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Náufragos (3)

en Amor filial

Capítulo III

Los salvajes.

La vida en la isla se había vuelto rutinaria en cierto sentido, no teníamos muchos problemas para conseguir comida y disponíamos de fuego y cobijo. Lo único que nos sacaba de esta monotonía eran nuestros encuentros carnales, pero hasta eso, con el tiempo acaba siendo rutinario. Además, mis sospechas se estaban confirmando, pues había pasado un mes desde nuestra pecaminosa orgía, a la que siguieron otras más y el periodo no me había venido.

Me angustiaba más el pensar cómo iba a traer a una criatura en aquellas condiciones, que el saber que era hijo de mis hijos, que por cierto no tenía nada claro de quien era, pues tanto uno como otro me habían regado con su semilla y por tanto podía ser de cualquiera de ellos. Si todo iba bien y lo criaba, con el tiempo averiguaría a cual de los dos hermanos se parecía más. Hasta ahora había ocultado la noticia a ambos, y pensaba seguir haciéndolo hasta que ya fuese evidente mi estado de preñez.

Mientras tanto trataba de que la normalidad fuera la tónica imperante y seguía manteniendo relaciones carnales con los dos. A veces lo hacíamos juntos, sobre todo cuando hacíamos una fiesta en la playa, y otras con alguno de ellos si el momento y la ocasión se presentaban. En este aspecto no teníamos problemas, ellos asumían que yo era quien mandaba y yo les regalaba caricias y carantoñas a ambos y las hacía visibles para que estuviesen contentos y conformes.

Una mañana estaba yo tomando el baño de costumbre con mi hijo Daniel en el lago cuando Carlos vino muy acalorado dando largas zancadas y agitando los brazos. Nos interrumpió en plena fornicación, y a Daniel le sentó mal al principio.

 ¡Rápido madre, Daniel, debemos escondernos! -nos espetó muy alterado.

 Pero hijo, protesté yo, no ves que Daniel y yo queremos un poco de intimidad -protesté yo viendo la cara de enfado de mi niño.

 ¡No hay tiempo que perder, he visto unas canoas acercándose a la playa, yo estaba pescando en el acantilado y los he oído vociferar mientras remaban! ¡Debemos escondernos!

Un segundo más tarde, el terror recorría mi cuerpo y abandonando todo acto sexual con Daniel cogí mis ropas y me vestí lo más rápido que pude. Daniel hizo lo propio, su cara blanca como la leche delataba su pánico también.

 ¿Dónde nos escondemos hijo, crees que nos buscarán? -le pregunté mientras me vestía.

 No lo sé madre, tal vez a la cueva.

 ¿No verán nuestras huellas y les llevarán hasta ella?

 Hace meses que no vamos y la selva las habrá borrado ya, si tenemos cuidado no dejaremos apenas rastro. La entrada puedo taparla con ramas cortadas y creo que allí no nos verán. Pienso que nos van a buscar, pues verán el toldo de la playa, los restos de hogueras y querrán ver quienes somos, pero, ¡no debemos consentir que nos encuentren! Dios sabe lo que nos harían.

 ¡De acuerdo hijos míos, tomad toda el agua que podáis y marchémonos!

Con el miedo en el cuerpo recogimos lo que pudimos por allí cerca, pues ya no nos podíamos acercar a la playa y nos encaminamos a la cueva. Carlos se encargó de tapar la entrada como había dicho y en la oscuridad nos acurrucamos los tres en las mantas que habíamos dejado guardadas en un tonel para el invierno.

El día pasó lentamente y al caer la noche Carlos insistió en asomarse a la entrada para intentar oír o ver si seguían en la isla. Yo le pedí que no saliese fuera y que tuviese extremo cuidado.

Carlos se asomó a la entrada y salió para escalar un poco la ladera de la cueva para intentar ver por encima de los árboles. Se oían a lo lejos como unos tambores y unos cantos, según nos confirmó más tarde Carlos, parecía que tenían hogueras encendidas en la playa. Habíamos pasado y estábamos pasando mucho miedo, aunque la entrada a la cueva estaba en un risco a unos seis o siete metros de altura, oculta por el follaje de la selva y las ramas de los árboles cercanos y era difícil de encontrar, por lo que en principio no teníamos nada que temer.

Esa noche no dormí y ellos tampoco, Carlos se quedó en la entrada de la cueva y yo abracé a Daniel hasta que vi que se quedaba dormido. Fui a ver a Carlos después y me abracé a él. Era ya un hombre hecho y derecho y se había atribuido el papel de cabeza de familia con el tiempo, aunque ninguno se lo hubiese pedido, se sentía responsable nuestro y creía que su deber era cuidarnos.

 

Al día siguiente.

El día se nos hizo tan largo como el anterior, peor aún pues el hambre y la sed hacían mella en nuestra ya debilitada moral, pero había que aguantar, por lo menos hasta la noche para salir a buscar algo que comer.

Ese día hablamos de nuestra situación en la isla y especulamos los motivos de los indígenas para hacernos aquella visita inesperada. Carlos sugirió que otra isla debía estar cerca y que probablemente venían aquí para cazar o enterrar a sus muertos o algo así.

El conversar, aunque fuese en susurros hacía que el tiempo pasase más deprisa y nos ayudaba a sobrellevar el miedo, empero, ya estábamos un poco más tranquilos pues los únicos sonidos que oíamos eran los de la selva.

