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Apoyo la mano en tu rodilla por debajo de las mantas, hija. Te estremeces. Es una corriente eléctrica. El nacimiento del relámpago. La descarga del rayo divino. Mi mano, tu rodilla y la sacudida de los mundos.

No se escucha, de tan constante, el zumbido de los reactores. Llevamos tres horas volando y vamos contra el sol. No se ve el mar. Nubes. Nubes. Nubes desde que salimos de Ciudad de México camino de Madrid. Tú preferiste ventanilla. Tu madre optó por pasillo. Ocupé asiento entre las dos. El despegue, normal. La cena. Se apagan las luces y empieza la película. Tu madre echa atrás el respaldo del asiento, se cubre con la manta y cierra los ojos. No le gustan los filmes de acción y ha tomado una pastilla para dormir. Tú y yo, hija, nos colocamos los auriculares y nos tapamos con sendas mantas.

Es entonces cuando no puedo reprimirme más y apoyo la mano en tu rodilla por debajo de las mantas. No te toco la carne, sino la tela de los jeans que atinan a trasmitir a mi palma algo de tu calor. Te estremeces y, con tu mano, tomas la mía en ambiguo gesto que puede interpretarse como caricia o como delicado rechazo. Pero te estremeces. Sigo oprimiéndote la rodilla, tu mano sobre la mía. Te miro. Me miras. Cruce incierto de miradas en la penumbra, en tanto, en las doscientas y pico pantallas de los respaldos de los asientos, doscientos y pico Jean-Claude Van Damme salvan doscientas veces y pico al mundo de los peligros que lo acechan.

Es un momento mágico. El paso del Rubicón. El punto de no retorno. Hija, llevo meses reuniendo valor para decidirme. Desde que te miré con ojos de hombre y, en lugar de ver una niña a la que comprar muñecas, descubrí lo que eres desde tiempo atrás: una jovencita absolutamente apetitosa. Diecisiete años, los mismos ojos verdes de la abuela Clara, los jugosos labios de tu madre cuando adolescente, mi propia nariz pequeña y recta, el pelo rojo no sé de quién –nunca hubo, en la familia de tu madre o en la mía, nadie pelirrojo- y unas deliciosas pecas salpicándote las mejillas y las aletas de la nariz. Estatura media –uno sesenta y cinco-, pechos como manzanas, breve la cintura y anchas las caderas. No eres una mujer-guitarra. Tampoco una top model. Estás en el término medio. Como a mí me gustan. ¿Las piernas? Muslos llenos y tobillos finos. Una delicia.

Te miré como un hombre mira a una mujer y, en ese instante, crucé la frontera. Religión y usos sociales colocan una venda en los ojos de los padres. Te incitan a ver, en una hija, solo una hija. Una nena en su cuna. Un angelito de Dios. Una película de Walt Disney. La pastorcilla que, en la función del colegio, se arrodilla ante el Niño Jesús para que inmortalices ese momento histórico con la cámara. Si te sacudes esos condicionamientos y traspones el umbral, todo cambia. Entonces se aprecia que la nena tiene los accidentes orográficos precisos para hacer la felicidad de un hombre. La ves joven, alegre, adorable. Resucita lo que, en su madre, te enamoró. Apetece. La verga se te pone dura cuando piensas en ella. La tienes al alcance. Revolotea a tu alrededor. Te miré como un hombre y comenzó el tormento.

Si a uno le gusta una mujer, se lo dice y aquí paz y allá gloria. Ella puede contestar sí o no, pero eso entra en las reglas del juego. Con una hija es distinto. Decírselo es jugar a la ruleta rusa. No te lo he dicho. Solo he apoyado mi mano en tu rodilla y te has estremecido.

Te palpo el muslo por debajo de la manta y por sobre el pantalón. Tienes la carne dura, condenada. Mármol tibio enfundado en tela. Sueltas mi mano y respiras hondo. Suspiras. Casi gimes. Sigo explorándote. Aproximas tu pierna a la mía. Te aprietas contra ella.

Llego al nacimiento de tu muslo, donde la tela de los jeans se agazapa en pliegues antes de cambiar de dirección. Adivino tu vientre debajo del tejido. Busco y hallo el camino franco. Te desabrochaste al comenzar el vuelo, por estar cómoda, el botón de la cinturilla y te bajaste un poco la cremallera de los jeans. Te rozo la piel justo bajo el ombligo, por el resquicio que deja el pantalón entreabierto. Mis cuarenta y cuatro años se convierten en trece. Doy un paseo por el cielo antes de volver a la realidad. Deslizo los dedos hasta topar con la goma de tus braguitas. Ahueco la mano e introduzco primero los dedos índice y corazón, luego los demás, por debajo de la goma. Busco tu centro. El pubis. Ese vello que toco debe ser, siendo tú pelirroja, un brochazo de fuego. La rajita. La acaricio. Paso un dedo por sobre la hendidura. Está mojada. Mucho. Separas los muslos bajo la manta. Busco el botoncillo del gusto. Lo froto. Te estiras en el asiento. Insisto en la caricia. Arqueas la espalda. Casi te elevas del asiento.

