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Huesos

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La novedad corrió de boca en boca: "Han encontrado una tumba dentro de la iglesia". El alcalde estaba jugando una partida de dominó en el bar y ni se inmutó al conocer la noticia. La preocupaba más deshacerse del cinco doble. Resopló y murmuró: "Cosas de curas".

Los albañiles –dos marroquíes ilegales- descubrieron los huesos al desmontar las losas del ábside de la iglesia. Celebraron el hallazgo dejando la faena. Salieron a la plaza y encendieron unos pitillos. Enseguida llegaron los primeros curiosos y, a poco, al menos trescientos de los ochocientos habitantes del pueblo y varios rumanos sin papeles habían asomado las narices al interior del templo. Quedaron algo desencantados. Solo pudieron ver un agujero y unos cuantos huesos pelados y viejos.

José Carlos, el cura, no estaba. Había ido a la ciudad a realizar unas gestiones, pero desde un principio estuvo al tanto de la noticia; no faltó quien le llamara al móvil para ponerle al día. El cabo de la guardia civil vino desde la cabeza de la comarca, miró los huesos con gesto fiero y, como los huesos ni se estremecieron ni acusaron a nadie, dedujo por su estado que no era cosa de montar un atestado y se desinteresó del asunto. José Carlos regresó por la tarde, encargó a los albañiles que sacaran los huesos con cuidado y los metieran en un saco y dispuso lo necesario para que prosiguieran las obras de reforma del templo. Entonces la Concejala de Cultura irrumpió en la iglesia, acompañada por el policía local.

Ni siquiera se santiguó al pasar frente al Sagrario. Caminaba muy tiesa, imbuida de su importancia, demostrando con su actitud que su visita no era de cortesía, sino oficial. El policía municipal la seguía más pendiente del trasero de la Concejala que del previsible e inminente conflicto entre los poderes civil y eclesiástico. Ambos llegaron junto al agujero del ábside en que, alumbrándose con unos focos colocados en el fondo, los marroquíes seguían hurgando.

"Esto es intolerable. Detengan inmediatamente las obras" –se engalló la Concejala.

El marroquí más joven dio un respingo. Levantó la mirada y le gustó lo que vio. La Concejala era mujer en sazón: treinta y tanto años y curvas rotundas. Era de esas mujeres que desdeñan los modistos de alta costura y son adoradas por los albañiles marroquíes. Le dio un codazo a su compañero y murmuró:

"Mí no entender".

La Concejala de Cultura resopló:

"Que venga el párroco".

José Carlos ya se acercaba desde la Sacristía.

"¿Qué ocurre, Carmen?"

La Concejala se irguió todavía más. Adoptó lo que ella entendía por aire oficial.

"Las obras han de suspenderse de inmediato".

"Y ¿por qué?".

"Por los huesos. Pueden ser muy importantes. Histórico-artísticos".

"¿Huesos histórico-artísticos? Los huesos son solo huesos".

"Se han de hacer prospecciones. Intervendrán los arqueólogos. Se ha de escuchar la opinión de los historiadores. Es muy posible que sean los huesos de alguien famoso".

"Sí. De la novia de Superman".

"José Carlos, exijo respeto a mi autoridad".

Dio un paso adelante y se detuvo justo al borde del agujero, lo que brindó al marroquí joven, que permanecía en el interior del hoyo y la miraba de bajo hacia arriba, vistas del forro de la falda y una interesantísima panorámica de los muslos. Abdul –se llamaba Abdul- sonrió de oreja a oreja. No mentían quienes aseguraban en su país que Europa ofrecía magníficas oportunidades. Las ofrecía. Con un poco de suerte, si la mujer se desplazaba unos centímetros, conseguiría ver de qué color eran sus bragas.

"Seguid con la obra".

Abdul volvió a la realidad. Cayó en ella desde su particular paraíso de hurí única. El cura era el jefe. Era quien pagaba. Había ordenado que la obra continuara. Se aprestó a la faena.

"Suspendo al obra en virtud de las facultades que la Ley me confiere".

La Concejala se movió hacia adelante en tanto hablaba. Dio un pequeño paso para una mujer, pero un gran paso, si no para la humanidad, al menos para un inmigrante magrebí. Azules. Las bragas eran azules.

"En la Iglesia no hay otra ley que la de Dios".

Había curiosos. Habían ido acudiendo, llamados por ese tamtam misterioso que atruena en los pueblos pequeños cuando surge cualquier novedad. Seguían con interés la discusión de cura y Concejala. Ahora hablaba ella:

"Se acabaron los privilegios de la Iglesia. Todos somos iguales ante la ley. Paren las obras".

