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Amor, disfruta

en Confesiones

Amor, disfruta

Jamás pensé vivir estos momentos de excitación morbosa, corazón desenfrenado, sexo ardiente y rotunda opresión en la boca del estómago. Se ha diluido mi dignidad, mis principios se largaron a tomar viento y hasta he olvidado la identidad de tanto negarme a ser como me hicieron. Soy consciente de ti, del otro y de mi tremenda erección: Tres luminosas verdades. El resto, oscuridad.

¿Cómo has, he, hemos llegado a esto? Un par de años atrás charlábamos relajados y desnudos compartiendo almohada, recién encendidos –todavía fumábamos- aquellos divinos cigarrillos de después del orgasmo. Te pregunté por la primera vez que hiciste el amor. Te resististe a entrar al trapo. Insistí y, a base de paciencia, pude sacarte algún detalle."Fue en un coche -hablabas muy bajo- Paco, se llamaba Paco, me besó y me tocó los pechos por sobre la ropa. Luego ya sabes". "No, no sé"-protesté. "Lo de siempre. Se hizo un lío con los botones del vestido. En eso todos los hombres sois iguales".

Reconstruí la escena mentalmente: respiraciones sofocadas, los nervios del chico, tus dedos supliendo a los suyos y desabotonando, liberando ojales y escote moreno, y las manos de Paco en copa sobre tus pechos, iniciando caminos calientes en busca de puertas por debajo del sujetador hasta llegar a tus pezones y despertar corrientes eléctricas en los entresijos de tu cuerpo. Luego esas mismas manos te palpaban las carnes, emprendían oscuras aventuras bajo tu falda, luchaban con tus bragas, las apartaban, tanteaban la cueva virgen hecha calor mojado, separaban tus muslos... Imaginé la escena y sentí crecer la entrepierna con tal urgencia que ni siquiera apuramos los cigarrillos. Te busqué con hambre nueva, pese al atracón reciente.

Fue aquella la primera de muchas otras veces. Nos daba apuro. A mí me avergonzaba excitarme imaginándote con otro hombre, a ti reconocer que la fantasía te enervaba. Aún nos podían las buenas maneras y el qué dirán. Jugábamos a que había otro y a que ese otro te mordisqueaba los pechos y frotaba su miembro duro y caliente en tus nalgas. Jugábamos a que le palpabas la verga y le masturbabas o a que te la metías en la boca. Fantaseábamos con que se abría la puerta del apartamento y entraba un albañil, un camionero, que, sin mediar palabra, te rasgaba la ropa y te poseía como si yo no estuviese presente. Nuestros orgasmos eran tremendos, de terremoto, de tsunami, de planetas chocando entre sí.

Te decía: Imagina que vamos al cine y que hay un hombre en la butaca al lado de la tuya. Está oscuro y no sabes si es guapo o feo, joven o viejo. No divisas sus facciones, pero está ahí, y le rozas la pierna y él te la roza a ti y luego le buscas el bulto del sexo por sobre el pantalón y lo haces crecer, y entonces me dices al oído: Voy a bajarle la cremallera de la bragueta. Y yo deseo que lo hagas y que te toque y que te lama y que te penetre, y te odio por lo que haces, pero te mataría si dejaras de hacerlo. Estoy atrapado. Es una droga, una fuerza que me domina y contra la que nada puedo.

Alguna vez nos preguntábamos: ¿Y si realizáramos nuestra fantasía? Daba miedo pensarlo, pero era esa clase de miedo-imán que atrae y que no espanta, que te deja sin aire y que llena los pulmones de fuego.

Di vueltas y vueltas al tema. Supongo que tú igual. No entendía por qué me excitaba de ese modo. La educación de colegio religioso me susurraba al oído que era un perdido, un cabrón, así, con todas las letras. No importaba. Te imaginaba, te imagino disfrutando con otro y el pensamiento me galvaniza, me atormenta, me enciende. Imposible explicar con palabras algo tan hondo y tan total, algo tan angustiosamente delicioso.

Un amigo me habló de un club de parejas liberales. Te lo comenté. Solo a fuerza de insistir te convencí de que fuéramos. "Pero solo a ver cómo es ¿vale?" nos mentimos a nosotros mismos. Ambos sabíamos y deseábamos lo que iba a ocurrir. ¿Por qué, si no, dimos tantas a vueltas a cómo debías vestirte? Elegimos cada prenda, te la ponías, te contoneabas frente al espejo y yo daba mi opinión. ¿Braguitas o tanga? ¿Liguero o no liguero? ¿Pantalón o falda? "Algo fácil de quitar" sugería yo. "Mejor falda –convenías - Así pueden levantármela sin problema y darme un buen repaso". Estabas atractiva, la verdad, pelo corto, ojos luminosos, boca frutal, pechos altos y llenos, caderas rotundas de hembra bravía, la falda a medio muslo, mal cubriendo tus piernas. Te miraba vestirte, desnudarte, volverte a vestir, y mi corazón se convirtió en martillo que lastimaba a cada golpetazo. Llamamos a un taxi y dimos la dirección del club. El conductor no pudo reprimir una sonrisa. "Sabe donde vamos y piensa que soy un cabrón"· me dije, pero no me volví atrás. Al contrario. Sentí un fuego interior, una corriente de chispas que convirtió mi estómago en algodón y mi sexo en piedra. Bajamos del taxi,- yo procuraba sin éxito disimular la erección- y llamamos a la puerta del club.

