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El villano en su colchón

en Grandes Relatos

El villano en su colchón

"No hace falta que me llames Excelencia. Con Señora Condesa es suficiente".

El mozo está de pie frente a tu lecho. Se le nota incómodo. Mantiene la vista baja. Estrecha entre sus manos un gorro de paño y deja descargar su peso ora en una pierna, ora en la otra. Lo examinas con detenimiento. Es alto y fuerte. Tal vez su barbilla sea en exceso prominente y sus ojos se hallen demasiado juntos, pero tales defectos quedan en nada ante los músculos que se adivinan bajo el jubón y el prodigioso bulto que colma la parte delantera de sus calzones. Lo contemplas a tu sabor y no puedes evitar relamerte. Está muy rico el condenado.

"Así que te has casado hoy".

"Sí, Señora Condesa".

Casi no se le oye. Habla con un hilillo de voz.

"Y ¿cómo se llama la afortunada?".

"Se llama Florencia, Señora Condesa".

"Florencia. Bien. Y vinisteis a saludar a vuestro señor natural".

"Sí, señora Condesa".

"Y el Señor Conde dijo de acostarse esta noche con la novia".

"Sí, Señora Condesa".

"Puede hacerlo si quiere. Es un privilegio de los señores. Se llama "ius primae noctis". Pero ¿qué sabrás tú de latines? Y dime, ¿por qué has pedido verme?"

"Para presentarle mis respetos, Señora Condesa".

Ríes…Para presentarte sus respetos…No es gato ni nada el Antolín. Porque se llama Antolín, te lo dijo al llegar. Está claro como el agua. Lo que busca es que intervengas y le organices una escena de celos a tu marido. Así podrá recuperar a su Florencia del alma. Pues se ha equivocado de medio a medio. El mozo está como un queso de bueno, tu marido está entretenido está noche y tú eres la Señora Condesa. Cada pieza cuadra en su lugar. Tu madre no ha tenido nunca los pensamientos pecadores que te corren ahora por sesera y entrepierna, pero tu madre es una antigua. No se apercibió todavía de que vivís en pleno siglo XIII y de que soplan vientos de modernidad por el mundo. Siglo XIII…Ahí es nada.

"Ven para acá, Antolín. Ahuécame los cojines".

Le has recibido en tu recámara y estás recostada en el lecho. No es la primera vez que tu marido ejercita el derecho de pernada, ni la primera en que un esposo atribulado acude a pedirte auxilio. La experiencia te ha enseñado que se gana tiempo recibiendo a los vasallos en la recámara.

"Pero ahuécalos mejor, hombre de Dios…Mira, siéntate en el lecho. Así podrás hacerlo con comodidad".

Se sienta justo en el borde. Es tu turno.

"¿Me encuentras hermosa?".

"Mucho, Señora Condesa".

Ser dueña y señora de un castillo tiene sus ventajas. No importa ser bizca y tener torcida la nariz. Una siempre es hermosa. Tú no estás mal, pero reconócelo, Berenguela: tampoco tienes veinte años. Ni treinta. Ni cuarenta. Recién has cumplido cuarenta y uno. Tus pechos han descubierto que existe la ley de la gravedad y tu rostro ha aprendido a convivir con las arrugas. De todos modos estás de buen ver, no como la bruja de la Duquesa de Seismontes que parece un palo y todavía se las da de princesita. Tienes el pelo castaño y sedoso y con tan pocas canas que más de una adolescente lo querría, los ojos luminosos, la nariz ni corta ni larga, y la boca apetitosa. Tus pechos, aparte de un leve comienzo de declive, son firmes todavía. Te gustaría tener las caderas más anchas para estar a la moda, pero tampoco puedes quejarte. Y encima eres Condesa. ¿Puede pedirse más? Y eso por no hablar de que tienes sentado en el borde de tu cama a un gañán que te apetece más que unas torrijas con miel.

"Ven para acá, Antolín, que el Duque y tu mujer nos están sacando ventaja".

Y para que no haya dudas sobre tus condales intenciones, depositas, con reverencia y mimo, tu delicada mano sobre el bulto de la entrepierna del mozo.

"A ver que es lo que tenemos aquí", ronroneas.

Te gusta lo que palpas. Te entra un no sé qué en el cuerpo como anticipo de lo que te entrará luego. Ya te lo decía doña Mencía, tu dueña, cuando cumpliste los quince:"Esa afición de palpar a los mozos en semejante sitio puede que te pierda, Berenguelita, pero también te dará muchas satisfacciones". Y tantas como te da. Mira ahora.

"Quítate los calzones, Antolín".

"¿Los calzones, Señora Condesa?".

"Quítatelos y no me discutas".

¡Ay Virgencita del Amor Hermoso! ¡Qué maravilla de hombre! Un muslo de Antolín vale por todo tu marido, corona condal incluida. Se te quiebra la voz.

"Manoséame".

El duda un momento. Por fin se decide. Traga saliva:

"Con el permiso de la Señora Condesa".

