El dictado
Cuando el que se presentó como marido de Cristina entró en la oficina hecho una fiera y nos propuso lo que nos propuso, no supimos si reír o a llorar. Dijo que su mujer recibía anónimos guarros escritos a mano y que quería comprobar la letra de cada uno de nosotros. Contado así suena ridículo, pero el marido de Cristina mide dos metros, tiene hombros de armario y adoptó aires de esposo ofendido y vengador. No nos reímos, la verdad. Pero mejor será relatar las cosas tal y cómo ocurrieron.
Aquella mañana parecía una más. El despertador me abofeteó a las siete. Me levanté, fui al baño, vacié la vejiga y me duché. Tomé un rápido café con leche y a las ocho menos cuarto en punto iba camino del trabajo sintiéndome lo que soy: un hombre grandón de treinta y cinco años condenado a pasar su vida en una oficina que le aburre profundamente. Solo que aquella mañana no fue como todas.
Trabajo en el departamento comercial de una empresa de publicidad. Somos siete: cinco hombres y dos mujeres. Ellas son Belén y Cristina. Belén es espectacular. Alta, veintitantos, bien hecha, con unos pechos que primero deslumbran y después sugieren apuestas sobre si se los ha operado o no, y un trasero que llama a las palmadas. Si Belén es el ying, Cristina es el yiang. Casi en los cuarenta, fondona y vestida por enemigos particularmente sádicos. Un desecho de tienta. El mejor remedio contra la concupiscencia. El día de autos parecía nerviosa. Sabía. A los demás nos vino de sorpresa la irrupción de quien dijo ser su marido, a ella no. Estaba al cabo de la calle. Total que el hombre llega hecho una furia y dice que hasta aquí hemos llegado, que su mujer recibe anónimos guarros escritos con bolígrafo y que está convencido de que los enviamos uno de nosotros, así que ha decidido someternos a un dictado para luego recoger lo que escribamos y comparar nuestras letras con la de los anónimos. Si el marido de Cristina hubiera medido medio metro menos de estatura y no hubiera tanta distancia entre sus hombros como la que separa Los Ángeles de San Francisco, nos hubiéramos carcajeado en su cara y hubiéramos seguido a lo nuestro. Siendo como era, convinimos que lo mejor era no irritarlo más de lo que estaba. Cada uno tomó el bolígrafo y se dispuso a escribir al dictado del gigantón. Él carraspeó y comenzó:
"Voy a dictar un buen rato sonreía con expresión de niño acostumbrado a destripar ranas- para que nadie pueda disimular la letra. ¿Preparados?".
Asentimos con las cabezas.
"Pues a escribir: Cristina, me mato a pajas pensando en ti ."
Cristina, me mato a pajas Yo escribía y, a la vez, me parecía vivir un sueño. ¿Quién podía matarse a pajas pensando en Cristina? ¡Si, cuando repartieron las tetas la pobre no debió enterarse y no se puso en la cola! "Me mato a pajas, soñando con tu culo y con tu coño " Siempre pensaste que Cristina era como las muñecas de antes, cuya entrepierna no tenía nada ni hacia fuera ni hacia dentro. Y en cuanto al trasero Algo menor, aunque no mucho, que la Plaza de la Maestranza de Sevilla. En fin, que hay gustos para todos. "¿Te imaginas, putita mía? Te comería toda. Te pellizcaría los pezones y te clavaría la polla tan dentro que te la sacaría por la boca". Eso, la Cristina en plan pollo al ast. La polla, el pollo Pero no he de entretenerme que este gigantón tiene malas pulgas. Escribo: te la sacaría por la boca. Ni me atrevía a mirar a Cristina, reina y señora de la mañana, protagonista erótica del día. "He de follar contigo hasta morir, cachondona. Te abriré en canal a polvos".
"Yo me voy a tomar algo a la cafetería de bajo" anunció Belén muerta de risa. Y salió ondulando caderas, bailando un chachachá de glúteos, mientras Paco, el compañero de la mesa de al lado, me preguntaba en murmullo si "abriré" se escribía con "b" o con "v". Fue un acto reflejo. El dictado nos sugería a todos, no solo a él, el retorno a los tiempos niños de bolígrafo mordisqueado y moscas que intentaban burlar los rápidos zarpazos de manos expertas en el arte de atraparlas.
