RELATOS INQUIETANTES
La señorita Cristina
La recuerdo como si ahora mismo la estuviera viendo. Era la bibliotecaria de la Facultad. Tendría treinta y pocos años pero, sin saber bien por qué, todos, al referirnos a ella, anteponíamos un "señorita" a su nombre de pila y ese "señorita" era una especie de muro de cristal que la mantenía al margen de la vida del común de los mortales.
La señorita Cristina era una institución. Formaba parte de la biblioteca con la misma rotundidad que las estanterías o los libros. ¿Su aspecto? Llevaba gafas de montura de concha que medio ocultaban sus ojos. Solía recogerse el pelo en un moño. Vestía traje chaqueta preferentemente gris y calzaba zapatos planos. Cero en coquetería. Pero no era fea. Ni mucho menos. Cada octubre los nuevos de primer curso dieciocho años ahogados en hormonas- se preguntaban como serían sus pechos y su trasero. Cada noviembre, esos mismo alumnos, convencidos de que nunca lo sabrían, se desinteresaban del tema y se dedicaban a otras cosas. Ella, impertérrita, seguía a la suya. Era como un reloj. Exacta. Eficiente. Precisa. No le era necesario consultar el ordenador. Conocía la situación exacta de cada libro. Sabía.
Yo era por entonces profesor asociado. Iba mucho por la biblioteca y a veces charlaba unos minutos con la señorita Cristina. Me gustaba y eso que nunca me dio motivo para hacerme ilusiones. Le dije en alguna ocasión de tomar juntos un café y siempre pretextó trabajo y rehusó la invitación. Dicen que las dificultades hacen crecer el deseo. En mi caso así ocurrió. La señorita Cristina se convirtió para mí en una obsesión. Fantaseaba con ella. La imaginaba junto a mí. Cada noche, cuando me acostaba, ocupaba mi pensamiento. Pero fue precisamente el primer miércoles del mes de Marzo de 1992 cuando ocurrió lo que ocurrió.
Me acosté y, como de costumbre, imaginé a la señorita Cristina. Aquella noche mi imaginación era más vívida que nunca. Estaba de pie frente a mí. Me miraba y sonreía. Era su sonrisa dulce y enigmática, como de comprender todo y no creer en nada. Se quitó las gafas. Sus ojos eran grandes y profundos, de un negro intenso. Se soltó luego el moño. El cabello moreno se deslizó por su espalda hasta casi alcanzarle la cintura. Pero ella, en mis ensoñaciones, no resultaba procaz. Ni siquiera pícara. Era como si no me viera. Talmente como si la estuviera espiando por el ojo de una cerradura. Cuando sonreía, se sonreía a sí misma. Si se soltaba el pelo y desnudaba su mirada, no era para mí. Lo hacía porque tenía que hacerlo. Se quitó la chaqueta. La plegó con cuidado y la dejó en el respaldo de una silla. Llevaba una blusa blanca abotonada hasta el cuello. Comenzó entonces a desabrochar botones. Lo hacía muy lentamente. Se sacó la blusa y quedó en sujetador, un sujetador negro que mal contenía los pechos, altos, llenos, rabiosamente blancos. "Una morena de pechos blancos" pensé en mi duermevela. Seguí atento a cada uno de sus movimientos. Bajó la cremallera de la falda, despasó el corchete de la cinturilla y dejó que la prenda se deslizara hasta quedar en tierra. Me quedé de piedra. Lo que menos podía imaginar y eso que estaba imaginando. La señorita Cristina llevaba liguero a juego con el sujetador y medias también negras, que enmarcaban dos cachos de muslos de una blancura que lastimaba la vista y enderezaba mi entrepierna. Me desbaraté. Comencé a masturbarme en tanto ella, tras quitarse el sujetador y liberar los pechos, coronados por pezones erectos y grandes areolas oscuras, sonreía desnuda y formal, absurda incongruencia que me encelaba más y más hasta resolverse en orgasmo agudo, total y redondo.
A la mañana siguiente fui a la biblioteca. La señorita Cristina estaba frente al ordenador, gafas de concha, moño recogido, traje chaqueta gris y zapatos sin tacón. Me acerqué a pedirle un libro. Me atendió con la cortés eficiencia de costumbre. Me tendió el ejemplar. Luego me dijo: "¿Te gustó el liguero negro de anoche? Hoy lo llevo también". Y, antes de que pudiera contestarle cualquier cosa, añadió: "Por favor, no olvide firmar la ficha". La miré, tragué saliva, titubeé un momento. "¿Cómo has dicho?". "Que no olvide firmar la ficha". Profesional. Eficiente. Precisa. Con la sonrisa justa.
Firmé la ficha.
Y me fui. Era la hora de mi clase. Y de mi desconcierto.