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Esclavizada

en Amor filial

ESCLAVIZADA

             Me llamo Amparo. Soy una mujer trabajadora madre de dos hijos, divorciada hace años, y sin ningún interés por rehacer mi vida con otros hombres. Hasta hace bien poco mi vida era trabajar y cuidar de mis hijos, que ya están entre medias de terminar el instituto y empezar la universidad. Aunque no nademos en dinero, sí es verdad que en tema económico hemos sido solventes, y mi trabajo, del que no hablaré, nos ha dado estabilidad financiera más o menos tranquilizadora, pero no he venido a hablar de mi vida laboral, si no de mi vida personal o mejor dicho, de mi vida íntima, algo que había dejado de existir...hasta hace poco.

            Con la llegada de la adolescencia y los años siguientes, noté como mis hijos se empezaban a hacer hombres. Al ser gemelos, lo hacían todo juntos desde la cuna, y me costaba imaginar que lo mismo hicieran en materia de mujeres. Juan y José (no son sus verdaderos nombres) eran chicos bien parecidos, y buenos estudiantes. A mi casa jamás trajeron nada por debajo de un notable, lo que como madre me llenaba de orgullo de ver que mis hijos estaban siendo bien educados, aunque temía que la pubertad los cambiase y que las notas que tan arduamente sacaban comenzasen a bajar. Por suerte para mí eso no sucedió y su nivel académico se mantuvo...pero en mi interior sabía que algo en ellos estaba cambiando. Se podía ver, se podía notar. No sabía lo que era, pero estaba ahí, lo intuía, lo sentía en mi interior. Mis hijos no eran los mismos niños con los que jugaba en los parques cuando no levantaban un palmo del suelo.

             Echando la vista atrás, creo que el primer indicio del cambio en ellos fue su falta de pudor en casa. A ver como lo explico...se volvieron...no sé...¿desinhibidos?...sí, creo que esa es la palabra. Si salían de la ducha, por ejemplo, no tenían reparos en que les viese con el torso al descubierto y su incipiente pelo en pecho (no es que fuesen un par de osos, pero se notaba que lampiños no estaban). Es casi como si proclamasen su status de “estoy creciendo”. Yo tampoco he sido muy pudorosa y ni ellos ni yo hemos visto el cuerpo humano como algo feo o que haya que esconder, pero hay una diferencia entre el esconderlo...y el exhibirlo. Ellos se me exhibían, con alguna intención que no entendía. Ojalá la hubiese entendido antes pero, ¿como podía imaginar lo que acabaría pasando?.

            Otra cosa que hicieron fue dormir con muy poca ropa, apenas unos shorts y una camiseta (cuando se la ponían). El problema es que, dada su juventud y sus hormonas, era de lo más frecuente que al despertase lo hicieran con un bulto en sus shorts, a veces tan notable que me daba corte mirarles a la cara (si es que podía mirarles a la cara con “eso” asomando por ahí). Ellos bostezaban y se rascaban por todas partes, como en un estado de duermevela, casi como los zombies de las películas, caminaban con expresión ausente rumbo al baño, con total evidencia de hacer “lo obvio” ya que al salir el bulto había desaparecido. Como no sabía muy bien como abordar algo tan delicado, pensé que sería lo más razonable no sacar el tema y que ellos, con el tiempo, se fuesen dando cuenta de lo que hacían. Nada más lejos de la realidad.

            El asunto tomó un cariz diferente cuando, una noche mientras cenábamos en la cocina, hablando sobre el inminente verano y las vacaciones, sobre si sería posible hacer un viaje o no, noté algo sobre el muslo de mi pierna: el tacto de unos dedos cálidos que, con cierta timidez, descorrieron un poco mi albornoz para intentar acceder a mi piel. El atrevimiento por parte de Juan me pilló desprevenida, y no quería montar una escena y humillarlo delante de su hermano, de modo que no dije nada. Supuse que sería debido a su curiosidad por el cuerpo femenino y que, al ser yo la mujer más cercana de su vida (que yo supiese, aún no habían tenido sus primeros escarceos amorosos/sexuales con las chicas), de forma natural quería experimentar. Algo torpe pero apañado, logró descorrer un poco el albornoz y tocar el muslo de mi pierna. No hizo nada más, solo dejó su mano allí un rato, antes de quitarla y de dejarlo todo como estaba. Para cuando me levanté a dejar los platos en el fregadero, José no podía saber lo que su hermano había hecho, y pensé que así estaba bien. Tonta de mí.

             No pasó ni una semana en que la escena se volviera a repetir, pero no fue Juan el autor del nuevo sobe, si no José, e hizo exactamente lo mismo que su hermano. Nada sexual ni obsceno, solo un chico sintiendo curiosidad por el cuerpo femenino. Hubo un instante de locura en el que casi creí que su mano se movía rumbo a tocarme el conejo, pero no, nada de eso. Se quedó con toda tranquilidad posada en mi muslo, pasándola de lado a lado acariciándome con cierto tacto que...vaya, reactivó en mí ciertas sensaciones que tenía olvidadas. Desde luego no me excité, pero aquella suave mano rozándome la pierna despertó ciertas fantasías aletargadas, ciertos recuerdos adormecidos debido a mi papel de trabajadora y de madre. Aquella noche, con la mano de mi hijo acariciando mi pierna, recordé algo que había olvidado: “soy mujer”.

