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La cabaña en ruinas

en Confesiones

Los ordenadores son estupendos. Yo les tenía miedo. Me parecían artilugios del diablo. Fue mi nieta la que se empeñó en que aprendiera a manejarlos. Mi nieta es muy lista. Ha acabado la carrera de abogado con una notas estupendas. "Abuela-me decía- nunca es tarde para aprender". Y yo: "Quita, quita...Tengo casi ochenta años y no estoy para ir a la escuela". Pero mi nieta es muy cabezota. Insistió hasta que me rendí. Y he aprendido. Esto del Internet no es tan difícil cuan do se le pierde el miedo.

Mis hijos me han regalado un ordenador. Cada vez me cuesta más andar. Llegará el día en que me pueda el tormento de la espalda. No me importará tanto teniendo el ordenador. Podré asomarme al mundo aunque vaya en silla de ruedas. Parece un milagro esto del Internet. Me paso las horas muertas frente a la pantalla. Descubrí, no sé cómo, la página de Todorelatos y he leído varias narraciones. Jesús, María y José. Antes no se podían leer estas cosas. Ha cambiado mucho la vida. Ahora todo es libertad, puede que demasiada. Y yo no soy puritana como alguna de mis amigas, pero vamos, de ahí a este desmadre... Amor filial, autosatisfacción, bisexuales... ¿De verdad que se pueden hacer tantas cosas en la cama? Lo que sí me cuadra es lo de "confesiones". Le he dado muchas vueltas y creo que voy a aprovechar esta página para hacer una. Es un algo que me reconcome hace muchos años. Un secreto gordo de veras. Quizá me libere si lo cuento. Jamás lo dije a nadie y menos a los curas. Aquí puedo aliviarme la conciencia sin peligro, que el nik me protege. Puedo contarlo sin que haya quien lo relacione conmigo. Al fin y al cabo solo soy una pobre vieja, y la mayoría piensa que los viejos nacimos así, que nunca fuimos jóvenes. Pero basta de romances. Empiezo a contar.

Fue a poco de acabada la guerra civil que ganó Franco. Yo tenía dieciséis recién cumplidos. Quien me ha visto y quien me ve. Era guapa y templada. Llamaba la atención. No soy alta –ahora menos, que los años encogen-pero tenía el cuerpo llenito, de los que gustaban entonces. Había donde agarrarse.

Mis padres y yo vivíamos apartados, en una masía del monte. Yo solía ordeñar diariamente a las vacas –teníamos un par- y luego llevaba un cántaro de leche al pueblo para venderla. No estaba lejos. Por carretera había ocho kilómetros, pero por las sendas del bosque apenas cuatro. Al ir era casi todo bajada menos el tramo de la Paramera en que el caminillo se empinaba un trecho. Yo solía detenerme a descansar allí, en una vieja cabaña abandonada y sin techo, poco más que unas ruinas. Una tarde, al subir la cuesta, oí un ruido. Me pudo la curiosidad, que yo de joven era una insensata y no tenía miedo de nada. Me acerqué a la cabaña. Entonces vi al hombre. Estaba recostado contra el muro, con un mosquetón entre las manos. Al verme, me apuntó con el arma. Casi no podía sostenerla. Tenía la camisa empapada en sangre. Tiritaba. Era joven. Rubio, con un mechón sobre la frente. No era del pueblo. Jamás le había visto antes.

Se calmó cuando comprobó que estaba sola. Hablamos. Me dijo que tenía el hombro herido de bala y que iba huido de aquí para allá desde que acabó la guerra. No me engañó. Era de los maquis. Ahora ya se olvidaron, pero en los años cuarenta tuvieron su importancia. Los maquis no se rindieron nunca a Franco. Estaban organizados y siguieron resistiendo en las montañas. Se les perseguía. Paco –se llamaba Paco- se había despistado de sus compañeros en el trascurso de un tiroteo que sostuvieron con la Guardia Civil. Le hirieron y perdió contacto. Anduvo desorientado dos días por el monte hasta que dio con la cabaña. Y ahora lo había encontrado yo. Le juré que no le traicionaría. Le di leche y le prometí volver cuando dejara el cántaro en el pueblo.

Volví y le limpié y vendé la herida con un trozo de tela que arranqué de las enaguas. No le dije nada a nadie. Hice honor al juramento. Estaba emocionada. Me sentía importante. Tenía un secreto de los de verdad. Nada de "el Armando me ha pegado un achuchón en las eras pero no se lo digas a nadie". Mi secreto era serio. De los de cárcel y fusilamiento. Además ¡era todo tan romántico! Las chicas a los dieciséis años son muy noveleras. Cada día le llevaba algo de comer a la cabaña. Me enamoré como una boba.

La Guardia Civil pasó por la masía. Hablaron con mis padre. Conmigo no. Mejor así. Estaba tan volada que me lo hubieran notado. Y llegó el 14 de octubre, me acuerdo como si fuera ayer. Hacía fresco. A Paco le había cicatrizado el hombro. Dijo de irse. Se me cayó el alma a los pies. Me abracé a él y rompí a llorar. Paco intentó consolarme. Me acariciaba el pelo. Me besó. Era la primera vez que lo hacía, antes no tenía fuerzas por culpa de la herida. A mí me habían besado antes pero por juego, no como esta vez en que el beso era bien serio, de los que llevan mordisco y lengua y hacen que se empapen de jugos las bragas. Estábamos de pie y, mientras me besaba, me abrazó fuerte hasta hacerme crujir las costillas. Sesenta y tantos años hace y todavía me dan sofocos cuando lo recuerdo. Me mordió la boca, me lamió los labios, me apretó contra él, me palpó las carnes...Yo sentía, pese a su ropa y a la mía, la dureza de la verga contra mi ombligo y toda yo me convertía en agua. Me derretía. Me subió faldas y enaguas y, de un empellón, me tumbó en tierra. Me desgarró las bragas. Las rompió. Las hizo trizas de un manotazo. Se sacó la verga y me ensartó. Tenía hambre de mujer, mucha hambre. De eso me doy cuenta ahora. Entonces no podía ni pensar. Me desvirgó. Sentí un dolor caliente pero soportable. Me pesaba el cuerpo e Paco y adoraba ese peso. Me gustaba sentirme aplastada y anulada por él, saberme frágil, utilizada y a la vez protegida. El jadeaba. Lo sentía muy dentro de mí creciendo y crecido. Respiraba muy fuerte y, con un grito, se me derramó en las entrañas. A cada golpe de riñones me sentía más llena. Más colmada. Más mujer.

Todavía no había aprendido a disfrutar de mi cuerpo, pero aquel fue el día de mi vida en que me he sentido más feliz y más desgraciada: feliz por el abrazo de Paco. Desgraciada porque ese mismo día se fue y no volví a verlo nunca.

Me dejó un recuerdo. Supe que me había dejado un recuerdo a la segunda falta y al segundo mareo. No era bueno ser madre soltera en los años cuarenta. Fue a por quien fue enseguida mi marido a tiro hecho. Me acosté con él y le dije que me había preñado. Se lo tragó. Nos casamos en un periquete. Nos fueron bien las cosas y nos trasladamos a vivir a Tarragona. Aquí crié a mi hija, que me dio la nieta que, al enseñarme a manejar el ordenador, ha hecho posible está confesión. Sí. Aquí crié a mi hija que nunca supo ni sabrá que su padre no es quien ella cree, sino un maqui rubio que se llamaba Paco.

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