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El hermano sandwich

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A veces no era fácil ser el hermano del medio. Leí hace unos años a algún sociólogo que nos definía como hijos "sándwich". No deja de ser curioso, si algo he odiado en mi vida desde que me salieron los primeros dientes ha sido precisamente el pan de molde, ¡cosas del destino!

Marta es mi hermna mayor; responsable, inteligente, madura, todo un ejemplo de valores a copiar. Lucas es el pequeño, creo que con eso lo digo todo. Algo mal criado, pero extrovertido, locuaz, simpático, cariñoso, pícaro... Vamos que entre los dos forman un saco de virtudes. Y en ese mismo lugar, no el de las virtudes, sino entre los dos, estoy yo, cuya presencia resulta imprescindible para equilibrar mi estupenda familia. Claro, todos sabemos que no hay familia perfecta, por eso, al otro lado de la balanza se encuentra Ramón Arjona, es decir, yo. Nunca resulté ser lo suficientemente adulto y responsable como para obtener los favores de mis padres, pero tampoco lo suficientemente niño como para obtener los caprichos y fantasías propias de mi edad.

Créame si le digo que resulta muy duro estar en el medio. Todavía recuerdo la cabalgata de Reyes de hace más de treinta años, Lucas abría la boquita con cara de sorpresa y reía a carcajadas sobre los hombros de mi padre, sobresaliendo su cabeza por encima de numerosos paraguas. Marta, en primera fila se había alejado de nosotros con un par de amigas, y llenaba sus bolsillos de caramelos de mil colores y tamaños, yo, de la mano de mamá, que temía por mancharse su botas de ante con los charcos formados en el asfalto, desde la décima fila de personas, al ras del suelo, goteándome los paraguas ajenos encima del cocorote, y ante mi vista millones de abrigos, espaldas. Demasiado mayor para estar en brazos, demasiado pequeño para ir solo hasta delante.

Ya lo sé, esto no son más que pequeños ejemplos de situaciones que pueden marcar a una persona. Nunca nadie le da importancia a los pequeños detalles, pero si, la tienen. Míreme a mi, no sé si se lo he dicho, pero ¡odio los sándwich!

Con el tiempo me convencí de vivir con ello, el destino me ha dotado de todas y cada una de las características del "ideal" hermano segundón.

Marta ha salido a la abuela paterna, su cabellera azabache la hace resaltar entre la más llamativa de las mujeres, contrastando con la mirada verdosa que ilumina su rostro. Lucas, por el contrario, no sé a quien ha salido pero goza de un rubio dorado que complementa adecuadamente su carácter y mirada zalamera. Yo, en estas fechas, ya con alguna alopecia , disfruto de un castaño, mate y ordinario, similar al del noventa por ciento de la población de mi país.

Las buenas calificaciones de mi hermana mayor le llevaron a convertirse en una reconocida investigadora del sector farmacéutico. Lucas, mal estudiante pero tremendamente carismático, se paseaba con cara de póquer firmando autógrafos a adolescentes que se follaba casi cada fin de semana, desde que se inició en el mundo de la televisión.

Y yo, el rey del aprobado raspado, o mejor, de esa horrible palabra denominada "suficiente" que se ciñe mejor a mi perfil, pasaba más de nueve horas en una oficina, archivando papelotes en busca del mísero salario que me permitiera cubrir mis deudas y pagar los intereses que devengan mensualmente, para acabar malviviendo.

Cuando papá y mamá murieron accidentalmente, en el testamento, porque ya se ocuparon ellos de que la herencia no fuera a distribuirse en partes iguales, dejaron a Marta la casa de Fuentemolinos, un bonito alojamiento rural, emplazado en una colina que viste abundante vegetación. Para Lucas, la cuenta bancaria, que superaba con creces lo que yo puedo llegar a ganar en muchos años de mi vida, y a mi, si, parte de una de las casas del abuelo, parte de unas reliquias, parte de... A mi, ¿qué me quedo?

Mi hermano pequeño, no tuvo bastante con decidirse a nacer, fecha en la cual comenzó mi declive. Sino que en los últimos meses, entre yogurina y yogurina, asi, por error, se tiró a la que entonces era mi chica. Tampoco nada del otro mundo, 1,55 regordita, con cara simpática y pocas tetas. De hecho esto último yo creo que fue lo que confundió a mi hermano y le llevo a pensar que en vez de la mujer que creía que era mi media naranja se trataba de una de las adolescentes semiplanas que cada día se tira.