Se mueve el avión. Se encienden los letreros de "fasten your belt". Como si se incendiara Roma. Ni caso. Seguimos a lo nuestro. Pasa una azafata. Las mantas le impiden comprobar si nos abrochamos o no los cinturones de seguridad. Me buscas la entrepierna. Me bajo la cremallera de la bragueta con la mano libre, en tanto sigo con tu clítoris. Es esa una palabra absurda. Suena a nombre de filósofo griego, no a placer. Lo froto con la palma. Agarras mi miembro. Lo aprietas. Lo extraes con habilidad del slip y acaricias su cabeza. Me siento a punto de estallar. Jean-Claude Van Damme continúa atizando patadas a quien se le ponga por delante. Lloriquea un niño dos o tres filas delante. Proseguimos masturbándonos mutuamente con lentitud. Sin prisas. A veces nos quedamos quietos, mi mano en tu sexo, la tuya en el mío. Atados. Conectados. Disfrutando una mutua transfusión de gusto. Volamos a diez mil metros de altura. Parece mentira. Me creía mucho más alto. En otro mundo. En otra galaxia. A millones de años luz del planeta Tierra.

Me difumino en la sensación. Pierdo la identidad. Soy un átomo, una gota de agua más en la catarata del placer. ¡Me apetece tanto besarte! Acercar mis labios a los tuyos, acariciar tus comisuras con la punta de la lengua, entrar en tu boca, explorar cada intersticio entre tus dientes, gustar tu saliva, saborearla, frutal y jugosa, mezclarla con la mía, conocer cada recoveco de tu boca, cada escondido rincón, contornear tu lengua con mi lengua, cosquillearla, enlazarla, mordisquearla incluso. Me reprimo. No pudo besarte en público.

Jean-Claude Van Damme quedó sin enemigos. Una nueva película. Meg Ryan protagoniza una comedia tonta. No. No puedo besarte delante de todos como un hombre besa a una mujer. He de acariciarte por debajo de la manta. Me pego a ti y, con la mano que me queda libre, te tiento los pechos. Ni respiras. Se diría que estás dormida. No lo estás. Me aprietas la verga. Lucho, a ciegas, con los botones de tu blusa. No sé por qué las mujeres os abrocháis al revés. Desorienta. Te toco la piel por un huequecillo de la blusa. Gloria pura. Cálida. Suave. Adorable. Viva.

De golpe, en lo más hondo del subconsciente, la serpiente asoma en el paraíso. ¿Qué hacemos tú y yo a diez mil metros de altura, sobre el mar, en medio de ningún sitio, sobándonos debajo de una manta y escondiéndonos de tu madre que nos conoce de sobra y de doscientos más que no nos conocen de nada? Eres mi hija. Te acaricio el clítoris y te amaso los pechos. Soy tu padre. Me agarras la verga. Tabú. Prohibido el paso. Fumar mata. ¡Madre, dónde me he metido! Pero no se ha de reparar en las serpientes. Borra eso. Olvídalo. Sigue a lo tuyo.

Me masturbas con lentitud. Con maestría. Sabes tú mucho, niña. Demasiado. Sigue. Sigue así. Apartas, con tu otra mano, la mía de tu entrepierna. Te abotonas la blusa. También los jeans. Te pones en pie.

-Papá, déjame que pase.

Es difícil moverse en una butaca de clase "turista". Introduzco mi miembro-y me cuesta hacerlo-en el pantalón. Me arrodillo en mi propio asiento para dejarte paso. Te detienes justo delante de mí, tu trasero contra mi bragueta. Comienzas a moverte. Te frotas con el bulto de mi sexo. Miro a un lado y otro. Sin novedad. Tu madre duerme como un atún. Meg Ryan nos sonríe. Siguen apagadas las luces de la cabina. Te agarro por las caderas y, vestidos como estamos, me froto en tus nalgas: Una versión light de Emmanuelle. ¡Qué duro tienes el culo, hija! Sabes moverte. En eso no te pareces a tu madre. Y eso que te meneas con tiento, procurando no agitar demasiado el respaldo del asiento de delante. Apúntate un once.

Como un crío. Voy a correrme como un crío. Pringándolo todo. Estallando. No puedo más. Lo sabes y aceleras el movimiento de rotación. Volteo general de campanas. El salto Ángel. Las cataratas de Iguazú. Ya. Ya. YA.

Vuelves a tu asiento.

-Esta noche en mi cama, papá- me dices al oído-.Durmamos ahora un rato.

No sé quién está besando a Meg Ryan. The end. Rueda la rueda.