            Aquella noche no podía dormir. Lo ocurrido esos días me rondaba la cabeza. Me encontraba sumida en toda clase de fantasías y dudas que no era capaz de disipar. Todo mi cuerpo se encontraba entre asustado y excitado por lo que pasó. De forma inevitable, me acordé del padre de mis hijos,  José Mari (tampoco es su nombre). Guapo y bastante atractivo como hombre, me había dado muchos años felices, pero su irrefrenable deseo por la carne femenina y su lujuria insaciable le llevaron, estando yo embarazada, a que se liase no con una chica, si no con dos, aunque eso no lo supe entonces. El muy cerdo se estaba tirando a una amiga mía, pero eso no fue lo peor: lo peor es que la otra mujer con la que se acostaba era mi prima. Cuando me enteré no cabía en mí de rabia, y aparte de divorciarme de él, corté toda relación con mi prima, cosa que lamenté porque ella y yo habíamos como hermanas desde pequeñas, más que como primas. Fueron momentos muy dolorosos para mí.

            El caso es que pese a todo, José Mari era, y eso tenía que admitirlo, un semental en la cama, un verdadero toro. No solo por la fuerza con que me hacía el amor, si no por lo bien dotado que estaba. A poco más casi tenía tres piernas, y con aquella maravilla de verga él me llevaba a la locura. Los polvos que habíamos echado primero como novios y luego como marido y mujer habían sido épicos, yo terminaba agotada y él sonriendo con una perversa cara de felicidad. José Mari era un depravado al que le podía su deseo por follar, y más de una vez me había tomado a la fuerza, en un juego de sexo violento, o se había apropiado indebidamente de mi hueco posterior, haciéndome ver las estrellas con cada penetración...pero logrando que terminase gozando con un orgasmo diferente a los que me solía hacer. No sabía como, pero con él siempre terminaba exhausta, incapaz de pensar. Que forma tenía de follarme el muy hijoputa.

            Esos recuerdos, que ahora volvían a mi cabeza me llevaron a pensar algo que me llenó de preocupación: ¿y si ellos habían heredado los depredadores instintos sexuales de su padre?, ¿y si aquellos escarceos tan aparentemente inofensivos eran el preludio a algo más grave?. Me asusté de verdad, porque de ser así pobres las chicas que pasarían por sus camas, y desde luego yo no podía permitir que la cosa fuese a más conmigo. Lo ocurrido no podía repetirse, ni eso ni nada parecido (o peor). Dominada por los nervios, y sorprendiéndome a mí misma por hacerlo, me llevé la mano a mi entrepierna y con el tembleque del principiante o el reparo de quien lleva tiempo sin ello, comencé a sentir la calentura de mi propio cuerpo como hacía años no la sentía. A falta de hombre, aquella masturbación a la que me estaba sometiendo, lenta pero segura, me hacía rememorar mi época de casada y los esplendidos polvos a los que mi entonces marido me sometía. Ni que decir tiene que la ansiedad de volver a gozar me hizo volver a masturbarme otra vez más, y con aquellos dos orgasmos pude dormir con total tranquilidad. Ni un terremoto hubiese sido capaz de despertarme.

             Los siguientes días no ocurrió nada destacable, y la actitud de mis hijos volvía a ser la misma de siempre, así que pensé que como se habían quedado satisfechos con el escarceo de la otra vez, creí que no había motivo para levantar la liebre, y dejé el tema correr. Todo fue normal un par de semanas, casi un mes, pero cuando pensé que estaba todo zanjado, volvió a pasar: me encontraba en la ducha cuando uno de mis hijos entró pidiendo perdón y diciendo que tenía que sentarse en el “trono real” y que era del todo imposible esperar más tiempo. Con una sonrisa maternal me asomé por la cortina de la ducha (bastante translucida) y le dije que de acuerdo pero que nada de intentar mirar por la cortina o de lo contrario lo dejaría “castrati”. Yo me dediqué a lo mío y él a lo suyo, y para cuando había terminado de ducharme preferí esperar a que él se marchase para que así no me viese desnuda. Hubiera sido mejor hacerlo al revés.

            No sé que diablos se le pasó por la cabeza, si pensaba que con el ruido del agua yo no me enteraría o que quizá creyese que a través de la cortina yo no podía verlo a él, pero el caso es que lo vi. Bueno, lo semi-vi, más bien, pero no había lugar a la duda. Le iba a preguntar si había terminado, pero justo antes de asomar mi cabeza por la cortina de la ducha, pude ver por una débil rendija de la misma que Juan tenía los ojos cerrados y que su mano se movía compulsivamente. No podía creerlo, ¿con su madre al lado y a mi hijo le daba por masturbarse?. Estaba anonadada por el descaro que tenía. Cierto es que acababa de meterme en la ducha cuando él vino, pero también es cierto que para la ducha soy rápida en terminar. ¿Y ahora qué?, pensé. ¿Qué podía hacer?: ¿saltar fuera de la ducha y reprenderle por su actitud o quedarme a esperar y hacer ver que no me había dado cuenta de nada?.

            ¡Y entonces lo vi!. Al estar pendiente de su cara, no me había fijado en “eso”. Juan se agarraba su verga y se mazucaba el cimbrel despiadadamente. ¡Y que verga!. Sin duda era hijo de su padre, no podía negarlo. Mi hijo se pajeaba a ritmo endiablado, la lujuria debía estar dominándolo como yo no podía imaginar. Estaba petrificada, solo podía mirarle y preguntarme con quien fantasearía, si es que fantasearía con alguien. De golpe y porrazo me entró un escalofrío cuando una duda me cruzó la cabeza: ¿se estaría masturbando pensando en mí?, ¿estaría pajeándose sabiendo que a un par de metros de él su madre estaba desnuda?. No, pensé, no podía ser, tenía que ser una alucinación, no era posible que aquello estuviese pasando. Quise pararlo, detenerlo antes de que fuese demasiado lejos, pero llegué tarde. A punto de abrir la boca, ¡ZACA!, Juan terminó su faena y se corrió. ¡Menuda salpicadura!. Virgen santa, aquello parecía un surtidor, no acababa de manar semen. Echándose un poco hacia delante todo su cuerpo se relajó, con los codos apoyados en sus piernas se pasó la mano por la cara y el pelo y cuando abrió los ojos, vio lo que había hecho. Todo nervioso se puso a limpiar con papel higiénico y se fue diciendo que ya podía salir. Tardé un poco en hacerlo. Necesité otra ducha.

