DENTRO DEL ARMARIO
Soñaba bajar la cremallera de tu bragueta y acariciarte la verga dura, erecta y caliente. Imaginaba besarla, lamerla, introducirla en mi boca y gustarla, sabrosa y distinta. Fantaseaba con tu vientre liso, con tu pecho amplio y musculoso, con esa media sonrisa tuya que hace de mi estómago un manojo de nervios. Estábamos acostados y me abrazabas. Justo entonces se rompió el encanto: Julita comenzó a llorar y mi mujer encendió la lámpara de la mesilla de noche y tomó a la niña en brazos.
Volví a la realidad. No. No estabas conmigo. Mi mujer sí estaba. También mi hija. Su llanto infantil me había devuelto a este lado de las cosas. Recuperaba mi imagen-disfraz de varón heterosexual políticamente correcto. Se me fue la erección. Un heterosexual no debe excitarse pensando en un compañero de trabajo. No es serio. El personal murmura, bromea y se da codazos cómplices. Conviene ser un artista del disimulo. Pero me vuelves loco, Tomás. Completamente loco. Sueño cada noche contigo y me masturbo imaginando que me besas y que aproximas tu vientre al mío, piedra contra piedra, fuego contra fuego.
(Releo lo que acabo de escribir y se me endurece la verga. Se me abulta la bragueta siempre que pienso en ti. He de andar con tiento para no montar el espectáculo).
Ha callado la niña. Puedo volver contigo. Ya nadie nos molestará. Me agradaría apoyar mi cabeza en tu hombro desnudo,- de hecho la estoy apoyando ahora- y hablarte de mí. Me agradaría tanto que me comprendieras Yo tenía trece años y creía que, como todos los chicos de mi edad, comenzaba a interesarme por las chicas. Una tarde fui solo al cine no sé por qué. No era un adolescente solitario, tenía muchos amigos, pero esa tarde fui al cine solo. Estaba pendiente de la película.
Ni siquiera reparé en aquel codo junto a mi brazo. Ahora, al rememorar la escena, recreo el riesgo de mi vecino de butaca, ese nerviosismo que se agarra a la boca del estómago y absorbe por completo la atención, el tejer y destejer del contacto furtivo que, ante la falta de rechazo, se va volviendo más y más audaz, su mano en mi rodilla, me abarcaba la rodilla con su mano y entonces sí lo advertí. Hubo una sorda explosión en mi interior y se me desbocó el pulso. Quedé quieto, absolutamente inmóvil, como hipnotizado por aquella mano que, al tomar confianza, aumentaba su presión e iniciaba una lenta e implacable escalada por el muslo hasta llegar a la bragueta y asir mi verga, ya tiesa y dura, por sobre el pantalón y palparla y apretarla.
Hasta ese momento aquella mano no tenía dueño. La imaginaba independiente de su cuerpo. Pero no estaba sola. Había otra mano que buscó una de las mías y la dirigió a su destino. Fue la primera vez que toqué una verga que no fuera la propia. Un momento mágico, una verdadera revelación que cambió mi vida, aunque aparentemente no lo hiciera. Tenía contra mi palma un algo caliente y duro que había escapado no sé como ni cuando del interior del pantalón y latía al mismo ritmo que mi propia sangre. Sentía su fuerza extraña y su poder ciego, salvaje y sofocante. Cuando eyaculé en las manos de aquel extraño cuyo rostro no alcancé a ver jamás, me limpié mal que bien con mi pañuelo y salí corriendo del cine, sin acabar de ver la película cuyo argumento había olvidado por completo. También procuré borrar de la memoria aquella tarde. Me convencí de que le había ocurrido a otro, no a mí. Yo era un chico como los demás que se excitaba al tocar a las chicas. No, no podía ser. Había sido un mal sueño. Una pesadilla sin pies ni cabeza.
