miprimita.com

El hombre del sombrero anticuado

en Control Mental

Este relato está basado, con la pertinente autorización, en el magnífico relato de Soletina que lleva por título "Extraña decisión", cuya lectura os recomiendo encarecidamente.

Lo encontrareis en:

www.todorelatos.com/relato/26074/

El hombre del sombrero anticuado

 

El hombre del sombrero anticuado. El hombre del sombrero. El hombre. El.

Despiertas sobresaltada, respirando con dificultad y bañada en sudor. Te incorporas en la cama e intentas recuperar la calma. Tranquila, Cristina. No ocurre nada. Solo fue un mal sueño. Estás en tu casa. Tu marido duerme como un niño. Es una noche como otra cualquiera. Todo está en orden.

Pero no lo está.

La luz de la calle se filtra a través del ramaje de los pinos del jardín, se cuela por la ventana y tiñe el dormitorio de penumbra incierta. Ladra un perro a lo lejos. Apoyas la cabeza en la almohada y te esfuerzas por serenarte. Maldita la hora en que se te ha ocurrido sentarte frente al ordenador y entrar en la página de Todorelatos. Maldito el minuto en que has comenzado a leer el relato de Soletina. "Extraña decisión" es un título como otro cualquiera. La historia que se narra –o se confiesa- en él no es una historia más. Es la clave. La revelación. La puerta del infierno.

El hombre del sombrero anticuado. El hombre del sombrero. El hombre.

Renacen terrores semiolvidados que llenaron tus noches infantiles. Reviven tus miedos de niña en la casona vieja de los abuelos, donde crujidos y sombras, negrura y rumores de inconcretas pisadas, se solapaban y entremezclaban en tu torno. ¿Recuerdas? Te cubrías la cabeza con el embozo de la cama y contenías la respiración, mientras un algo, una zarpa, una mano, te palpaba el cuerpo por sobre la sábana, se demoraba entre tus muslos y hurgaba en ti. A veces el embozo se escurría y mirabas por el rabillo del ojo. Era un hombre. Vestía gabardina y se cubría la cabeza con un sombrero anticuado que le ocultaba el rostro. El. No querías reconocerlo y le llamabas "El". Ahora resurge del pasado. Asoma en la narración de Soletina, veinte años después.

Tendida en el lecho, junto a tu marido dormido, te vuelves a sentir manoseada, sucia, aterrorizada, tocada por el asco y la angustia. Consultas el reloj. Las tres y veinte de la madrugada. No consigues conciliar el sueño. Te levantas, te pones el batín y bajas a la cocina. Abres un brik de leche, sirves un tazón y lo calientas en el microondas. El hombre. El hombre del sombrero anticuado. El. La protagonista de la narración de Soletina vive en una urbanización junto al mar. Como tú. La urbanización queda cerca de la playa del Altet. Siguen las coincidencias. Su marido se llama Ernesto. El tuyo también. Te asalta la sensación de que esta noche, frente al ordenador, has leído tu propia historia, tal vez tu futuro o quizá un pasado reciente que te resistes a recordar.

Te pasas la mano por la cara. Tranquila, Cristina. Bebes la leche a pequeños sorbos y decides volver al dormitorio e intentar dormir. Te pones en pie, te diriges a la puerta del chalet y la franqueas. Esto no es el dormitorio. ¿Qué haces en el jardín? ¿Por qué sales a la calle? El hombre. El hombre del sombrero anticuado. El hombre.

