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Herta

en Sexo con maduras

Herta

 

Herta te descubrió lo excitante que puede ser la vida. Fue en 1993. Tenías dieciséis años y ella cuarenta y dos. Jamás la olvidarás.

La primera vez que la viste quedaste sin habla. No era para menos. Pocas mujeres miden un metro y noventa centímetros. Pocas tienen músculos hasta en el documento nacional de identidad o en su caso en el pasaporte, porque era alemana según supiste luego. De tan rubia, parecía no tener cejas ni pestañas. Sus ojos eran verdiazules, la nariz recta, la boca de labios finos, los dientes grandes y fuertes, la barbilla voluntariosa. Llevaba corto el pelo. Vestía falda vuelosa y camiseta de tirantes –era verano- que dejaba al descubierto unos hombros anchos y morenos y brazos musculosos. Pero que nadie se engañe. No era nada masculina. Se la veía toda una mujer. Una amazona. Quizás una valquiria de pechos breves, cintura recia, caderas firmes y piernas que nunca se acababan. Coincidisteis en el ascensor de tu casa. "Buenas tardes" balbuceaste al recuperar la capacidad de articular sonidos. "Buenas tarrdes" te respondió ella arrastrando la erre. Olía a colonia de hierbas y, por debajo de ese aroma, se adivinaba un no sé qué que sugería linimento. Te sacaba toda la cabeza. Tus ojos quedaban a la altura de sus pechos. Veías como la camiseta se inflaba a cada inspiración y marcaba unos pezones duros y abultados. No acertabas a apartar la vista de ellos. Notaste que tu verga iba creciendo. Te inquietaste y la misma inquietud aumentó tu erección. "Si se da cuenta y se cabrea, me convierte en un puzzle" pensaste. No se enteró o, si lo hizo, lo dejó pasar. Salisteis del ascensor en tu rellano. Herta era la nueva inquilina de la puerta de al lado. Tu madre te informó cumplidamente. Te facilitó su nombre, te dijo que era alemana, que tenía cuarenta y dos años, que era divorciada y que tenía un hijo de tu edad que vivía en Hamburgo con su ex. Había sido atleta de elite. Quedó tercera en los Campeonatos del Mundo de Culturismo de 1980 y ahora trabajaba como monitora en el gimnasio más caro, elegante y exclusivo de la ciudad. Culturismo…Extraña disciplina en que uno flexiona un brazo y, en lugar de seguir siendo el mismo con el brazo flexionado, se convierte en montaña de músculos tremendos y venas que, al no tener sitio entre tanta fibra, quieren salirse de la piel. Herta, la de los pezones imponentes, era culturista. Seguro que seguía entrenando. No daba sensación de haber cambiado masa muscular por grasa.

A la noche soñaste con ella. Herta era de la edad de tu madre. Mejor. Te vuelven loco las maduras. Te gustan cantidad. Saben. No son como esas crías que se dan tanta importancia y no dan un palo al agua. Las maduras se dedican en cuerpo y alma a la cosa. Ponen ilusión. Empeño. Ganas. Se aplican. Soñaste que Herta se sacaba la camiseta por la cabeza y que ese cotidiano movimiento convertía sus hombros y sus brazos en océano embravecido en que los músculos iban y venían como olas inmensas e indomables. Se quitó el sujetador. Más de lo mismo. Le tocaste el estómago. Te sorprendió la suavidad de la piel. Esperabas que fuera más áspera. Oprimiste la carne y topaste con la solidez de un muro. Tocar aquel cuerpo era acariciar una estatua de mármol vivo y caliente. Puso los pechos a la altura de tus ojos. Las mamas no eran voluminosas. Tenían la consistencia de la piedra. En sus centros, sendas y grandes areolas color fresa y pezones gruesos como garbanzos. Te apetecía chuparlos. Mordisquearlos. Jugar con ellos. Herta te miraba y te ganó el placer. Llegó a golpes sincopados. Lo llenó todo. Despertaste con la entrepierna del pijama pegajosa y caliente. "Gracias, Herta. El gusto es mío".

Cada tarde, a las siete y media, Herta volvía a casa. Solía ser puntual. Un reloj, como buena alemana. Procurabas coincidir con ella en el ascensor y, de cuando en cuando, lo conseguías. "Buenas tardes". "Buenas tarrdes". Y los pechos a la altura de tus ojos y a centímetros de distancia.

No eras alto ni recio a los dieciséis. Ahora tampoco. Uno setenta y sesenta kilos. Poquita cosa. Herta te llevaba un palmo de estatura, quince kilos de peso –que un uno noventa tiene mucho que llenar- y veintibastantes años de edad. Escasas bazas a favor, muchacho. "Buenas tardes". "Buenas tarrdes". Así un mes y otro mes.

