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Un señor revolcón

en Sexo Virtual

Un señor revolcón

No sé como conseguiste mi dirección de e-mail, ya que no está a la vista en mi ficha de autor de Todorelatos. Me enviaste un correo electrónico diciendo que te encantaban mis narraciones. Me cayó la baba de gusto. Los autores somos muy sensibles al halago. La vanidad nos puede. Te contesté, volviste a escribirme y, para no hacerlo largo, a poco nos fuimos sincerando con esa confianza que da el no vernos las caras e incluso ignorar nuestros nombres. En un momento dado de nuestra relación epistolar te propuse escribir un relato erótico a tu medida. La idea te pareció de perlas. Me confesaste que te excita imaginar que te humillan y te insultan, que te humedece los bajos pensar que abusan de ti y te atropellan y que te calienta a tope fantasear con que te acercas a desconocidos en los bares y te ofreces a ellos. Decidí incorporar esos elementos al relato que me rondaba por la cabeza y que pretendía situar en un Casino de juego. Así surgió la narración que a continuación trascribo y que lleva por título.

Hagan juego, señores

"Dieciséis rojo, par y falta"

He perdido. Tampoco importa. Jugué diez euros al negro por jugar algo. Por tener una excusa para seguir en la ruleta y mirarte a mis anchas Me fijé en ti al entrar en el Casino. Eres la croupier que está más buena. Delgada. Morena. Ojos negros. La Carmen de España. Te imagino, típica y tópica, clavel en boca y navaja en liga sobre piel de sol y de aceituna. Me pones.

"Juego abierto. Hagan sus apuestas".

Llevas camisa negra decorada con cristalitos que juegan a ser brillantes. Me pregunto cómo serán tus pechos. La camisa dice bien poco. No te ciñe como yo quisiera. Intento desnudarte con la vista. Dos pechos. Dos. Y ¿por qué no? Es un presentimiento. Dejo la ficha en el número ahora mágico para mí.

El pequeño casino está animado. Mujeres maduras en máquinas tragaperras que de vez en cuando organizan un pequeño escándalo al dar algún premio. Los consabidos jugadores solitarios de blackjack. Grupos abigarrados en las tres mesas de ruleta. En la mía –en la tuya- un grupo de chinos que juegan con desesperación, dos señores mayores, una pareja de recién casados y, a mi derecha, un chica delgada con vestido descotado.

"No va más".

Antes de acomodarme en la mesa me he dado una vuelta para mirarte el culo. Menos mal que tengo imaginación. Llevas falda negra hasta los pies que nada dice ni nada sugiere. He de concentrarme en el rostro. Tienes boca de chupona. Me enciende. Solo de verla se me está poniendo la verga juguetona.

Cae la bola en la casilla. ¿El dos?

"Veintinueve negro, impar, y pasa".

Bueno, no se puede ganar siempre. La chica delgaducha de mi derecha sonríe de oreja a oreja cuando depositas frente a ella un montón de fichas.

"Juego abierto. Hagan sus apuestas".

¿Cómo te llamarás? Seguro que tienes un nombre sólido. De los de antes. Nada de Esther, de Tatiana o de Vanesa. Me pones cachondo. Imagino que te tumbo sobre el tapete y te arranco la ropa mientras la rueda de la ruleta sigue girando. Sonrío. Sería hasta romántico follarte entre fichas de colores. Y que tú, mientras te estuviera comiendo los pezones, echaras una ojeada a la rueda y en un alarde de profesionalidad gimieras: "Cuatro negro, par y falta…".

¿Cómo ocurriría? Tú estarías, estás, pagando las apuestas ganadoras y recogiendo las perdedoras. Doy unos pasos y me coloco detrás de ti. No. No vale. No quiero tumbarte sobre la rueda de la ruleta. Quiero hacerlo sobre el tapete verde. Me pongo a tu izquierda. La sorpresa es fundamental. Te atraigo hacia mí con la mano derecha y te empujo a la vez en el costado con la izquierda. Perfecto. Quedas tumbada en el tapete con las piernas colgando fuera de la mesa. Saco la navaja del bolsillo –siempre la llevo por si se presentan casos como éste- y te rasgo la falda de arriba a bajo. Te coloreas. El forro de la falda ahora partida en dos es color rosa fucsia. Tus muslos morenos se agitan sobre el fucsia, el fucsia se remueve a tu impulso sobre el verde del tapete y hay fichas amarillas, verdes, rojas y azules bajo tu cuerpo y en tu alrededor. Apenas ha trascurrido un segundo desde que te he tumbado en la mesa y te he dejado sin falda. Se produce una coral exclamación de asombro.