Hace fresco. No te importa. Tú no eres tú. Tu cerebro da órdenes que tu cuerpo ignora. Te empuja una fuerza que no controlas. Una farola. No es esta. Porque de pronto sabes. Conoces. Ves claro. Es la tercera farola de dos calles más arriba. Allí es donde se masturbó la protagonista del relato de Soletina. Allí es donde has de masturbarte, con la espalda apoyada en el báculo y sintiendo el frío del metal a través del camisón y del batín. Así. Así. Sin prisas. Te acaricias, primero por sobre el camisón, luego por debajo de él. Frotas tu monte de Venus con la palma de la mano izquierda. Tanteas con los dedos de la mano derecha los carnosos labios de tu sexo. Sientes como fluye la sangre camino de tu centro íntimo. Te acaricias en círculos, cada vez más cerca del clítoris, pero todavía sin tocarlo. Cierras los ojos y sí. Sabes que está ahí. Con su gabardina. Con su sombrero anticuado. Te palpa el pecho liso y niño. Introduce su mano debajo del embozo y te pellizca los pezones. Te lastima. Te haces un ovillo en la cama, pero su mano te fuerza a desplegar el cuerpo, escarba en tu vientre, hurga en tu rajita. Estás en la casa de los abuelos y estás en la farola. El te ve. Contempla como, ya adulta, te frotas y encanallas. El. El hombre del sombrero anticuado. El hombre.

Hipas. Te caen lagrimones en el batín, a la altura de los pechos, lloras bajito en la cama de sábanas almidonadas de casa de los abuelos, mientras él te toma la mano, te la abre a la fuerza, la saca del embozo y la aprieta contra un algo duro y caliente que está vivo y late. Lloras y no quieres tocarle, pero le tocas, te tocas recordando lo que hacías, y te llena la náusea, y sigues masajeándote el clítoris hasta que la náusea se convierte en dolor y el dolor en placer, y empuñabas el miembro, te llenabas la mano de él, y el hombre se balanceaba adelante y atrás, y sabes que eres una puta, y que estás manchada, y que él mira como haces pedazos tu dignidad y tu vergüenza en la tercera farola de dos calles más arriba de tu casa, pero ha de cerrarse el ciclo y tuya es la culpa por sufrir y gozar, Cristina, porque el hombre de la gabardina y el sombrero anticuado solo palpa a las niñas que son malas.

Todavía no te atreves, no me atrevo a abrir los ojos. No, abuelo, no quiero verte la cara, tápala con el ala del sombrero. Moriste y resucitas en la narración de Soletina. Tu nieta está dormida y sueña que es mayor y se masturba apoyada en la farola mientras tú la miras desde el otro lado de la muerte, pero la muerte no tiene rostro y cubre su huesa con una gabardina de amplias solapas y un sombrero anticuado, y no sé por qué Soletina contó mi historia, pero es tiempo de quitarse la careta y de llamar cada cosa por su nombre, y tú, abuelo, me narrabas bonitos cuentos de hadas y me sobabas el culo, y mírame ahora, con el sexo inflamado y el gemido presto, con el pulso a ciento veinte y el orgasmo, estremecido, en la entrepierna.

Sé que sigues ahí. O tal vez te hayas ido y aguardes junto a mi Opel Corsa una hora, dos, una semana, porque lo que te sobra es tiempo, a que yo sienta la necesidad de ir a la playa del Altet, justo al paraje en que suelen aparcar las parejas y en que pululan los mirones. Sí. Seguro que esperas en el asiento de atrás del automóvil, recordando mi cuerpo menudo que besabas, chupabas y lamías cuando la abuela no estaba en casa. Pienso que, cuando llegue y me ofrezca a los masturbadores solitarios no sé si como desecho o como premio, ocuparás un lugar en el corro. También sé que sabré distinguir tus manos de las otras, porque conozco su tacto hecho de terror y de azote, ese dedo que se hundía en mi sexo, en mi trasero desmedrado, esa verga colorada, rijosa y nervuda que me hacías lamer y chupar. Jamás podré olvidar el salado sabor de su cabeza. Me asustaba, me asusta. Húndela en mí. No es preciso que guardes el turno. Estar muerto tiene sus ventajas, uno puede colarse, también ayuda a eso ser el más hijo de puta de los abuelos, vestir gabardina de amplias solapas levantadas y cubrirse el cráneo mondo y lirondo con un anticuado sombrero. Tu polla se distingue de las demás, es la polla más jodida que existe en este mundo y en el otro, ahora me la metes en el coño y los demás aplauden y se la menean, de niña me la metiste en los sesos, hiciste que no fuera yo, me convertiste en otra que todavía no se ha perdonado ser tan puta de niña.

