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Isabel

Tenía doce años recién cumplidos y aquella fue mi primera vez. Jamás me había masturbado. Ni siquiera había tenido una polución nocturna. Era inocente como una florecilla del campo. Sí, ya sé, hoy a los doce años se está al cabo de la calle. Se sabe latín, gramática parda y la mejor forma de hacer un buen sesenta y nueve. Entonces no. Cumplí mis doce años en la España oscura, en una España de cartillas de racionamiento y restricciones de luz eléctrica y de agua potable, en esa España huérfana de turistas y repleta de sotanas que predicaban la Santa Misión. Fue en 1949, -Viva Franco, Arriba España;-un año más –y siguieron muchos parecidos- en que las mujeres, aunque fuera verano, tenían que ingresar en la iglesia con velo, medias y manga larga, y casi no podían entrar en ningún otro sitio porque estaba mal visto. Eran los tiempos –hoy parece mentira- en que los párrocos prohibían los bailes, e ir del brazo por la calle se reputaba conducta indecorosa. Yo tenía doce años y seguía siendo un niño.

Se llamaba Isabel. Ahora, cincuenta y cinco años después, se me desdibujaron sus rasgos en la memoria. Creo ¿recordarla? ¿imaginarla? morena y espigada, de pechos altos y caderas aniñadas. Tendría dieciocho años, quizá diecinueve. Era la muchacha de servicio. Mi padre era médico y podíamos permitirnos el lujo de tener criada. Vivía con nosotros –entonces era costumbre- aunque ese vivir con nosotros era muy relativo. Las chicas de servicio pertenecían a una casta inferior. Se pasaban el día en la cocina. Alguna noche mi madre le dejaba sentarse un rato en la salita a escuchar la radio, pero como un extraordinario. Los niños también molestábamos. Ahora también lo hacen, pero los padres disimulan más. Entonces no se cortaban un duro. Mi hermana –le llevo cinco años- y yo nos pasábamos las horas y los días con Isabel en la cocina.

Me gustaba mirar a Isabel. Era mi despertar al sexo aunque no lo supiera. Me gustaba mirarla, y, cuando lo hacía, algo me cosquilleaba en la boca del estómago y me producía un desasosiego muy especial. Ella era alegre. Un tanto pícara. Sabía mucho más que yo. Jugaba conmigo, pero de eso me di cuenta años después. A los doce años no estaba para pensar. Isabel me atraía y me asustaba al tiempo. Discutíamos por nada. Éramos el perro y el gato. Una noche –no recuerdo ni el día ni el mes, pero era viernes y todavía no hacía frío- mis padres fueron al teatro. Mi hermana se había acostado ya. Yo estaba en el comedor haciendo como que estudiaba latín –era el mío un bachiller con siete años de latín- cuando Isabel se me acercó:

"¿Qué haces?".

Por más que me esfuerzo, no recuerdo como iba vestida. Ni siquiera sé si llevaba puesto el delantal.

"Estudio ¿No lo ves?".

Alargó la mano y me quitó el libro de delante de los ojos.

"Pues ya no puedes estudiar".

Me enrabieté.

"Dámelo".

Lo apretó fuerte contra el pecho y lo protegió con ambos brazos.

"Quítamelo si puedes".

Forcejeamos. Intenté separarle los brazos del cuerpo para recuperar el libro. No lo conseguí. Era tan fuerte –o tan débil- como yo. Rompió a reír.

"Mira el hombrecito. No puede con una pobre chica".