            Antes de salir del baño, dediqué un tiempo a mirarme al espejo. Ya no recordaba la última vez que me había mirado con detenimiento, observando todo mi cuerpo. Con mi metro sesenta y cinco de alto, no era una supermodelo a lo Claudia Schiffer, pero sí que era bien apañada. Aunque era de pecho, no tenía unos globos que la gravedad fuese a castigar poniéndolos a la altura de mi ombligo, y me había procurado que estuvieran siempre bien erguidos para que fuesen deseables. Mi cintura, que no muy delgada, sí era proporcionada a mi cuerpo, y si de algo podía estar orgullosa, era de tener el vientre lo más plano que podía conservar. Un poco torneado para que se viera saludable, pero sin michelines a la vista. Mis piernas, sin ser interminables, estaban torneadas por ejercicio y bien cuidadas. Todo eso, combinado con mi siempre revuelto y ondulado pelo y mis labios carnosos, me daban la categoría de “madurita cachonda”, a los jóvenes ojos de los adolescentes que me miraban cuando iba por la calle. Eso y que poseo una tonalidad rara de verde, que los hace muy llamativos. ¿Se acuerdan de aquella jovencita que salió hace muchos años en la portada del National Geographic?. Pues algo parecido.

            No me estaba mirando con la prepotencia de “estoy buena y lo sé”, si no con la duda de “¿es posible que sea la causante de la lujuria de mis hijos?”. La mezcla de duda, sensualidad y culpa me cogió desprevenida. No sabía como actuar ante una situación de ese calibre. Claro que llegaría el día en que tendría que educarles en lo sexual, pero no podía asumir que ese día ya hubiese llegado. Eran mis hijos, mis pequeños, ¿de verdad habían crecido tanto?, ¿cómo era posible?. Hacía dos días eran dos niños de guardería a los que me encantaba llevar al parque...y ahora eran dos mozalbetes (casi hombres) con unos deseos sexuales que se estaban volviendo peligrosos. Esa insana inclinación hacia mí era cada vez más ardiente. No podía olvidar la visión de la verga de mi hijo, como él se la machacaba arriba y abajo como un oligofrénico. Era la primera vez que veía a un hombre masturbarse, ni con su padre había presenciado tal cosa (aunque yo se las hacía cuando nos poníamos juguetones, no era lo mismo). Me intrigaba sobremanera lo que le pasaba por la mente mientras se pajeaba. ¿En que estaría pensando?.

            Esas imágenes me acompañaban a todas partes, hiciera lo que hiciera. Ya podía estar limpiando la casa o yendo de compras o viendo la tele, que la imagen de mi hijo sacudiéndose la porra la tenía grabada a fuego en la mente. La escenita de marras hizo que me preguntase por mi otro hijo, José. ¿Estaría tan dotado como su hermano, o quizá él no había heredado la genética de su padre?. De todo corazón esperaba que así fuese, que él saliera más normalito y menos obseso sexual. Tenía que saberlo, tenía que haber algún modo de averiguar si en verdad José era igual que su padre. ¿Pero como?. Era de lo más evidente que no le iba a invitar a ducharse conmigo, eso ni pensarlo. Y tampoco podía vigilarlo para saber sus movimientos, sería un poco entrometerme en su intimidad y eso era algo que no deseaba, así que, sin saber muy bien que dirección tomar, dejé el tema correr pensando que era mejor no saberlo. Eso creía...o eso quería creer.

             Convencida de que todo aquello desaparecería con el tiempo, seguí con mi vida como si nada hubiese pasado y durante un tiempo así fue. Salí de aquella extraña espiral de sexo y malos pensamientos y volví a la realidad, pero al igual que había pasado antes no pasó mucho sin que otro acontecimiento extraño volviera a ocurrir. Prometo que yo no lo busqué, que ni remotamente quería ver lo que vi, pero el caso es que lo vi, y fue a José a quien pillé. Ironías de la vida, supongo. Aquella tarde Juan había salido con unos amigos y José se había quedado en casa conmigo, pero yo había tenido que salir para ir de compras a un par de tiendas. Volví antes de lo esperado a casa, y me quedé extrañada mucho de la tranquilidad que se respiraba en casa. Con dos revoltosos hijos gemelos, el silencio no era lo habitual, así que dejé las compras en la mesa de la cocina y me puse a buscar a José para ver lo que hacía. Quien me mandaría hacerlo.

