Este relato imaginario está basado en un personaje histórico que pasó a la leyenda: la española Catalina Erauso, la monja alférez, que fue soldado en las Américas hasta que se descubrió su naturaleza de mujer, siendo entonces recluida en un convento.
Alonso Díaz Ramírez de Guzmán
Alonso Díaz Ramírez de Guzmán se está masturbando. Acaricia su pequeño pene y piensa en los buenos ratos que ha pasado en la cama de Manuelita Alvarado. (Catalina Erauso no se masturba. Tampoco piensa en hombres. Ni en mujeres. Catalina Erauso no existe sino en los papeles y en los ojos de los demás, pero no está. Es envoltorio, cáscara vacía de sí misma y llena de su convicción de ser Alonso Díaz)
Tantos años Alonso y hoy le devuelven el sexo y el nombre que rechazó en la adolescencia. La monja alférez, empiezan a llamarle. A él, a Alonso Díaz Ramírez de Guzmán, soldado de su Católica Majestad Felipe III Rey de las Españas, buen espadachín, mejor jugador, bronco pendenciero, amante infatigable, hombre muy hombre, en un cuerpo de mujer que ha logrado disimular durante años. Para hacerlo no ha tenido sino que hurtar el bajo vientre a miradas indiscretas. Mamas no tuvo nunca. A las demás novicias del convento dominico de San Sebastián les crecieron los pechos cuando fue tiempo. A Catalina no. Catalina solo aumentó de estatura y de anchura de hombros. Era mujer porque la sangre se escurría cada luna entre sus muslos, por nada más. El clítoris le sobresalía del sexo jugando a ser pene y luego hubo mujeres que lo tomaron por tal-. Catalina nació mujer o mejor Alonso Díaz nació mujer- por una broma de Dios o de Dios sabe qué. Mañana, tras lustros de ser feliz, tendrá que fingir que es una mujer quien llena su envoltura de mujer hombruna.
El descubrimiento de su ¿verdadera? naturaleza ha sido noticia y escándalo en todo Perú. Nadie puede explicar la duración del engaño en alcobas y cuarteles. Hoy se descubrió la impostura y el Obispo de Guamanga, fray Agustín de Carvajal, ha recluido a Catalina en el Convento de Santa Clara y ha ordenado que le retiren el uniforme de soldado y lo sustituyan por ropas talares y tocas de monja. Ahora mismo, encerrado en la celda conventual, se resiste a morir como Alonso y renacer como Catalina. Por eso, tumbado en el jergón, cubierto el cuerpo con la camisa de dormir, rememora sus lances amorosos, intenta grabarlos a fuego en el recuerdo e, inflamado su instinto por ese dulce revivir, se masturba en tanto piensa en las noches que pasó en la cama de Manuelita Alvarado.
Hubo más, pero Manuelita fue punto y aparte. Alonso la conoció en Cartagena, nada más arribar desde España a lo que en un futuro será Virreinato de Nueva Granada. Reparó en ella, reparaste en ella, Alonso, en la Iglesia de San Francisco, a la entrada de misa de once. Mojaste tus dedos en agua bendita y se la ofreciste. Ella dudó solo un instante. Alargó la mano y, por unos segundos que tú hubieras convertido en siglos, se rozaron las yemas de vuestros dedos. Sentiste que un calambre placentero y fortísimo te recorría el cuerpo. Reconócelo, Alonso: Manuelita fue el Nuevo Mundo para ti, un conjunto de turbadores aromas y sorprendentes sensaciones cuya existencia ni imaginabas tiempo atrás. Hallaste en ella la serenidad de cristal del altiplano y la exigente lujuria de las selvas y de los humedales. Sus muslos fueron mitad nieve y mitad fuego de volcán andino, sus axilas olían a papaya madura; tenía la caliente salobridad del Caribe en la entrepierna y en la mirada la ancha fuerza de los grandes ríos. Hablaba el castellano con cadencia dulce y seseante que convertía cada palabra en caricia y cada pausa en promesa presentida. Te enamoraste de ella como un niño. Todavía estás enamorado, Alonso. ¿Qué darías ahora mismo por volver a besarla? La boca de Manuelita es carnosa y frutal, de labios llenos que suele morder en mohín muy suyo. Sus pechos son para ti cerros más preciosos que el Cerro Rico que ofrece sus entrañas de plata en Potosí. Su cabello es como el viento oscuro que llena las noches del desierto de Atacama, su cintura un bambú cimbreante, sus nalgas dos jaguares gemelos que se deslizan y ondulan en felino contoneo y que curvan el tiempo y el espacio. Su vientre es playa de arena rubia que, bajo el sol redondo del ombligo, se funde en el mar embravecido de su sexo.
