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Maria la Gata

en Sadomaso

María la Gata

Te excita acariciarle los pechos con el cuchillo. Apoyas la punta sobre el pezón. Presionas. El acero no llega a lastimar la carne. Hunde el pezón que, movido por extraños y complicados mecanismos, se abulta y crece en el ahora cóncavo refugio de la areola. María la Gata te mira muy fijo. Ni respira. Teme hinchar el tórax y clavarse el cuchillo ella misma. Sus ojos tienen el oscuro color del miedo, aunque en el fondo se adivina una chispilla de desafío.

-Esto no es nada –le susurras al oído-.Mañana sabrás lo que es dolor.

María la Gata calla. Te irrita su silencio. Dejas resbalar el cuchillo por sus pechos jóvenes. Te detienes y aprietas. Rompes la piel. Es una mínima herida. Apenas una picada. Un puntazo minúsculo. Aparece una gota de sangre. Retiras el cuchillo. Acercas la boca al tórax de María. No puede evitarlo. Tampoco cubrirse. Tiene los brazos en alto, sobre la cabeza. Sus muñecas están aherrojadas al muro de la mazmorra. Se encuentra a tu merced. Sacas la lengua y lames la gota de sangre. Te excita lamerla. Aumenta tu erección. Guaras el cuchillo y palpas el cuerpo de María. Lleva falda hasta el suelo. Está desnuda de cintura para arriba. Tú mismo rasgaste las ropas que le cubrían los pechos. La toqueteas. Tiene la carne dura la muy golfa. Permanece quieta, como si tus manos no fueran con ella. Le levantas la falda y le abarcas las nalgas con las manos. La atraes hacia ti y frotas tu miembro erecto, todavía dentro del calzón, contra su vientre. Te molesta la falda. Dejas a la mujer, sales de la mazmorra y rebuscas en el cámara de tortura hasta dar con una cuerda de dimensiones convenientes. Vuelves junto a María. Alzas sus faldas todo lo que puedes. Le tapan la cara. Las atas a sus brazos y aseguras la ligadura en una de las argollas de que pende la mujer.

María la Gata no puede verte. Se lo impide su falda de estameña. Sentirte sí puede. Al alzarle la ropa, casi te mareó su espeso olor a hembra. La excitación te entró por el olfato y te estalló en la verga. Agarras las caderas de la mujer y te vuelves a refregar contra su vientre, ahora desnudo.

Eres como los cerdos, María. No tienes desperdicio.

Cierto. María la Gata no tiene desperdicio. Diecisiete años. El pelo negro como una noche sin luna. Los pechos altos como dos lunas sin noche. Breve la cintura: se la podría abarcar con una sola mano. Anchas las ancas, muy de mujer. Las piernas ni se sabe. Las suelen ocultar las faldas. Pero tú lo sabes. Convertiste a María la Gata en alcachofa. Tiene los muslos largos, llenos y endiabladamente duros. Parecen piedra. Se unen en el brochazo de vello ensortijado y negro de su bajo vientre. Está buena la María. Y es guapa, por más que ahora no le veas la cara. Tiene labios que llaman al mordisco y ojos tan verdes, que se diría que te miran los prados. Lástima que sea bruja como todas las Gatas. El familiar del Santo Oficio ordenó su detención. Está en la mazmorra, a la espera del interrogatorio y del Auto de Fe. Por bruja. Parece mentira que haya quien se dedique a las hechicerías. Siglos atrás, pase: no había cultura y triunfaba la superstición. Pero hoy… ¡Si estamos en pleno siglo XVI ¡ Bruja… ¡Menuda ocupación ¡ Con luna llena, se dedican a bailar desnuda en el sotobosque y a estampar besos en el culo de las cabras. Sin luna, remueven mejunjes en el caldero, que si tres pelos del bigote de un marinero cojo, que si la cola de una salamandra, que si un majado de excrementos de mono… Te jode que la María acabe en la hoguera, con lo rebuena que está. Mañana pedirá ella misma que la quemen. El interrogatorio será al alba y Fray Justo Garcimáñez es Inquisidor que no se anda con bromas. Cuando está de buenas, suele arrancar las uñas, dedos incluidos, con tenacillas al rojo. Si está de malas…mejor no imaginarlo…

Sigues palpando a la María. Ser carcelero tiene su lado bueno. Este. Toda una noche por delante. No temes a las brujas, que eres buen cristiano. Le pellizcas el culo. La María es un regalo que te hace San Críspulo, tu santo patrón, por dedicarle jaculatorias desde zagal. Es lo menos que merecías. Puedes follarte a la María y tu mujer ni se entera. Las brujas no meten líos después de pasar por la hoguera. ¿El Inquisidor? Tampoco hay problema. Corta la lengua a los reos antes de comenzar el interrogatorio. Así no le molestan los gritos. Tienes franco el camino. La María está buena como una hogaza de pan. Ya tardas.

Te quitas el calzón. La verga se te pega al vientre. Te golpea en el ombligo a cada latido. Agarras a la Gata por donde el culo pierde su rotundo nombre para bifurcarse en muslos carnosos.

Ven acá, cordera- mascullas.

María habla. Te medio llegan sus palabras, sofocadas por la textura de la estameña.

No te entiendo.- Sigues a lo tuyo separándole los muslos.

¡ Que me quites la falda ¡ Quiero verte…

Ahora ha gritado. La has oído a la perfección.

¿Por qué no darle gusto? Podrás morderle las tetas mientras te la follas. Desanudas la cuerda y le quitas la falda. Queda frente a ti, total y absolutamente desnuda, porque no puede decirse que las argollas de las muñecas la vistan demasiado.

- ¿Sabes? –te sonríe- las brujas solemos cantar "Follemos, que el mundo se acaba". Ahora el mundo se acaba de verdad para mí.