Por la noche Carlos salió a buscar comida y se llevó los cocos para traer agua, Daniel y yo rezamos para que nada le ocurriese. Aunque ya no se oían tambores ni cantos también tenía miedo de que tropezase y se hiciera daño en aquella oscuridad.

Cuando entró por la puerta a la hora de haberse ido mi corazón dio gracias al Señor por habérmelo devuelto vivo. Tomamos un poco de agua y comimos unos higos que pudo traer, y esto nos serenó el alma y conseguimos dormir los tres abrazados.

 

A la mañana siguiente.

Cuando salió el Sol Carlos insistió en bajar y echar un vistazo por la playa para confirmar si ya se habían ido, yo traté de detenerlo pero sabía que era necesario que lo hiciera, pues no podíamos aguantar mucho más ocultos en aquellas condiciones en la cueva.

Volvió y me pidió que lo acompañara, aunque le dija a Daniel que esperase, pues sólo íbamos a coger frutas de la selva para la noche, luego a solas me lo explicó. Al parecer en la playa había una chica muerta, estaba atada a un palo en medio de las olas y al parecer la habían atado allí para que al subir la marea se ahogase.

No sabíamos qué hacer. Pensamos en darle cristiana sepultura, pues aunque fuese una salvaje el señor se apiada de todas las almas, pero pensamos que si volvían los salvajes y no veían el cuerpo sabrían que nosotros lo habíamos llevado y esta vez nos buscarían a conciencia. De modo que acordamos que Daniel no fuese por esa parte de la playa y esperar por lo menos una semana antes de enterrar a la desdichada.

La zona estaba un poco alejada de nuestro campamento así que fue sencillo que Daniel no se percatara de lo que había ocurrido. Eso sí a partir de ese día siempre teníamos agua en la cueva y higos secos y otras provisiones para el caso de que volvieran.

 

Vuelta a la normalidad.

Ya había pasado un mes desde la visita de los salvajes y nuestra vida volvía por sus fueros, aunque ya no estábamos tan tranquilos en aquel paraíso y volvíamos a dormir a la cueva, procurando no dejar huellas visibles de nuestra estancia en la playa.

Daniel había vuelto a ser el chico ardiente que era, pues a su edad el cuerpo siempre está a punto para la cópula, de modo que me buscaba por aquí y por allá tratando de que accediera a sus pretensiones. Como en todo a veces accedía y disfrutaba de un buen rato de esparcimiento con él y otras me negaba alegando tareas como lavar la ropa o ir a recoger frutos a la selva.

Carlos en cambio estaba más cambiado, siempre por la mañana se asomaba al risco más alto de la playa y oteaba el horizonte, al caer la tarde volvía y echaba otro vistazo. Y ya no me buscaba con tanta asiduidad como antes, debía de ser que estaba acusando su nueva responsabilidad. De modo que yo traté de aliviarla buscándolo yo a el.

Por las noches, cuando Daniel dormía plácidamente me levantaba y me echaba encima de Carlos, buscando su pene. Ahora me resultaba muy difícil ponerlo duro, pero una noche descubrí que mientras lo besaba por el pecho y bajaba hasta la barriga, que mágicamente comenzaba a reaccionar, pero cuando trataba de meterlo dentro de mí este se ponía flácido de nuevo. De modo que volvía a mis besos en su pecho y su barriga, pero ahora él disimuladamente me empujaba más abajo, como enredándose las manos en mi pelo, hasta que tuve delante de mi cara su pene a media erección. Entonces dudé sobre lo que iba ha hacer, pero pensando en el bienestar de mi hijo me decidía a besar su pene con mis labios. La acción fue casi instantánea, a medida que lo besaba crecía y cuando decidí meterlo en mi boca este terminó por ponerse duro y puntiagudo. ¡Dios Santo! Lo que tiene que hacer madre a veces para cuidar a su prole. Pero yo seguí, decidida a satisfacer a Carlos en nuestro recién descubierto goce carnal. Su mástil de carne entraba y salía de mi boca como si de mi flor se tratase y terminé cogiéndole gusto a la nueva práctica y el tiempo pareció detenerse en ese instante, tanto es así que cuando me quise dar cuenta, un chorro de su néctar fue a parar al interior de mi garganta. Instintivamente la saqué de mi boca y fui a escupir lo que quedaba entre mis dientes.

Fue un accidente, no fui capaz de preverlo ensimismada como estaba en la nueva práctica. Carlos automática mente se disculpó. La verdad es que no tenía nada que reprocharle, creo que ninguno de los dos se lo esperaba y lo cierto es que tampoco me molestó en exceso, salvo por la impresión de tener esos jugos espesos y dulces en la boca.

Cuando me repuse le rogué que me aplacara mi fuego interno, pero su falo había perdido toda la erección y ni sus intentos por masturbarlo, ni los míos consiguieron levantar su moral de nuevo. De modo que fue él quien tuvo otra idea, en compensación por mi esforzado regalo en forma de práctica prohibida y pecaminosa.

Se arrodilló ante mi y aunque sabía lo que iba a intentar no lo detuve, no quise detenerlo, pues mi carne ansiaba gozar, tanto o más como él lo había hecho. Así que cuando sentí su lengua acariciar los pétalos de mi flor me dejé seducir y me entregué al disfrute de la manzana prohibida. Sus labios me colmaron de besos, su lengua bebió mis jugos mientras yo acariciaba su pelo entre mis piernas. Un buen rato estuvo perdido por mis bajos, hasta que las estrellas brillaron en mi mente y me sobrevino la perdición del orgasmo.

Muy complacida, quede tendida a su lado y ambos nos quedamos dormidos.

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