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Costaleros

en Erotismo y Amor

Costaleros

 

Escribo estas líneas el lunes de Pascua. Todavía me tiemblan las piernas. Jamás olvidaré el último Viernes Santo. Tampoco olvidaré la Cofradía de la Segunda Caída de Jesús, ni ese paso que cinceló Salcillo y fue nido, techo y tantas cosas más para mi cuerpo serrano. Pero vayamos por partes. Me llamo Carla. Tengo veintitrés años. Mido uno setenta y dos y peso sesenta y tres kilos. Soy castaña. Pechos altos. Piernas larguísimas. Culo respingón. Gusto. Los hombres suelen opinar que estoy buenísima. Hablan por hablar, ya que la mayoría no me ha probado. Los costaleros de la Cofradía de la Segunda Caída de Jesús me han catado y también lo dicen. Ellos hablan con conocimiento de causa. Será verdad lo de mi buenez.

El Viernes Santo a mediodía estaba muy nerviosa. No sabía si iba a atreverme a hacerlo. Había aceptado la propuesta de Mario –más que propuesta, reto- porque soy una numerera. También bastante puta. Me duché, me sequé con la toalla grande y me puse el liguero negro y las medias. Me miré en el espejo. Sí. No era Venus naciendo de las aguas, sino Carla salida de una lencería en que no hubiera braguitas ni sujetadores. El vello del sexo era brochazo oscuro en la albura del vientre. Y el liguero. Y las medias. Y la sonrisa de golfa que me gasto cuando estoy cachonda. Porque estaba muy cachonda y el corazón me zapateaba por debajo de las tetas. Deshice el paquete que me había traído Mario y extraje de él la morada túnica de nazareno, la capa, el cíngulo y el capirote. Me pasé la túnica por la cabeza, le ceñí el cíngulo y me puse la capa. También unos zapatos bajos y el capirote. Perfecto. Irreconocible. Solo se me veían las pupilas a través de los agujeros de la tela que cubría mi cara. Con mi estatura, nadie diría que era una mujer. El plan se iba desarrollando a la perfección. Si Mario había ocultado la tabla con ruedas debajo del paso y había avisado a sus compañeros, la tarde iba a ser sonada.

La procesión comenzaba a las seis. Un cuarto de hora antes yo estaba junto al paso de la Segunda Caída de Jesús. El paso era grande de veras: cuatro metros de largo por dos y medio de ancho. Cristo estaba caído de bruces, casi aplastado por la cruz. Dos soldados romanos le observaban con gesto adusto sin hacer nada por ayudarle. Las figuras eran de tamaño natural y se hallaban firmemente sujetas al armazón de las angarillas que los costaleros habían de acarrear por la ciudad. Los flancos del armazón se hallaban cubiertos por colgaduras moradas.

Me acerqué al paso y, aprovechando la confusión, levanté un pico de la colgadura y me colé dentro del armazón. Me quité el capirote, claro. Aun así, me daba con la cabeza en la parte de abajo del armazón. Paciencia. Cuando los costaleros cargaran con las angarillas, se alzaría el paso y tendría más espacio. Aunque tampoco iba a estar de pie. Ni mucho menos. A la escasa luz que se filtraba desde el exterior vi la tabla con ruedas. Estaba a mi alcance. Me senté sobre ella y busqué dónde agarrarme con las manos. Ni hecho adrede: Colgaban cuerdas, como de un metro de longitud, del fondo del paso.

Las seis. Sonaron las matracas. Se oyó la voz del capataz: "¡Vamos con él, valientes!". El paso temblequeó y se alzó sobre los músculos de los costaleros. ¿Y Mario? ¿Dónde se había metido Mario? Como si me hubiera oído. Entró en el cubículo: "Los demás ya lo saben. Irán entrando en cuanto nos pongamos en marcha".

