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El último amanecer

en Grandes Relatos

EL ÚLTIMO AMANECER

Despertamos con el último rayo de sol sobre el horizonte, y en cuanto el astro rey estuvo escondido, salimos de la cueva en las montañas que era nuestro hogar. La noche nos aguardaba, y era nuestra para disfrutarla. Priscila tenía un halo de belleza que era diferente ante aquel atardecer, pero no podía imaginarme porque, solo sabía que su rubia y rizosa cabellera ondeaba al viento, y que su cuerpo, casi etéreo, resplandecía a las escasas luces del inminente crepúsculo. Sus ojos reflejaban el azul oscuro del cielo y ante aquella semi oscuridad, su gélida presencia cautivaba mi frío y muerto corazón.

-Quiero un baño de sangre-me pidió con especial saña-. Quiero una masacre que sea recordada por los nietos de sus nietos-y en el filo de aquel pasadizo que daba a la cueva que era nuestro hogar, divisamos en la lejanía varios pueblos, algunos de ellos costeros, iluminados débilmente por las luces que salían de las velas de las casas.

-¿No se supone que debemos alimentarnos solo de poco en poco, para no llamar la atención?. Si nos dejamos ver demasiado o si nos ven, los pueblerinos nos buscarán para quemarnos con sus antorchas y pincharnos con sus horcas.

-¿Te preocupan sus azadas de arar la tierra y sus horcas, Erik?, no hay arma que nos pueda dañar. ¿Por qué íbamos a reprimirnos cuando podríamos crear tal devastación que podríamos estar saciados durante semanas?.

-Nunca te he visto así, ¿qué sucede?.

-Que los quiero muertos. A todos. Nada de conversiones. Quiero sus cadáveres esparcidos sobre la nieve, y a sus bastardos retoños congelados en el río-y en su hablar denoté un odio jamás antes visto-. Ven conmigo Erik, ven y hagamos de la noche nuestro terreno de caza. Seamos despiadados como antaño, liberémonos de represiones inútiles: cacemos, destrocemos, aniquilémoslos a todos y retocemos en su sangre aún cuando siga caliente. Nuestra es la noche: gocemos de ella.

No la había visto tan furiosa desde hacía un mes, en que tropezamos con una caravana de gitanos procedentes de las tierras de Moldavia. Mientras yo disfrutaba de una pelea contra los hombres de la comitiva, Priscila fue a por niños y mujeres. Fue al final cuando ella desató su ira, tras matar a la más anciana de todas. ¿Por qué?, nunca se lo pregunté.

-Tienes toda la razón-y la sed comenzó a brotar poseyendo mi cuerpo-. Hagamos con esa escoria lo que queramos, quememos sus aldeas y arrojemos sus cadáveres mutilados al fuego al que tanto nos quieren echar. Venguémonos por nuestros hermanos y hermanas exterminados.

Y así lo hicimos. Priscila sonrió y ambos lanzamos al aire el chillido de caza. Poca gente ha sido bendecida con el grito de guerra de uno de los nuestros. De forma furiosa descendimos como una plaga maligna sobre los indefensos aldeanos, que en vano intentaban evitar nuestra presencia: sus cruces no consagradas no podían dañarnos, sus estacas no podían matar lo que ya estaba muerto, y su ajo, pese a toda su pestilencia, tampoco nos ahuyentó. Aquella primera aldea, Esvik, sucumbió ante nuestra ira.

No fuimos a por la segunda sin antes coronar aquella masacre: cada cadáver que cogíamos lo llevábamos al fuego que hicimos en mitad de la aldea, los destrozábamos y con todos los cuerpos hicimos un baño de sangre tal como Priscila quería. Allí, a la luz del fuego y a la oscuridad de la noche, nuestro aquelarre de destrucción terminó con ella y conmigo yaciendo juntos envueltos en fluido rojo. Que nuestra sangre no fluyera por nuestras venas no excluía que nuestros cuerpos fueran insensibles. No existe pasión más salvaje ni más intensa que la de dos seres de la noche, unidos en un ritual de muerte y depravación. Priscila y yo nos amamos como posesos, hice mío cada rincón de ella, cada palmo de su ser. Desnudos y cubiertos de sangre, nos entregamos sin medida.

Tannhauser y Herot se unieron a Esvik en la masacre. En una sola noche de ira y fuego causamos más destrucción que en años en ocultarnos y de matar a los vagabundos y los errantes de los caminos. Yo me encontraba exultante, y Priscila…Priscila parecía el mismísimo Príncipe de la Oscuridad, surgido de las tinieblas del Abismo Insondable. Su mirada llevaba el odio de nuestra raza, y su mano, la muerte a quienes cruzasen por su camino. Su sed de sangre era inmensa, tanta o más que su sed de mí: en cada pueblo en que paramos fuimos amantes salvajes, sexo a su nivel más animal y amoral, pasiones desbocadas e instintos descontrolados que actuaban sin reparar en las consecuencias. De casa en casa y de cama en cama, poseí su cuerpo y disfruté de cada segundo de aquella noche, la más memorable y a la vez la más trágica de toda mi no vida.

