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Marta y maría

en No Consentido

Marta y maría

Enciendes un canuto de marihuana. Es buena. De confianza. Ventajas de tener esta casa en el monte y poder plantar la hierba junto al muro oeste, resguardada del viento. Está, estás ahora, a kilómetros de cualquier sitio. Hay una cabaña cerca, pero nadie la habita. Se puso en venta hace meses. Estás sola. Baku no cuenta. Baku dormita echado a tus pies. Es un buen perro. Inhalas el humo espeso que trasforma la sangre en miel y en hormigas. Calma, Marta. Tu marido te la ha jugado, pero esas cosas ocurren. No eres la primera ni la última mujer burlada. "No sé a qué hora acabaré el trabajo, vete a la montaña en tu coche y llévate al perro. Acudiré en cuanto pueda". Ya aquí, el móvil que suena: "Surgió una complicación. Una cena de negocios. Si no te importa, iré mañana. Con el perro a tu lado no debes tener miedo, cariño".

"Tus muertos, santo esposo. Tus muertos."

Has hablado en voz alta y Baku se ha removido en su sueño inquieto. Otra calada al canuto. Hace minutos eras un caldero de agua hirviendo –"esto no tiene nombre, me aparca aquí y ancha es Castilla"-, pero el humo te va apaciguando, te devuelve calma y sentido. Te incorporas y vas al baño. Te bajas las braguitas. Orinas. Te las pones de nuevo. Dejas el canuto en el borde de la bañera y te lavas las manos. Aprovechas para mirarte en el espejo. No te disgusta lo que ves. Te secas con la toalla, recuperas el cigarrillo –que concede en salud cuanto no tiene de tabaco-, inhalas una bocanada que acorcha tus pulmones, y vuelves a mirarte en el espejo. "¿Será gilipollas con lo buena que estoy?" La maría te aclara las ideas. Marta y maría. Te hace gracia el símil evangélico: Marta la trabajadora, María la soñadora. La maría hace soñar. Se te apodera. Te seda. Te relaja.

"Que se joda el señor de la casa". Incluso sonríes. Apuras la "pava" hasta abrasarte los dedos, la echas en el inodoro y oprimes el botón de descarga del agua. Todavía te demoras ante al espejo. Jugueteas con el primer botón de la blusa. Lo desabrochas. Otro. Otro más. Todos. Saboreas la visión de tus pechos que desbordan el sujetador. Te lo quitas y tus tetas, redondas y blancas, parecen expandirse. Resulta curioso –habla la maría, no tú- que cada pecho lleve una boinilla sonrosada- la areola- y que cada boina tenga un rabito al que llaman pezón. Hace calor y no molesta andar por casa medio desnuda. ¿Por qué no desnuda del todo? Dicho y hecho. Te sacas la falda y las braguitas y, como viniste al mundo, si bien con redondeces que de niña anhelabas y ahora tienes, vuelves a la sala de estar con la toalla y te sientas, sobre ella, en el sofá. Un suspiro hondo y la paz que te nieva encima. Pero no. Hay una nota discordante: en la pared de enfrente, un cuadro está torcido. Procuras no mirarlo. Inútil. Los ojos se te van. Verlo llega a producirte malestar físico. Te pones en pie y lo recompones. "Es el papel que los hombres dan a las mujeres: -piensas- enderezar cuadros y enderezar vergas. Poco es eso".

Baku despierta, se te acerca y te olisquea el sexo. No le haces demasiado caso. Vas a tu bola. Un poco de música, una copa y la más envenenada de las maldiciones dedicada a tu marido. La trilogía del refinamiento del placer.

El silencio del monte se ensancha por detrás de la música y de la respiración anhelante de Baku. Abres la puerta de la casa, y, desnuda como estás, sales a la montaña. "Estaría bonito que ahora se cerrara de golpe la puerta y me quedara fuera con el coño al aire". Te divierte la idea. Es la maría, claro.

Hay luna casi llena. Allá abajo, en la distancia, se divisa el acerico de luces de un pueblo grande. Son luces agresivas que asesinan estrellas. Mucho más cerca, casi al alcance de la mano, una luz macilenta se te antoja amiga. Amiga… Pero ¿cómo puede haber una luz tan próxima? Viene de la cabaña en venta. Dudas solo un instante. Entras en casa, te calzas zapatillas deportivas, pasas el pestillo para que no pueda cerrarse la puerta, le dices a Baku que cuide de la casa y partes a la aventura. Vas a través del monte, que la luna ayuda. No tomas conciencia de tu absoluta desnudez –las zapatillas visten bien poco- hasta tocar con las manos el muro trasero de la cabaña.

A tu derecha hay una ventana iluminada. Te acercas a ella y atisbas el interior. Ves al hombre. Está sentado. Ofrece a tus ojos su costado izquierdo. Tiene una revista en la mano izquierda y los pantalones bajados. Se masturba.