"Me volvería loco que me la chuparas, porque tienes boca de chupona, Cristina, tú y yo lo sabemos". Parecía mentira. Hasta hoy Cristina fue Cristina vulgar y asexual. Ahora parecía sublimarse, volar sin tocar tierra, convertirse en Eva ofreciendo la manzana, en Venus de Milo con brazos, en yo que me sé. Alguien la deseaba. Alguien daría lo que fuera por verla con ligueros rojos. Bueno Eso ya era demasiado, "He comprado unos ligueros rojos en la sex shop para que te los pongas". ¡Cielos, se acerca Halloween! Fui cruel, lo acepto, pero solo lo pensé y el pensamiento es libre. ¡Cristina con ligueros rojos!
El gigantón, impertérrito, seguía dictando: "Quiero gustar tus jugos, chapotear en ellos, escribir obscenidades en tu espalda con mis uñas, matarte a polvos", y nosotros escribe que te escribe, mirando de reojo a Cristina que permanecía muy tiesa junto a su marido, embellecida por el deseo de no sabíamos quién, distinguida entre todas, convertida en mujer fatal capaz de levantar pasiones y encender entrepiernas. La veía "¿obscenidad se escribe con hache?" preguntó en cuchicheo el vecino de mesa-, la veía, repito, muy diferente a la Cristina de siempre, con un algo especial que nos obligaba a seguir pendientes de ella incluso cuando Belén volvió de tomar el bocadillo de media mañana. La seguí viendo así cuando acabó el dictado y el gigantón recogió los folios y, tras compararlos con los anónimos, hizo un gesto de desaliento. "Gracias por vuestra colaboración". Hablaba con voz cansada. Rezumaba desilusión.
Se despidió y se fue.
Cuesta recuperar la rutina tras episodio tan singular. Intenté enfrascarme en la faena, pero no conseguía evitar mirar de continuo a Cristina. No era el único. La mirábamos todos. Ella actuaba con aparente normalidad, como si nada hubiera ocurrido. Parecía estar por encima del bien y del mal, solo que no era la misma de antes. "He comprado unos ligueros rojos para que te los pongas". Me estremecí. Imaginé a Cristina sin ropa, únicamente vestida con ligueros rojos. Mi instintivo rechazo a la idea fue casi tan enérgico como mi brutal erección. "Pero ¿por qué?" me pregunté a mí mismo. Resulta inútil pretender dialogar con las erecciones. Es absurdo razonar con ellas. Las erecciones van a lo suyo. Temí que mi bragueta reventara. Cristina, ajena a mi tragicomedia personal, me preguntó:
"¿Ha llegado la factura por la publicidad de los granizados en cuñas de radio?"
Tragué saliva. La voz de Cristina se me había clavado en la entrepierna reforzando mi erección. Balbuceé una respuesta estúpida. Sonrió:
"Está bien. Luego te pregunto".
Normalmente había bofetadas cada mediodía por salir a tomar un café con Belén. Aquel día las cosas cambiaron. Cuando Belén se levantó y se dirigió a la puerta, nadie se dio por enterado. Como si no existiera. Pero diez minutos más tarde, cuando fue Cristina la que se puso en pie, los cinco nos precipitamos a acompañarla.
Me acosté con Cristina dos semanas después, y no porque remoloneara hasta entonces, sino porque, cuando nos jugamos el orden los compañeros de oficina en una partida a los chinos, quedé tercero. Fue en el transcurso de una noche loca de veras cuando me enteré de que seguía soltera. Cristina no se había casado nunca.
La han ascendido a creativa de publicidad. Cobra el doble que todos nosotros. La empresa ha sabido valorar su particular idea de lo que es publicitar un artículo. Con un amigo gigantón y su inventiva, supo organizar un show, convertirse a sí misma en mujer deseada y acostarse con todos nosotros, pese a partir de cero.
"Personas así son las que hacen grande España" ponderó el Presidente de la empresa al darle posesión de su nuevo y magnífico cargo.
"Me mato a pajas pensando en tu culo y en tu coño".
Pues eso.
Mientras, Belén, con lo buena que está, sigue cobrando el salario mínimo.