Sonrío con circunspección, te doy una palmada en el muslo y pregunto educadamente a mis compañeros de mesa:

"¿Nos la follamos?".

Los chinos rompen a parlotear en ese idioma incomprensible que se gastan. Una vez alcanzado un acuerdo, callan, se bajan las cremalleras de las braguetas y sacan unos miembros descoloridos y flácidos. Los señores mayores no pierden el tiempo. Te quitan las bragas y, con manos ávidas, te palpan las carnes. Los recién casados pasan de ti y se besan apasionadamente. La chica delgaducha se pone en pie, se saca el vestido, lo pliega con cuidado y lo deja sobre un taburete. Luego se despoja de las braguitas y del sujetador y, desnuda como un gusano, se tumba a tu lado en el tapete y abre las piernas para lo que gustemos mandar. El resto de jugadores y empleados del Casino no repara en nosotros. Sigue a lo suyo. El juego es entretenimiento que entretiene de veras.

Intentas incorporarte. En vano. Uno de los chinos –el más bajito- te aprieta las tetas por sobre la camisa. Otro pretende lamerte el coño. Los señores mayores te pellizcan el culo. Los restantes chinos se dedican a la flacucha que todavía tiene manos para acariciarte una mejilla. Yo no te he tocado todavía. Tiempo habrá. Ahora pretendo demostrarte –tú solo lo intuyes- que eres un putón, una cerda, una cabrona. Te lo repito mil veces al oído mientras varias manos te estrujan, te soban, te palpan, te buscan los agujeros. Las pollas de los chinos se han puesto más puestas, pero no son nada del otro mundo. Comienzas a reaccionar a los estímulos. Te late el cuerpo, que convierte la excitación en sacudidas rítmicas. Un chino pretende sodomizarte con el mango del rastrillo con que recoges las fichas perdedoras. Otro, que consiguió no sé cómo quitarte la camisa y el sujetador, deja caer fichas en cascada sobre tus pezones. Gimes y ríes a la vez. Saboreas este sentirte sucia, utilizada, despreciada. Odias como te están tratando y quisieras que este momento no acabara nunca. Alto. Ahora ya es tiempo. Ya te prepararon para mí. Los chinos se esfuman porque la historia es mía y en ella ocurrirá lo que me apetezca, y los señores mayores te dan sendos besos de despedida en los pezones, recomponen sus trajes y se marchan al bar a tomar unas copas y la chica delgaducha baja de la mesa, se viste y se queda mirándonos. ¿Los recién casados? Siguen haciéndose arrumacos. Quedamos tú y yo. Me acerco y te beso.

Hay besos y besos. Ninguno como éste. Es primero un tanteo de labio contra labio, ligero roce, contacto todavía tímido en que cada milímetro de labio se sensibiliza al placer de besar. Se humedece luego la caricia, las lenguas comienzan a inquietarse, casi tiemblan tras la frontera de los dientes. Oprimo con mis labios los tuyos que se entreabren, te mordisqueo, y mi lengua se zambulle en calor mojado en busca de tu lengua. Solo cuando la encuentro me aparto un momento, lo justo para llamarte "puta", y vuelvo adónde estábamos, a formar ese nudo imposible de lenguas que nos empuja a cerrar los ojos y a explorarnos los cuerpos con las manos. Gitana. Gitana española. Gitana española experta en vocear "catorce rojo, par y falta". Estás sentada sobre la zona de los impares, culo moreno. Te estimulo los pezones con los pulgares. Los pellizco. Les clavo ligeramente las uñas.

Me siento también en el tapete verde y te coloco, sin dejar de besarnos, cara a mí y sentada sobre mis muslos, con tus piernas rodeándome la cintura. Mi verga entra en tu coño a la primera. Me llega, desde lo más hondo de tus entrañas, el tsunami de tus jugos. Te atrapo los glúteos con las manos abiertas, las engarfio en ellos, te llevo y te traigo, te dirijo, mientras la flacucha nos contempla jadeando, los señores mayores siguen en el bar, los recién casados se miran a los ojos y los chinos se afanan recogiendo del suelo fichas que van cayendo de la mesa con los vaivenes de nuestro revolcón.

