos que tú me habías dicho muchísimas veces que no existían porque lo perfecto no era real. Pero allí, en ese instante, te vi riéndote y sacando de tu bolsillo aquella bolsita de revuelto chino de la que hablamos hace meses por mail, rebosante de esas bolitas coloradas que me encantaban. Me dieron ganas de...

Mordí mi labio inferior al verte. Y fijé la mirada en tus ojos. Hasta ese momento no me había atrevido a hacerlo, quizá porque sabías mucho de mí, porque yo lo sabía de ti. Quizá porque a pesar de amigos a esta relación le precedía otra especialmente morbosa que un día se apagó... ¿o solamente se contuvo?

A través de tus ojos sentí que iniciaba un viaje por tu interior, y creo que todos los pensamientos que cruzaron mi cabeza no tenían nada que ver con la amistad, pero si, con otras historias, cuentos y fantasías que algún día me contaste. Me parecía increíble que eso fuera real.

No sé el tiempo que me quedé clavada en tus ojos, presa de ese encantador momento. Pero sentí como si un conjunto de pequeñas culebrillas eléctricas se apoderaran de mis piernas. En ti percibí un cambio de expresión... no sé qué fue lo que pensaste pero, lo cierto es que, tu sonrisa infantil se convirtió en una expresión tremendamente atractiva.

Nos quedamos en silencio mientras nuestras miradas se enredaban juguetonas, haciéndose cosquillas que repercutían en nuestros cerebros.

¿Te acuerdas que te debía un pico?- te dije bajito con la expresión seria

Solo asentiste con la cabeza, asentiste...

Lo hice muy despacio, con una mezcla de miedo, de atracción, cada milímetro que reducía nuestra distancia olía mejor. Eso lo complicaba todo.

Ladee mi cabeza sutilmente a la derecha y plante mis labios suavemente sobre los tuyos en un intento de roce casto. El momento en que tu respiración rozó mi piel, sentí que algo más estaba pasando.

La música continuaba, el destino había llevado hasta allí la canción de Fito, al comenzar los primeros acordes escasa distancia separaba nuestros deseos, nuestras bocas, nuestros ojos... y un segundo descompasaba el ritmo de nuestros corazones, lo suficiente para recordarnos que nos balanceábamos en la cuerda floja...

"Lo he intentado muchas veces

pero nunca me ha salido

puede que me falte voluntad

o que me sobre vicio

y mirando en mi cabeza

no encontré ningún motivo

la verdad es que me interesa

sólo porque está prohibido

el mejor de los pecados

el haberte conocido

tú no eres sin mi

yo solo soy contigo

y cuidar de las estrellas puede ser un buen castigo

 

A través de mis orejas

discutiendo a pleno grito

El demonio a mi derecha

y a la izquierda un angelito

Demasiado acelerado

Nunca encuentro mi destino

Yo no sé si mis zapatos

Duraran todo el camino

Nunca pido nada a cambio

Eso es algo que he aprendido..." (Fito Cabrales)

Intenté darte lo que te debía, ese beso de amigo privilegiado, que roza los dos piquitos de mi labio superior. Pero lo hice demasiado despacio, excesivamente nerviosa, tremendamente hechizada, atraída por lo prohibido, tanto, que dejé que mis dientes rozaran la delicada piel de tu boca impregnándote de un fino y sutil hilo de humedad. Y me quedé quieta, con los ojos cerrados, temerosa de que te hubieras percatado de mi casi imperceptible osadía. Nuestros rostros a escasos centímetros tras el beso, mis mejillas acaloradas, y de repente, tu mano apoyada en mi cintura...

Cuando cada uno de tus dedos se amoldaron a mis formas, sentí que podría abandonarme al contacto de tu piel. Abrí los ojos y ví tu mirada clavada en mi, efectivamente te habías percatado de mi debilidad. Tus labios parecieron inflamarse, como si la sangre se agolpara en ellos al ritmo que el corazón bombeaba en mi interior. Vi tus intenciones, me las enseñaste buscando en mi fondo de ojo el visto bueno. Volví a morder mi labio inferior, ese gesto que me caracteriza cada vez que estoy nerviosa y no sé qué hacer.