            Con la puerta casi cerrada, encontré a mi hijo revolviendo entre los cajones de mi cómoda. La puerta, entornada, dejaba entrever un pequeño hueco por donde podía mirar al otro lado, y entonces lo pillé, y ojalá no lo hubiese pillado: ¡¡el muy cabronazo estaba oliendo mis tangas!!. No solo eso: para colmo de males, se había sacado la verga y se fustigaba con la misma velocidad que su hermano. Sentado en el lateral de mi cama había varios de mis tangas tirados por ella, y él pasaba de uno a otro, olisqueando para sentir el olor de mi conejo. Si en ese momento me hubiesen pinchado no me habría salido sangre. Alucinante era decir poco para describir lo que estaba pasando. Si ya era malo pillar a mi hijo masturbándose al lado mío en el cuarto de baño, esto rebasaba todo límite ya. José estaba entregado a su propio placer, mi olor debía ponerle muy caliente porque estaba empalmado y se masturbaba a lo loco. Le veía enfrascado sacudiéndosela, gozando a todo gozar mientras veía sus caras de goce mientras aspiraba el olor de mujer que quedaba impregnado en la prenda más íntima que podemos usar.

            ¿Cómo podía entrar y detener aquella locura?, ¿de qué modo podía yo frenar sus instintos y evitar que la cosa se desmadrase?. ¿Desmadrarse?...¡ya estaba desmadrada!. Mis ojos se quedaron clavados en la verga de José, tal y como me había ocurrido con la de su hermano, y sí, mis temores se habían confirmado: era hijo de su padre. Otro al que también le sobraba material para dar placer a las mujeres. Cielo santo, ¿con quien estaba viviendo yo en casa?, ¿aquellos eran mis hijos, o eran dos pervertidos sexuales?. ¿Y yo, a todo esto?, ¿en que me había convertido yo?, ¿en una voyeur que se dedicaba a mirar como sus hijos daban rienda suelta a su lujuria sin ponerle freno?, ¿dónde o cuando iba a parar todo aquello?. Era una locura, no podía permitirlo, debía parar. Tenía que parar lo que ocurría, me temía donde acabaría aquello y ni loca iba a dejar que pasase. No, eso jamás, por encima de mi cadáver frío y despedazado. No podía consentirlo...y no podía dejar de mirar la fantástica paja que mi hijo se hacía a costa de mis tangas.

            Estuvo un buen rato con el “dale-que-te-pego” hasta que por fin consumó su perversión y se dio el homenaje que buscaba. Fue una corrida abundante, tal como hizo su hermano. Sabía que tardaría en limpiarlo todo para no dejar huella y presa del pánico me fui a la cocina, cogí las bolsas de la compra y salí de allí, quedándome sentada en la escalera de entrada a la casa unos minutos antes de volver a entrar, fingiendo con total falsedad que había tardado más de la cuenta. José apareció radiante y formal, como si nada hubiese pasado. Lo que más me costó fue darle el beso de bienvenida (un aséptico gesto de cortesía que ellos y yo siempre hemos tenido para cuando nos separamos...y para cuando nos reencontramos), pero si mostraba duda o vacilación él quizá sospechara de mí, y no podía permitirlo, así que puse mi mejor cara y le di el beso de mejilla. Visto desde fuera solo éramos una madre y un hijo saludándose, pero por dentro mi cabeza iba a estallar en llamas...en las llamas de la insana lujuria que estaba poseyéndome.

            Apenas era consciente de ello, pero entre una cosa y la otra, había sido testigo de la calentura de mis hijos demasiadas veces, y temía estar llegando al punto de no retorno en el que se toman decisiones irreparables. Durante la noche, mientras cenábamos, mis hijos me preguntaron si estaba bien debido a lo callada que estaba. Aduje que tenía un poco de cansancio, que el día había sido largo y que por eso no tenía muchas ganas de hablar. Ellos me sonrieron y por sorpresa, cosas de gemelos, los dos se vinieron a darme un beso de mejilla, uno por cada lado. Parecía increíble que sincronicidad tenían. Con gesto sonriente me dijeron que me querían y que querían saber si estaba bien y que si un día me cansaba, ellos me ayudarían. Casi lloré de la emoción escuchando esas palabras. Los dos me abrazaron y estuvimos así un rato juntos. Me sentí arropada y protegida por ellos como nunca antes me había sentido. Fue entonces, y solo entonces, cuando lo vi claro: ya no eran niños, eran hombres. Mis hijos se habían hecho hombres.

            La noche la pasamos viendo películas, como solía ser habitual antes de irnos a dormir. Nos poníamos los tres juntos en el sofá, yo en medio de ellos, y hacíamos de críticos de cine amateurs, sobretodo con la pelis malas, eso nos hacía mucha gracia, pero esa noche pasó algo distinto, algo que no sé si fue culpa mía por permitirlo o suya por hacerlo. Era ya tarde, y mientras veíamos la película, noté que tanto yo como José estábamos medio dormidos, mientras que Juan estaba totalmente entregado a la película. En ese estado de semi inconsciencia noté que los ojos se me cerraban, y creo que di un par de cabezadas...hasta que algo me hizo despertar. No fue un despertar brusco, si no algo lento. Creo que debía estar teniendo un sueño erótico o algo así, porque me sentía muy azorada por dentro. Ilusa. Cuando entreabrí los ojos, descubrí que de sueño nada: Juan me estaba comiendo las tetas. Aprovechándose de mi sueño y de que su hermano dormía plácidamente, Juan me había abierto la blusa y estaba acariciando y degustando mis pezones, metiéndolos en su boca. ¿De verdad esperaba que no me despertase con la forma que tenía de hacerme “eso”?.

