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Débito conyugal

en Hetero: Infidelidad

Débito conyugal

Tu marido te ha advertido que mañana quiere ponerse la camisa de cuadritos azules, te ha dicho "Buenas noches" y se ha ido a dormir. Has de fregar y has de planchar la camisa del señor. Mientras luchas contra la grasa del puchero, él ya se ha arrebujado en la cama. Armas la tabla de planchar y te llega el primer ronquido. Arropas a los niños y el ronquido se convierte en trompeteo.

Medianoche. Te desvistes y te tiendes al lado de tu marido, procurando no distraerle el sueño. Cierras los párpados, dispuesta a dejarte mecer en la cuna de la pereza. Adoras esos brujos momentos en que se aflojan las riendas de la consciencia y, entre los últimos retazos de pensamiento lógico, asoman los perrillo juguetones de la fantasía. Vas cayendo en un pozo, al tiempo pesada y ligera, oscura y centelleante, cuando dos algos te retienen a este lado de las cosas. El primer algo es la mano de tu marido que te abarca, como al descuido, el pecho izquierdo. El segundo no es la mano, sino una especie de broca dura y caliente que crece contra tu rabadilla. Intentas apartarte unos centímetros del poco apetecible cuerpo de tu esposo delante de Dios y de los hombres. Vano intento. Solo consigues oscilar peligrosamente en el borde de la cama mientras la presión continúa.

Te resignas a lo inevitable: a lo que con otro es amor y con el de siempre es débito conyugal. Procuras, para endulzar el trago, ajustar los mecanismos de la mente de modo que la piel de tu marido no sea, para ti, la suya, sino la de cualquier otra persona. En un apasionado concurso en que queda tercero Sean Connery y segundo George Clooney, proclamas vencedor a Carlos, el compañero de oficina que nunca reparó en ti quizá porque tartamudeas cada vez que le diriges la palabra. La argucia da sus frutos. Las caricias de Carlos, porque sientes que es Carlos quien te tienta las carnes, van agitándote la respiración. Carlos sabe. Te roza el pezón con las yemas de los de dedos, al principio con tacto ligero, luego con mayor energía. Tu pezón se hincha, se abulta, exige el pellizco que te propina Carlos con las uñas. Se te humedecen los bajos. La mano emprende audaces andaduras por tu cuerpo. Te cosquillea la cintura, envía un dedo audaz a la cuevecilla de tu ombligo, explora tu entrepierna chapoteando en humedades. Jamás te acarició tu marido de esta forma. El cuerpo de tu pareja te sabe a nuevo. Hay en él un fuego insospechado en lugar de la rutina de costumbre.

Lo que no puedes saber porque te faltan datos, lo que ignoras, es que tu marido no ha apretado tus pechos. Apretó los de Julita, la vecina de la puerta 12 con la que fantasea hace tiempo. Fue su recuerdo el que le ahuyentó el sueño y le encendió los fondos. Hay en la manos que te palpan, en la verga que palpita contra tu carne, un vigor desconocido, una apasionada sabiduría que no te sorprende porque los imaginas en Carlos, del mismo modo que a tu esposo no le extraña tu dulce respuesta, tu apasionada receptividad, porque ha sabido desde siempre que Julita es así.

La pasión toca el tambor en vuestros traseros. Media vuelta de tuerca en la carne excitada y el Kamasutra queda en apacible lectura de novicios y el Ars Amandi en cuento propio de jardín de infancia. Ya no sientes la broca en tu rabadilla, sino en el vientre. Diste la vuelta y quedaste cara a tu pareja. Mantienes los párpados prietos para retener la imagen de Carlos, sus rasgos, su fisonomía. ¡Soñaste tanto con este momento! Te abraza, te estruja con hambre. Con hambre clavas tus uñas en sus nalgas. Luego, con una audacia desconocida en ti, buscas su verga con los labios, la chupas, la contorneas con la lengua. Nunca acariciaste de este modo a tu marido. Ni se te ocurriría. Con Carlos es distinto. Tu esposo, por su parte, no se sorprende ante tu empuje. Presentía que Julita era así: ardiente, pasional, inagotable.

Tú y tu marido componéis –ya era tiempo- una melodía exacta, un concierto vibrante de pasión y de jugos. Sin embargo hay una nota falsa en vuestra sinfonía. Vosotros pusisteis los instrumentos, pero son otros quienes los tocan. Si apareciera el diablo y os ofreciera el supremo conocimiento a cambio de venderle el alma, tú aceptarías el trato porque te pierde la curiosidad y tu marido haría lo propio, ya que él, si se trata de vender, vende lo que sea. Entonces descubriríais la verdad: ni tu marido ni tú estáis en la cama. Quienes retozan en ella son Carlos y Julita, a pesar de no conocerse de nada. Son Julita y Carlos quienes, si no son dioses, al menos se comportan como tales. Son Carlos y Julita los sabedores de que el fuego más adorable se enciende con leños ajenos. Mejor pues que tu marido y tú os retiréis discretamente y os dediquéis a vuestros asuntos, mientras Julita y Carlos siguen cociéndose en el horno de los sentidos hasta trasmutarse en dos montoncillos de carne agradecida. Cada cual ha de cumplir con su papel en la farsa.

Pero el diablo no ha aparecido. Es viejo y ya no está para estos trotes. Su ausencia os ha privado del conocimiento supremo. Se os escaparon las evidencias. Por eso seguís sudando en la cama, anudando brazos y piernas, intercambiando salivas y jugando a ser quienes no sois, pero todo está en orden, ya que son vuestra propias huellas dactilares las que se estampan en la carne contraria, y un añejo certificado de matrimonio convierte en virtuoso el abrazo más adúltero que vieron los siglos.

Cuando al fin se disparan los resortes y se alivian los cuerpos, Julita y Carlos se incorporan y se alejan de puntillas del lecho, aunque no veáis como lo hacen. Tu marido y tú permanecéis acostados en tanto ellos se dan, antes de separarse, un último beso en el portal. Se ha cerrado el ciclo, y si la historia se ocupara de estas pequeñas cosas, tal vez registraría en los anales que una pareja desconocida se amó en vuestro lecho, o quizá reflejara lo aparentemente obvio y os atribuyera a vosotros el encuentro de amor, y hasta puede que rizara el rizo y defendiera la tesis de que habéis sido cuatro quienes os palpasteis las pieles. Pero la verdad pura y simple es mucho más sencilla: Tu marido te exigió el débito conyugal, y tú, que eres una esposa honesta, le complaciste con toda diligencia.

Palabra de Dios.

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