Pero no. Esto se ha adocenado. Se ha convertido en un polvo tradicional. Tú mereces algo más guarro. No hemos de olvidar que estás descubriendo lo puta que eres. A ver: ¡Chinos y señores mayores, a escena! Los recién casados no hace falta que vengan. ¿La flacucha? Puede quedarse mirando con la condición de que se arremangue la falda, se quite las bragas y se toque. Tú estás tumbada boca arriba sobre el tapete verde y los chinos, los señores mayores y yo estamos de pie, en torno a la mesa, con las vergas erguidas apuntándote. Vas acariciándolas con las manos, pasando de unas a otras, procurando que ninguna se quede sin su ración de tacto. Eso no te basta. Te pones a cuatro patas en el tapete, como una cerda, como una perra, y lames nuestras pollas. Giras sobre las rodillas en sentido contrario a las agujas del reloj, como si estuvieras en la rueda de la ruleta y tu lengua fuera la bola pasando por los números, tu lengua por la vergas, rápido primero, luego demorando más y más el ritmo del giro hasta detenerte frente a mí y dedicarte a chuparme el miembro, a engolosinarte, a llenarte la boca y sentirlo contra el fondo de la garganta. Saboreas la caliente dureza de la verga del macho. Los demás se masturban y te insultan, los señores mayores en español, los chinos en su absurda jerga. La flacucha se espatarra y se frota la entrepierna con la "perindola" –la llamo así, desconozco su nombre exacto- que se coloca cada jugada en el tapete sobre el número premiado.

Hay un aullido, un hondo gemido primario cuando estalla el orgasmo colectivo. Te llueven chorros sincopados de semen sobre el cuerpo, esencia de hombre derramándose en ti, bañándote, si no en la realidad, al menos en mi imaginación y en mi relato.

Pero basta de locuras. Hay que volver a la realidad. Reconstruyamos la escena. Estamos jugando a la ruleta en un Casino de la costa mediterránea. Tú vistes camisa y falda negras, la camisa adornada con cristalitos. El último número que salió fue el veintinueve. Pagaste a los ganadores. Recogiste las fichas perdedoras. Yo imaginé el resto, lo que nunca ha ocurrido. No hubo orgías en la mesa. Nadie perdió la compostura. Pero la cosa ha tenido su gracia.

Me echo a reír. Me miras, desconcertada. Me encojo de hombros y te guiño un ojo. Sonríes levemente y sigues a lo tuyo:

"Juego abierto. Hagan sus apuestas".

Estoy seguro de que te van a relevar pronto. El trabajo de los croupiers requiere mucha atención y han de descansar de vez en cuando: Relajarse, ir al servicio, fumar un cigarrillo. Esas cosas. Me he fijado en la puerta por la que se retiran y estoy preparado para dar el paso. Echo una ficha de diez euros al rojo.

"Treinta y seis rojo, par y pasa".

Alguna vez tenían que ganar los moros. O que perder menos. Tanto da.

Se acerca otro croupier a la mesa. Es el cambio de turno. Hora de moverse. Apilas fichas, le dices algo al sustituto y te diriges a la puerta. Al llegar junto a mí –me desplacé para que tuvieras que pasar por mi lado- te susurro al oído:

"Puta ¿a qué hora terminas? Hoy te voy a meter polla hasta por las orejas".

Te paras en seco.

"¿Cómo dice?"

"Me has oído perfectamente, golfa. Cuando vuelvas a salir, pon el móvil en modo de llamada por vibración y colócatelo en la entrepierna sujeto por las bragas. Y, cuando salgas, dame tu número."

Te pasas una mano por el pelo y te muerdes el labio inferior.

"¿Cómo?"

Hablas con voz ronca, muy distinta de la que empleabas un minuto antes en la mesa de ruleta.

Abres la puerta y sales del salón sin aguardar mi respuesta. Miro el reloj: la una y media. Tardarás unos veinte minutos. Me apalanco en la barra del bar y pido un Ballantines sin hielo. Y a aguardar. Porque sé que las cartas están repartidas y juego con ventaja. Fue la forma de mirarme, el modo de morderte el labio cuando te llamé puta. Te va la marcha. Te pierdes porque te den mala vida. Te apetece que te llamen puta porque todavía no has descubierto lo puta que puedes llegar a ser. Esta noche te darás cuenta. Por estas.

Permanezco atento a la puerta por donde entran y salen los empleados. Diez minutos. Quince. Veinte. Veinticinco. Vuelves a la sala. Te salgo al encuentro. Y sí. Me alargas un trozo de papel con el número del móvil. Estás en el bote, chiquilla.

