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Julio César y yo, el pirata

en Gays

Julio César y yo, pirata

De aquí a poco seré obra muerta de mi propia nave. ¡Cómo pensar que iba a acabar crucificado! Y Cayo Julio César avisó. Me lo dijo al oído cuando nos abrazábamos, lo susurró entre beso y beso, lo repitió masajeándome la verga, lo gimió frotándose contra mí… "Yo mismo te apresaré y te daré muerte". No lo tomé en serio. Pensé que bromeaba. O ni pude pensar, porque Cayo me acariciaba con las manos y con el tono de voz y la mirada.

Tengo sed. El sol da fuerte y tengo sed. Toda la sed del mundo. Me duele cada músculo, cada coyuntura, cada tendón. Las ligaduras se clavan en mis carnes. Llevo horas, colgado de brazos, con los pies en el aire. Sufro. Mi tripulación ya alcanzó la nada. "Tú serás el último en morir – ha sonreído Cayo Julio hace horas -. Por algo eres el capitán." Si Cayo Julio sonríe el mundo cambia de color. Hasta en la cruz me impacta su magnetismo. Tiene el atractivo de los abismos y de la hoguera, pero tal vez yo no sea dueño de mis pensamientos. Quizá haya comenzado a morir. "Soy el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los hombres". A Cayo Julio César le encantan los juegos de palabras, si bien dijo verdad, porque mujer mía sí fue. Supo seducirme desde un primer momento. Bien ajeno estaba yo a que, al apresar sus naves, cavaba mi tumba.

Ni siquiera ahora puedo odiarle. Me está matando y no quiero ni puedo dejar de mirarle y admirarle. Se ha sentado en proa, cara a mí, y me observa. Cuatro meses atrás no nos conocíamos, pero ¡pueden pasar tantas cosas en cuatro meses!

Mi flota apresó sus tres naves muy cerca de la costa de Farmacusa. Se rindieron sin lucha. Tampoco hubieran podido con nosotros, éramos más y estábamos mejor armados. "Capitán, hemos cazado una buena pieza – se alborozó mi segundo-. Podremos sacar un buen dinero del rescate." Entonces conocí a Cayo Julio César. Estaba –está- en la flor de la edad, tiene veintipocos, y es elegante, y tranquilo, sobre todo tranquilo. Los piratas infundimos pánico. Cuando apresamos a alguien, ese alguien suele suplicar, llorar, arrastrarse, perder la dignidad. Cayo Julio César no. Se compuso el manto, irguió la barbilla y sonrió. "¿Cuánto vas a pedir por mi rescate?". Quise bajarle los humos y le solté la primera cantidad que me vino a la cabeza, una suma exagerada. "¿Sólo eso? –comentó con desdén- ¿Quieres insultarme? Valgo más del doble."

No me lo esperaba, lo confieso. Me descolocó y, desde aquel mismo instante hasta ahora, sigue haciéndolo. Dije "Tú lo has dicho. Eso pediré", pero no podía entender la situación. El prisionero me desconcertaba a mí, al pirata más bragado de Cilicia, al terror del Egeo, al vencedor de tantos, hasta de él mismo. Era mi presa y me trataba como si yo lo fuera la suya. "No te saldrás de rositas –pensé-. A mí no me van las chulerías. Te voy a domar. Para empezar te partiré el trasero. Eso te amansará y te hará ver quien manda." Hice que lo llevaran a mi pieza y que lo desnudaran. Ignoro el por qué pero los hombres perdemos nuestra seguridad si nos quitan la ropa. Él no. Le dejé un buen rato solo, encerrado en mi cámara, y, cuando pensé que estaba maduro, entré y le puse el cuchillo en el cuello. "No sabes con quién te estás jugando los cuartos, romano de los cojones – le advertí-. Pon el culo en pompa o te rajo la yugular." No se inmutó. Me miró de arriba a bajo y habló con voz tranquila:

- Creía que en Cilicia erais exquisitos como los atenienses. Me equivocaba. Sois torpes como los germanos o los francos, tal vez más. El sexo no es dominación, sino placer. Ven. Te enseñaré.

Ignoró mi cuchillo y buscó con la mano mi entrepierna. Di un respingo. Había poseído a algunos hombres, aunque para hacerles ver quien mandaba, no para disfrutar.

- Tranquilo. Cálmate y déjame hacer. Te gustará.