La sonrisa iluminó tu rostro al verme adoptar esa expresión. Sentí una pequeña presión en mi cadera mientras tu otra mano rodeaba mi cuello, y lentamente me guiaba hacia tu boca. Ya no había marcha atrás.

Tús labios, los míos. Tus ojos, el temblar de los cuerpos agitados por una pasión de cuento, de esas que a mi tanto me gustan, de esas más propias de uno de nuestros relatos. Te hiciste hueco en mi interior, y me sentí flotar entre tus brazos. La lámpara del billar, cómplice de nuestras travesuras, me permitía a ratos observarte mientras nuestras lenguas se anudaban con sutilezas y suavidad. Hasta que mordí suavemente tu labio inferior...

Te quedaste preso, atado a la lujuria. Mis manos reposaban sobre los laterales de tu cuello mientras que cazaba el pedacito de carne cálido, y veía como tus ojos me pedían algo más.

La partida estaba a medias. La canción en sus últimas notas marcaba el desenlace de nuestra pasión contenida.

De golpe solté tú boca, la mirada te brillaba y pude percibir en tu expresión un halo de nerviosismo. Las mejillas me ardían, casi con ese calor propio de un estado febril.

Tenías dos tiros, había metido la banca. "Te toca" te dije. Asomaste la punta de tu lengua para saborear los restos de mi que habían quedado sobre tu labio inferior, diste un trago y te pusiste en el lado opuesto de la mesa.

Me fijé con detenimiento en la forma de agarrar el taco. Tus manos parecían hábiles, alzabas la mirada al compás de tus cejas antes de tirar para observarme. Luego, vi como resbalaba entre tus dedos con suavidad, y sentí el deseo de dejarme explorar por ti.

Fallaste, golpeaste antes una de las mías. Con andares femeninos sobre mis zapatos negros de tacón me contonee ,como si estuviera en un ritual de apareamiento. Ya no me importaba, porque en tus ojos observé la señal, y en mi paladar el adictivo sabor de lo prohibido. Al pasar delante de ti te rocé débilmente. Nadie a nuestro alrededor parecía percatarse de la peligrosa puerta que estaba entornando nuestra amistad.

Cerquita de mis nalgas sentí tu pantalón. Me puse especialmente nerviosa, la bola número cinco, esa de color naranja, podía entrar si era hábil en la jugada. Tirar a banda era la mejor opción.

Volqué mi torso sobre el fieltro verde, busqué el ángulo, y sentí tu calor colarse entre mi ondulado cabello, acomodarte cerca de mi espalda, y tus masculinas manos buscar las mías, mientras me girabas un poquito a la derecha el taco.

Cerré los ojos un segundo, hacía tiempo que no sentía esa sensación, ese juego de lo prohibido que te provoca, como si hubiera bajado el mismísimo demonio desde los infiernos para ponerme a prueba.

Tu cadera, mis glúteos, tan cerca, y tan tenue el roce. Tu cara asomaba por encima de mi hombro, y mi corazón no me permitía sujetar con estabilidad el palo. Bum, bum,...

Para incorporarte dejaste reposar tus manos sobre mi cadera, divisé como tu mirada se enrollaba en mis piernas, enfundadas en unas negras medias, y ascendían lentamente hasta mis nalgas, mi cintura, hasta mis ojos espías a través del espejo...

Perfecto tiro, habías dejado mis brazos en el ángulo perfecto para que entrara limpiamente. Giré la vista y te sonreí como símbolo de agradecimiento.

La partida continuó, los tiros ya no eran tan acertados y la conversación se había reducido a gestos, cómplices miradas, sonrisas seductoras, y caricias de adultos camufladas de infantil inocencia.