Relevo de croupiers. Toda la ceremonia.

"Juego abierto. Hagan sus apuestas".

Evitas mirarme. Echo una ficha de diez euros al tapete. Ni me fijo donde cae. Marco tu número en mi móvil y aguardo tu reacción. Primera llamada. Tienes un amago de respingo, pero te dominas.

"Veintisiete rojo, impar y pasa".

La primera sílaba del "pasa" ha coincidido con la segunda señal de llamada. Se te ha quebrado la voz. Has hecho un gallo. Acusas el impacto. Te tiembla el pulso cuando pagas los premios y recoges el resto de las fichas.

Sé que todavía no has aprendido a disfrutarlo. Solo te sorprendes. Tiempo habrá. ¿Te imaginas? Cada par de segundos te vibrará el móvil sobre el monte de Venus; tal vez, si has sido lista al colocártelo, te vibrará en la zona del clítoris. Al principio es solo sorpresa, luego tomas conciencia de que está ahí, y boba serías si no le vieras el lado bueno. Tal vez no llegue a producirte un orgasmo, pero te dejará a punto de caramelo para lo de luego.

A punto de caramelo estás cuando nos reunimos a la salida. Quedar contigo me ha costado doscientos euros que perdí de diez en diez. Una magnífica inversión. Es muy tarde, no hay casi nada abierto, pero lo tengo todo pensado. Aun no terminó tu preparación. Vamos al bar del Mercado de Abastos. No cierra en toda la noche. Los camiones entran y salen. Algunos, una vez han descargado, aparcan frente al bar.

Entramos. Ya no llevas el uniforme del Casino. Vistes un top y una mini: chica moderna, puta fina, una mezcla de las dos. Nos acercamos a barra y nos encaramamos a sendos taburetes. El ron sabe bien. Es legítimo.

"A ver si eres lo bastante putón para follarte a esos dos"

Te señalo un par de hombres maduros, camioneros de seguro. Uno es calvo y grueso, los brazos, dos jamones, y las manos de pedernal. El otro canoso y muy delgado. No cumplen los cincuenta.

"¿Crees que no soy capaz?" me provocas.

"No lo sé. Me gustaría verlo".

Te apartas una greña que te cae sobre los ojos, te pones en pie y te diriges a la mesa en que están los dos hombres. Caminas con decisión. Estás buena, golfa. Sé poco de ti. Ni siquiera conozco tu nombre. Tampoco te he visto ni el culo ni las tetas, que lo que imaginé, en imaginación se queda. Caminas con decisión. Son cinco pasos exactos.

"¿Me invitáis a un café?" preguntas.

Se os oye bien desde la barra.

"¿Y por qué tendríamos que invitarte?" se interesa el gordo.

"Porque –y te sientas con ellos mientras sigues hablando- si me invitáis os pegaré una señora mamada."

El tipo delgaducho abre ojos como plazas de toros. El gordo se lo toma con más calma.

"Me gusta el negocio" comenta.

Pide el café y paga las consumiciones.

"Ese señor que está en barra quiere mirar" me señalas.

"Por mí que mire lo que quiera –se encoge de hombros el camionero- pero si intenta tocarme le parto el alma."

Cinco minutos después estamos junto al camión, yo apartado unos metros, pero con vistas, que el alumbrado es bueno.

El gordo es líder de la pareja de camioneros. Toma la iniciativa. Te obliga a arrodillarte en el asfalto.

"Sácame la polla y empieza la faena, buscona. Si es que te cabe en la boca, claro."

Le bajas la cremallera y extraes una verga gruesa y palpitante de su bragueta.

"Como me claves un diente, te hostio."

Lames la punta del capullo rojo e hinchado. Te embutes el cacharro en la boca e inicias un rítmico vaivén. El otro hombre se te pone detrás, inclina el tronco y te amasa los pechos.

"Está buena la muy puta –rezonga- Tiene las tetas duras."

"Y la chupa de cine" conviene el gordo.

Dos rojo, par y falta. Pero no falta nada. Ellos son dos, un par al rojo vivo, pero no falta nada. Huele a gasoil y a grasa. También a salazones, posible carga del camión. Son las cinco y diez de la mañana y estás arrodillada en tierra chupándole la polla a un cincuentón gordo y calvo del que desconocías la existencia un cuarto de hora atrás, mientras otro tipo, al que tampoco viste antes, te aprieta las tetas. Y yo mirando. ¿Eres puta o no eres puta, corazón? ¿Puede humillarse más a una mujer?