            Y como me tocaba, era increíble. Mis pechos respondían a sus caricias, me los recorría con sus cálidas manos con una suavidad que me erizaba hasta los pelillos de la nuca, y su lengua iba y venía entorno a mis pezones, a mi areola. Los ponía duros a base de toquecitos pequeños o de jugar a que era un niño pequeño mamando de la teta de la madre. La excitación que me estaba provocando hacía que estuviese más despierta que dormida, pero por miedo a despertar a José, me vi forzada a callar, a hacer que dormía y que no me enteraba de nada, pero todo era mentira. ¡Me estaba enterando de todo!. No podía moverme, estaba acorralada entre mis hijos y sin quererlo, mientras fingía dormir, me coloqué de modo que quedé apoyado en Juan. Éste, interpretando que simplemente seguía dormida, no se detuvo, que va: me sacó la blusa impunemente y quedé con las tetas expuestas ante mi hijo, quien chupeteó y saboreó a placer mis ubres. Guiado por la perversión heredada de su padre, no vaciló para separarme un poco las piernas, meter la mano por mi mini-falda, acariciando mis muslos, y posarla en mi conejito.

            Creía estar muriéndome de placer. Las caricias de Juan en mi sexo y las lamidas en mis tetas me habían excitado. ¡Estaba cachonda!. No solo eso, estaba húmeda a más no poder, él tenía que saberlo, tenía que notarlo. ¿De verdad él pensaba que una mujer podía seguir dormida mientras un hombre le hacía lo que él me hacía a mí?, ¿creía que mi sueño era tan profundo que no me enteraría?. ¿Y si era el revés?, ¿y si lo sabía y lo hacía adrede para decirme que le volvía loco y que quería gozarme como si yo fuese su novia?. Sumergida en un océano de preguntas y dudas, todo eso pasó a segundo plano en el momento en el que, con una experiencia impropia para alguien de su edad, mi hijo logró hacerme presa del orgasmo más sensacional que había tenido en años. Toda yo me quedé conmocionada y temblando por la fenomenal gozada que recibí de él...que con su descaro habitual, tuvo la osadía de llevarse sus dedos a la boca y degustar los jugos de mi humedad que él me había arrancado. Por su cara, debieron gustarle muchísimo.

            ¿A dónde llegaría todo aquello?, ¿cómo podía haber dejado que mi propio hijo me masturbase hasta el punto de hacerme correr?, ¿es que había perdido el poco juicio que me quedaba?. Si en alguna otra circunstancia ellos hubiesen intentado algo parecido los hubiese frenado en seco con la mayor bronca madre-hijo desde que Eva reprendiese a Caín por haber matado a Abel, y aun así, increíblemente, el cabronazo de Juan había logrado lo imposible: me había hecho gozar. Incluso fue un paso más allá: me cargó en sus brazos, y como novios de luna de miel, me metió en mi cama, me desvistió como mejor pudo (sin quitarme la ropa interior) y me metió en mi cama amorosamente, con un último beso...en la boca. Sin lengua, pero en la boca. Luego se fue y cerró la puerta para dejarme dormir a solas. En cuanto escuché la puerta cerrarse abrí los ojos presa de la incertidumbre. ¿Qué podía hacer?, ¿reír, llorar, felicitarlo por la forma en que me hizo gozar o matarlo por lo mismo?. ¿Cómo coño podía terminar con la vorágine de locura que estaba invadiendo mi casa?.

            Locura, dicho sea de paso, que no terminó así, que va. Al cabo de una semana, cuando mi cabeza seguía enloquecida por la maravillosa paja de mi hijo Juan, fue José el que me hizo lo mismo, pero no en el sofá viendo películas, ni muchísimo menos. Mi segunda paja a manos de mis hijos sucedió cuando estaba durmiendo la siesta en el sofá, aprovechando un hueco para descansar debido al ajetreo laboral de esos días. En tanto que Juan estaba en la ducha, José debió pensar “ésta es la mía” y vino a sentarme junto a mí apenas su hermano se metió a ducharse. En mitad de mi sueño, comencé a sentir un calor que me invadía, como si de pronto la habitación se estuviese calentando. Por mi cabeza resbalaban toda clase de imágenes de esos meses pasados en que había visto y sentido cosas que ninguna madre debería ver y sentir de sus hijos, pero que estaban en mi cabeza y no podía sacarlas. Murmuré y gemí varias veces hasta que, como incapaz de seguir dormida, salí a la vigilia y me encontré de lleno en una papeleta que me hizo abrir los ojos como platos: ¡me estaban comiendo el conejo!.

            José tenía los ojos cerrados, él no me vio mirarlo, pero le vi, le vi con la mayor nitidez de toda mi vida. Le vi hundir su lengua entre mi sexo. Me tenía medio desnuda en el sofá, con las tetas fuera (que sobaba con dominio absoluto) y me había quitado el tanga para poder comérmelo perversa y obscenamente. Sentí el agua de la ducha correr al otro lado de la casa, Juan no podía saber lo que su hermano me estaba haciendo, pero eso no minimizaba el horror y el placer mezclados que sentía ante la realidad de que mi hijo estaba disfrutando de mi chocho empapado de su saliva y de su lengua. Dominada y poseída por un miedo mortal a ser descubierta, cerré los ojos y me dejé llevar por una locura como no había hecho nunca, permití a mi hijo lamerme y besarme mi intimidad hasta que se sació, claro que para cuando se sació, yo me había vuelto a correr y le llené la cara de mis jugos, que se bebió como si hubiese estado caminando varios días por el desierto. ¡¡Dios mío de mi vida, pero que gozadaaaaaaaaa!!...