"En unos minutos vamos a tomar tierra en el Aeropuerto de Barajas". Recojo los bultos de mano. Control de pasaportes. El equipaje se facturó a Valencia. Se ha de pasar a "Nacional". Hay tiempo. Un par de horas entre vuelo y vuelo. Pasillos. Escaleras mecánicas. Por aquella puerta. El vuelo a Valencia lleva retraso. Bienvenidos al aeropuerto de Manises. Pasamos la aduana. Un taxi. La Estación del Norte. No hemos de esperar demasiado. Sale un tren de aquí a veinte minutos. Castellón. Otro taxi. Por fin en casa. Deshacer el equipaje. No hay nada para cenar. Encargamos unas pizzas. Tres duchas, tres, para tres cansados viajeros. Cenamos. Tu madre se retira. Tú también, hija. Hago tiempo viendo tele. Me asomo al dormitorio y compruebo que tu madre está roque. Llegó el momento. Me dirijo a tu habitación.

Estás tendida en la cama vistiendo una cinta azul celeste que sujeta tu pelo. Solo eso. Las zonas del cuerpo que expones al sol son un cielo espolvoreado de pecas. El resto es nieve resplandeciente. Una chica pecosa con un bikini blanco, solo que no hay bikini alguno. Da fe de ello la llamarada ardiente del vello púbico. Te das la vuelta y quedas cara abajo. Te exhibes para mí, nalgas de leche. Nalgas armónicas de nieve caliente. Te llenaré de amor, hija. Tejeré para ti un vestido de besos. Hazme sitio. Quiero gustar tus jugos más secretos. De perdidos al río. Lo más duro está hecho. Rompimos el tabú. Dimos el paso. Estamos malditos a los ojos de Dios y de los hombres. Es el precio de nuestra felicidad. Deja que acaricie cada peca de tu espalda. Si hay millones, mejor: te haré millones de caricias. Abracémonos fuerte. Ni siquiera sabemos qué pueda ocurrirnos mañana. Vivamos el presente como si nuestro abrazo fuera lo único que nos cose al mundo. No me equivocaba. Soñaba que tu boca sabía a algodón dulce y a miel de romero. Sabe así, pero también a amaneceres de primavera y a tierra mojada. Besarte es asomarme a la eternidad. Deja que te recorra con las manos, que aprenda los caminos de tu cuerpo. Deja que me duela el corazón de tanto quererte. Permíteme que explore tus hendiduras más secretas, que te haga florecer los pechos, que te encienda. Quiero lamerte. Adorarte. Poseerte. Que me enseñes el color de los misterios y la textura del infinito. ¿Sabes? He cerrado los ojos para que no se me escape por la mirada lo que ahora siento. Deseo retenerlo para mí por los siglos de los siglos.

Abre los muslos. Entraré en ti con desesperación y ternura. Con hambre de mujer. Resolveré en caricia el deseo escondido y borboteante de tantos meses. El ansia de poseerte. De hacerte mía. Acertará en tu centro mi lanzazo de amor, mi niña pelirroja …

Algo ocurre. Un zumbido. Irritante. Impertinente. Total. Abro los ojos y has desaparecido. No estás y no es tu cuarto. Es la radio despertador. Tu madre se despereza en la cama de al lado. Me incorporo. Me asomo a la ventana. Mexico DF. El Paseo de la Reforma. Todo fue en sueño. Seguimos en el hotel Sevilla Palace. Despierto a tu madre, todavía aturdido y la verga tiesa y palpitante. Te telefoneo a tu habitación. Es nuestro último día en América. Hoy mismo volvemos a España. Desayunamos en la cafetería del hotel y casi no me atrevo a mirarte a la cara, hija. ¡Ha sido tan vívida y real nuestra noche, esa noche que ni sospechas! Son las últimas horas de nuestras vacaciones, princesa pelirroja. Te digo no sé qué y me miras con tus ojazos verdes que hacen perder el sentido. Una última vuelta por el Zócalo. Comemos unos sándwiches. Recogemos las maletas y vamos, a media tarde, al aeropuerto de Ciudad de México. Billetes. Facturación de equipajes. Control de policía. Al fin abordamos el avión.

Tú prefieres ventanilla. Tu madre, pasillo. Me coloco entre las dos. El despegue, normal. La cena. Se apagan las luces y empieza la película. Tu madre echa hacia atrás el respaldo del asiento, se cubre con la manta y cierra los ojos. Tú y yo, hija, nos colocamos los auriculares y nos tapamos con sendas mantas. Es entonces cuando no puedo reprimirme más y apoyo la mano en tu rodilla. Es entonces cuando te estremeces. Cuando el final busca su principio y se vuelve a vivir lo vivido. Cuando los sueños se hacen realidad.

Mi mano, tu rodilla y la sacudida de los mundos.

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