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Catorce mil quinientos

en Orgías

Catorce mil quinientos

 

 

Éramos catorce mil quinientas personas. Las suficientes para montar una buena orgía.

Al principio no tuve suerte. No sé cómo ni por qué, me encontré en medio de un grupo de hombres coloradotes y panzones de mediana edad. Hablaban a gritos. Al reír, les temblaba la tripa igual que un flan cuando se remueve el plato. Me largué en cuanto pude. Con franqueza, hay cosas mejores que encontrarse rodeado por una veintena de bebedores de cerveza, desnudos como vinieron al mundo. El menda tiene otro concepto de la aventura.

Me abrí paso entre el gentío –catorce mil quinientas personas; se dice pronto- en busca de mejor acomodo. Me di de bruces con una cuarentona entrada en carnes, de pechos llenos y pezones abultados. La mujer no estaba nada mal. Tenía pinta de descarada. Le sonreí. Me sonrió. Nos sonreímos.

- ¿Cuándo empezará esta movida? –le pregunté por decir algo.

- Supongo que enseguida.

Tenía la voz agradable. Un punto más a su favor. La contemplé a mis anchas. No muy alta. Más bien llenita. Para ser chica Playboy le sobraban veinte años y quince kilos, pero jamás me gustaron las nenas de plástico. Esta tenía algo. Se la veía acogedora. Una mujer con la que sentirse cómodo. Se notaba la marca del bikini: Rostro, estómago, piernas y brazos, morenos. Pechos, vientre y nalgas, de una blancura que casi lastimaba. En la entrepierna, un matojo de vello oscuro.

- Me llamo Carlos ¿y tú? Porque supongo que puedo tutearte.

Claro que podía. Hubiera resultado absurdo que anduviéramos con protocolos, estando no ya los dos, sino los catorce mil quinientos, desnudos como gusanos.

- Yo soy Nuria.

- ¿Has venido sola?

Cuánto más la miraba, más rebuenota me parecía.

- Estoy con mi hija y con su novio.

Aposté mentalmente porque su hija se llamara Jessica o Vanesa. Es el destino de las hijas de las Nurias y las Montses. Se llamaba Vanesa. Más bien poquita cosa, pechitos en forma de pera con pezones rosados y boca de chupona. El novio, un chaval majo, aunque la tenía pequeñita.

-El fotógrafo ese estará contento. Somos un montón.

El fotógrafo se llamaba –y llama- Spencer Tunick. Está un poco pirado. Le da por retratar al personal en pelota, pero a lo grande. Nada de uno ni de dos. Por menos de quinientas personas, no le quita la funda a la cámara. Va por el mundo montando el número y tanto le da liarla en Sao Paulo, en Melbourne o en Santiago de Chile. Le ha encontrado el truco a eso de viajar gratis. Ahora era el turno de Barcelona."Quien quiera posar desnudo, debe acudir a la Plaza de Espanya el 8 de junio de 2003 a las cuatro de la madrugada". No pagaban ni un euro. Acudimos catorce mil quinientos. Luego dicen que los catalanes nos movemos por la pasta. Se montó un gigantesco vestuario – para quitarse la ropa- en el Palacio de Metalurgia de la Feria. Por un lado entramos catorce mil quinientos textiles y por el otro salimos catorce mil quinientos hombres y mujeres en plan Adán y Eva antes del rollo de la manzana. Lo más duro fue abandonar los teléfonos móviles. Uno se siente desnudo sin ellos.

Me alegré de haber acudido a la movida. La Nuria me apetecía cada vez más. Me juré que no se escapaba viva. ¿La hija y el novio? Nada importante. Los despistaríamos cuando fuera oportuno. No sé si alguno de vosotros suele charlar de vez en vez con tías buenas, hijas y novios en la confluencia de la Plaza de Espanya con la Avenida de María Cristina de Barcelona, culos, tetas, coños y vergas a la vista de vecinos y transeúntes. Si no lo habéis hecho, os lo recomiendo. Vale la pena. Uno respira autenticidad. Sencillez. Libertad. La normal y pacata escala de valores se va a hacer puñetas. Vivir resulta menos adocenado. Más alegre.