¡Ay, Alonso! Has de morir mañana. Pero no morirás mientras tú vivas, Catalina. Lo llamarás cada noche para que, como ahora, en la soledad de la celda, se masturbe pensando en la cama de Manuelita Alvarado. No sabías como acercarte a ella tras verla en la iglesia. Conoces muy poco a las mujeres, Alonso. Querrías conocerlas, pero no las entiendes. Quizá por eso no quisiste nunca ser mujer. Intentaste hacer llegar a Manuelita varias cartas por medio de sus esclavas. Ninguna respuesta. Decidiste lanzarte. Escalaste la fachada de su casa y te colaste por el balcón de su dormitorio. Procurabas no hacer ruido. Vano intento. Encontraste a Manuelita despierta y bien despierta. "Llevo dos semanas dejando el balcón abierto te saludó en la oscuridad- Creí que no ibas a decidirte nunca".
Te acogió en la cama, suavidad y calor. La besaste. El recuerdo es tan fuerte que se te hace realidad. La besabas, la besas en el rostro, en la frente, en los cerrados párpados, en las aletas de la nariz, en la comisura de los labios, en plena boca. Sabe a especias y a hierbabuena. Sabe a candor. A ternura. También a sol ancho y amarillo. La abrazas y te envuelve su aroma y su calidez. En momentos así te desesperas por las carencias de tu cuerpo. Por la falta de testículos y de pene que mal remedias con un clítoris de notable tamaño. Has soñado muchas veces en que, por milagro divino o ciencia humana, se convertía tu deseo en realidad y eras hombre cabal por los cuatro costados. Sabes que es imposible. No hay ni habrá nunca cirujano ni magia que pueda ayudarte.
Sigues besando a Manuelita. Le tocas los pechos, los amasas por sobre la camisa de dormir, los aprietas. Te surge, desde lo más hondo, el ciego instinto del macho: llenarla de semilla, hender su carne fértil con la verga hecha arado, caminar por su cuerpo con el paso seguro de quien se sabe el amo. Te faltan los medios, Alonso. Eres tan solo pájaro chogüí, colibrí chico que picotea la naranjilla de Manuelita. Le aferras las caderas con la fuerza que te presta la ira desatada que hierve en tu interior contra el destino. Te frotas contra el cuerpo de Manuelita, le alzas el faldón de la camisa y buscas su hendidura con dedos sabios. Masajeas su clítoris y el carnoso botoncillo se hincha al tú acariciarlo. Quieres emborrachar a Manuelita de amor y de deseo, darle cuanto puedas darle. Introduces un dedo en su vagina, exploras su cálida gruta y tu dedo, al resbalar en jugos, se vuelve pececillo. Restriegas tu bajo vientre contra el suyo, la bragueta de tus calzones contra su entrepierna desnuda, y el aire se hace fuego y cuesta respirarlo, y se gime, lengua con lengua, su camisa contra tu jubón y tus calzones. El mundo entero huele a Manuelita, solo hay Manuelita en tu torno y bajo ti, la sientes contigo, y aceleras el ritmo de tu masturbación en la celda conventual en que te encuentras condenado por el Obispo de Guamanga, fray Agustín de Carvajal, a dejar de ser Alonso Díaz Ramírez de Guzmán y a convertirte en Catalina Erauso.
Jamás comprenderás por qué, pese a que estimulas el clítoris como si fuera un pene es más, para ti lo es- la excitación te llena de jugos un lugar equivocado, te inunda esa inútil vagina que nunca a nadie diste ni darás. Cuando el obispo de Guamanga descubrió que habías ocultado la naturaleza de tu cuerpo, te hizo examinar por dos matronas que atestiguaron tu virginidad. ¡Claro que eres virgen! ¿Por qué no habrías de serlo? También lo es Manuelita, pero nadie disfrutó nunca del sexo como vosotros dos.
Noches y noches de encuentros fugaces y amor desesperado en las que tocabas a Manuelita, la chupabas, la saboreabas. Si no hubieras habitado un cuerpo equivocado... Porque ¿qué eras antes tú para los demás? Un hombre feo y fuerte. Y ¿qué serás ahora? Una monja marimacho con un pasado de leyenda. Es mejor no pensar en el futuro y preferible engolfarte en el presente. Sigue pues con tu fatigosa masturbación, Alonso Díaz Ramírez de Guzmán. Habrás de aficionarte a ella, porque estás condenado a la soledad. Quienes gusten de los hombres te evitarán porque sabrán que eres mujer. Quienes gusten de las mujeres, a ti no te interesan. Te quedan la masturbación y los recuerdos. Cada atardecer, Catalina Erauso, acudirás a la capilla para el rezo de vísperas, cenarás en el refectorio y luego te retirarás a la celda, el único lugar tuyo de veras en que resucitas, Alonso, y te masturbarás con lentitud pensando en el cálido regazo de Manuelita Alvarado que ahora mismo porque las noticias vuelan-todavía no entenderá como su galán enamorado, el hombre a quien amó, era, todos lo dicen, una mujer.