El otro día, ya sabe cuando, coincidimos los tres en el entierro de tía Emilia. ¡Ay, tocaya de penas! Ella era la hermana del medio de mi padre. Cómo la entendía con tan solo mirarla a los ojos, tenía esa mirada gris de quien no resalta entre la multitud, mi padre, el único chico y el mayor siempre nombrado por mi abuela; "qué gran arquitecto" decía con orgullo. Tía Alfonsa, la pequeña, siempre pegada a las faldas de su madre, algo que la convirtió en favorita. Y tía Emilia como yo, bien jodida toda su vida... Esto me hizo recapacitar aquella mañana. La ví alli, en el tanatorio, antes de partir al cementerio con sus ochenta y siete años, y me di cuenta que yo no podía permitir que me pasara eso.

Luego, en esa pequeña capilla, con el olor a cera, incienso y los iconos religiosos sentí que me revolvía por dentro al ver a mis hermanos hincharse como pavos desde aquel rincón. Ni siquiera en su vida habían besado a tía Emilia. Ellos por lo bajito charlaban con otros familiares de sus logros y lo tremendamente "gloriosas" que resultaban su vidas.

¡Qué pequeña la capilla! Al lado de Marta y Lucas las velas de ofrenda me saludaban diabólicas. Me quedé mirándolas... Allí en la primera fila, como los más amorosos sobrinos estaban ellos. Yo, al fondo, solo, sin mujer, sin hijos, sin dinero, ensombrecido por su presencia.

Todo esto fue lo que me llevo a hacerlo doctor, era la única manera de deshacerme del rol que un día me impusieron, responsable de la inadvertida estela que dejaba en la travesía de mi vida. Ahí rodeado de parte de mi familia estaba el cordón umbilical, aun sin romper, que condicionaba mi futuro. Ahora, en cambio, compre cualquier periódico... Mire.. ahí, en la mesa tiene uno de ayer, lea, lea.... Bueno, no hace falta que lea simplemente busque en las páginas interiores mi fotografía, no, no... pase página, ahí, ahí!!! Mire, soy yo, ¿me ve?, al lado mi nombre, Ramón Arjona...

Nunca nadie pensó que destacaría, que en mis manos estaría algo que pudiera afectar a sus vidas. Entre ellos se daban palmaditas en los hombros y ahora...

La verdad es que en parte lo siento, pero me eclipsaban tanto que llegaba a faltarme el aire. Allí estaba tía Emilia, seguro que retorciéndose de la risa en su tumba, por ella y por mi.

¿No me dice nada doctor? ¿Ve cómo no estoy loco? ¡Treinta y nueva años, caramba! Diga algo... Menuda paciencia he tenido, aunque claro, más tuvo tía Emilia hasta sus ochenta y siete.

Qué de velas había... embriagaban mi olfato, esa mezcla de aroma celestial e imagen demoniaca me hizo entrar en un estado... Vi como me miraron algunos invitados cuando me acerqué a las puertas de madera y las cerré. Eran pesadas, y una tenue sonrisa se dibujó en mi rostro. Luego caminé hacia las velas, no sabía en esos instantes qué pretendía, quería asustarles, hacerles temblar con el calor aproximándose a sus cuerpos. Supongo que fueron los nervios, no lo sé doctor, pero al lado de ellos, que ni siquiera se giraron para ver porqué me aproximaba, resbalé, y todo el pie con velas cayó en el suelo. La madera seca de aquel retablo de capilla de barrio prendió a una velocidad impresionante, mientras, yo acerqué la llama de dos de las velas que recuperé del suelo a los cabellos de mis hermanos. Por una vez me miraban a los ojos, con miedo, súplica, no sé exactamente cómo, pero si con vida, por unos instantes existía...

Casi se me va de las manos, mire como ha quedado mi rostro. Salí corriendo, y en la puerta tumbé el resto de velas que se hallaban bajo un cartelito de ofrenda. La puerta en seguida se convirtió en un arco mortal.

Me fui, caminé y esperé a escuchar mi nombre en la televisión de un bar donde un café con leche me miraba con su aroma a realidad.

Sigue sin decir nada...

Solo escribe, escribe... ¡No estoy loco!, le aseguro que no. Soy bastante observador. De hecho déjeme que le diga una cosa, estoy leyendo su mirada. Usted me entiende perfectamente, aunque quiera esconderse tras el papel, cada vez que de reojo me echa un vistazo encuentro la comprensión. Esos ojos marrones que se distorsionan bajo el cristal de sus gafas, ese pelo sin brillo... Doctor... doctor... no lo piense, hágalo, hágalo...

¿Cuántos hermanos tiene? Déjelo no conteste, no lo hará, y además ni siquiera es necesario, lo veo en su rostro, dos; el inteligente y el divertido, luego, esta usted...

Mire el periódico y escúcheme, es difícil ser el hermano "sándwich", si, pero por fin, yo, allá donde me lleven seré Ramón Arjona, ¿usted, quién será usted?...

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