No tenía frío. Me quité capa y túnica y até las prendas con una de las cuerdas colgantes. Cuando el paso comenzó a moverse, me arrodillé en la tabla –era un artilugio parecido a ese en que los mecánicos se acuestan de espaldas para mirarles las tripas a los coches-, así dos de las cuerdas con fuerza, con la idea de ir arrastrada por el propio paso, y aguardé. Muy poco. Unos segundos. Entró un hombre. No le veía la cara. Se alzó la túnica de penitente y se bajó la cremallera de los pantalones. Le atrapé el miembro con los labios y lo noté crecer en mi boca mientras el paso avanzaba calle San Antonio abajo y miles de personas admiraban al Cristo caído e incluso a los soldados romanos, bien ajenas a que en la parte inferior de las andas, bajo del grupo sagrado, aquí, la nena, le estaba chupando la polla a un costalero. El segundo hombre era más recio y un poco más bajo. No tenía que agachar la cabeza como el primero. Tenía también la cosa más pequeña. Comencé a lamerle los testículos y no paré de hacerlo hasta que se volvió a oír la voz del capataz "¡A la derecha!", y el paso giró para embocar la plaza de Andalucía. La adrenalina me salía hasta por el coño. ¡Era todo tan fuerte, tan tremendo!

Una voz de mujer comenzó a cantar una saeta. El paso se detuvo. El costalero que estaba conmigo –era el cuarto, no, el quinto- aprovechó la ocasión. No me tumbó en la tabla sino en el asfalto de la calzada, y me montó. Sentí su polla, pura piedra caliente, abriéndose camino por los vericuetos de mi sexo. Empujaba fuerte, en tanto la saeta seguía lenta, gritona, dolorosa, colgando ayes lastimeros de los balcones. Apreté, con los músculos de la pelvis, el miembro del costalero desconocido. Le ordeñé la polla, consciente del riesgo de que terminara la saeta y el paso prosiguiera su andadura dejándonos al descubierto.

"Virgencita del Rocío, haz que se corra enseguida. Que no nos pillen" murmuré. Y justo entonces…

"Mamá, Paqui me ha estirado del pelo".

Apartas los dedos del teclado y la vista de la pantalla del ordenador. El relato erótico que estás escribiendo puede esperar. Lo primero es lo primero. Tu hija mayor ha estirado del pelo a tu hija pequeña. Ese es el problema urgente.

"Es que no podéis jugar sin pelearos…"suspiras. Mientras lo haces, Carla mengua diez centímetros en estatura, gana tres kilos de peso y se convierte en Paca. Te conviertes en Paca y cumples años a la carrera hasta llegar a los treinta y cuatro, y se te achican y vencen los pechos –no demasiado, pero se vencen- se te ensancha la cintura y se acortan tus piernas. Se forma "piel de naranja" en la parte superior de tus muslos, y te vuelves miope y un punto cansada, porque esta mañana no podías con el carro de la compra y después de comer no has conseguido dar una cabezada en el sofá, debido a que están de obras en la casa de al lado y arman un ruido de no pegar ojo.

Consultas el reloj. Las ocho. Ramón llegará en un momento. Ramón…El mejor de los maridos. Trabajador. Atento. Buena persona. Sólido. Un padre magnífico. De la clase de hombres a los que nunca encontrarías follándose a una golfa en las tripas de un paso de Semana Santa. Ramón no es fuego. Es piedra, cimiento en que descansa la estructura del hogar. Lo amas porque amas la vida que lleváis, y amas a tus hijas y el status conseguido. Lo amas con la cabeza y el estómago, que son partes del cuerpo bastante más sabias que el coño. Ramón te es tan necesario como un brazo o una pierna. No imaginas la vida –ni la visa- sin él. Y no es malo en la cama. Te satisface, aunque a veces sientas un algo que te ronda por dentro y te reseca la boca, un desasosiego que, si es de día, te obliga a sentarte frente al ordenador e hilvanar historias que luego te publican en Todorelatos, historias en que tú eres Carla, amoral y promiscua, y, si es de noche, te impulsa a masturbarte en silencio –no sea que Ramón se despierte- jugando a que es Carla quien se masturba, o, mejor aún, a que Carla acaricia el torso desnudo de un hombre o a que frota la palma de la mano en su vientre y le susurra palabras cochinas al oído. Piensas entonces que, por encima del cielo de la gente de orden, hay otro cielo más satisfactorio al que se suele llamar infierno. Pero eso es a veces. La mayoría del tiempo eres una mujer feliz.

Bañas a las niñas y les das la cena. Cenáis Ramón y tú. Veis un rato la tele. "He de buscar unos datos en Internet. ¿Te importa?" sonríes.

No le importa. Te sientas frente al teclado. Relees lo escrito. Te pones en situación. Sigues escribiendo.