Apoyada en el rincón ,con el taco entre mis piernas te observaba mientras me preguntaba qué ocurriría si en ese tiro metías la negra. Quizá tomaríamos una copa sentados en la barra, o sería la hora de dejarte en el hotel hasta otra cita en el mejor de los casos. Quizá la próxima sería con tu mujer y con mi novio, o quizá... ahora me propondrías acompañarte a cenar, lo cierto, es que no tenía hambre. Los nervios se habían apoderado de mi estomago, y el deseo de lo inalcanzable de mi mente.

El número ocho giraba limpiamente, una trayectoria más que acertada mientras se colaba en el hueco ganador. Sonreíste una vez más, y desde el lado opuesto de la mesa me hiciste un graciosos gesto infantil provocador. Te saqué la lengua, y debió parecer muy divertida mi expresión porque comenzaste a reír...

Desde el otro lado te miraba, y me preguntaba una y otra vez que sería lo que ahora pasaría.. Con un caminar chulesco te aproximaste a mi, con ese aire de ganador y una superioridad más que asumida. Intenté mostrarte un gesto serio, cara de ofendida, pero mi mirada sonreía, y creo que además de eso te susurraba, te atraía, te engatusaba.

Me diste un abrazo, uno amistoso, que se fue transformando levemente en un caricia, en una lazada alrededor de mi cuerpo, y tu cabeza girando sutilmente colocó tu respiración cerca del lóbulo de mi oreja, mientras la palma de tu manos se expandía y moldeaba el lateral de mi cuerpo.

Volví a morder el labio inferior aunque tú no lo viste. Tu otra mano comenzó una expedición por mi nuca, con unas caricias tiernas que oscilaban entre la fraternidad y la más dulce seducción. Toda mi piel se estremeció. Separaste tu cara y alejaste la mía para mirarme mientras las yemas de tus dedos viajaban por mi rostro...

¿Cenamos algo?- la pregunta fue suave, trabada entre la música del lugar, pero tan cercana a mis sentidos, que me dejo petrificada.

No tengo hambre- te respondí ...

Besaste mi mejilla, tan cerca de la comisura de los labios que creí que me iba a derretir. Éramos amigos, eso lo repetía mi cabeza, era la única condición para celebrar el encuentro, pero mis piernas, mi vientre, mi olfato, la vista, el oído me decían algo diferente, algo con mucha más fuerza...

¿Otra partida? – Me preguntaste tan susurrante y cerca de mis labios que sentí como la espina dorsal parecía descomponerse

No, mejor deberíamos irnos...

Tu mirada se oscureció, quizá en esos momentos dudaste si era la despedida, la definitiva muestra de que no estábamos preparados para llevar esta amistad hacia delante. Pero también, seguro que en esos momentos pensaste que mis ojos deseaban algo más que huir, algo más que fugarme por el asfalto, camuflándome entre la multitud, como una persona acobardada.

Cogiste mi chaqueta, me ayudaste a ponérmela, y mientras iba al baño te acercaste a la barra a pagar las consumiciones. Fuera, ya no parecía llover, el silencio ocupaba nuestra compañía, y sin mediar palabra nos dirigimos al coche.

El tráfico era mucho menos denso, salvo pequeños vehículos distraídos que pululaban por la adormecida ciudad todo estaba tranquilo. Encendí la radio y dejé que sonara esa canción que, al final, relacionaba con el medio que nos permitió conocernos. Aretha Franklin cantaba el clásico a " Son of a Preacher man"...

Por mail ya me habías dicho en que lugar te alojabas, no me fue difícil llegar hasta alli con el corazón bombeante y la incertidumbre de dar un paso definitivo, el más deseado pero probablemente el más peligroso. Pensé en Carlos, si, lo hice, no puedo negarte que no me lo quite de la cabeza en ese trayecto. A mi lado, creo que tú también pensaste en Aurora, tu mirada se perdía en el infinito mientras te mostrabas ausente, pero con las mejillas tremendamente sonrosadas. Al rato, volvía mi mirada para espiar tus posibles pensamientos.