Asientes con la cabeza.

- Tú y yo –sigue- vamos a pasar la noche pegando polvos. Te sacaré el alma por la verga. Mañana, el Diablo dirá.

Quien haya hecho alguna vez el amor con una bruja joven, condenada a muerte y aherrojada al muro de una mazmorra, comprenderá tu repentino éxtasis. El resto de los mortales no puede ni imaginarlo.

Hay pezones y pezones. Dicen –nadie lo ha comprobado- que los de las santas tienen un delicado sabor a agua bendita. Los de las adolescentes saben a algodón dulce y a hierba fresca. Los de las casadas tienen regusto de puré de garbanzos y leche agria. Los pezones de las brujas jóvenes son punto y aparte. Lamer el pezón de una bruja joven hace que los tres deseos del genio de la lámpara te estallen a la vez en la boca. Hay un antes y un después de lamer el pezón de una bruja. En medio, el paraíso, o sea, el fuego del infierno hecho pezón.

Tras el primer lametón, comprendes el misterio de la Santísima Trinidad. Después del segundo, tienes conciencia de saber hablar griego clásico de corrido. Un lametón más, y casi –solo casi- te sientes con ánimos para aprender a leer y a escribir. María la Gata se estira, haciendo honor a su apodo.

- Si me sueltas las muñecas, te mamaré la verga y te clavaré las uñas en la espalda – sonríe.

Niegas con la cabeza.

-Bueno, luego me soltarás. Quizá ahora te apetezca follarme así.

Te apetece. Es bueno saberse con ventaja. Dominar. Ser el amo. Gratifica pensar que uno seguirá tal cual al día siguiente, mientras su pareja ocasional va perdiendo vísceras y menudillos a cada pregunta del Inquisidor. Tonifica abusar de la propia fuerza.

- Dame varazos en los costados. Así me acostumbraré al interrogatorio.

Sabes donde hay una vara. Es de fresno verde. Recta y flexible. Te haces con ella y azotas los flancos de María. Ella cierra los ojos y sonríe.

-Dame más fuerte –te habla con voz ronca- En los pechos.

Dolor. Placer. Cada concepto lleva en sí mismo la simiente de su contrario. Atizas un varazo. Otro. Un tercero. Los pechos de la Gata se llenan de verdugones lívidos.

-Dame más…

Te descontrolas. Le azotas todo el cuerpo. Ríe:

- Pega más fuerte. No eres hombre. Los hombres atizan duro. Y, cuando lastiman de veras, se corren.

Le das con todas tus fuerzas. Sangra. Sigues dándole. La sangre resbala por los costados de María. Por su vientre. Le empapa los vellos de sexo. Te posee un extraño demonio. Le pegas aún más fuerte.

La Gata rompe a reír a carcajadas.

- ¿Qué pensará de ti el Inquisidor? Tú no podías tocarme. Menos pegarme. Estás muerto ¿entiendes? Cuando el fraile vea estas heridas, estás muerto. ¿Me sueltas ahora? Conozco cuevas que nadie más conoce. Lugares escondidos. Refugios. Nidos para ti…y para tu pajarito.

Sabes que tiene razón. Estás muerto. Todo se te hace negro.

- No tengo la llave de las argollas, puta. Me has matado por nada.

La Gata suspira y se encoge de hombros. A poco, sonríe de nuevo.

- Al menos lo intenté…En fin…Follemos que el mundo se nos acaba a los dos.

Abre los muslos y te rodea con ellos las caderas. Te aprieta fuerte el cuerpo.

- Fóllame.

La embistes. Tu empuje, decidido, ciego y asesino, ahonda en la mujer. La llena. Al tiempo, sigues golpeándola. En los costados. Con los puños cerrados. La golpeas una y mil veces. Bramas a cada puñada. Tu verga se abre paso en el coño de María. Son enviones enérgicos. Poderosos.

- ¿Es que no sabes pegar de verdad? –te encela la Gata- ¿Eres maricón? Vas a morir, ¿te enteras?

Todo tú te conviertes en rugido y rabia. Necesitas lastimar a María. Hacerle daño. Tienes la verga durísima. A punto de estallar. Solo hiriendo a la Gata llegarás a lo más alto. Le atizas puñadas en los pechos. Ella no afloja la presión de los muslos. Ha cruzado las piernas detrás de tu espalda. Se balancea, acoplada a ti, atrás y adelante. Su coño es funda mojada y caliente para tu verga.

- Dame más.

Le sale un hilillo de sangre del labio. Disfrutas pegándole. Haciéndole ver quien manda. Dominándola.

- Puta… Bruja puta y perra…

Te aguanta la mirada. ¿Quién manda? ¿Quién dominó a quién? La abofeteas. Ella aviva el ritmo de su balanceo.

- Maricón…¿Es eso pegar?

Gritas. Ruges. Bramas. La golpeas. La follas. Jamás hubo en un polvo tanta angustia. Tanta ira. Tanto miedo. Tanta vida. Tanta desesperación. Tanta muerte. Tanto poder. Tanta impotencia.

- Córrete, cabrón- te grita la María.

Le atizas un soberano bofetón y te corres. A espasmos. A latidos. A oleadas.

 

Fray Justo Garcimáñez duerme intranquilo en su celda del convento dominico. He de interrogar a una bruja joven de aquí a poco. Cada vez que ha de vérselas con brujas jóvenes, el diablo le atormenta con tremendas erecciones. Ahora misma tiene una. Igual esta muchacha es virgen. Le encantan las brujas vírgenes. También le inquietan.

- ¿Por qué, Señor, por qué? – se acongoja.

En algún lugar la Muerte afila su guadaña.

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