La carrera inmortal
Las batallas no son lo tuyo, Filípedes. Hay quien se siente feliz blandiendo la espada y destripando persas. No es tu caso. Tú eres hombre de paz. Has ido a la guerra porque te obligó el ambiente: "Atenas cuenta contigo", "Invasor, vete a casa" Son palabras huecas que enardecen al personal y empujan a los blandos de carácter a hacer lo que no quieren. Aquí estás. En las llanuras de Maratón y rodeado de energúmenos dispuestos a comerse tus higadillos.
Te escondes, pero mal. Te han visto. Corre hacia ti un persa grandón, ancho como las puertas del templo de Zeus. Voltea una maza y parece tener el propósito de esparcir tus sesos por valles, montes y quebradas. Reaccionas de inmediato. Una retirada a tiempo es una victoria. Das media vuelta y ¡pies para qué os quiero!
Tienes la sensación de volar como un rayo. Mejor así, que el persa no se resigna a que escapes. Te persigue bamboleando su maza. Aprietas los dientes y echas mano de tus últimas reservas para seguir poniendo tierra por medio. Tu vida depende de tus pies. Te van a estallar los pulmones. Miras atrás. Ni rastro del persa. Conseguiste escapar. Te detienes y te echas las manos a los costados. Cuesta recuperar el aliento. Parece mentira que un rato antes estuvieras en medio de un batalla. A tu alrededor solo hay paz y olivos. ¿Aun estarán matándose persas y griegos? Si la batalla terminó ¿quién habrá vencido? No lo sabes. Tampoco te interesa. Te preocupan problemas más tuyos. La sed por ejemplo. Notas la boca seca. Te vendría bien refrescar el gaznate. Ves una casa en el olivar. Llamas. Te abre una mujer. Te invita a entrar y a sentarte y te da un cuenco de agua. Es entonces cuando llega el marido. Lleva un hacha y parece saber utilizarla.
"¿Así que éste es tu amante, Filomena?"
Malo. La reunión no ha comenzado con buen pie. No esperas a escuchar la contestación de la mujer. Solo tienes ojos para el hacha. Te levantas de un salto y echas a correr. El marido ruge. Vocea. Grita. Tú ni caso. Quieres vivir muchos años y eso se consigue corriendo.
Cambia el paisaje. No hay olivos, sino mirtos y laureles. Aflojas el paso, porque ya no hay trazas del marido celoso. Entonces ves al perro.
Hay perros y perros. Algunos son juguetones y amigables y acostumbran a mover la cola con simpatía y donosura. Otros suelen mirar con cierto desprecio, pero todo queda en eso: en miradas. Hay unos terceros tocad madera y haced sacrificios a los dioses para no conocerlos jamás- que son mandíbulas feroces repletas de dientes y colmillos. Este es de esos, de los que primero muerden y luego preguntan. A correr se ha dicho. Hay días en que uno no hace otra cosa.
No puedes más. Adiós persa, adiós marido celoso, adiós perro. Es tu turno. Llegas bajo una higuera frondosa. Te tumbas a su sombra. Un problema nuevo. Se te ha roto una sandalia. No es extraño con el tute que llevas hoy. La lanzas contra el tronco de la higuera. De haber sabido que el tronco está hueco y que millones de abejas han aprovechado la circunstancia para instalar su panal adosado y con vistas al mar, te hubieras abstenido del lanzamiento, porque a las abejas no les agrada que les tiren sandalias. Son muy puntillosas al particular. Se irritan, se alborotan, afilan sus aguijones y organizan expediciones de castigo. Los dioses del Olimpo parecen haberla tomado contigo hoy. Solo queda la salida de siempre: correr.
Atenas está próxima. Se huele la ciudad. Aprietas el paso porque sí, porque ahora necesitas llegar a casa, relajarte, tomar un buen baño perfumado con aceites y ungüentos y reponerte de un día terrible. Victoria, tu mujer, prepara los baños como nadie. Ahora mismo estará en el mercado. La llamas al pasar junto a los tenderetes en que los mercaderes espartanos venden lanzas y silogismos y los egipcios fíbulas de ámbar:
"¡Victoria! ¡Victoria!".
"Ha dicho Victoria" razona un sofista en el Aerópago.
"Es Filípedes que vuelve de la gran batalla de Maratón" le retruca un anciano filósofo.
"Si grita ¡Victoria! es señal de que hemos vencido a los persas"- concluye un obrero que prefiere escuchar cuanto pasa en la ciudad en lugar de acabar de edificar el Partenón.
Atenas se convierte en un clamor. Filípedes grita "¡Victoria, ponme el baño!" pero sus palabras son inaudibles entre tanto alborozo.
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Siglos después, se instituyó la carrera de Maratón en los Juegos Olímpicos en homenaje a Filípedes, el insigne combatiente que corrió desde el campo de batalla a Atenas y comunicó a sus conciudadanos que las ciudades griegas habían vencido a los terribles persas.