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Megan sigue siendo virgen

en Jovencit@s

Megan sigue siendo virgen

Abriste el portal con el llavín y, sin saber por qué, miraste a tu izquierda. La viste. Venía por la calle, muy próxima a las fachadas de las casas. No era alta. Tampoco espectacular. Era una niña. Doce o trece años. Pelo castaño. Blusa blanca y falda tableada, un par de dedos por encima de la rodilla, que dejaba al descubierto una piernas morenas. Normal en apariencia, pero tenía algo. Una especial hondura en la mirada. Una fuerza interior. Un imán. Un no sé qué. Te dio un vuelco el cuerpo. Hay una película antigua, "Muerte en Venecia", en que el protagonista encuentra a un muchachito y se desbarata. Algo así te ocurrió cuando viste a Megan –todavía desconocías su nombre-, solo que, en tu caso, era una muchachita, no un muchachito, quien te sorbía el seso.

Se acercó con pasos menudos. Demoraste la apertura del portal para contemplarla a tus anchas. Llegó a tu altura. Te miró –ojos oscuros, profundos, inocentes- y te saludó:

-Buenas tardes.

Acabaste de abrir el portal. Pasó, muy decidida y llamó al ascensor. La seguiste como hipnotizado.

-Nos hemos mudado hoy. Me llamó Megan –te informó- Voy a la séptima planta ¿y tú?

-A la novena. Y me llamo Alex.

No reconocías tu propia voz. Te salía como estrangulada. Uno no se enamora todos los días. Estabas a muy pocos centímetros de Megan, en la forzada intimidad de la cabina del ascensor, tan cerca y al tiempo tan lejos. Te hubiera bastado alargar una mano para acariciarle los párpados, la naricilla, el óvalo perfecto del rostro. Tus dedos hubieran contorneado la línea de sus labios jugosos. Hubieran sabido de la electricidad que corría por su piel. Hubieran rozado con las yemas su nuca, el nacimiento de su cuello, su barbilla…Eso pensabas, y quizá la urdimbre de tus pensamientos asomó a tu mirada, o tal vez no lo hizo, que las casualidades tienen también su papel en esta vida, pero fue el caso que el rostro de Megan se convirtió en sonrisa, en una sonrisa total y luminosa, hecha de inocencia de niña y de sabiduría de mujer entremezcladas, una sonrisa por la que perderse. Si alguien ha visto sonreír de ese modo a una niña-mujer, entenderá de qué hablo. Si no la ha visto, resulta inútil intentar explicarlo: no lo comprendería. Megan te sonrió y te rendiste a su sonrisa. Se te metió dentro de la cabeza.

-¿Sabes matemáticas? –se echó hacia atrás un mechón de pelo- Podrías darme clases.

El ascensor había llegado a la séptima planta. Megan salió y siguió sonriendo. Mantenía la puerta de la cabina abierta.

-Te gusto ¿verdad?

Te quedaste de piedra. Lo último que esperabas escuchar. Una cría de apenas trece años te ganaba la partida. Te llevaba por donde quería. Sonreía sujetando la puerta. Podía retenerte o enviarte a la novena planta a voluntad. Bailabas a su son.

-Me caes muy simpática- acertaste a hilvanar con un hilo de voz.

-Acuérdate de las clases.- Y dejó que la puerta de la cabina se cerrara.

Ni palabra en casa. A los pocos días, tu mujer:

-He estado en casa de los nuevos vecinos. Tienen una niña preciosa.

Una niña preciosa: Megan dio brincos por tu sangre, ensayó cabriolas en la boca de tu estómago.

-Ahora que lo dices…Creo que el otro día coincidí con ella en el ascensor. Me pareció muy normalita.

Mentir como un bellaco es la primera obligación del hombre casado.

Un par de semanas después, diste a Megan la primera clase. Sería largo de contar como se enlazaron mil o dos mil casualidades para que así fuera. Baste decir que Megan parecía encantada de recibir clases, tú eras feliz por darlas, tu mujer estaba radiante porque Megan le caía de cine y la madre de Megan se sentía muy agradecida por lo buenos vecinos que erais. Todos contentos.

Primera clase. Estabais en la salita. Un sofá en ele y una mesa baja de cristal. Tu mujer salía y entraba –"¿quieres un vaso de leche con galletas, Megan?"-. Tú procurabas que los nervios no te delataran demasiado.