Dos semanas más tarde volví al mismo cine solo, por supuesto. No hubo suerte. Nadie se me acercó. Repetí a los pocos días. Tampoco. La siguiente vez sí. Fue en el descanso. Entré en el servicio a orinar. Estaba terminando cuando alguien se me puso al lado. No sé que es lo que me obligó a mirar de reojo. Mi ¿puede llamársele vecino? era bajo y recio y tendría unos cincuenta años. Se acariciaba un grueso miembro semierecto mientras contemplaba mi verga que, acabada la micción, se hinchó y se volvió piedra. Estuvimos así durante un rato, uno al lado del otro, mirándonos los miembros. Luego ya había terminado el descanso y comenzado la película, por lo que nos habíamos quedado solos- me tomó del brazo, me condujo a un váter, cerró la puerta, y, sin decir una palabra, se arrodilló y se puso a mamármela. Era mi primera vez y creía soñar. Sentía el roce caliente de su lengua carnosa a lo largo de mi verga que se embutía en su boca hasta el fondo mientras él movía adelante y atrás la cabeza. Mi miembro nadaba en el mar de su saliva, notaba la dureza de sus dientes que, sin embargo, me tocaban con delicadeza, casi como si me adoraran. No aguanté ni un minuto. Eyaculé en su boca. El, entonces, se puso en pie, se limpió los labios con el dorso de la mano y me obligó a arrodillarme. Comprendí. Era mi turno. Le toqué la verga con la punta de la lengua. Sentí un sabor extraño.
Le di un lengüetazo haciéndola bambolear a un lado y a otro. El me agarró del pelo y me restregó la cara contra aquel miembro duro e hinchado. "Cómetelo, puta" me susurró. ¿Te imaginas? Allí estaba yo, con trece años, arrodillado en el váter de los servicios de un cine, comiéndole el rabo a un cincuentón que me llamaba puta. Y me gustaba, disfrutaba, no me hubiera cambiado por nadie en el mundo, sentía que vivía a tope, abría la boca y engullía aquella verga que no me dejaba respirar siquiera, hubiera estado así horas y horas, y deseaba que me llamara puta otra vez y mil más, porque eso era yo, no otra cosa, un niño pervertido que se sentía puta mientras se la mamaba a un desconocido, y que se esmeraba en hacerle gozar. Se corrió en mi boca con un gemido más animal que humano. Creí ahogarme con su semen espeso y caliente que medio tragué, medio escupí en la taza del váter. Mientras recomponía la ropa, él, sin decir palabra, salió de la cabina reajustándose los pantalones y, simplemente, se largó.
El día y la noche, el doctor Jekyll y Mr. Hyde. A partir de ahí supe lo que es el interior del armario, y si tú entendieras, me entenderías. Me eché novia, me casé, he tenido una hija y nadie puede decir de mí una palabra más alta que otra, pero, de tarde en tarde, hay en mí como un fuego que lo cubre todo, una fuerza oscura que me obliga a no pensar sino en la gloria de tener una verga entre los labios. Y ahora esto, Tomás. Ahora me enamoro de ti como una colegiala. ¿Sabes? Me gustaría que me llamaras puta, o mejor que eso, ser en realidad una putita para ti.
De noche todo es sencillo y gozoso. De noche resulta lógico reclinar mi cabeza en tu hombro desnudo, Tomás, y rozar con las yemas de los dedos el contorno de tu nariz y de tu boca. En la oscuridad es fácil abrir el alma y confesar, contarte esos rápidos y sofocantes encuentros en un cine, o las excursiones a los cuartos oscuros de los clubes de ambiente madrileños, - allí no me conoce nadie y hay que aprovechar las oportunidades que ofrecen los viajes de trabajo- en que se juntan las hambres y los hombres. Un cuarto oscuro es como el interior del armario. Vamos a él quienes no nos atrevemos a mostrar los rostros. El placer y el tormento se dan la mano y buscan culos y braguetas. Se acumulan sensaciones para tiempos peores. Se cargan las pilas. Eso no es bueno, Tomás. Hay que ser sincero, llamar las cosas por su nombre, reconocer la realidad. Yo mismo, mañana, debería hablar contigo seriamente y decirte lo que siento por ti. Eso es lo honrado. Lo decente. Pero no lo haré. Simplemente seguiré masturbándome mientras sueño contigo y llevando mi vida de siempre y, cuando ya no pueda más, cuando sienta dentro de mí ese fuego turbio que todo lo llena, me inventaré un viaje a Madrid y acabaré no sé si en un cuarto oscuro palpando vergas o en un cine muy parecido a aquel viejo cine en que un cincuentón me llamaba puta