Sus dedos, sabios, emprendieron audaces excursiones, cosquillearon mis testículos, palparon mi escroto. Me apercibí de que, al acariciarme, se erguía su verga y noté que la mía se endurecía y pugnaba por semejarse al palo de la nave, enhiesta y casi vertical. Sentía excitación, pero no una excitación rotunda como la de minutos antes cuando pensaba dominarle, sino placentera, de dejarme llevar. Entonces cuando me besó en la boca. Sus labios tenían la dulzura de un beso de mujer. Su lengua jugueteó con mi lengua, la provocó, la incitó, intercambió su saliva romana con la mía cilicia. "Yo soy el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los hombres." Se lo oí decir por vez primera entre beso y beso. Empujado por un instinto que desconocía como mío, abarqué sus glúteos con las manos. Eran duros y cálidos.

- Tu vida ya ha tenido objeto – dijo entonces Cayo-. Estás haciendo el amor con Julio César. Te envidiará la Historia.

Notaba su verga rígida contra mi vientre y, - digo la verdad porque un hombre no miente cuando está a las puertas de la muerte -, lo deseé y mi mano le agarró el sexo.

- Arrodíllate y cómeme la polla –me dijo entonces.

Mi voluntad era la suya. Obedecí. Ignoro qué extraño poder tenía y tiene Cayo Julio. Hizo de mí lo que quiso. Un rato antes quería dominarlo. Ahora era yo el rendido. Embutí su tranca en mi boca, la lengueteé, la cubrí de deseo y de saliva, la hice chocar contra el fondo de mi garganta. Él rompió a reír:

- Pirata cabrón…

Aun ahora, en esta forzada posición de crucificado, moribundo de sed, dolorido hasta los tuétanos, medio muerto, casi muerto entero, siento que mi verga late al rememorar el momento en que me arrodillé frente Julio César y me rendí a la sexualidad, nueva para mí, a la que supo empujarme.

- Podemos divertirnos mientras llega mi rescate –siguió él-. Ahora fóllame.

Se tumbó en el suelo boca arriba y, al yo cubrirlo, puso sus talones en mis hombros.

- ¿Sabes? Me follas porque me apetece y porque quiero sacarte la leche.

No, no lo dominé. Era él quien mandaba. Fue él quien me agarró la verga y la colocó en su ano. Fue él quien me dijo "aprieta ahora, traspásame". Yo solo obedecía.

¿Sabes? – murmuró en mi oído - Yo mismo te apresaré y te daré muerte.

- Creí que hablaba por juego, por encenderme más. Hoy sé, en propia carne, que no. Seguro que no. Yo, crucificado, soy la prueba.

Me vacié en él. Me ordeñó. Estrujó mi masculinidad y me dejó con más ganas de sus caricias que antes de correrme.

- Ahora deseo dormir. Di a tus hombres que no hagan ruido. No me agrada que me molesten. Déjame solo.

Hubiera debido abofetearle, rebanarle el cuello, lanzarlo por la borda. Cualquiera de esas reacciones hubiera sido lógica en mí. Era pirata temido en Rodas y en Bitinia, en las costas de Anatolia y en las innumerables islas del Egeo. Cayo Julio se había dirigido a mí como a un criado, con un "déjame solo" dicho de arriba a bajo, y tal afrenta merecía castigo, pero yo estaba embobado contemplándole, saboreando con la vista su cuerpo desnudo y relajado. César no es hombre fornido, tampoco sus brazos sugieren una fuerza inmensa, ni siquiera era yo, por falta de afición y práctica hasta aquel mismo instante, buen juez de la apostura masculina, pero no podía dejar de mirarle. Mi no sé si prisionero o dueño, tenía el sexo en reposo, los ojos no. Me pareció adorable e inquietante.

- Te he dicho que me dejes.

No me apercibí que en ese momento comenzaba a crucificarme. Me fui. Salí de la cámara, de mi propia cámara, y rogué a mis hombres que no alborotaran. Obedecí. ¿Qué tiene ese hombre? "Desciendo de la diosa Venus" me confió en otra ocasión, mientras escribía en mis espalda con sus uñas, yo creí que "tequieros" y ahora sé que "tematarés". La diosa Venus… No creo en los dioses romanos, tampoco en los griegos ni en cualesquiera otros. No creo en nada, pero Cayo Julio César está hecho de pasta de dios. No hay otra explicación. No hay otra.