Tengo algo desteclado en la cabeza y es por tu culpa. Me dominas, me surges inopinadamente, me tiñe tu perversión, abuelo. Me controlas desde la tumba. Soy una marioneta en tus manos sin carne. Y sé –lo sabe Soletina- que aunque procure ser para Ernesto la mejor de las esposas y para mis hijos la mejor de las madres, cada cierto tiempo me removerás las entrañas, me ennegrecerás el alma, y saldré a la ventura, sin bragas y con el cuerpo rijoso, dispuesta a restregarme contra cualquier esquina, a chupársela al primero que encuentre, a hacer lo posible para que me llamen puta, a follar, a embadurnarme de esperma, a castigarme a mí misma por haberle hecho, siendo niña, tantas pajas a mi abuelo.

El hombre. El hombre del sombrero anticuado. Mi abuelo.

Mas de trazada30

Al día siguiente de la final

Cumpleaños en casa de Diablo

Matrícula de honor

Julio César y yo, el pirata

Dos botellas de ron de Isla Bonita: Hasta el fondo

Dos botellas de ron de Isla Bonita: Primer trago

Una tarde especial

Gracias a todos

Historias no eróticas: Niev la hechicera (6)

Historias no eróticas: Niev la hechicera (4)

Historias no eróticas: Niev la hechicera (5)

Historias no eróticas: Niev la hechicera (3)

Historias no eróticas: Niev la hechicera (2)

HIstorias no eróticas: Niev la hechicera (1)

Cuentos no eróticos: El aroma del color de las...

Huesos

El dictado

Cuentos no eróticos: San Pascual Bailón

Cuentos no eróticos: El inventor de palabras

Cuentos no eróticos: El fin del mundo

Cuentos no eróticos: La mecha

Cuentos no eróticos: Trastorno mental transitorio

Cuentos no eróticos: El conservador

Cuentos no eróticos: La sonrisa

Cuentos no eróticos: Descansar en paz

El ritmo vital

Ver Nápoles y morir

Cuanto quiero

Bea y Aurora se divierten

La manzana de Adán

Especialistas

Propiedad exclusiva

Siboney

Amor, disfruta

Soneto cínico contra el amor honrado

Ahora sí

Dos planetas

Concierto para antes de cenar

Marta y maría

Costaleros

Antes, en y después

Te amo

Poemas de fuego: Sonetos encendidos

Un señor revolcón

Poemas de fuego: Sonetos del dormitorio

Poemas de fuego: Sonetos del beso

Poemas de fuego:Sonetos de la noche

Poemas de fuego: Sonetos del deseo

Poemas de fuego: Mar cambiante

Poemas de fuego: El sueño de la muchacha

El cuadro

La primera nochebuena

Entrevista conmigo mismo

Alonso Díaz Ramírez de Guzmán

He ligado con Sharon Stone

Flor de Pasión

Amo Jonás

Culos de mujer

¿Cómo me visto hoy?

Ese dulce descanso

Historia de un poema

El villano en su colchón

Milagro de mi lengua en ti

Por mis cojones

Isabel

Moscas, caracoles, vacas, perros y caballos

La cabaña en ruinas

Tríos de doses

Sea un amante bien educado

La mujer perfecta

Unas braguitas color verde manzana

Segundo ejercicio: La señora de Torres y el diablo

Relatos inquietantes: La señorita Cristina

Naufragios: Namori se está ahogando

Charlando por el móvil

La carrera inmortal

Murió Natarniel

El diablo y yo

Tres dias de mayo

En un mismo suspiro

Carne de mi carne

La vaquera de la Finojosa

Simplemente una hembra

Noche apasionada

Renato ¿cómo vas vestido?

Feliz cumpleaños

Dentro el armario

Niña inocente

La venganza

Megan sigue siendo virgen

Tía Mini

Débito conyugal

Adiós niñez

Más que amigas

Tabú

Vecinos

Papá ya no se casa

La Habana

Haz el amor

Nelly se está bañando

Futbolistas

Madre

Mi mujer, tú y yo

Herta

No aceptes caramelos de desconocidos

Catorce mil quinientos

Maria la Gata

Maridito

Culo gordo