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Simplemente una hembra

en Hetero: General

SIMPLEMENTE UNA HEMBRA

Me tienes atrapada. Sé que no te amo y que no me convienes, pero me tienes atrapada. Y me repito de todos los modos posibles que debo olvidarte, pero no lo hago, y cuento los minutos que me separan de tu boca, de tus manos y de tu sexo.

¿Recuerdas nuestra primera vez? Yo charlaba con Mónica en aquella fiesta que ni sé quien organizó ni con qué motivo. Me sabía guapa aquella noche. Carlos y Mario revoloteaban a mi alrededor, pero eso no importaba. Charlaba con Mónica y sentí como me desnudabas con la mirada. Las mujeres sabemos interpretar esa clase de miradas.

Sentimos la llamada del sexo. La civilización es puro barniz que no mata el instinto. Me miraste y tuve que humedecerme los labios par seguir hablando, en tanto que otros labios que tengo más abajo se humedecían solos. No. No eres guapo, ni siquiera agradable, pero me miraste de arriba abajo y me flaquearon las piernas.

Dejé a Mónica con la palabra en la boca cuando me dijiste: Ven. Te seguí como hipnotizada, subí la escalera tras de ti y entre a tu rastro en aquel cuarto. Fue entonces cuando me besaste por primera vez. No fue un beso dulce ni sonaron campanas. Fue un beso sucio y caliente, de lengua profunda lamiéndome por dentro, llenándome la boca. Imaginé esa tu lengua en la entrepierna, lengua áspera y exigente, sin delicadeza alguna, lengua que toma y no suplica, y noté el mar entre los muslos. Ni preguntaste mi nombre. En lugar de ofrecerme conversación me rasgaste la blusa.

Me bajaste de un manotazo el sujetador y me dejaste los pechos al aire. En aquel mismo instante supe que nunca podría quererte, pero supe también que necesitaba acostarme contigo. Tienes las manos duras. No acarician, amasan. No cosquillean, pellizcan. Abarcabas mis pechos y los moldeabas a tu capricho. Yo te dejaba hacer, notando que mis pezones crecían y deseaban tus mordiscos. Y me mordiste, claro que sí, primero la boca hasta que me llenó el regusto presentido de mi propia sangre, luego los pezones, hasta hacerme gemir de placer y dolor entremezclados. Te tanteé la bragueta, luché con la cremallera con dedos impacientes mientras seguías comiéndome los pechos. Escarbé en tu pantalón y tu verga dura y caliente me llenó la mano. Me soltaste los pechos y clavaste dedos como garras en mi trasero.

Tus dedos son fuertes. Parecían traspasar la falda. No. No te quiero, pero haces que me sienta mujer. Tu verga en mi mano, en mi boca… Primero le di un beso suave en la punta redondeada, luego la tomé entre los labios y le di un lengüetazo ligero. Fui después metiéndola más y más adentro, tanteándola con la lengua, mezclando mi calor con su calor, saboreando su dureza palpitante, hasta que chocó contra el fondo de mi garganta.

Me tomaste entonces del pelo con brusquedad, yo de rodillas y tú de pie, me tomaste del pelo y hacías que mi cabeza se acercara y se apartara de ti. Sentía tus tirones y tu verga entraba y salía, rígida contra mi lengua, hasta que me tumbaste en el suelo de un empellón y te arrojaste sobre mí. Ni tiempo me diste a quitarme nada. Me levantaste la falda de un zarpazo y mi tanga se te deshizo en las manos, mínima y desgarrada. Créelo: Jamás separé tanto los muslos para recibir a ningún hombre.

Me embestiste con tu fuerza hecha ariete y lanza, me traspasaste con tu verga potente y descarada, me aplastabas contra las baldosas a cada golpe de riñones, y yo me sentía Hembra, hembra con mayúscula, y me movía, a pesar de tu peso, me movía como la puta más puta de todas las putas, porque lo era, que el amor es una cosa y esto otra bien distinta, todo se hace rojo, falta el aire, se pierde la noción de la propia identidad, dos animales copulando, yo exprimiéndote la verga con los músculos de mi pelvis, notando como se te hinchaba el miembro, necesitando sentir tus chorros calientes en mi interior.

Y, al tiempo que me llenabas, me repetía que te odiaba por convertirme en un animal, por hacerme abdicar de mi educación, de mi feminismo y de mis principios.

Pero tú seguías y seguías y yo comencé a gritar, porque gritaba, y no me importó que pudieran oírme Mónica y Carlos y Mario y los demás, y a cada embate tuyo gritaba más, la blusa rota y gritando, tanga desgarrada y gritando, seré tu esclava y tú serás mi dueño, mi amo cuyo nombre desconozco, a hacer puñetas las buenas maneras, poséeme a lo perro, ofrecer la grupa es primitivo, y yo te la ofrezco y grito, y no podré quererte nunca, pero tanto da mientras busques mi sexo con el tuyo, mientras lo hundas en mí. Entra en mi por todas las puertas, por todas las troneras, cólmame, soy tierra conquistada desde que clavaste tu bandera de carne en mi, soy tuya y quiero tus jugos espesos del mismo modo que yo te ofrezco los míos.

Sí. Me tienes atrapada. Contigo no tengo voluntad. Y, callando tu nombre –porque ya lo conozco, lo supe la tercera vez que nos acostamos- doy testimonio de tu fuerza y de tu casi brutalidad que me deja exhausta y febril. Eres mi demonio. Y lo pregono, y no soy feliz como mujer, porque esta relación no tiene ningún futuro, pero grito de placer contigo y, gracias a ti, sé lo gratificante que puede resultar ser, o al menos sentirse, simplemente una hembra.

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