A diferencia de los pobres mortales a quienes llevamos muerte, nosotros nunca sufríamos de agotamiento o de cansancio. Podíamos matar todo el día, toda la noche sin parar. Bebimos tanta sangre como quisimos, más incluso de la que necesitábamos, y en la consumación de la destrucción de Herot, noté el primer destello de azulada y oscura luz celeste. Apuré nuestra última consumación de amor junto al fuego, bebí de ella, besé su cuerpo, acaricié cada rincón, cada parte, cada mínimo resquicio de su piel pálida y preciosa piel fría como el hielo, solo cálida por la sangre de los cadáveres en que ella se había bañado. Nuestro último éxtasis concluyó con una carrera contra el tiempo para así volver a nuestra cueva, nuestro hogar ancestral, y regresamos con tiempo de sobra para ocultarnos del sol, nuestro enemigo y destructor.

-Vamos adentro Priscila, es la hora de dormir y después de lo que hemos vivido esta noche, estoy deseando dormir contigo.

-Yo no voy, Erik. Me quedo-me sonrió como emocionada-.

-¿Quedarte?. No es momento para ser gracioso. Entra en la cueva, refugiémonos del sol y de su repelente luz.

-No puedo. Me quedo aquí: quiero ver mi último amanecer.

Mi mente se desgarró por dentro. El Último Amanecer era el ritual por el cual los nuestros voluntariamente se sacrificaban, pero siempre como una expiación por un error cometido ante nuestros superiores, los Primeros Alzados. Sin embargo, ellos ya estaban casi extintos y muy lejos de allí.

-¿Qué dices?, ¿pero de qué estás hablando?.

-Hablo de que aquí me quedo, Erik. Hablo de que no puedo seguir aquí contigo. Hablo de la caravana gitana de moldavos del mes pasado.

-¿Qué tiene ella que ver en todo esto-pregunté-?.

-La anciana de la caravana me lanzó un maleficio: "perdición y tormento eterno aguardarán a quien derrame mi sangre, pues sea que mi alma dará dolor y castigo a las manos que mi aliento arrebaten". No le hice caso, y desde entonces no he vuelto a ser la misma ni he podido descansar en paz: esa gitana me devolvió mi alma.

-¿Tu alma?.

-Dicen que cuando nos convertimos, nuestra alma deja nuestro cuerpo y que nos quedamos como recipientes vacíos. No es verdad-y el dolor asomó a su rostro, como a su voz-. Nuestra alma no nos abandona, solo queda dormida en nuestro interior, y allí se queda aletargada…pero la mía ha despertado, y el dolor de las muertes que causé cada día es más insoportable. Debo pagar por ello.

-¿Y lo de esta noche, que fue entonces-dije sin asomarme fuera de la cueva, pues la luz del sol, que casi rasgaba el cielo por mi derecha, anunciaba el amanecer-?.

-Ha sido mi última cacería, y mi venganza final. Quería vivir la mejor noche de mi vida de sombras antes de irme. Es hora de devolver todo lo que tomé en todos estos siglos: me consumiré en las luces del alba, y pagaré en penitencia todos mis pecados en el cielo. Adiós mi amor, espero que un día sigas mis pasos y nos reunamos en el Más Allá: allí te esperaré.

No pude decirle más para intentar convencerla de que entrase conmigo, no pude disuadirla a tiempo. El sol apareció en el horizonte y ella, ante mis ojos, se desvaneció en cenizas hasta convertirse en una leve brisa que se la llevó entera. Según un viejo mito nuestro, nuestra consumación final (que no nuestra muerte, pues muertos ya estábamos) podía ser dolorosa o pacífica según nuestra aceptación de ella. Priscila no gritó, si no que conservó su sonrisa y su rostro mantuvo una expresión de paz y serenidad hasta que el viento de la mañana la hizo desaparecer por completo. Verla consumirse ante mis ojos me provocó tal ira que los siguientes 250 años fui el más sanguinario de los míos y el más temido en aquellas regiones del norte.

En la mañana del 1 de enero del año 1190 vi a Priscila consumirse ante mí en las tierras de Escandivania. Tras ella tuve tantas amantes que incluso Casanova palidecería de envidia, y algunas de ellas estuvieron décadas a mi lado, pero por mucho que quisiera amarlas, no podía. Priscila fue la primera y los nuestros, como los animales, nos emparejamos una vez en nuestra no vida. Al perderla, las demás solo fueron pálidos reflejos en comparación, y en mi interior, pasé la eternidad añorándola. Esta noche, 31 de diciembre del año 2000, he decidido poner fin a mis días en la Tierra y ver el último amanecer. Ella tenía razón: el alma no abandona nuestros cuerpos, solo se adormece. He matado, he aniquilado, masacrado y alimentado…y he disfrutado…pero ahora, en esta última noche sufro el tormento de mis actos y la necesidad de expiarme. Sin ser visto iré a la azotea de la Torres Gemelas de Nueva York, ciudad donde ahora moro, y allí consumaré mi tiempo en la Tierra. Priscila me está llamando para que vaya a su lado, y debo ir a su encuentro. Ya empiezo a ver las primeras luces del alba por la ventana…

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