Y te agarra una teta.

Notas su mano, grande y pesada, a través de la túnica. Te sobra la ropa.

"Desnudémonos".

El Antolín ya se siente como en su casa. En un momento queda en pelota picada. Tiene la verga guapa de veras. Y en plena forma. Tú tampoco te entretienes en desatar lazos y cintas. Te arrancas la ropa sin contemplaciones, tal y como no debe hacerlo una Señora Condesa.

"Ven para acá, hermoso".

Se te tira encima. Casi te desencuaderna las estructuras. Te aplasta contra el cobertor y no puedes reprimir un gemido que lo dice todo sobre lo maravillosa que encuentras la vida. ¡Vaya manos que se gasta el gañán! Son como martillos. Te entra un sofoco bastante mayor que cuando el Rey, el mismo día de su coronación y delante del Nuncio Papal, te tentó las carnes por debajo de las faldas.

"Antolín…Llámame cerda. Me pone muy caliente que me llamen cerda".

"Es vuesa merced una cerda, Señora Condesa".

Vas a protestar pero lo piensas mejor, porque una cosa dura y caliente te va buscando la entrepierna y cuando hay una visita de importancia se la ha de atender como merece.

Tu coñito condal se traga la verga campesina con hambre y alborozo. Se desatan terremotos. ¡Vaya como empuja el condenado! El mismo ariete con el que las tropas del Rey Sancho abatieron las murallas de Zamora es nada comparado con la broca del villano. Abres los muslos cuanto puedes para que te entre más todavía. Querrías que la verga te llenara el cuerpo y te llegara, de abajo arriba, a la garganta. Empalada. Traspasada. ¿Alguien desea una Condesa al ast? ¿Una Condesa pincho moruno? La Condesa, trozo de carne de cerda en la verga-espetón del Antolín.

Te acomete. Le plantas cara y le plantas coño, que a mujer brava nadie te gana, Berenguela. Le sientes crecer y crecer en tu interior, latir dentro de ti. Es la vida, la fuerza de la tierra. Antolín huele a hombre, a sudor y a estiércol. El principio de la vida y agua y abono para que germine. Subes y subes. Te sabes sometida y triunfante. Mujer. Gimes. Gime el gañán. Se aceleran los pulsos. Fallan tus cimientos, castellana -¿o son los cimientos del castillo?- y te rindes y te colma la esencia lechosa del pueblo, del villano en tu colchón, de su verga en tu entrepierna. Con el permiso de la Señora Condesa, la Señora Condesa ha quedado servida y bien servida ¿o no?

Antolín te desmonta, recuesta la cabeza en la almohada y se duerme como un perro. No tarda un minuto en dormirse. Ni siquiera un segundo.

Le revuelves el pelo.

"A ti no te suelto, garañón".

No. No piensas soltarle. Le harás palafrenero. Criado. Jardinero. Cualquier cosa, con tal de conservarlo.

Lo que ignoras, Berenguela, lo que no puedes saber, es lo que ha ocurrido y ocurre en la recámara de tu señor esposo el Conde. Más o menos cuando Antolín estrujaba el gorro de paño entre sus manos y te hablaba con la vista baja, tu marido Don Nuño y Florencia, la inocente esposa de tu gañán, se besaban apasionadamente. He dicho "apasionadamente" y no te engaño. Escucha su conversación entrecortada por jadeos:

"¡Por fin tenemos una noche entera para nosotros, Nuñito mío!"

"Floren…¡Ojalá esta noche durara dos mil años!"

Florencia es menuda y pizpireta. Dieciséis años recién cumplidos pero con un especial talante innato para los juegos del amor. Si no hubieran existido el sesenta y nueve y el beso negro, ella los hubiera inventado. Respira vicio por todos sus poros. Vamos, que si no folla no se divierte. El Conde dio con ella en una de sus partidas de caza, se la benefició en un pajar y quedó con ganas de más. Desde entonces le ha ido detrás y, cuando ha podido, encima. Pero tú eres muy celosa y mucha Condesa y aportaste como dote al matrimonio el señorío de Sigüenza y las villas de Alcalbala y Alcocer. El Conde no quiere perder villas y señorío. Por eso ve a Florencia de tapadillo. Ni siquiera ha conseguido admirarla desnuda. Esta es su oportunidad, porque los privilegios son sagrados y no hay celos que valgan contra ellos. Cuando Florencia le dijo que quería casarse y él intentó protestar, la joven le salió al paso:

"Podremos pasar toda la noche juntos. Solo tienes que decir que quieres estrenarme".

Estrenarla…Ha pasado más gente por su entrepierna que romeros por el Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago. Antolín no lo sabe. El Conde tampoco. La Florencia es capaz de convencer a quien quiera de que es el primer hombre que la desvirga. Arte que tiene.