Bueno, ya hemos llegado ...- te dije con un tono que denotaba lástima

Pareciste despertar de tu sueño para mirarme. Al mostrarme el rostro no vi a mi amigo, el que me arrullaba con sus palabras y consolaba mis penas, no, tu rostro cambió en cuestión de segundos para mostrarme mi atractiva fantasía...

Olías bien, tan bien que me apetecía envolverme del aroma de tu piel, me apetecía brindarte mi cuerpo una vez en nuestra vida. Solo esa, para no dejar pendiente, colgando de un hilo, ese instinto que permanecía durante años atado a un monitor.

¿Es hora de despedirnos? – me preguntaste con una pícara mirada

¿A ti te apetece?- fue mi respuesta gallega con una sonrisa infantil que, sabía que seria la guinda, para que fueras tú quien, empujado por mi, me arrastraras al infierno...

Con una expresión de seguridad leve moviste la cabeza mostrando una negativa, abriste la puerta de mi coche...

Espera... tengo que aparcar...

No quise meterlo en el aparcamiento, a la vuelta de la esquina había un sitio perfecto.

Era extraño, en el ascensor subíamos sabiendo que nos íbamos encontrar, pero no era frío. Millones de burbujas explotaban en mi interior sintiéndote tan cerca. Pusiste tus labios tan cerca de los mios sin llegar a besarme que me derretí.

Luego, detrás de la puerta de tu coqueta habitación, tus manos envolvieron mi cuello mientras ese beso explosivo acumulado durante meses, días, minutos y segundos, se derramó en nuestro interior activando un mecanismo de pasión que desbocaba nuestros corazones, que parecían estar en un ring golpeando cada vez más fuerte.

Tú, mi gran amigo , al que solo ese día pude oler, tocar, me agitabas dentro de mi propia mente, mientras tu lengua experta jugueteaba con la mía, y sentía tu sexo, por primera vez chocando con mi vientre, con furia, con deseo...

Mientras todo se sucedía, tus manos, lentas, curiosas, se entretenían con los botones, descubriendo bajo la tela un sujetador blanco, que envolvía esos pechos que supongo que a ratos imaginarías a través de la única foto que tuviste mía...

No sé si te decepcionaron, la fantasía es caprichosa y se le antoja imaginar senos suntuosos a la carta. Los mios eran esos que acariciabas con tus manos, los que miraste con detenimiento y exploraste con dedicación.

Desabrochaste el botón de mi falda que cayó con velocidad al suelo dejándome erguida sobre mis zapatos de tacon , envuelta en la negras medias que se sujetaban al muslo por una tirita de silicona que llevaban incorporada.

Escaso tanga, casi diminuto, como si por la tarde me lo hubiera puesto pensando que esto podía ocurrir, como si lo hubiera deseado por anticipado. Es ese tipo de ropa interior que cubre lo necesario para crear la desesperación en ti, en tu entrepierna. La que deja asomar el comienzo de los dos lampiños labios mayores, la que muestra el relieve del fetiche que sé que te vuelve loco. Ahí se intuía el pendiente, mira qué casualidad, esa noche no llevaba la bolita, era ese aro que a ti te traía de cabeza... pero todavía no lo veías, solo lo intuías, como la apertura de mi sexo que se ocultaba bajo una tela semi transparente a juego con el sujetador que reposaba sobre la alfombra de la habitación.

Mi respiración acelerada mostraba mi entrega. Sabía que si un día esto llegaba a ocurrir lo que más deseaba era dejarte disponer de mi cuerpo libremente, que tu iniciativa robara mi voluntad para elevarme a las nubes, esa fantasía que en mi vida no se llevaba a cabo, porque era yo quien siempre tiraba del carro.

De mis piernas solo podías ver un trozo del muslo, ese moldeado por el baile, que quizá imaginaste de otra forma. Tostada piel que combinaba con las negras medias.

