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La mujer perfecta

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La mujer perfecta

La llamabas Peggy Sue. Nunca entendiste ni supiste pronunciar su nombre. Sonaba gutural y lleno de vocales inexistentes. Como guardaba una lejana y ligera semejanza con "Peggy Sue", decidiste que ese era su nombre. Ella reía al escucharte y su risa era un gorjeo de pajarillo. Hace ya diez años de aquello. La llamabas Peggy Sue y ella reía.

Hacía muchísimo calor aquel julio. El bochorno convertía el aire en plomo derretido. El río era sopa barrosa y caliente que casi humeaba en torno a las barcazas en las que campesinas acuclilladas ofrecían leche de coco, raíces de jengibre, bananas y especias.

Peggy Sue. Cuanto más piensas en ella, recuerdas más detalles. Bangkok se cocía bajo el sol ancho y amarillo. Luego se oscurecía el cielo y caían rabiosos chaparrones. No refrescaban el ambiente. Nada más repicar en el asfalto, se convertían en vaho y daban de nuevo paso a la tortura del sol. Las noches no aliviaban la sensación de calor. Se respiraba fuego. Estabas harto de tu viaje. Como buen español, tu dominio del inglés era y es muy equilibrado: ni lo hablas, ni lo escribes, ni lo lees, ni lo entiendes. Del idioma tai…mejor no comentar. Eras mudo en un universo de sordos y sordo en una convención de loros parlanchines y gritones. Te mal comunicabas por señas. Y entonces viste a Peggy Sue.

Estabas en el bar del hotel, encaramado en un taburete. Apurabas una de esas bebidas dulzonas en cuya superficie flotan sombrillitas y flores, cuando se te acercó Peggy Sue. Era menuda –todas las tailandesas lo son-, de pechos altos, cabello negro, piel de nácar y boca de morder. Llevaba blusa blanca y falda tubo prodigiosamente pegada a unas caderas armoniosas y a un culillo redondito y adolescente. Tacones altos, claro. Gracias a ellos casi alcanzaría metro y medio de altura. Una miniatura perfectamente proporcionada. Una figulina de porcelana viva. Una delicia.

Le sonreíste. Te sonrió. Uniste tus manos, palma contra palma, a la altura del pecho e inclinaste la cabeza en ligera reverencia. Hizo lo propio. Le ofreciste un taburete. Se sentó. La invitaste a una copa, a base de bracear un rato, señalar un par de veces al camarero y mirar las rodillas que, al sentarse, había dejado la falda tubo al descubierto. Le sirvieron té. Sonrisas. Más sonrisas. Un millón de sonrisas. Firmaste la nota de la consumición. "Y ¿qué le digo yo a esta monada?" te angustiaste. Comenzaste por preguntarle su nombre o, lo que es lo mismo, levantaste las cejas, la señalaste con el dedo índice de la mano derecha y pusiste cara de perplejidad. Habló. Dijo algo así como "Beguichú". Fue entonces cuando la bautizaste como Peggy Sue. Le gustó el nombre, porque sonrió con dulzura. Animado por el éxito, te presentaste: "Yo, Nicolás". A saber qué entendió ella. Tu confidencia pareció desatar su locuacidad. Soltó una larga parrafada y te miró a los ojos. Comprendiste que era tu turno. Asentiste con la cabeza. No hizo falta más. Te empujó al ascensor. Llegasteis a tu piso. Entrasteis en tu habitación.