-La ecuación de segundo grado se caracteriza porque la incógnita se halla elevada al cuadrado…

Hablabas. Megan te escuchaba con atención. Sorbía tus palabras. Su mirada se prendió de tu mirada. La sujetó. Hablabas y sus ojos eran pozos que te atraían con fuerza. Te llamaban. Estiraban de ti. Te alargaban manos invisibles para atraparte. Te invitaban a dar un salto en el vacío. Te empujaban hacia un abismo insondable y marrón. Tu mujer rompió el hechizo:

-¿No os importa que os deje solos? He quedado con mi hermana.

Le aseguraste que no os importaba y tu mujer se fue. Entonces –juro que esto no es inventado, que pasó tal y como lo cuento- Megan te dedicó la más ingenua de sus sonrisas y, como quien no quiere la cosa, dijo:

-¿Te gustaría palparme el cuerpo? Pálpame, pero no pases de ahí. Si te pasas, diré que eres de esos señores malos que dan caramelos a las niñas para aprovecharse de ellas.

La ecuación de segundo grado se te atragantó a la altura de la nuez de Adán. "Pálpame". Había dicho "Pálpame". Por si quedara todavía alguna duda, se sentó en tus rodillas. Pusiste tu mano en su muslo. Era seda. Gloria. Campo florido. Dejaste resbalar los dedos en viaje imperceptible que comenzó bajo el borde de su falda y fue ganando fuego al remontar la pierna y llegar a la braguita. Megan no se movía. Te dejaba hacer. Seguiste sobándole las ingles, presintiendo cálidas humedades, en tanto desabrochabas la blusa con la otra mano y le buscabas los pezones: dos duros botoncillos en tímido relieve. El corazón te ametrallaba el pecho. Creías soñar. Su tacto suave. Su calor. Su estómago. El ombliguillo, adonde llegaron tus dedos impacientes para, desde allí, introducirse bajo la goma de la braguita y contornear el vientre cálido y liso. El pubis. Un atisbo de pelusilla te cosquilleó en las yemas de los dedos. Los labios gordezuelos del sexo. La hendidura, mojada de jugos. Te faltaban manos. Querías palparle a la vez pecho, entrepierna y trasero. Tu verga era hierro al rojo. Dinamita a punto de estallar. Un grito, sofocado por la tela del pantalón. Megan te miró recto a los ojos:

-Se hace tarde-dijo.

Te tomó por las muñecas y te apartó las manos. La dejaste hacer. Bajó de tus rodillas y se recompuso la ropa.

-Hasta el martes.

Se fue. Lisa y llanamente, se fue. Te dejó con la miel en los labios. Sin capacidad de reacción. A madia caricia. A medio calentón. Corriste al baño y te masturbaste, más por necesidad que por placer. Megan. Su aroma impregnaba tu piel. Oliéndote, la olías. Megan. Su recuerdo te mareaba las ideas. Megan. ¿ Wladimir Nabokov pensó en ti al escribir "Lolita"? ¿Era profeta? Megan te había dicho "Pálpame". La palpaste y eso solo sirvió para que tu sed creciera.

Mal dormiste aquella noche. Al día siguiente –era miércoles- no diste pie con bola en el trabajo. A media mañana, y en plena reunión con el jefe de ventas, un mensaje en el móvil: "¿Te gustó palparme? El martes más". Creíste que ibas a volverte loco.

Jueves. Viernes. Sábado. No te topaste con Megan. Lo procuraste. No tuviste éxito. El domingo por la mañana otro mensaje en el móvil: "Faltan dos días." Dos días. Dos eternidades. Mira por donde, tu mujer te lo agradeció. Ibas como un toro, día y noche con la verga tiesa, y ella te aliviaba las tensiones. "El martes podías aprovechar para salir con las amigas" le sugeriste entre revolcón y revolcón. "¿El martes? ¿Qué tienes que hacer tú el martes, que no me quieres en casa?". "¿Yo? Nada. Solo darle clase a Megan". "Ah!-se tranquilizó ella- Llamaré a Marta e iremos de compras. Así podréis estar tranquilos". Perfecto. Sin moros en la costa. El martes.

Llegó el día.

Tu mujer salió de casa a las seis en punto de la tarde. Megan llamó a la puerta a las seis y veinticinco. Nunca veinticinco minutos duraron tanto. Le abriste. Estabas tan nervioso como muchos años atrás, en tu primera cita. Pasasteis a la salita.

-Hoy no me he puesto braguitas.