Te separaste unos segundos de mi hasta hacerme sentir indefensa en medio de esa habitación, semidesnuda, bajo tu atenta mirada me dejaba estudiar. Te pusiste en mi espalda, y dejaste tus manos caer por ella, hasta observar como el blanquecino hilo de mi ropa interior se escondía entre mis nalgas, provocándote a jugar con él.

Sentí tus palmas posarse sobre ambas, y con una ligera presión separarlas levemente para intentar observar mi sexo envuelto desde otra perspectiva...

Quizá, en ese momento, notaste la humedad en la tela. Besaste mi nuca, y me guiaste hasta dejarme caer sobre la cama. Apuesto que te morías por quitarme el tanga y ver la forma de mis labios, los pliegues de mi excitación, la suave piel que mostraba mi sexo escondido, el plateado adorno que lo decoraba de forma provocador....

Te tumbaste a mi lado vestido, y me miraste, no sé si mostrabas ternura, cariño, no sé porqué lo hiciste, ni en qué pensabas. Mientras mis nalgas miraban al techo tú parecías hacer un repaso por tu mente de la evolución de nuestra relación... parecías satisfecho.

En ese minuto sentí algo de vergüenza, de esa que contribuye a levantar el pudor erótico, que proporciona una inseguridad que te vuelve tan vulnerable que te excita. Me giré mostrándote mis pechos.

Tú mirada bajo rápido haciendo un nudo a mis pezones que despuntaban nerviosos, y pase mi dedo por tu rostro, tu barbilla, hasta el primer botón de tu camisa. Una sonrisa...

Dejaste que lentamente fuera deshaciéndome de cada uno de los obstáculos que separaba tu piel de mi deseo. Mi mano exploró tu pecho, que retumbaba fuerte. Acerqué mi cuerpo a ti para darte uno de esos besos fugaces, y dejar que mi pecho se rozara con el vello de tu torso mientras que mi mano se entretenía en el botón de tu pantalón. Un movimiento de muñeca algo más brusco me hizo percibir tu abultada entrepierna, congestionada, que me pedía a gritos que le diera libertad, que la liberara de la jaula de esa fantasía alimentada durante tardes, noches, relatos...

 

No me dejaste continuar, con el pantalón semidesabrochado, y el cinturón colgando por la trabillas del pantalón te pusiste en pie para apartar a un lado mi tanga y contemplar como brillaba la plata entre la humedad de los deseos.

Con tus dedos agarraste el objeto, y tiraste levemente esperando mi reacción. Contonee la cadera emitiendo un leve murmullo entre los labios. Tus dedos se colaron entre el cordón y lentamente fuiste dejando que resbalara por las medias, hasta los tobillos.

Ahí quedé expuesta, con los ojos clavados en tu expresión mientras te arrodillabas en el borde de la cama, entre mis dos piernas, como un niño, temeroso, acercabas tu dedo a rozar la húmeda piel de mis secretos.

Una de tus manos reposaba sobre mis muslos, la otra se abría paso entre los dos pliegues principales para mostrar lo más oculto de mi, bañaste tu dedo en mi tensión y lentamente acercaste tu cara entre mis piernas.

Tu respiración se clavaba en mi lampiña vulva, mientras la humedad de tu lengua dibujaba en al cara interior de mis muslos abstractos dibujos, cada vez más cerca de lo prohibido, más cerca del aroma a pecado de mi piel.

Tus labios reposaron sobre mi, creí subir al cielo de un solo salto cuanto tu lengua asomó, y recorrió cada milímetro de mi entrepierna, mezclándose con mis fluidos, la dejaste patinar con maestría, mientras alternativamente alzabas la vista para ver como yo jadeaba tímidamente agarrada a la clásica colcha sobre la que descansaba.

No sé el tiempo en que me entregué a la lujuria, pero con los ojos cerrados mil colores pasaban por mi pensamiento. Tus labios absorbían con picardía de forma alternativamente mi clítoris que se inflamaba travieso, a escondidas de su verdadero propietario los últimos meses, que esa noche probablemente esperaba que me refugiara bajo sus sabanas, mientras yo volaba a muchos pies de altitud.