Sí. Se puede. El gordo te aparta, te incorpora y te pone de espaldas a él, culo en pompa, la cabeza apoyada en la rueda delantera izquierda del camión. Te rasga las bragas y te monta a lo perro. El otro te pone la polla en la boca.

"Así, cerdita- te anima el flaco- Ahora gánate el café que te hemos pagado."

El gordo te mete viajes de partirte en dos; tan fuerte empuja contra tu coño. Tú follas, chupas, mamas, recibes, separas más los muslos, lames, y el gusto de sentirte un trozo de carne utilizado, una basura palpitante, te llena de jugos las entrañas.

Otra vuelta de tuerca. La explosión de semen te inunda la boca. Una última arremetida en la entrepierna. Luego el gordo saca su verga de tu vagina y descarga en tus glúteos. No se despiden. "Es tarde. Vámonos" decide el calvo. Se recomponen la ropa y suben a la cabina del camión. Ponen el motor en marcha. Se largan.

Respiras hondo. Intentas recuperar la compostura.

Ese es el momento en que se cierra el círculo y decido invitarte a que vengas a mi casa. Quiero enseñarte mi mayor tesoro: Seis cartas de amor, escritas de puño y letra de Eva y dirigidas a la serpiente del Paraíso.

Te aseguro que son auténticas. Eva misma las puso, una a una, en mi boquita de culebra.

Todavía hoy vuelvo a ser serpiente de vez en cuando en recuerdo de los viejos tiempos.

Por cierto ¿te gustaría que te entrara una serpiente en el coño, mala puta?

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Hasta aquí el relato. Nada más terminarlo, te lo envié por e-mail confiando, no en que te gustara, sino en que te excitara. Lo había escrito con esa única intención. He aguardado con impaciencia tu respuesta. Me ha llegado esta misma mañana. Me dices:

"Quería leer tu relato en un momento relajado. Hoy estaba sola y he podido disfrutar leyéndolo sin ningún tipo de interrupción. Me desnudé para poder disfrutar de mi cuerpo y de mi imaginación. Me puse en situación, traté de imaginarme la escena y a mí en ella (me encantó ser la protagonista). Pude sentir los ojos de alguien sin cara real para mí, pero que iba teniéndola a fuerza de imaginarla, y eran, los suyos, ojos de deseo que manchaban y por eso mismo me encendían. Me imaginé indecisa sobre si darle o no mi número de teléfono. Me excitó sentirme manipulada y obligada a hacer lo que solo se atreve a imaginar mi mente perversa. Lo sucio y humillante del relato y los insultos al oído me retumbaban como un eco al compás de mi dedo. Fue muy excitante, créeme. Me encanta disfrutar del sexo en todos sus aspectos y este aspecto ha sido creativo.

Gracias por dejarme ser la protagonista de tus cuentos y fantasías."

Cuando he leído tu e-mail te he imaginado tumbada en la cama, desnuda, los folios en una mano y la otra mano en la entrepierna, acariciándote porque mis palabras ponían fuego en tu carne y en tu sangre. He sentido tu respiración agitada y el subir y bajar de tus pechos. Mi relato ha tenido la virtud –mejor diría el vicio-de atravesar ausencias y distancia y hacerme próximo a ti, tan cercano, que notas a través de los folios mis caricias en tu carne. Mi relato es extensión de mi cuerpo rozando las yemas de tus dedos y vertiendo en tu oído palabras de veneno y miel. Y así como tú te has masturbado leyendo mi narración, yo lo he hecho leyendo tu e-mail, porque sí, porque se cerró el círculo y tú y yo, aunque no sepamos nuestros nombres, aunque no tengamos ni idea del aspecto que tenemos, hemos buscado el clímax pensando en nosotros, ya que el "nosotros" flota en e-mail y narración, y tanto da que no hayamos coincidido en tiempo y en espacio en nuestro orgasmo, porque, pese a ello, nuestro orgasmo es compartido y ha liberado nuestros demonios y nuestras fantasías y nuestras tensiones.

No sé quien eres, mujer. Solo conozco tu nik. Pero doy fe de que hoy mismo hemos hecho el amor en la cama inmensa del Internet. O, para llamar a las cosas por su nombre, nos hemos pegado un buen revolcón en esa cama.

Todo un señor revolcón.

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