No puedo respirar. Me pesan el calor y la asfixia. Me llena el dolor, un dolor total y redondo. Soy una llaga, una ulceración, un buque desarbolado en el fragor de la agonía. Cayo Julio me masturbaba y me decía "eres un pirata cabrón". Cayo Julio reunía a mi tripulación y comenzaba a hablar de cualquier tema. Nosotros le escuchábamos embobados y, al finalizar su parlamento, guardábamos silencio. "Sois unos asnos bárbaros e ignorantes. No sabéis saborear un discurso" nos insultaba entonces. Cayo Julio César me tomaba y me abandonaba a voluntad. "Hoy seré yo quien te folle a ti". Yo no quería, hasta ahí podríamos llegar, mi resistencia a ser poseído era baluarte último de lo que yo entendía por hombría, pero le decía "no" y abría el compás de los muslos, alzaba la parte inferior del cuerpo, le invitaba a entrarme, le abrazaba, le atraía hacia mí.

- Eres el mundo ¿sabes? Y yo te domino y escarbo en tus entrañas.

Atardece. No tendré otra oportunidad de ver el sol. Cayo Julio me observa. Está frente a mí, si alargara el brazo podría tocarme, pero no mueve un músculo, ni siquiera parpadea. Solo mira. Observa mi agonía con frialdad, con desapasionamiento. No creía que fuera así. No, jamás le conocí por más que paseara mi fiebre por su piel. Me pellizcaba las tetillas, me lamía la verga, se la lamía yo. Quisiera engolfarme en el recuerdo de los encuentros amorosos para atenuar el dolor de mis últimos momentos. Resulta absurdo. Tengo mujer en Creta, querida en Rodas, amigas en Mileto y ahora, cuando la vida se me escapa, no pienso en ellas ni en sus abrazos, sino en la verga enhiesta de quien me tortura.

Cuando sus hombres trajeron el importe del rescate se despidió de mí sin besarme siquiera. "Volveremos a vernos pronto y ya sabes" dijo. No le creí. Para mí fue sorpresa avistar su flota semanas después. Me rendí sin lucha, que al fin y al cabo el gobernador romano era amigo –sabía apreciar mis regalos- y estaba seguro que me dejaría libre de inmediato. No contaba con que Cayo Julio César pasara del gobernador y me juzgara y condenara él mismo. Esta misma madrugada ha venido a verme. Yo estaba atado y tirado en el suelo de la cámara en que tantas veces hicimos el amor. "Deseo darte una satisfacción antes de crucificarte. Mira" me ha dicho. Se ha desajustado la ropa y, desnudo de cintura para abajo, me ha exhibido su verga semierecta. Luego ha comenzado a masturbarse con lentitud mientras me miraba muy fijo a los ojos. Me analizaba, me estudiaba como si yo fuera un insecto. Movía la mano atrás y adelante. Su sexo crecía. "Hoy vas a morir" me ha dicho sin parar de acariciarse. Se ha arrodillado. Yo tenía su polla a medio palmo de mi rostro. Me hipnotizaba verla. Era hasta absurdo que estuviera tan viva mientras yo me hallaba tan próximo a la muerte. Se ha puesto a jadear. "Pirata cabrón…" Ha acelerado el ritmo de su masturbación y su verga se ha hinchado e hinchado hasta estallar en chorros de semen que me han embarrado la cara.

- Ahora ya puedes morir tranquilo. Llevas en la piel esencia de dios.

Esencia de dios… Cae la noche sobre el puerto de Pérgamo, sobre la nave, sobre mi tripulación que pronto el verano empezará a pudrir, sobre Cayo Julio César, sobre mí. La noche es muerte que acuchilla las entrañas. Antes era amor y brazos enlazados y gloria que empalaba y ano complaciente. Ahora es agonía. Sé que me queda poco. Instantes de vida. Me columpio en los últimos latidos de mi pecho, en el aire postrero que se resiste a oxigenarme los pulmones. Sé que me queda poco, Cayo Julio César. Solo tengo un último deseo. Que vuelvas a embarrarme el cuerpo con esencia de dios, que domines mi mundo, que domines el mundo, que lo crucifiques como me crucificas. Desnúdate de nuevo, quiero morir con el recuerdo de tu verga impreso en mis retinas, ¡qué muerte de pirata!

Quiero morir, no quiero, hombre de las mujeres y mujer de los hombres. Mujer mía que mata. Mi mantis religiosa. Hombre al que nadie gana en eso de ser hombre. Noche. Noche cerrada. La nada sin tu verga. Tu verga. Y luego nada…..

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