Nos abrieron y entramos. Era un local no muy grande, barra al fondo, media docena de mesas y una pequeña pista de baile. Música enlatada, claro. ¿Gente? Varias parejas y algunos hombres solos que te miraron de arriba abajo con descaro. Nos sentamos cerca de la pista. Un tipo te sacó a bailar. Te abrazó fuerte. No perdía el tiempo. Te engarfió las nalgas con ambas manos. Te dejabas hacer, los ojos cerrados, como si no quisieras que las sensaciones se te escaparan de dentro por las ventanas del rostro. El te besaba el cuello. Yo os miraba hipnotizado, dudando si soñaba o estaba despierto, sintiendo que el aire ardía y que mi sexo era mármol por saber que otro sexo, tan duro como el mío, te barrenaba el bajo vientre en el apretado abrazo del baile. Te odiaba y te amaba, y me amaba y me odiaba, y jamás había sentido tanto, porque era consciente de que los dados estaban en el aire y de que no había vuelta atrás, y sabía que iban a penetrarte, amor, y me moría porque lo hiciesen, y me moriría si lo hacían, que tanto da cuando nada importa, y yo quería verlo, puta, y, porque soy un cabrón, me dolía que gozaras y gozaba porque lo hacías, y era este el momento crucial, y deseaba que el baile terminara y todos diéramos un paso más, pero al tiempo me hubiera gustado que aquel maldito y bendito momento cristalizara y se hiciera eterno, mala puta, un macho y mi hembra encelados y yo mirando como se calentaban mutuamente…

Ignoro si permanecisteis en la pista tres minutos o trescientos años. Sé que volviste a mi lado acalorada, con la respiración anhelosa, las manos del tipo recorriéndote el cuerpo, sobándote, pellizcándote, torturándome, convenciéndome de que cielo e infierno son una misma cosa.

"Le he dicho que me acostaré con él pero que tú quieres mirar. Por él no hay problema" sonreíste.

Tragué saliva. El tío –treinta y tantos años, vulgar- me miró divertido. Yo no sabía qué decir. "¿Una copa?" pregunté. "Vale". Se sentó a tu lado y siguió tocándote. Te mordisqueaba el lóbulo de la oreja, en tanto nos servían los cubalibres. Yo ¿cómo lo explicaría? Al escribir estas líneas recordando aquella tarde, siento que la bragueta me revienta. Cada quien tiene su debilidad, su camino para llegar a lo más. Yo, hasta ese mismo instante, solo lo había intuido. Ahora sabía. Se derrumbaban las últimas defensas. Con voz que no reconocí como mía les invité a que fuéramos a nuestra casa. Pagué y salimos. No hizo falta buscar taxi. El garañón de mi chica tenía el coche aparcado frente al club.

Y aquí estamos, en el dormitorio. Vosotros dos desnudos y acostados en la cama, yo desnudo también, sentado en la butaca verde que llevamos a tapizar en noviembre pasado. El te besa y luego, sin dejar de acariciarte, alza la voz: "Le voy a pegar a tu mujer un polvo glorioso, so cabronazo. Mira y aprende". Cada palabra hierve en mi oído, me araña la sangre, me enhiesta más –si cabe- la verga. "Más, decidme más cosas". He hablado sin saber que lo hacía, con sonidos que surgían de las entrañas y no de las cuerdas bucales. "¿Te pone cachondo que te insultemos, verdad?" Y comenzáis a hacerlo, por turnos, cuando uno u otro no tenéis la boca ocupada en más deleitosos menesteres. Si es el tipo quién te lame el clítoris eres tú, golfa, puta, mujer mía, quién chilla, grita, gime. "Adoro ponerte los cuernos, amor…Qué bien que me folla. ¿Por qué no habremos hecho esto antes?". Si eres tú quién le come la verga, es el turno del hombre: "¿Es que no tienes huevos, mariconazo? Tu nena nunca ha tenido una polla tan rica en la boca". Me masturbo derrengado en la butaca. La verga me hace daño de tan dura, sus venas se hinchan peligrosamente. Muevo rítmicamente la mano arriba y abajo mirándoos, oyéndoos, oliéndoos, saboreando en como tú le ofreces el trasero al hombre –conmigo jamás quisiste hacer sexo anal- y en cómo él estaca su sexo rígido entre tus nalgas obligándote a gritar no sé si de dolor o de gusto.

Creo que voy a morir de tanto como vivo el momento. No sabía que se podía sentir así. Fóllatela. No sé ni como te llamas, pero fóllate a mi chica, haz que me sienta miserable, que admita lo cerdo que soy. Y tú disfruta, mujer, llámame cabrón, dime que no valgo nada, que soy menos que nada. El placer me sube como un geiser del centro de la tierra y acelera el ritmo de mi mano, me estalla en los testículos, me explosiona, rotundo, en lo más profundo, me llena a oleadas, y grito, berreo con hechuras de animal herido, en tanto el hombre te posee y yo me convierto en orgasmo atormentado, en orgasmo telúrico, en dolor y en éxtasis, en tormenta y cataclismo, en leche derramada que no alivia mi erección, porque, pese a la descarga, sigo y sigo masturbándome en tanto vosotros seguís follando y recordándome, de vez en cuando, que soy un cabrón. Y lo peor o lo mejor de todo es que me encanta serlo.

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