Tragas saliva. Te encuentras a tres metros escasos. No pierdes detalle. Su mano derecha sube y baja, mostrando, a cada sacudida, un glande grueso y colorado. Para y se saca los pantalones. También la camisa. Alucinas. Mientras se desvestía ha soltado el miembro y lo has contemplado en todo su esplendor, tan alzado que se pega al vientre, tan grueso y largo que oculta el ombligo y casi alcanza la cintura.

"Esto no puede ser verdad- piensas- Es la maría".

Cuentan que cuando Eleanor Roosevelt, a la sazón esposa del Presidente norteamericano, visitó las cataratas de Iguazú, comentó: "¡Pobre Niágara!". Tú vas más allá. "Bendito mi marido que no ha venido a cenar- suspiras- Jamás se lo agradeceré bastante".

El hombre reemprende su masturbación. Uno, dos, uno, dos. Te pellizcas los pezones y la electricidad te galvaniza los entresijos del cuerpo. Tu mano resbala vientre abajo y busca el botoncillo carnoso en que anida el centro del gusto. Acompasas tu ritmo al del hombre. Solo existís vosotros. Aquí Marta Quintana, señora de Hurtado, dándose gusto mientras mira a un señor que se masturba, aquí el señor que se masturba. El tiempo y la distancia perdieron la esencia y la estructura. Gimes, siempre fuiste escandalosa en esto del amor. Confías en que la ventana cerrada sofocará tus hondos suspiros. Te equivocas. El hombre gira la cabeza y te ve, lógico que te vea: tienes la nariz pegada al cristal. Das un respingo y huyes, no a tu casa, sino hacia la pinada que hay a pocos metros. Oyes el ruido de la puerta de la cabaña al abrirse y una voz masculina que llama. Corres. El corre detrás, a quince metros escasos. La ninfa y el fauno. Tú desnuda y blanca con las zapatillas deportivas como única concesión al progreso, él oscuro y nervudo, el sexo erguido latiéndole contra el vientre a cada zancada. Por sobre vosotros, se recrea el Olimpo.

Solo es cuestión de tiempo. Alea jacta est. El hombre te alcanza junto a un tronco caído. Notas como su mano, que es zarpa para ti, te abarca la cintura y te arrastra hacia él. Intentas resistirte. Te tumba de empellón. La pinocha te araña la espalda. Ni siquiera gritas. ¿Para qué? Nadie puede oírte. El hombre te cubre. Te pesa. Le clavas las uñas en los flancos y gruñe. Le golpeas los muslos. Los tiene peludos e hirsutos. Los faunos, ahora lo recuerdas, se erguían sobre patas de cabra. Te muerde la boca. Clava sus dientes en tu labio inferior. Su broca de carne te da contra el sexo, ahonda en él, sabio e implacable. Te ensarta. Embiste a golpe de riñones. Te late la entrepierna en el viejo juego. El fauno y la ninfa, cada quién en su rol. Bombea. Penetra. Perfora tus entrañas. No te resistes ya. No te importan las piedras que, seguro, dejarán marcas en tus hombros, tu espalda y tu trasero, de tanto como el hombre machaca y ametralla contra piedra y pinocha. Incluso abres los muslos y entrecruzas los pies sobre su espalda. Estrujas su miembro duro y palpitante con tu vagina musculosa. Eres suya y es tuyo, sobre una cama amplia y antigua por ser el mundo, bajo el cielo lechoso de luna derramada, los dos puro gemido trufado de silencio. Va llegando, a oleadas, la pleamar del gozo. Sientes como se expande la hombría en tus entrañas: un corazón que puja, rotundo y poderoso, robando de los vuestros la sangre y los latidos. Estalla el estallido. Chorros de esencia de hombre te inundan y te colman. Y el grito. El grito de la cópula trasciende de los pinos, rebota en las montañas, se hace uno con el viento, ensancha las quebradas y alborota horizontes. El grito.

Poco a poco retornas a este lado de las cosas, Marta. Vas recuperando el aliento y la conciencia de ser tú. El hombre –no sabes quién es, no has cambiado con él una sola palabra- sigue dentro de ti, ahora quieto, inmóvil, exhausto. Notas como su verga mengua y se hace chiquita y te invade una extraña sensación de victoria. También de ternura. Resististe su empuje. Doblegaste su fuerza. Te sientes más mujer que nunca jamás. Bendita la maría. Bendito tu marido y bendita su cuerna. No tienes ni idea de lo que va a ocurrir de aquí un minuto. Tampoco importa. Estás viva. Te duele el cuerpo, tienes magulladuras y arañazos en cada centímetro de piel. ¿Qué importa eso? Chapoteas en gozo. El hombre se incorpora. Es alto y bien formado. Te mira. Tú le miras.

Los jabalíes tal vez se inquieten en la hondonada. Es posible que sonrían los lagartos.

Cuando llegues a casa has de dar de comer a Baku y fumarte otro canuto de maría. Marta y maría: una magnífica combinación. Que no se te olvide por nada del mundo. A no ser que el hombre se reponga y no te deje partir todavía.

Y ojalá ocurra eso.

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