Se convirtió en obsesión. Resultaba absurdo. No tenías posibilidad alguna, pero no te la sacabas de la cabeza. Pensabas en Herta. Espiabas sus idas y venidas. Soñabas con ella. Te masturbabas repitiendo su nombre. Hasta que una tarde…

Ibas a entrar en casa. Tenías las llaves en la mano. Se abrió la puerta del ascensor. Ocultaste las llaves. "Buenas tarrdes". Fue un flash. Una idea repentina. "He olvidado las llaves y no hay nadie en mi casa". "Puedes esperrarr en la mía". Le tomaste la palabra. No seguías un plan. Seguías tu instinto. Querías estar cerca de Herta. Necesitabas estar junto a Herta. No te importó mentir. En la guerra y en el amor todo está permitido.

Entrasteis en su casa. El recibidor. La sala de estar. Una vitrina con copas y medallas. "Esta la gané en Berrlín. Esta en Prraga. Esta otrra en los Mundiales de Sao Paulo". Sao Paulo. Praga. Berlín… Para ti, simples puntillos en el mapa. Para ella recuerdos. Siguió hablando de concursos y ciudades. Melbourne, Toronto… Tú conocías, aparte de tu ciudad, Benidorm y Andorra. Estatura, peso, años y viajes. Te ganaba por goleada, amigo.

"¿Quierres una bebida isotónica?" preguntó Herta. "Bueno". Te sentaste en el sofá y la viste –mejor la admiraste- trajinar de aquí para allá. Llevaba sueter y pantalones negros. Te sirvió un vaso con hielo y una rodaja de limón y dejó el botellín sobre la mesa baja que tenías frente a ti. "Bueno, mein kind. Voy a ponerrme cómoda". Entró en el dormitorio sin cuidarse de cerrar la puerta. Veías, desde donde estabas, parte de la cama y del armario. También a ella. Fue como en tus sueños. Se sacó el sueter por la cabeza y sus músculos parecieron galopar de un lado a otro bajo la piel. Te hipnotizaba el ir y venir de bíceps, deltoides, tríceps y tantos más de ignorados nombres por aquel tremendo cuerpo de giganta. Se quitó el sujetador. Los pezones eran más abultados todavía de cómo los soñaste. Se asomó a la puerta, desnuda de cintura para arriba: "Salgo enseguida, mein flein". Quedaste con la boca abierta. Oye, mein flein –significaran lo que significaran esas absurdas palabras-, ahí la tienes. Te enseñaba los pechos. Te pellizcaste. Era real. Fue buena la treta de las llaves de casa. La verga pugnaba por romperte la bragueta. Nunca tuviste una erección así, tan a la altura del cuerpazo de Herta. Se acercaba. Vestía camisa blanca holgada y shorts azul marino que dejaban al descubierto varios kilómetros de piernas. "Tengo un hijo grrande como tú. Me lo rrecuerrdas mucho". No sabías que contestar y sonreíste. Sonreír nunca hace que uno quede mal. "Yo –siguió Herta- quierro mucho a mi hijo y él me quierre mucho a mí". Seguiste sonriendo. ¿Qué podías decir? Ni idea. "Yo le daba masaje a mi hijo si él estarr tenso. ¿Estarr tenso tú?" "Un poco". "Yo darrte masaje". Se colocó detrás del sofá y te puso las manos en la nuca. Se te aceleró el pulso. Sentías que vivías peligrosamente. De querer hacerlo, podía acabar contigo como si fueras un conejo. No lo hizo. Al contrario. Sus manos no atenazaban. Eran pura delicia. "Mein lieblich Hans" te susurró al oído. Te decidiste. Alzaste los brazos sobre tu cabeza y los echaste atrás buscando a Herta. La encontraste. Era como en tus sueños. Mármol cálido y vivo bajo la blusa. "Ven, mein kind" suspiró. Te empujó al dormitorio. La camisa no te llegaba al cuerpo. Se detuvo. Te detuviste. Te tomó en brazos. Te alzó como si fueras una pluma. Sin ningún esfuerzo. "Mein lieblich…" Nunca sentiste así antes. Tampoco después, y ya vas para los treinta. Era una confusa mezcla de excitación, deseo, temor y morbo. Podía romperte con su inmensa fuerza. Con sus músculos de acero. Te sentías como asomado al vacío, atraído irremediablemente por lo desconocido.

