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Éramos pocos quienes estudiábamos letras. Lógico. Las carreras técnicas rinden más. Un técnico en rodamientos a bolas tiene mejor provenir que un experto en la obra teatral de Ibsen. Pero todos seguíamos el signo de los tiempos: nos especializábamos.

No había aulas comunes. Cada estudiante era adiestrado en el campo de su elección por el maestro más sabio en el tema. Me decidí por la Historia de Roma, siglo I A.C. Un tema apasionante. Me orientaba el anciano Olaf Cudesen, autor de numerosísimas monografías sobre la materia.

Ninguno de los compañeros de curso coincidió con otro en la elección de la especialidad, por lo que había escasos temas de conversación en la Facultad. Las más de las veces tomábamos cerveza en silencio. ¿Qué sentido hubiera tenido que yo comentara las batallas de Julio César? Nadie más conocía su existencia. Y si alguien me hablaba de un literato o de un rey oriental ¿qué podría contestarle yo?

Por eso me asombré cuando, al inicio del segundo semestre, se produjo tal barullo en el bar de la Facultad. Todos hablaban al tiempo. Un compañero me tomó del brazo:

"¿No sabes la noticia? Uno de los nuevos no quiere especializarse en nada".

"¿Cómo?"-me asombré.

"Lo que oyes".

"Pero entonces ¿qué quiere hacer?"

"Estudios antiguos, del plan del siglo XX".

"¡Ah! –suspiré- eso es otra cosa. Querrá especializarse en los planes de estudios del siglo XX."

"No, no. Quiere hacer la carrera de Filosofía y Letras tal y como se estudiaba hace ciento veinte años, con un montón de asignaturas que tratan de generalidades".

"Está loco –concluí- Eso no tiene ningún porvenir".

Quienes me escuchaban asintieron solemnemente.

A partir de entonces, observamos al nuevo con curiosidad. Cada uno era libre en la Facultad para elegir estudios y maestros. Bruno, el nuevo, iba de un lado a otro dirigiendo sus propios estudios -¿cómo iba a encontrar un maestro?-a vueltas con los libros y los ordenadores.

Un día se acercó y me preguntó:

"¿A qué te dedicas tú?"

Me asombró su interés. No era usual que nadie se interesara por los temas ajenos.

"Roma –le respondí- Siglo I A.C."

"Es interesante. –comentó- La figura de César me apasiona, aunque considero más humano a Pompeyo".

Quedé boquiabierto. Bruno sabía. Bruno podía hablar conmigo.

Charlamos un rato. De Rubicón. De Farsalia. De todo eso. Incluso de la Guerra de las Galias. Bruno tenía ideas interesantes. No sabía gran cosa, solo cuatro nociones, pero eran las fundamentales. Sin embargo me dejó perplejo al preguntarme:

"¿Sabes cómo murió Augusto?"

"Eso ya no está en mi siglo . No lo sé. Al acabar el siglo era emperador y gozaba de buena salud. No sé más.

Bruno sonrió y se alejó sin decir más.

Volvimos a charlar algunas veces. También hablaba con los demás. Y un día ocurrió lo imprevisible. Se acercó con otro compañero.

"Siglo I A.C., te presento al siglo I D.C.. El podrá decirte cómo murió Augusto".

Haciendo cosas así, Bruno se hizo popular y se ganó nuestra estimación. Llegó a preocuparnos. Temíamos que lo suspendieran en las evaluaciones finales, porque ¿en qué iba a diplomarse? Había de ser en una especialidad, pero ¿en cuál si no había elegido ninguna?

El mismo Bruno nos devolvió la tranquilidad al llegar el momento:

"¿Mi especialidad?. Está clara. Soy especialista en cultura general. El único especialista del país. Tengo algo en común con todos mis compañeros, puedo hablar con ellos y proponer temas de conversación que los hagan dialogar entre sí. Eso es cultural general. Mi especialidad"

Eso fue hace un par de años. Hoy las cosas cambiaron bastante. Se ha puesto de moda la especialidad en cultura general. Este curso la siguen doscientos estudiantes. Los dirige Bruno. Les envidiamos porque hablan, ríen y discuten con naturalidad. Se sienten a sus anchas. A los clásicos, a los de siempre, ya nos van mirando como a bichos raros.

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