Soplaste un momento entre mis dos piernas, la humedad hacía que la brisa se percibiera aun mejor, mientras tanto, tus manos hacían descender lentamente cada una de mis medias hasta quedar alrededor de mis tobillos.

Giraste mi cuerpo, la manos sobre mi vientre levantaba las caderas, dejando mis nalgas desafiantes ante tu mirada, y mi sexo expectante asomaba por la puerta trasera .

De nuevo tu cabeza entre mis muslos, la lengua enganchada al clítoris comenzó la expedición, dio con el piercing, lo rodeaste, envolvió el centro de la vulva, haciéndose un pequeño hueco entre cada uno de sus pliegues hasta llegar a la cueva donde esperabas albergar tu sexo durante unos instantes. En la entrada jugaste, como si fueras Ali Babá probando diferentes contraseñas, todas parecían abrir... y después, lentamente, te sumergiste entre mis nalgas, con tu lengua viscosa recorriendo cara terminación nerviosa hasta rodear mi esfínter, y hacerme contraerlo un par de veces, mientras mis pechos se estremecían de placer... .

Me dedicaste tanto tiempo, con tanta delicadeza, que creí que mi sexo era mantequilla.

Tu cuerpo de repente cayó sobre mi, la tela de tus pantalones rozaban mi piel, y bajo ella notaba el relieve de tu dolor, el de la represión de los deseos más ocultos.

El teléfono comenzó a sonar. Me giré rápida, como si en vez de ser eso, hubiera sido el timbre de la puerta. Tú, a la vez, besaste mi cuello con una especie de mordisco...

Me puse nerviosa, no era capaz de continuar. Desnuda, aun sobre los tacones y con las medias colgando saque el aparato de mi bolso... "Carlos"...

Miré a la cama, y te vi allí, tu mano acariciaba superficialmente tus genitales. Me sentí tremendamente bien, más allá de un amante que te proporciona momentos temporales de placer. Dejé caer de nuevo el aparato en el bolso, y caminé hacia a ti, sin los zapatos ya, sin las medias. Mostrándote mi silueta, esa que se movía cada día en el metro, en la oficina, en la calle, pero sin nada de ropa. De vientre liso , y pechos morenos...

Puse una rodilla a cada lado de tus piernas. Mi vulva quedó perfectamente visible y abierta ante tu mirada. Alargaste la mano... y no te deje tocar...

Con detenimiento mis manos bajaron la cremallera de tus pantalones. Debajo el fruto que me causaba verdadera veneración. Mi fantasía también es caprichosa, y yo a pesar de nuestros secretos, también había imaginado...

Ahueque la goma de tu ropa interior y la vi asomar. Con mucha lentitud la rodee con mi mano, baje lentamente la piel que la recubría para ver como se descubría ante mi un glande inflamado que parecía querer explotar ante mi presencia.

Tu mano volvía a intentar quererme tocar, agarrar el arito plateado, pero mi negativa con la cabeza y la mirada convirtieron en torturada tu expresión. Me agaché lentamente y por primera vez, roce mi lengua con tu deseo. Luego mis labios, y finalmente envolverla dentro de mi boca, con la lengua, con ese masaje cálido, tibio, que te hacía jadear mientras no apartabas la mirada de mi sexo castigador de apariencia infantil.

Solo unos minutos, sabía que estabas excitado y no debía ponerte a prueba por si acaso... Mientras llenaba mis labios de ti abrí los ojos para ver a mi buen amigo deshaciéndose mientras le chupaba con muchísima de dedicación. Para luego, dejar que la cabeza de tu sexo se frotara contra el mío en un intento desesperado de emborrachar tus sentidos.