Abdul seguía mirándola con la boca abierta. Su compañero, consciente de que la Concejala había montado escaparate, empujaba a su amigo con el fin de no perderse el espectáculo.

Cada quién desempeñaba su papel en la comedia: El cura firme, la Concejala despatarrada, el guardia municipal aburrido, los marroquíes cachondos, el público expectante y los huesos en el saco. Alguien tenía que decir algo. Fue el cura:

"¡Abdul, Alí, que es para hoy! ¡Seguid con el trabajo!".

Ruptura de hostilidades. El cornetín dio la orden de ataque.

"Agente, detenga al señor Cura".

El municipal protestó:

"Pero Carmen ¿cómo voy a detenerlo?".

"Mientras estemos de servicio, nada de Carmen, Paco. Ahora soy la señora Concejala".

"Sí, señora Concejala"-convino el policía sin moverse.

Los marroquíes no veían ya ni bragas ni muslos. Lo bueno acaba pronto. Por entretenerse en algo, miraron los pechos de la mujer. Abultaban. Llenaban la blusa.

"He dicho que lo detenga".

Paco se pasó un dedo entre la tela del cuello del uniforme y la piel del suyo propio.

"¿El señor alcalde sabe esto?"-preguntó con un hilo de voz.

La Concejala simuló no escuchar la pregunta. Cambió de táctica. Paso al trato personal, casi al ruego:

"José Carlos, sé razonable. Para las obras ahora y mañana ya veremos qué pasa".

José Carlos estaba hasta los mismísimos. El Obispo había prometido venir el día de la Patrona y la obra debía estar terminada para entonces. No le sobraba el tiempo. Faltaban nueve días. ¡Malditos huesos! Aunque mejor debía decir maldita Concejala. Y encima había pretendido detenerle. Detenerle a él, al cura del pueblo. Apretó los puños. Le latía una vena en el cuello. El rostro se le puso púrpura. "La ira, Señor, es mi flaqueza" se angustió. Pero aquella zorra…¡Que fuera precisamente aquella zorra…!

"Déjame en paz, Carmen, te lo pido por favor".

Le temblaba la voz y no precisamente de miedo.

Ella volvió a acercarse al hoyo con gran contento de Abdul y Alí. Les miró y les dio la espalda. Quedó frente a José Carlos:

"Me entendía mucho mejor con el cura de antes"- rezongó.

Fue la gota que hizo rebosar el vaso. "Me entendía mejor con el cura de antes…" José Carlos lo vio todo rojo. Estalló:

"¡Porque al cura de antes le chupabas la polla, mala puta, y yo te he dicho que no cuando me lo has propuesto!".

Lo dijo gritando. Su voz de trueno sacudió el pueblo. El señor Alcalde iba a cerrar a doses en su cotidiana partida de dominó, cuando oyó lo de "le chupabas la polla". "Vaya –pensó-, yo creía que solo nos la mamaba al médico y a mí".

Los curiosos que llenaban la iglesia retuvieron la respiración aguardando la reacción de la Concejala. No se hizo esperar. Se puso en jarras y, muy digna, contestó:

"Eso que has dicho es mentira y te lo acabas de inventar. Y, además, yo te lo confié bajo secreto de confesión".

…………………………………………

Al terminar la partida de dominó, el médico comentó divertido:

"Parece que la Carmen ha pinchado en hueso en esto de los huesos".

El Alcalde guardó silencio. Estaba pensando. Decidió dejar de despachar a solas con la Concejala de Cultura. Ella se confesaba. Contaba cosas íntimas. Resultaba peligrosa.

Cayó la noche.

José Carlos sollozaba arrodillado frente al altar mayor: "Perdóname, Señor. Me puede la ira".

Paco, el policía municipal, se pavoneaba ante su mujer: "Y entonces Carmen me dijo que detuviera al cura y yo le contesté que no tenía autoridad para ordenármelo, y tuvo que reconocer que yo tenía razón".

En el cobertizo existente junto a la abandonada fábrica de hebillas, al lado de las eras, Abdul y Alí cenaron y se dispusieron a acostarse en sendos jergones. Entró la Concejala. Venía sin policía municipal. Sonreía.

"Esta tarde os habéis puesto morados mirándome las bragas ¿no?".

Abdul tragó saliva.

"Moro no entender".

La camisa no le llegaba al cuerpo. Carecía de papeles y la mujer era alguien.

"¿Moro no entender? Venga, bájate los pantalones. Me apetece chuparte la polla. Y luego se la chuparé a tu amigo".

Los huesos, ajenos a la que habían armado, seguían, en la sacristía de la iglesia, dentro del saco, viejos, tranquilos y pelados. Ellos sí que descansaban en paz.

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