Y, tal vez para que la creyeras, se subió la falda hasta la cintura y se exhibió ante ti. Turbadora. Tentadora. Desnuda. Perfecta.

-Puedes chuparme y lamerme, pero nada más- siguió- Yo también te chuparé, pero ahí acabará la cosa. Si vas más allá, diré que has querido abusar de mí.

Te zambulliste entre sus muslos. Te lanzaste entre ellos con lengua ávida y deseo aullador. El adorable sabor de su sexo…Sabor a mar limpio, de olas rizadas sobre arena rubia. Sabor a primavera. A mañana de Abril. A flores carnosas de azahar. Sabor a Megan. Lamías la hendidura vertical, los tiernos pelillos recién nuevos que no raspaban, sino que acariciaban las comisuras. Buscabas, goloso, las gotillas primeras de sus jugos secretos. Ella abría las piernas. Se ofrecía al batido de amor. Tú la ensalivabas. Introducías la punta de la lengua en la secreta cueva de su entrepierna. Prendías su clítoris con los labios. Lo masajeabas, lo estimulabas, lo hacías crecer en tu boca. Megan gemía. Te asió la nuca con sus manos y te mantuvo entre sus muslos acogedores. Te hubieras pasado la vida allí. Pero también deseabas morderle los pezones, bucear en su boca, enlazar tu lengua con la suya, atar la una a la otra, y besarle las nalgas, separarlas y buscar su moreno botoncillo, íntimo y carnoso.

La envolviste en beso. Tu lengua recorrió los infinitos caminos de su cuerpo. Era la tuya una caricia dolorosa, porque el sexo te pulsaba entre los muslos, te martilleaba el vientre, gemía con desespero. Mordiste sus pezones rosados. Lamiste su trasero blanco. La adoraste. Luego, cuando chapoteabas en milagros, ella te dijo:

-Déjame ahora a mí. Túmbate en el sofá.

Obedeciste. Te despasó el cinturón y te bajó la cremallera de la bragueta. Manipuló tu verga rígida y dura hasta conseguir liberarla de su encierro.

-Tu cosa está muy malita. Tendré que darle besitos para que se cure.

Hablaba como lo haría una niña a su muñeca preferida. Con lengua de trapo. Con mimo. Subrayando las palabras con gestos. Tomó la verga entre las manos, inclinó la cabeza y besó ligeramente el glande. Te estremeciste. El último sol de la tarde daba al sesgo en su cabello castaño nimbándolo de oro. Abrió la boca y atrapó la verga con los labios. Propinó un ligero lengüetazo en su parte inferior. Algo así debe ser el cielo. Todo tú te sentías verga. Cuando la comía, te comía a ti entero. Despertaba terremotos en las más íntimas estructuras de tu carne. Solo tú existes, mi dulce Megan. Te chupaba, cosquilleaba su lengua en tus zonas más sensibles, se acoplaba a tu empuje de taladro. Chocaste contra el fondo de su garganta. Luego se apartó de ti y te dijo en susurro:

-Córrete en mi cara.

Le embarraste la frente. Las mejillas. Los párpados. El nacimiento del cuello. Te vaciaste en su rostro. Megan sonreía. Te descargabas en ella y sonreía. Te miraba con sus ojos profundos y niños y sonreía. Fuiste calmándote. Se apaciguó tu respiración. Menguó tu verga.

-Voy a lavarme la cara.

Estuvo apenas un minuto en el cuarto de baño. Cuando volvió, no se acercó a ti.

-Es tarde ya.

Y se fue.

Nunca la has vuelto a ver. Su familia se mudó de nuevo sin dejar señas. Sabes que fuiste para ella una especie de aprendizaje, un paso en su camino hacia algo más grande. Megan quería ser modelo. Buscas en Internet por si das con fotografías suyas. Jamás te perdonarías que sus rasgos se te borraran de la memoria. Hace poco encontraste unas fotos que te la recordaban. Pero no es ella. No. No lo es.

Puede que alguno de los que lea este relato se tope una tarde, al llegar a casa, con una nueva vecinita. Megan debe tener ahora casi catorce años. Si da con Megan, si se asoma a sus ojos oscuros, si pierde el sentido por ella como tú lo hiciste, desearías que le diera recuerdos tuyos y que le dijeras que nunca olvidarás aquellas dos tardes en que tocaste el cielo.

Ojalá, si eres tú quien la encuentras, tengas más suerte. Porque, de momento, Megan sigue siendo virgen.

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