            Para cuando desperté, Juan había salido de la ducha y estaba sentado a mi lado secándose la cabeza, mientras que José estaba sentado en el sillón adyacente al sofá, como aburrido de mirar la tele. Mi ropa había sido colocada toda en su lugar, incluso mi tanga. Mirando a José, y luego a Juan, no sabía que pensar. Cuando uno no abusaba de mí, lo hacía el otro. Si José me tocaba, luego lo hacía Juan pero de modo que ninguno de los dos sabía lo que el otro me hacía. ¿De verdad no lo sabían?. ¿Y si en realidad era todo parte de un plan?, ¿y si ellos se habían compinchado para hacerme creer eso mismo y no sospechar de su complot?, ¿y a si lo mejor yo era la loca por pensar así?. Mis hijos me estaban volviendo loca, pero loca de verdad. Estaban abusando de su madre...y para colmo ella gozaba tanto que no se veía capaz de enfrentarlos.

            El punto culminante de la historia llegó la madrugada de mi cumpleaños. Hasta ese entonces los tres habíamos pasado un día fantástico, habíamos ido a un parque de atracciones que habían abierto en una ciudad vecina y nos los habíamos pasado bomba en compañía de un par de familiares (los que aún me hablaban después del divorcio) y unos cuantos amigos. Parque de atracciones y luego una buena comida de restaurante, no demasiado caro, pero sí una buena velada. Habíamos llegado los tres a casa con un cansancio supremo, y solo deseábamos meternos en cama y dormir un poco. La verdad que había sido la mejor fiesta de cumpleaños que había tenido nunca...pero lo que yo no sabía es que la fiesta no había ocurrido aún: estaba aún por empezar, porque en mitad de la madrugada, cuando estaba totalmente entregada a los brazos de Morfeo y más feliz que una perdiz, noté de nuevo ese calor interno que me decía que algo o alguien estaba excitándome. Pensé que sería Juan aprovechando del sueño de su hermano, o José por lo mismo. Ni lo uno ni lo otro: ¡¡ERAN LOS DOS!!.

            Descorriendo mis sábanas, estaba totalmente desnuda delante de ellos, y ellos tan desnudos como yo. Mis dos hijos estaban encima de mí, saboreando mis pechos de nuevo, degustando mis pezones, que se comían como buenos cómplices y compinches que eran. Llegados a ese punto ya no pude esconderme por más tiempo, cuando al fin desperté del todo y entendí lo que estaba pasando les dije que no, que parasen, que no estaba bien lo que hacían, pero Juan se limitó a besarme en la boca con fruición, y con su lengua buscando y encontrando la mía. José, en cambio, pasó de comerme un pezón a comerme los dos, a juntar mis pechos lo más posible para degustarme ambos pezones a la vez. Mientras me acariciaban y me besaban, escuchaba susurros a mi oído, palabras hermosas del estilo de “te queremos, mamá”, “eres una mujer bellísima”, y un montón más como esa. Debería haber luchado, debería haberme resistido...pero en su lugar cedí a mi lujuria y los recibí con los brazos abiertos.

            Juan, que seguía besándose conmigo, de pronto se alzó un poco sobre la cama y se puso de rodillas sobre ella, acercándose a mí todo lo posible para que yo pudiese toda la facilidad del mundo para ver y agarrar su miembro viril (más bien pértiga). No pude reprimir mis deseos de tocarla, de ver la calidad de su herramienta de trabajo. Oh dios mío, ya no recordaba la última vez que había tenido una de esas en las manos. Su grosor y tamaño me excitaron sobremanera mientras José se dedicaba a comerme el conejo con fervor religioso. La verga de Juan estaba dura dura dura, aquello era como una barra de hierro, realmente mi hijo se gastaba un señor pollón que iba a causar estragos entre las féminas...pero por ahora era toda mía, lo veía en sus ojos, él quería dármela, era de mi propiedad, mi mayor tesoro...y llevada por el deseo y los recuerdos de la vez que le vi masturbarse, no lo dudé y me la llevé a la boca.

            José no quiso ser menos y se puso al otro lado de mí, a la altura de su hermano pero enfrente suyo, como a espejo, y de una verga, pasé a tener dos a mi disposición, una en cada mano...y las dos en mi boca, porque en cuanto agarré bien fuerte la de José me dediqué a pasar de una a otra o a intentar chupársela a los dos a la vez, aunque con su tamaño aquello no era nada fácil. Mis hijos me acariciaban la cabeza o se agachaban ligeramente para pellizcarme los pezones, o amasarlos con mimo. Mi cuerpo respondía a sus caricias, me excitaban las formas en que me devoraban con los ojos, en que iban a acariciarme mi cuerpo, a darme placer...el mismo que yo les daba a base de lametón y de chupetón en la punta de su glande. Eso los volvía locos. Esa caricia de la punta de mi lengua en la punta de sus vergas, sin apenas tocar nada más, era infernal para ellos...y a mí me encantaba hacerlos sufrir de ese modo.

            Por ser el mayor (por minuto y medio), Juan fue el primero en penetrarme. Yo estaba como loca esperando recibir su fabulosa vara de placer en mis entrañas, mi coño suspiraba por ser utilizado por aquel mástil. En el momento de la penetración casi creí morirme de placer, mi hijo fue un maestro, me penetró con lentitud, dejándome sentir cada maravilloso rincón de su polla tiesa colándose por mi interior, llenándomelo y con una cara de placer impagable y que perdurará  en mi memoria todos los días de mi vida. Una vez supo que me tenía para él solo, se dispuso a follarme como solo un hombre es capaz de follar a una mujer. Fue apasionado, tierno, salvaje, amoral, cariñoso, dulce, aplicado, sensible...oh dios míoooooooooo...estaba enloquecida, las aptitudes amatorias eran mucho mejor de lo que me suponía, se esforzaba en penetrarme, en deleitarme y ponerme al borde de la locura. A mi lado, con ojos embelesados, José se masturbaba al mismo tiempo que veía a su hermano hacerme el amor. Le miré fijamente a los ojos y le mantuve la mirada mientras él, retador, ponía cara de loco mientras se masturbaba con total descaro para mí en la promesa de que lo que su hermano me estaba haciendo no era nada comparado a lo que él me iba a dar.