Un murmullo.

- Esto ya va de veras.

Lo iba. El tal Spencer Tunick, provisto de un megáfono, daba instrucciones desde lo alto de una grúa móvil. Teníamos que tendernos en el asfalto mirando al cielo. Lo hicimos. Nuria se tumbó a mi izquierda. Le rocé la cadera con la mano y mi verga también miró al cielo. A mi derecha tenía un tipo peludo, como el oso Yogui pero en desagradable. Éramos más tíos que tías, al menos por mi zona. Pero había chavalas. De las que a mí me gustan. Normales y corrientes. Sé a lo que puedo aspirar. Las mujeres 10 salen en el cine y en las revistas. Se las mira y punto. Luego están las demás. Las únicas posibles. No te dejan sin respiración, pero tienen de todo y son agradecidas. Me encanta ver desnudas a esas mujeres. Uno las contempla y se imagina cosas. Las ve accesibles. Puedes hacértelas. La Nuria por ejemplo. Las mujeres 10 llevan cosida una señal de prohibido el paso en sus pechos divinos. Solo se hablan con millonarios. No lo soy.

A tres cuerpos había otra chica de las que me gustan. Poco pecho, aunque eso ni se sabe. La más opulenta se queda en nada tumbada boca arriba. Ese es un fallo garrafal de la naturaleza. Si hubiera un Dios sensato, lo corregiría. Intenté llamar la atención de la nena. Difícil, estando los dos tumbados. Luego el Spencer Tunick voceó que ya había tomado su primera foto y pudimos incorporarnos.

La chica sin tetas –que, de pie, sí que tenía - era simpatiquísima. Un puro cascabel. Se llamaba Carla. Me dijo que en una hora se iba a montar un fiestón en casa de unos amigos y que estaba invitado. Era muy cerca, a doscientos metros, en la calle de la Creu Coberta. Tuve una inspiración y le hablé de la Nuria, de la Vanesa y del como se llamara. Sin problemas. Podíamos ir los cuatro. No teníamos que preocuparnos de llevar nada. Era una invitación sorpresa y ¿qué se podía comprar un domingo a las siete de la mañana?

La Nuria no se lo pensó dos veces. Se apuntó con una sonrisa de oreja a oreja. Juraría que se le endurecieron los pezones. La nena y el novio no dijeron nada. Ni a favor ni en contra. Quien calla otorga.

En cuanto acabamos lo de las fotos, corrimos a recuperar la ropa. No nos la pusimos. ¿Para qué? Íbamos de fiesta. Mejor llevarla debajo del brazo. Cruzamos la Plaza de Espanta y entramos en Creu Coberta. Da gusto sentir el frescor de la brisa en el culo. Tonifica los músculos. Llegamos al portal indicado. Estaba abierto. Llamamos al ascensor. Bajó. Dos señoras muy peripuestas salieron de la cabina. Debían ir a misa. Se quedaron con la boca abierta.

- Es que vamos a una fiesta – se justificó la Nuria.

Casi apretaron a correr. La más joven no quitaba ojo de mi verga.

- Si quieren venir a la fiesta, están invitadas.

Ahora corrieron. Huían de la tentación. Se escondían del acoso de los machos. Renunciaban al pecado de la carne. Allá ellas.

Subimos al tercero. Puerta ocho. Primera sorpresa: Nos abrió el oso que tuve tumbado a mi vera. El Yogui sin carisma. Tenía pelos por todos lados. Nos hizo pasar y nos ofreció güisqui. Dio de paso un par de cariñosas palmadas a los culos de la Nuria y de la Vanesa. El novio puso cara de mosqueo, pero se aguantó. Un oso es un oso.

-Revolcaos donde os acomode.