Me tumbé sobre ti para que nuestras pieles se reconocieran. Tus manos me rodeaban, la cintura, las nalgas... con cierta ansiedad palpaban mi piel, mientras yo sentía como te clavabas en mi abdomen a la vez que jadeabas de forma que me hacías enloquecer...

Volvía a la situación en la que tú estabas tumbado y yo sentada sobre ti. Con tu desenfreno en mis manos comencé a masturbarme lentamente bajo tu atenta mirada, mis mejillas encendidas y mis pupilas enfermas... Poco a poco dejé que se abriera paso dentro de mí, hasta envolverte, y hacer que el metal rozara el tronco de tu sexo con cada movimiento.

Cuando se unieron nuestros cuerpos , sentí que podía desfallecer... deseaba que me hablaras, que me hicieras saber que no estaba soñando. Me vi tan frágil moviéndome sobre tu empalmada polla y a la vez tan poderosa, que sentí la necesidad de explotar en el climax.

Dejabas que mis paredes se adaptaran a cada una de tus venas, mientras mis pechos se movían en un vaivén. De repente, los dos vimos la habitación del hotel, la noche a través de las ventanas, y nuestros cuerpos sumidos en un movimiento incansable...

El sexo continuo, mezclado con la confusión, con la fantasía... recordar cada instante me hace pensar que igual tú y yo estamos hechos para este tipo de relación.

Giraste mi cuerpo sobre la cama, y agarraste mi pelo con energía para embestirme ahora desde atrás. Era el turno de pasarte las riendas de nuevo, algo que me hacía enloquecer...

La colcha estaba arrugada, con restos de humedad de cualquiera de nosotros. Eso es todo lo que podía ver cuando desde la retaguardia agitabas tus glúteos, aun sin haberte quitado los zapatos, y con la camisa abierta, mientras me susurrabas esas palabras soeces que de tus labios sonaban a miel...

Te gustaba decírmelas, porque en esos instantes no querías pensar en matrimonios. Tampoco querías sexo porque si, esto iba más allá, y era lo que te impulsaba, a cariñosamente, pero sin privarme de ese picor, darme algún que otro azote en las nalgas mientras te habrías paso a través de mi cuerpo.

Volviste con tu boca a mi sexo, yo con mis labios al tuyo. Una vez más me penetraste con mis pechos dentro de tus manos, y mis jadeos inundando la estancia. Queríamos abarcar todo, y nos faltaba tiempo...

 

Ahora seguro que en el tren lees esto, desde la distancia, camino de tu casa, allá donde Aurora te espera, y mientras lo haces, yo estaré a punto de quedar a comer con Carlos, de besar sus labios...

Esta tarde abriré el messenger si me atrevo, allí estarás tú, mi amigo, el guardián de mis secretos. Y hoy, con agua oxigenada que no escuece, sanaremos nuestras heridas y preocupaciones, nuestros problemas diarios.

Esta noche abrirás el edredón y dormirás con ella, más menuda que yo, de pechos más pequeños, dulce de cara. Yo tendré en mi nuca su respiración, más joven que tú, de pelo moreno, sumiso enrollado a mi cintura... Y probablemente ninguno de los dos podamos dormir pensando en aquella partida de billar, que hace tiempo no fue más que un relato...

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Carta a un gigolo

Desde mi ventana...

La venganza de mi hermano... el final!

La venganza de mi hermano (3)

La venganza de mi hermano (2)

...en la cabina...

La venganza de mi hermano...

El piercing

Desesperados (2)

Que eres bisexual?

Desesperados

Un trastero, mis vecinos y yo quería ser mayor...

Mi primera vez

Una mañana en la playa nudista!

Poema al amante

Mi tio es un maestro!

El regalo a Sergio

Mario, Susi y yo

El profesor de Autoescuela

El eclipse solar

Mi marido esta enfermo?

Aprendiendo en clase...

Una cena de negocios

Viaje en el Metro

Aprendiendo en clase... (2)

La lengua tan preciado musculo!

Un verano inesperado!

Sorpresas te da la vida!