 

 

Y justo entonces el costalero se derramó en mí. No sé. Estaba loca. Debía sentirme aterrorizada, pero estaba ¿estoy? loca. Jamás me he sentido tan viva como tumbada en la calzada, en la confluencia de la Plaza de Andalucía con la Avenida de Colón, más o menos a la altura del semáforo, con un hombre estrujándome contra el asfalto con su peso, un hombre sin cara, ni nombre, ni apellido, un hombre que me subía a la meseta del gusto, y la saeta llegaba a su final, nosotros también, en concierto de gemidos propios y ayes ajenos hechos música no sé si mora o cristiana. Fue un milagro. Gracias, Virgencita del Rocío. No nos pillaron por muy poco. Nos levantamos del asfalto cuando el capataz ordenaba que el paso reemprendiera camino. Me arrodillé en la tabla de ruedas, agarré las cuerdas y me preparé para chupar la siguiente polla.

No lo he dicho todavía, pero comerse un rabo mientras repiquetean los tambores constituye una notable experiencia. Es quehacer que templa el espíritu. Los tambores conceden la necesaria solemnidad al acto. La lengua se acomoda a su ritmo. Coincidiendo con el acelerado repiqueteo de los palillos en los parches, se acompasa y da golpecillos estimulantes y repetidos en la parte inferior de la polla, justo donde más gusto tienen los tíos. Cuando el sonido de los tambores gana en intensidad y se ralentiza –un golpe, medio segundo de silencio, otro golpe-, la lengua emprende aventureros recorridos a lo largo del miembro rígido y la boca se convierte en estuche de saliva. Se hace angosto el paladar, convertido en vaina de la masculinidad del enésimo costalero. Ritmo. Ritmo majestuosos y sincopado. Ritmo.

Otra vez el capataz. Ahora daba la orden de ¡alto! Debíamos haber llegado a la Plaza del Carmen. Allí se produce cada año el encuentro del paso de la Segunda Caída de Jesús con el paso de Simón Cireneo. Cinco o seis minutos de diálogo de trompetas y tambores, saludos entre los camareros mayores de las dos Cofradías, y cabeceo de angarillas sobre el propio terreno. Yo seguía chupa que te chupa, cuando sentí miles de manos que me palpaban el cuerpo. Varios costaleros habían aprovechado el encuentro de ambas Cofradías para darse un gustazo. Se habían colado bajo el paso y me tentaban las carnes. Unos dedos escarbaban en mi sexo, otro intentaban entrar en mi trasero y lo conseguían, había manos abiertas que me aplastaban los pechos y me abarcaban los glúteos. Manos y dedos me vestían. Me modelaban. Me contenían. Me encendían. Me calentaban. Me ponían cachonda.

 

"Paca ¿te acuestas? Es la una".

La una. La asistenta vendrá mañana a las ocho y cuarto. Es tarde ya.

Carla va desprendiéndose de las manos de los costaleros y vuelve de este lado de las cosas. Imagínate, Paca, la perplejidad de esos hombres en su mundo erótico y paralelo: un segundo atrás sobaban a Carla. Ahora les desapareciste, te escurriste entre sus dedos. Suspiras, guardas lo escrito y apagas el ordenador. ¿Ramón tiene calcetines limpios para mañana? Sí. Los has guardado este mediodía en el cajón de su mesilla de noche. Al cuarto de baño y a dormir, niña buena.

Te acuestas, das un beso ligero a Ramón en la mejilla, te apartas cuanto puedes de él y comienzas a masturbarte casi sin moverte. Sabes hacerlo. Estás acostumbrada. Que no se entere tu marido, eso sobre todo. El erotismo no ha de hacer peligrar el amor. Cuando consigues un orgasmo plácido y largo, te dispones a dormir y tu último pensamiento es pensamiento doble y antagónico. Decides que mañana harás ese arroz con costillas de cerdo que tan rico te sale y, al tiempo, cavilas en como salir de debajo del paso, ponerte la túnica de penitente y aprovechar la ocasión para chupar cuatro o cinco pollas más.

Montaste así tu vida, Paca. Es fundamental para ti dar una buena imagen. Y las buenas imágenes, para ir y venir con galanura por la vida, necesitan tener a mano –tú lo sabes muy bien- al menos un par de docenas de costaleros fuertes y dispuestos.

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