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Naufragios: Namori se está ahogando

en Grandes Series

Terminó el ejercicio sobre "naufragios" en que nos embarcamos –nunca mejor dicho-varios autores. Hoy, ya fuera de ese ejercicio, y como epílogo del mismo, desearía llamar la atención sobre un drama cotidiano que por repetido nos deja insensibles ante la desgracia. He seguido la estructura del ejercicio y he aquí el resultado.

 

 

Naufragios: Namori se está ahogando

 

Namori se está ahogando. Se siente morir. Intenta llegar hasta el madero al que se agarra Sanakha. La mar gruesa lleva leño y mujer de un lado a otro. Está a unos metros y parece alejarse. O acaso Namori nade hacia atrás. Musita una plegaria a Alá, y la adereza con jaculatorias ancestrales a los antiguos dioses, que lo cortés no quita lo valiente. Nota la lengua hinchada y una infinita pesadez en las piernas. Sanakha no le ve.. Abraza el madero con todas sus fuerzas. Ahora no parece bonita. Ni siquiera parece. Es un borroncillo oscuro en la inmensidad de la mar. Como Namori. Nadie más. Eran cuarenta y uno en la patera. Quedan ellos dos. Treinta y nueve almas buscan el camino de la nada. Jamás arribarán a Fuerterventura, la puerta de España. Namori no piensa en eso. Ni siquiera en su hermano mayor Amadou. Solo quiere llegar al madero. Llegar. Siempre fue difícil el camino. Como ahora. Así desde que nació.

Sanakkha, Amadou y Namori son mandingos. También lo es el tío Sissoko. Fue el tío quien les llenó la cabeza de pájaros. "En España se gana buen dinero –les dijo- Puedes vender por las playas. O trabajar en la construcción. O en el campo. No pasaréis nunca hambre". No pasar hambre…Ellos no tenían la llave para salir de Senegal por lo derecho. No eran buenos dando patadas a un balón. Ningún ojeador francés les ofreció un contrato como futbolistas. "Un día iremos a España" sonreía Amadou mostrando unos dientes anchos y fuertes. "Yo iré contigo". Namori admiraba a su hermano mayor. Se llevaban cuatro años escasos, y esa es diferencia que agranda a un hermano a los ojos del otro. Veintidós años y dieciocho. Y Sanakha.

Ambos hermanos conocieron a Sanakha siete meses atrás, cuando la muchacha llegó al poblado desde las tierras altas del interior. Sus padres habían muerto y vino a vivir con su tía abuela. Ni siquiera sabía una palabra de francés. Solo hablaba mandinga. Tampoco sabía ponerse el boubou. Acostumbrada como estaba a llevar los pechos al aire y vestir una falda colorada por todo atuendo –aparte, claro está de la bolsita de los amuletos y algún que otro collar-, mal digirió las costumbres de su nuevo poblado. Le molestaba la túnica, le apretaban los pantalones, no sabía cómo anudarse el fular a la cabeza. En cuanto podía se quitaba la ropa y volvía a su casi desnudez. Sobre todo cuando bailaba. Nadie lo hacía como ella. Al danzar le temblaba la grupa y el sudor se deslizaba por el canalillo de sus pechos que giraban como enloquecidos. Sus muslos eran ébano reluciente bajo el sol. Su boca, una invitación al beso. Ahora, agarrada al madero, ha perdido el fulgor de la carne. Está a un par escaso de brazadas, pero se la ve tan lejana…Amadou la cortejó en el poblado. Le hacía pequeños regalos. Incluso la invitó dos veces a tomar cocacola. Ella reía y reía, y Namori les espiaba cuando se besaban detrás de la vieja gasolinera que nadie usaba, porque hacía años que construyeron otra junto a la nueva carretera. Amadou manoseaba a la mujer, le sacaba la túnica por la cabeza, le amasaba los pechos, chupaba los gruesos pezones y el hermano pequeño casi le odiaba de tanto envidiarlo. Amadou tumbaba a la chica detrás de la oficina medio derruida, le quitaba el pantalón y se acoplaba a ella. Su grueso miembro la embestía como un búfalo impaciente. Namori les veía hacer y se masturbaba, oculto entre la maleza que invadía la gasolinera abandonada. Pensaba en Sanakha, soñaba con ella, se le había convertido en una obsesión. Ahora la tiene casi al alcance. Dos brazadas cortas y ahí está. Sanakha y el madero son la vida. El resto es Amadou que busca su camino por el fondo de los mares, y la patera que naufragó porque la ocupaban demasiados, y los demás que, de golpe, ya no están. Hace unas horas eran risas y esperanza de una vida mejor:"Cuando lleguemos a España…"Yo enviaré dinero a mis padres para que se construyan la casa". Ahora no están. Se han ido. Se hundieron como piedras. Se zambulleron en la nada.

Namori tiene frío. Tirita a dos brazadas de Sanakha y del madero. Ayer ¿fue solo ayer? embarcaron. No tenían gran idea de la distancia que habían de recorrer. Solo sabían que las Canarias estaban al norte y que, con suerte, podrían llegar allí en un par de días. Cantaban al subir a la patera. Llevaban grandes fardos, todos los llevaban, y parecía mentira que siendo tan pobres tuvieran tanta cosa. Comida y bebida, poca: Algo de agua y unas tabletas de chocolate. Llenaron el depósito de la barca de gasoil y la barca misma con sus personas. Incluso desarbolaron el palo y dejaron la vela en tierra para aprovechar al máximo el espacio. Subieron cuarenta y uno porque resultó metafísicamente imposible que cupieran más. De haber podido, hubiera emigrado el poblado entero. Era año de hambruna. Las cabras enflaquecían y no daban leche. El maíz se había agostado en los terrazas de las tierras altas. España, llena de futuro y de tesoros, estaba al alcance.