            Con una mano le hice venir a mi lado, y él entendió la indirecta. Se puso como estaba antes y se volví a comer mientras su hermano mayor me perforaba con su fuerte y poderoso taladro. Aquello era un regalo del cielo, por mi cara resbalaban lágrimas de felicidad mientras mi hijo entraba y salía de mí, mientras a mi otro hijo se la mamaba como una verdadera pervertida. Quería rabo de toro entre mis piernas, quería tenerlos a los dos dentro de mí, sentir como me partían en dos con sus arietes visigodos, como sus cuerpos se convulsionaban y estallaban al compás de su martilleo en mi interior. La cara de Juan era puro delirio, era la locura en su máximo exponente, el placer a la enésima potencia, y en ese paroxismo atroz Juan no solo se corrió si no que además hizo que yo me corriese como una posesa, lo agarré y lo atraje contra mí mientras él me sacudía con estocadas fuertes y directas, vaciando sus huevos dentro de mi cuerpo. Lo retuve a mi lado como si fuese a secuestrarlo, fue un instante glorioso que deseaba se congelase en el tiempo: quería pasarme la vida en aquella cama, follando con mi hijo, sintiéndole correrse dentro de mí.

            Juan se derrumbó sobre mí, yo lo acogí con un sentimiento mezclado de placer y orgullo por la forma en que me había hecho gozar y por la hombría con que me había follado. No había sentido nunca nada igual. Agotada y presa de un orgasmo que se me antojaba eterno, me besé con Juan y José de forma alterna, sentía sus lenguas con la mía juguetonas y apasionadas. Sus caricias en mi cuerpo nos llevaban a un cielo que nunca antes había experimentado. Era el momento del abandono, pero no podía si no sentirme mal porque José aún estaba por gozarme, él no me había disfrutado y yo no quería que él se quedase al margen, así que girándome, le miré con ternura, lo atraje hacia mí y le tendí la mano para que viniera a hacerme el amor. Él me dio un apasionado beso de los que casi quitan la respiración, me morreó bien morreada y se puso encima de mí, con su verga gorda y deseada a punto de irrumpir en mi conejito ya lubricado gracias el polvo de su hermano. Fue una acogida grandiosa.

            Aunque gemelos, sus formas de amarme eran diferentes: mientras Juan era todo lujuria y un esplendido ritmo de “mete saca”, José tiraba más a los preliminares, a los besos, a las caricias suaves y delicadas. El trato que mis hijos me daban era soberbio: de Juan tenía la pasión; de José, el cariño. Que maravilla de segundo polvo me regaló mi hijo pequeño: sus piropos, la forma en que me adulaba, en que me agasajaba con toda clase de halagos, me excitaban sobremanera. Ningún afrodisíaco puede compararse al sabernos deseadas por un hombre, al hacernos entender que para él somos el mundo y no hay más allá de nosotras. Supe que mi hijo me deseaba, que lo era todo par él, él me lo decía con una devoción infinitas, yo era su primera y única mujer en todo el universo y eso me transportaba a un lugar donde todo era paz y felicidad, estábamos desatados y para cuando quise darme cuenta, José estaba regándome por dentro y yo víctima de otro orgasmo con el que quedé radiante. Me sentía como si volviese a tener 20 años.

            Pero la noche no acabó ahí, no señor. Dos polvos, uno por cada hijo, quizá fuese suficiente para mí pero no para ellos. Eran unos monstruos folladores y me lo hicieron saber cuando, al principio del segundo polvo con Juan (el tercero de la noche), éste me puso encima de él para que lo cabalgara. Nunca había probado el montar a horcajadas a un hombre y me gustó la sensación de poder que me inspiraba el tenerlo debajo de mí, con mis músculos vaginales exprimiendo cada gota de su vida, apoderándose de su verga y haciéndola desaparecer en mi interior. José no pudo reprimir más sus deseos de unirse a la fiesta y llevado por un deseo loco que no sé de donde le salió, se puso por detrás de mí dispuesto a penetrarme. Yo le frené, quise que parara, le dije que no, que no quería sentir aquello, pero no me hizo caso, me ignoró totalmente y no se cortó a la hora de ser un depravado y a base de esfuerzo, lograr su objetivo de darme por el culo.

            Decir que vi las estrellas es quedarse muy corto. No vi las estrellas, no: vi  todas las malditas constelaciones de todas las puñeteras galaxias del jodido universo. Dolió y resquemó como yo que sé, con el tamaño de su verga y mi estrecho culo, que lograse abrírmelo fue un milagro que sigo sin entender como lo hizo, pero el caso es que lo hizo y de pronto pasé a estar entre dos hombres, a ser la carne en mitad del sándwich. Pasó sus manos por delante de mi cuerpo y se apoderó de mis tetas, amasándolas y besando y chupeteando mi cuello como un baboso pervertido. De apretarme las tetas los pezones quedaron saliéndose entre los dedos, y Juan aprovechó eso para ir a comérmelos y a dar pequeños mordisquitos. Mis hijos se me cepillaron por todos los agujeros de mi cuerpo, dos veces: aún les quedó fuerza en su interior para volver a follarme haciendo una doble penetración, cambiándose tan ricamente de agujeros.