Peggy Sue siguió sonriendo. Te estiró del brazo y te llevó al cuarto de baño. Comenzó a desnudarte. Te resignaste a cederle la iniciativa. Era toda una experta en quitar camisas, pantalones y slips. La situación te superaba. Antes de darte cuenta, estabas desnudo como un gusano con una cosita chica entre las piernas. Te obligó a entrar en la bañera y soltó el agua. ¿Temperatura? Ideal. ¿Sonrisa? Encantadora. Te indicó, con un gesto, que aguardaras. Se quitó blusa y falda. Era una mujer diminuta, pero llenó de deseo la habitación. Tu cuerpo, inmerso y submarino, alzó su periscopio. Peggy Sue llevaba tanga y sujetador rabiosamente rojos. Cerró el grifo, puso un taburete junto a la bañera, se sentó y comenzó a echarte gel en la espalda. Le dejaste hacer. Te enjabonó también por delante y aprovechó la ocasión para pellizcarte las tetillas. Quisiste agarrarle el cuerpo y te dio una palmada, casi un azote, en la mano. No entendías nada. Te enjabonó muslos y vientre. Sus manos eran suaves y enérgicas, seda y acero. Te enjuagó. Luego se incorporó, abrió un armario y sacó un colchón de playa hinchado. Lo colocó junto a la bañera e hizo que te tendieras en él boca abajo. Y empezó el espectáculo.

Las orientales saben. Nacen sabiendo. Conocen las sendas del cuerpo por donde corretean las sensaciones y los atajos por los que el tacto se convierte en gozoso temblor. Peggy Sue oprimía aquí y allá con los pulgares, y esa tenue presión despertaba oleadas y terremotos que te sacudían las carnes. La marea de las caricias te traía y llevaba por el más dulce de los infiernos.

Ahora no eran los pulgares. Eran los antebrazos. O las plantas de los pies. Cualquier parte de su cuerpo sabía cómo y dónde rozarte. Se quitó el sujetador y te acarició los omóplatos con los pezones. No hay nada comparable a unos pezones de mujer que te recorren el cuerpo. Dejan rastros de excitación, cosquillas y piel agradecida. Te dio la vuelta. Acariciaba ahora tu pecho con los suyos, tu vientre con sus manos, tus muslos con sus muslos. Peggy Sue descargó todo su peso en ti. Era ligera. Una muñequita hecha para el amor. Se puso en pie y fue al dormitorio. La seguiste. Se tumbó en la cama y se quitó el tanga. Preciosa. El pelo, negro y lacio. Los ojos, oscuros y almendrados. Breve la nariz. Boca pequeña de labios carnosos. Redondos los pechos, areolas oscuras y pezones descarados. Breve la cintura. Sexo recogido y afeitado, de apariencia infantil. Proporcionadas las caderas. Llenos los muslos. Finos tobillos y muñecas. Te tumbaste a su lado. Te besó. Su lengua era pajarillo explorando los recovecos de tu boca, caracol caliente recorriendo tu cuello, corazón de saliva vagando por tu vientre, dulce sabiduría acariciándote la verga. La dejabas hacer. Cerrabas los ojos para que el gusto no se escapara y la dejabas hacer, quieto, ofrecido, relajado. Te latía la verga, pero no de desespero. Oriente te había contagiado su paciencia, ese ritmo pausado en que el tiempo parece no importar. Oriente te susurraba al oído "No hay prisa. Saborea cada brizna de reloj. Disfruta del ahora. Alárgalo". Peggy Sue había encontrado los engranajes de tu cuerpo. Sabía mantenerte excitado.

Cada vez que creías no aguantar más, te acariciaba la verga con mimo, como apaciguándola, calmando su fuego, convirtiendo la inquietud en paz gozosa. Te llevaba y traía a voluntad. Después, cuando fue tiempo, Peggy Sue se sentó sobre ti. Te cabalgó. Introdujo tu verga en su cálida hendidura y comenzó a moverse. Ahora sí abarcaste sus glúteos con las manos y abriste los ojos. Era hermoso contemplar a Peggy Sue, arriba, abajo, arriba, abajo, llevándote por los colores del arco iris, llenándote de arcos iris vientre y cerebro. Aceleró el ritmo, al paso, al paso, al trote, al trote, al galope, al galope. Ahora sí. Ahora sí. Ahora sí. AHORA SÍ.

Un orgasmo esplendoroso. Total. Telúrico. Redondo.

Y lo mejor de todo: Cuando acabó el abrazo, Peggy Sue no te preguntó si la querías. Ni te dio, ni te pidió conversación.

La añoras.

Peggy Sue te pareció la mujer perfecta.

Y muy barata. Solo te cobró cincuenta dólares por el servicio y diez dólares más para el taxi.

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