Si pretendía provocarme, lo consiguió. Se me hizo todo rojo. Me lancé contra ella y la tumbé de un empujón sobre la mesa del comedor. Ahora, con la perspectiva de los años, me hace gracia nuestro relativo paralelismo con la escena de la mesa de la cocina de "El cartero siempre llama dos veces". Entonces no sabía quien era el cartero. Tampoco me importaba saberlo o no saberlo. Isabel, no sé como, había conseguido separar los brazos del cuerpo, así que cuando, por el mismo impulso, quedé sobre ella, aplasté con mi pecho los suyos y nuestros vientres quedaron en contacto. Olvidé el libro de latín, que quedó sobre la mesa. Agarré las muñecas de Isabel y nos quedamos quietos. O casi, porque una parte de mí se puso en movimiento y fue creciendo más y más en mi entrepierna. Así desperté al sexo, lo juro. Cierro los ojos e intentó sentir lo que entonces sentí. Es imposible. Aquello fue todo. Faltan palabras. No las hay. Isabel sonreía de un modo muy especial, su boca a un centímetro de la mía. Como si fueran mil kilómetros. No se me ocurrió besarla. Ella tampoco me besó. Permanecimos inmóviles, yo encima, ella debajo, mis manos sujetando sus muñecas, no sé por cuanto tiempo. Sus pechos contra mi pecho. Su vientre contra el mío. Luego, viniendo de muy dentro, surgiendo de las oscuras cuevas del instinto, nació en mí la necesidad de moverme. Me froté contra Isabel, primero a ritmo lento, después más y más acelerado. Frotaba mi vientre con el suyo, mi verga, dentro del pantalón, contra su vientre que cubrían las bragas y la falda y no recuerdo si el delantal, e Isabel olía a lejía y a mujer –buen olor el tuyo que recreo cincuenta y cinco años después- y yo seguía frotándome con ella y ella me sonreía, hasta que me sentí morir, hasta que supe que moría, que me anulaba, que perdía mi sustancia y me convertía en estallido de luz y de gusto, en terremoto, en choque de dos mundos, en el cielo y el infierno hechos placer. Fue mi primer orgasmo. No lo obtuve masturbándome. Nunca te lo agradeceré bastante, Isabel.

Me costó recuperar el sentido. Isabel seguía sonriendo. Liberó las muñecas –yo ya no hacía fuerza- y me revolvió el pelo:

"Mi hombrecito…"

Notaba como una pasta caliente dentro de los calzoncillos.

"Anda, ve a lavarte".

Fui. Carecía de voluntad propia. Estaba fulminado por el rayo. Me movía mecánicamente. Un zombie tendría más voluntad. Me lavé. El calzoncillo no tenía solución. Me puse solo el pantalón. Me eché agua a la cara. Intenté recuperarme. Salí del baño. La puerta del cuarto de la criada estaba abierta y la luz encendida. Me quedé en la puerta.

"¿No vas a pasar?".

Isabel, tumbada en la cama, el embozo por la cintura, vistiendo un camisón de escote generoso, me dijo "¿No vas a pasar? Pasé. Claro que pasé. Me senté en el borde de la cama. ¿Mi cacharro? Duro como una piedra. Hacía cosa de cinco minutos había tenido mi primera eyaculación y ya tenía la verga dura como una piedra. Estos milagros ocurren a los doce años recién cumplidos. Luego no hay milagros, sino fanfarronadas.

"Te voy a enseñar a besar. Pon tus labios en los míos".

Aquella noche me examiné de las asignaturas más importantes de la vida. Aprendí que besar unos labios es solo antesala de un gozoso intercambio de salivas, el aprendizaje de un nudo de lenguas. Aprendí que las mujeres son dulces y suaves de tocar y que no hay peso más cálido y placentero que el de sus pechos en las manos. Aprendí que los pezones son revoltosos y que se alborotan con las caricias. Aprendí que las mujeres tienen vello en el pubis –nunca lo había sospechado antes, no lo tenían en los cuadros ni en las estatuas- y que ese vello puede producir descargas eléctricas en los dedos. Aprendí también que el sexo femenino es hondura, misterio y humedades. Aprendí tantas cosas, que yo ya no era yo, sino otro yo más sabio.

Jamás antes había besado así. Ni mordido así. Ni tocado así. Jamás antes había hecho un millón de cosas que eran tan importantes como respirar.

"Ponme tu cosa entre las piernas. No quiero quedarme embarazada".

Cerró los muslos y me apretó la verga.

"Bésame las tetas".

Me corrí besándoselas. En menos de un minuto. En un dos por tres. Fue otro cataclismo. Otro fin del mundo.

"Cielo, vete a dormir. Tus padres estarán a punto de volver del teatro".

La obedecí. Me sentía como un manso corderillo. Necesitaba, además, reordenar las ideas. Si es que me quedaba alguna idea, claro. No era posible que "aquello" me hubiera ocurrido a mí. Y en mi propia casa.

Isabel nunca quiso que la penetrara. Temía quedarse preñada. Nos dimos unos cuantos revolcones y me corrí unas cuantas veces entre sus muslos. Luego se fue de casa. Mi madre la despidió, pero yo no tuve nada que ver en eso.

Mi primer polvo con penetración fue tres de años después, en una casa de putas. Todavía no las había cerrado Franco. Me cobraron quince pesetas. Pero cuando me preguntan por mi primera vez, nunca pienso en la puta. Pienso en Isabel y en aquella noche –era viernes y todavía no hacía frío- en que yo fingía estudiar latín.

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