Buscamos un hueco. No fue fácil. En lo de las fotos éramos catorce mil quinientos. Aquí seríamos unos catorce mil. Era una señora fiesta. Un chaval pelirrojo con barba y un tatoo en las nalgas me pasó un canuto de marihuana, la Nuria me dio un beso de lengua y una chica rubita me chupó la verga. Sabía chupar de maravilla la condenada. Pasé la pava tras darle una buena calada a la maría y aproveché la ocasión para palpar las carnes de la Nuria con la mano derecha, en tanto buscaba con la izquierda lo que se me pusiera a tiro. La chica rubita seguía a lo suyo, dale que te pego. Un culo. Le aticé unos cuantos pellizcos. Vi por el rabillo del ojo que la Vanesa triunfaba. Les daba marcha a cuatro tíos. Empuñaba una verga en cada mano. Se comía una tercera. Una cuarta polla le buscaba el coñito. ¿Dónde andaría el novio? Un flash. Otro. Alguien hacía fotos. No importaba. De perdidos al río. Agarré a la rubita chupona y me la senté encima. Despatarrada. Cara a mí. Se la metí hasta el fondo. Dio tal grito de gusto que casi acuden los bomberos. La Nuria no se resignaba a permanecer en segundo plano. Me mordía la nuca. Escribía en mis hombros con las uñas. Me restregaba las tetas por la espalda. Tenía los pezones de piedra caliente. Alguien empezó a hacerme cosquillas en el culo. Miré de reojo. Era el novio. Se gastaba una erección muy guapa. Ya no se le veía tan pequeña. Le dejé hacer. En una fiesta todos han de divertirse.

Alguien bajó las persianas de los ventanales. Nos quedamos a oscuras. Ahora sí que fue el desmadre. El acabóse. El no va más. El punto y aparte. ¿Os ha ocurrido en alguna ocasión tantear una entrepierna buscando un coñito y encontrar tranca y par de huevos? ¿O que te toqueteen unas manos que ignoras de quién son? Todo se hace irreal. Al cabo de un rato ya no sabía si me estaba tirando a la Nuria o si era el oso quien se me estaba tirando a mí. Todo eran manos, culos y lenguas. Soy hetero declarado, pero os juro que, en estas ocasiones, da lo mismo tres que treinta y tres. Vas a salto de mata. A lo que salga. Todo vale. Quien haya vivido una orgía, lo sabe. El que no…que no sea bobo y que la viva. Así me entenderá.

Jugué al rugby en la universidad y he estado en cientos de melées. Ninguna como esta. Éramos un montón. Unos encima de otros. Todos bajo de todos. Aquí te pillo, aquí te mato. ¿Quién encendió la luz? Yo le comía el coño a la Nuria. El pelirrojo de la barba y el tatoo intentaba meterme su verga en una oreja. El novio había desaparecido. La Vanesa estaba de tortilla con la Carla, la chica que nos invitó a la fiesta. El oso andaba masturbándose mientras gritaba "¡Visca el Barça!". Ocho o diez mil follaban como indios. El resto se había rendido. Dormían tirados por el suelo.

Me dije que ahora o nunca. Le di la vuelta a la Nuria y encaré mi verga con su culo carnoso. Una maravilla de culo. Calentito y bueno. Toc, toc. ¿Se puede? Al primer envión le saqué el estómago por la boca. Se la metí entera. Se la veía contenta de veras. Se movía en plan batidora, estrujándome con los músculos del trasero. Toma y daca. Kilo y medio cumplido de matarile. Lástima que el gentío no me dejara concentrarme. Carla, la chica sin tetas que tenía tetas, había acabado sus cositas con la Vanesa en plan suspiros hondos y pelvis estremecidas. Ahora las dos se revolcaban con el pelirrojo del tatoo. Alguien me alargó otro canuto de marihuana. El oso Yogui me besó en la boca y me pasó un buche de güisqui. Recuerdo poco más.

Llegué a casa vistiendo unas braguitas rojas y una falda escocesa. Llevaba en el bolsillo un papel con catorce mil números de teléfono anotados con tinta verde. No sé de quienes son. Todo es cuestión de ir probando hasta dar con la Nuria.

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