Salieron al amanecer. Casi ni podían moverse. Iban tan prietos que Amadou nada podía hacer para defender a Sanakha de las manos y los bajos vientres de los demás. Había más mujeres en la patera, pero ninguna como Sanakha. Se puso frente a ella y pidió a su hermano que se colocara detrás de la chica en una especie de emparedado carnal. Namori cerraba los ojos para retener dentro de sí la sensación del roce caliente de aquellas nalgas poderosas. Tuvo una erección tremenda y sostenida que no rehuyó Sanakha. Por el contrario, se frotaba contra él. Estuvieron así horas y aun así Namori deseó que el tiempo se detuviera, pero lo que se detuvo fue la patera. El motor exhaló una especie de suspiro doloroso y murió. A mil millas de cualquier lugar. En medio de la nada.

A la tarde se levantó el viento. La patera, desequilibrada por el movimiento de los ocupantes, se movía caprichosamente. Fue entonces cuando Amadou se apercibió de que había perdido su amuleto y enloqueció. Tomó aire, retuvo la respiración un momento y luego rompió a aullar. Era un grito animal. De bestia herida. Era un grito de muerte presentida. Comenzó a dar puñadas a quienes estaban junto a él. A Sanakha no. Tampoco a su hermano. A todos los demás. Quienes fueron compañeros de juegos y aventuras se convirtieron a sus ojos en enemigos. Alguien sacó un cuchillo. Otro, un puño de hierro. Se agitaron como una ola embravecida. La patera no pudo soportar tanto ajetreo. Volcó. Quedó con la quilla al aire. Unos cuantos pudieron agarrarse a la barca. Los más no tuvieron esa suerte. Muchos de ellos no sabían nadar. Daban unos pocos manotazos al agua y luego se hundían. Le ocurrió a Amadou. Quedó a medio aullido, sofocado por el agua que le encharcaba los pulmones. Les ocurrió a casi todos. Adiós España. Adiós Senegal. Adiós latidos. Adiós.

A la noche hubo temporal. Tal vez, cuando el destino se tuerce se empeñe en demostrar que las cosas malas pueden todavía empeorar. No se veía absolutamente nada. Los músculos se agarrotaban y el frío ponía cuchillos en los cuerpos. La mar subía y bajaba y se resolvía en espuma que ametrallaba los rostros. Fue una noche que duró siglos. Namori recitaba preces a Alá, sin olvidar a los antiguos dioses tribales, y tal vez fueron estos o puede que fuera Aquél que es el misericordioso, o quizá todos de consuno, cada cual en la medida de su poder, quienes le han conservado la vida hasta el amanecer. Ya no hay barca. Son los caprichos de la mar. Solo queda un madero al que se agarra Sanakha. También Namori, a dos brazadas cortas. Pasó el temporal. Es un hermoso amanecer.

Namori rebusca en su interior las fuerzas necesarias para llegar hasta Saanakha. Emplea la escasa energía que le resta en cada músculo y en cada tendón. Sí. Ya está. Llegó. Rodea con un brazo a la mujer y se agarra al madero.

No te preocupes, mujer. Pasó el peligro. Estoy aquí para cuidarte. Cuando el hermano mayor se va, el menor ocupa su lugar. Ahora soy yo tu hombre. Soy yo quien ha de velar por ti, quien ha de sacarte de este mal sueño. Mira a lo lejos. ¿Lo ves? Es una isla, tal vez Fuerteventura. Llegaremos nadando. Aunque quizá sea una isla para nosotros solos. En las islas desiertas no hay gasolineras abandonadas, pero tampoco importa demasiado. Habrá playas de arena rubia, y cocoteros que se asomen al mar, y arroyos de agua fresca. Construiré una cabaña para ti. Luego te sacaré los pantalones y la túnica, te liberaré los pechos y llenaré de besos chicos cada centímetro de piel. No sabes cuánto he soñado ese momento mágico. ¿A qué sabe tu boca? Cuando era niño, alguien llevó al poblado cerezas traídas de muy lejos. Seguro que tu boca sabe a cerezas. Tu boca es dulce y colorada, Sanakha. Tal vez haya delfines. Un anciano me contó una vez que los delfines acostumbran a salvar a quienes están perdidos en la mar. ¿No merecemos nosotros esa suerte? Bailarás para mí solo. Yo marcaré el ritmo golpeando un tronco hueco. Bailarás desnuda y reluciente para mí. Inclinarás el cuerpo hacia atrás ofreciéndome el vientre y mi mirada se prenderá de la negra pelambre entre tus muslos. Será volver a esos tiempos antiguos en que dicen que todo era sencillo, cuando el dinero no existía ni vivíamos pendientes de la televisión, cuando el pueblo mandinga era temido en los cuatro puntos cardinales del mundo y los muchachos reían cada noche en la cabaña grande. Será mejor que España. Al llegar a la isla comenzará la vida. Al llegar a la isla.

El mar. Inmenso. No hay tierra a la vista. Un madero solitario justo en el centro de la mar océana. Nadie agarrado a él.

Solo un madero.

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