            Cuando desperté a la mañana siguiente, aquello olía a sexo que mareaba. Juan y José estaban abrazados a mí, uno a cada lado, con mis tetas en sus manos. En su cara había una mueca de felicidad que me rompió el alma por dentro (del mismo modo que ellos me habían roto el culo antes). De pronto sentí una tremenda culpabilidad por todo lo que había pasado entre los tres. A lo largo de aquellas semanas, quizá meses, había sido arrastrada por aquella espiral de perversidad y ahora estaba pagando las secuelas de mis actos. Viendo a mis hijos a mi alrededor, desnudos y con aquella cara de felicidad, de pronto me vi como la mujer más sucia y despreciable sobre la faz de la tierra. No fui capaz de reprimir mi llanto y me llevé las manos a la cara para que mis hijos no vieran a su madre como la puta que yo me sentía que era. Quería morirme de vergüenza.

            Ellos despertaron atraídos por mis lágrimas y se dedicaron a consolarme todo el tiempo, a darme besitos, a abrazarme, a decirme que todo estaba bien, que no había por que lamentarse o esconderse, que se sentían felices y muy dichosos por haberme hecho mujer, que no llorase más. Enjuagaron mis lágrimas y me sonrieron con una ternura que casi provocó que volviera a llorar de nuevo. Les hice saber que aquello estaba mal, que no debía haber pasado, que debían haber reservado esas cosas para sus novias en lugar de venir a hacerlo conmigo. Entonces ambos me revelaron que llevaban mucho tiempo deseándome en secreto, enamorados de mí, deseando hacerme el amor y que ellos no podían concebir ninguna otra mujer para perder su virginidad. Aquella revelación me impactó: ¡¡HABÍA DESVIRGADO A MIS HIJOS!!. Juan me dijo que todo, o casi todo lo que había pasado entre nosotros no había sido si no un largo y estudiado plan para que yo, poco a poco, fuese cediendo mi resistencia natural, para aceptar la idea de tener a mis hijos por amantes, que no podían permitir que su madre, a la que tanto querían, se pasase la vida sin un hombre con quien gozar de verdad, y que a falta de uno, tendría dos para ella sola el resto de su vida.

            Aquel día lo pasamos hablando de sexo. No había más tema de conversación en la casa. Los enormes deseos que tenían hacía mi cuando despertaron a la pubertad, las ganas que tenían de hacerme el amor, de compensarme por los años de soledad debido al divorcio de su padre (con el que nunca se acabaron llevando, todo sea dicho), que no estaban dispuestos a que una mujer como yo pasase la vida sumida en la abstinencia. Me hizo reír como a pesar de lo que yo creía era una maestría en la cama, en realidad solo era la inexperiencia de quien empieza y no sabe muy bien como tiene que hacerlo. Yo les hablaba de todo lo que había aprendido de sexo, todas las formas, las posturas, los preliminares que podían hacerse, las formas de placer a la otra persona, los masajes eróticos, las caricias...mis hijos me escuchaban entusiasmados y aceptaban convertirse en mis alumnos de ahora en adelante, querían aprenderlo todo, se desvivían por querer descubrir todas las maneras del mundo en que podían darme placer, en que podían tener a su madre y amante bajo el influjo del orgasmo que ellos me darían. Aquella noche no quedó un rincón de la casa en que no hiciéramos el amor.

            Desde entonces y hasta ahora, mi vida ha dado un vuelco de 180 grados. Juan y José, mis hijos y ahora mis amantes, me tienen dominada, esclavizada a sus deseos, tal y como se habían encargado de esclavizarme desde que aquella lejana vez en que se me desnudaban para que yo admirase sus cuerpos desnudos y en desarrollo. Las sesiones de cine nocturno son ahora sesiones de cine porno, en que no solo criticamos con risas las escenas de las películas, si no que las ponemos en práctica allí mismo, tirándonos largo rato disfrutando unos de otros. Me obligan a ir desnuda por casa, con una mínima ropa dispuesta en mi cama por si tenemos visita (que casi nunca ocurre) y tuviera que irme a vestir. Cuando comemos en la cocina, los dos me meten mano y me masturban con total delirio, me separan las piernas y me acarician hasta que termino gozando locamente. Si vamos a la ducha se me echan encima y me dejan desmadejada, cubierta de semen como saben que me gusta que se corran en mi cara, o en mis tetas, y de noche me follan como les viene en gana hasta saciarse de mujer. Nunca he sido tan feliz.

            Son mis hijos. Los amo. No puedo vivir sin ellos. Son lo más grande que tengo en mi vida...y son un par de depravados sexuales igual que su padre. Lo veo en sus ojos, lo noto. Lo intuyo en cada vez que me poseen, en que me dominan como ellos quieren. Les puede la lujuria. Creo que traman algo a escondidas, los conozco bien. Me miran de forma más perversa que antes. Algo urden. Me parece que van a traer a sus amigos para que me follen. A todos. Me van a follar, me darán por el culo, me reventarán a pollazos hasta que no pueda más. Me regarán con sus mangueras, se correrán en todo mi cuerpo y me obligarán a tragármelo todo hasta que me harte de su semen. Voy a convertirme en la puta de mis hijos, voy a ser su esclava sexual. De hecho ya lo soy. Me hacen lo que quieren, me dominan como les apetece, estoy sometida a su voluntad, a su irrefrenable lujuria, a sus perversiones...y me encanta lo que me hacen y como lo hacen. Esta es mi vida, en lo que me he convertido. Así soy ahora...y disfruto siéndolo.

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