Te dejó sobre la cama. Se desprendió de la camisa y de los shorts. Se te prendió la vista en el matojo de vello rubio, casi albino, de su bajo vientre. Comenzaste a desnudarte. Estabas tan nervioso que no atinabas con los ojales. "Ven acá, mein kind" te animó Herta. Echaste la ropa a un lado. Te abrazó. Resultaba curioso. Pese a lo duro que tenía el cuerpo, su abrazo parecía de terciopelo. Era como un batir de alas. Como la caricia de una madre. Sí. Eso era. La caricia de una madre incestuosa, con los pezones erizados y el sexo hambriento. ¿Se llamaría Hans el hijo de Herta? Había dicho "mein lieblich Hans". Quizás lo buscaba en ti. Tanto daba. Recorriste su espalda con las manos. Las hiciste resbalar hasta sus glúteos. Piedra. Piedra. Piedra. Roca pura y dura. También piel suave. Y calidez. Te oprimió un muslo con los suyos. Casi lo trituró. Te vino a la cabeza un viejo chiste: "¿Sabes lo que es la ruleta rusa? Que te chupe la verga una caníbal". Si hacia la tijera con sus ingles cuando estuvieras dentro de ella, te machacaría la verga. Esta sí era la ruleta rusa. "Cómeme las mamitas, amorr". Te perdías en su cuerpo. Arrimaste la boca a su pezón y le diste un lengüetazo chico. Se estremeció. Repetiste la caricia. Arqueó la espalda. Una tercera vez. Se le escapó un gemido. Te aplicaste con toda el alma a tan agradable ocupación. Moviste la lengua cada vez más rápida. "Muerrde" susurró con voz ronca. Apretaste el pezón con los dientes. "Muerrde más". Temías lastimarla. Le diste un mordisco un poco más intenso y volvió a arquearse. "Más". Le atizaste un señor bocado. De los de dejar señal. Fue mano de santo. Puso los ojos en blanco. "Más todavía". Por ti no iba a quedar. Casi te la comes. Tiburones hambrientos hubieran podido tomar lecciones de ti. Los más fieros perros de presa te hubieran erigido un monumento. Le acuchillaste los pezones a dentelladas, con una furia naciente que ignorabas de dónde venía y que se resolvía en mordiscos. Se retorcía. Gemía. Casi perdió el sentido. Le iba la marcha. Vaya si le iba.

Seguisteis jugueteando unos instantes. Luego Herta te asió con una sola mano y te acomodó sobre ella. Te recibió con las piernas abiertas. No tuviste que hacer nada. Ella se bastaba y sobraba por los dos. Te atrapó la verga con su vagina musculosa. Te estrujaba. Te ordeñaba. Te oprimía aquí o allá a voluntad. Algo fuera de serie. Único. Placer de dioses. Su vagina era guante que se ceñía a ti. Se convertía luego en garganta voraz presta a tragarte. Latía. El músculo de su vagina latía. Estaba conectado con su corazón. Al penetrarla le entrabas por las venas.

Te movía. Herta te hacía ir arriba y abajo con sus manos fuertes. Te llevaba y traía por su cuerpo sin soltarte la verga. Te sentías prospecto de medicamento: "Agítese antes de usarse". Te frotaba en su piel. Su vagina seguía atrapándote. No tenías voz ni voto en la reunión. Ella lo hacía todo. Se estaba masturbando utilizándote como juguete erótico. ¿Y qué si eras un juguete? Que te quitaran lo bailado… Te llevaba en volandas. Seguía ordeñándote. Aceleró el ritmo. Más. Más todavía. Rompió a gritar. Eran los suyos gritos hondos, viscerales, primarios. Su vagina exigía. Gritó más fuerte. Su orgasmo llamaba a tu orgasmo para pasearse del bracete por ahí. Un electroshock. El choque de dos mundos. Mejor de dos galaxias. Un terremoto total y estremecido. Luego una paz redonda, calmados los resuellos y ya aplacada el hambre.

Volviste a mirar a Herta. Había Herta por todos lados. ¡Qué grande era aquella mujer! Te miró: "Me siento tan sola lejos de mi patrria…" Por un instante, pese a su tamaño, la viste pequeña y desvalida. Años después, es esa la escena que más y mejor recuerdas. La llenó un ramalazo de debilidad. De autocompasión. Se te antojó una niña. Fue solo un momento. Luego se encogió de hombros –con el consabido alboroto de músculos- y sonrió al decirte: " Rrecuerrda coger las llaves de tu casa. Estabas tan nerrvioso al entrrar que las dejaste en el segundo estante de la librrerría".

Durante tres años –luego Herta se mudó de ciudad- olvidaste muchas más veces coger las llaves. Del segundo estante de la librería precisamente.

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