Sabe que esta es su gran noche, la noche de su oportunidad que se juega a dos bandas. En tu colchón, Condesa, y en el del Conde. Está segura de que Antolín cumplirá su parte del trato. No puede fallar. Es una maravilla en la cama. En cuanto comprobó sus aptitudes, le propuso el plan: casarse los dos y hacerse con el control del castillo. En el pueblo se sabía lo calentorra que eres. Más de un lugareño lo había atestiguado tras una frenética noche de derecho de pernada. Si Florencia conseguía meter al Antolín en tu cama, tendría camino libre con el Conde. En ello está. Ha de dejar al Conde en paz con el mundo y con ganas de más guerra con ella. Sabe hacerlo. Se desnuda y se estira en la cama.

"Nuñito mío…"

Se toca los pechos. Los amasa. Se pellizca los pezones. Arquea la espalda, eleva el cuerpo y ofrece vientre y entrepierna. La mirada del Conde se enreda en la oscura pelambrera de su pubis. Ella finge que se masturba. Gime. Se humedece los labios. Va, poco a poco, desplazándose en el lecho hasta tener la verga del Conde al alcance de su boca. Es el momento. Hasta hoy solo se abrió de muslos. Hoy debe mostrar todo su repertorio.

"Mira que hermosura –sonríe- Una flauta como la de Bartolo, con un agujero solo".

Sopesa los atributos viriles de su señor natural, abre la boca y engulle la verga. Sabe como trajinársela. Su lengua-caracol sube y baja a lo largo del tronco palpitante. Tiene una idea. Se aparta del hombre.

"Pero…"-comienza él a protestar.

"Voy a calentar agua".

Se pone en pie y corre al fuego de la chimenea. Pone un puchero con agua sobre las brasas.

"Es solo un momento".

El Conde la mira. La admira, desnuda y hermosísima. Ella va y viene con naturalidad. El resplandor del hogar recorta en bronce su silueta. Florencia ofrece escorzos calculados de sus pechos, buscados claroscuros de sus glúteos, gestos y ademanes que resaltan la morbidez de sus muslos y la finura de sus muñecas. Comprueba la temperatura del agua. Está a su gusto. Retira el recipiente del fuego.

"Te voy a enseñar como es la mamada en caliente".

Hace un buche con el agua del puchero y vuelve a atrapar con los labios la verga del Conde. El cierra los ojos por no perderse ni un gramo de gusto. Siente calor amigo rodeando su miembro. Lengua, paladar, saliva y agua caliente se hacen una misma cosa: placer para él. El supremo placer. Ella continúa con las caricias. Unas lamidas más. Le pedirá, para empezar, que le regale una gargantilla de plata. Ha de andarse con tiento. Tiempo habrá para mayores logros. Ya la ha chupado bastante. Ha de sacar todo el género al escaparate. Da un último beso en el glande.

"¿Quieres que te haga una paja santa?".

El Señor Conde la pellizca en el culo.

"Me pongo tu verga en el sobaco y me santiguo muchas veces. Eso es la paja santa. Verás que gusto te da".

Hace la paja santa y una cubana –se llama de otro modo, porque América no se descubrió todavía- e instruye al Conde en los trucos del sesenta y nueve, y es tanta su maestría y su arte que Venus Afrodita, María de Magdala, Friné, Briseida, Mesalina y demás célebres cortesanas de la Historia dejan lo que están haciendo en el más allá y, en espíritu, bajan a la tierra, se sientan en la cama y aprenden. Florencia se supera a sí misma. Se hace toda ella gruta por explorar, agujero que tapar, carne que tocar, dulce que comer.

Es consciente de que ha triunfado y esa sensación de plenitud ahuyenta los posibles nervios. Sus caricias son sabias como ella lo es, profundas como su voraz vagina y absorbentes como su misma boca. Ha descifrado claves y secreto que otorgan el dominio sobre los hombres. Ha dado el paso y traspasado el umbral de la magia donde las miradas cautivan y esclavizan y las caricias enervan y consumen. Ha logrado someter a la carne con el embrujo de sus carnes. Sabe. Conoce. Besa. Estruja la verga del Conde con sus músculos pélvicos. La exprime. La ordeña. La tritura. Es funda de la espada, molde, crisol y cuna, principio femenino, luna, tierra, vaguada. Seduce. Nihiliza.

El Conde se derrama en un cuenco de carne. Siente el gozo de dioses de esa muerte pequeña que es el amor redondo, satisfecho y completo.

La mañana siguiente, el Conde acude a presentarte sus respetos. Le sugieres que podría utilizar al Antolín como jardinero. El accede a cambio de que Florencia quede en el castillo como criada. Ningún problema.

Ningún problema de momento. Pero la suerte está echada. A partir de ahora el castillo tiene otros amos. O mejor otra ama, que al fin y al cabo el Antolín fue solo un instrumento en la escalada. Florencia, Condesa del Figueral. Suena bien. Así que ándate con ojo. Es tan fácil resbalarse y caer por la escalera, Berenguela…

Mas de trazada30

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