Historia de un poema
Está lloviendo. Es una lluvia mansa y persistente que invita a permanecer a cubierto. Decido quedarme en casa y escribir un relato, todavía no sé sobre qué. Preparo folios y bolígrafo escribo a mano, cada quien tiene sus manías-, conecto el aparato de radio y busco música. Enseguida la encuentro. Bien. Todo en orden. Voy al cuarto de baño, orino y me lavo las manos. No suelo mirarme en el espejo. No soy presumido. Ahora, no sé por qué, lo hago. No me agrada lo que veo. Estoy viejo. Cada vez tengo menos pelo y, en el poco que tengo, las canas ganan por goleada. Se me están formando bolsas debajo de los ojos. Un desastre. Cincuenta y dos años mal llevados. Me pongo de mal humor. Mejor dejarlo. Vuelvo a la salita, me siento frente a los folios y tomo el bolígrafo. Una idea. Necesito una idea para empezar a escribir. Lo malo siempre es el principio. Luego todo viene rodado.
No puedo concentrarme. Tengo todavía en la retina la imagen que me devolvió el espejo. No acabo de creerlo. Por dentro me siento un chaval. Pero no he de distraerme. La emisora de radio da música de hace siglos. Debe ser uno de esos programas nostálgicos que bucean en el pasado: "Arde París" de Ana Belén. "Tómame o déjame" de Mocedades. "Hijo de la luna" de Mecano. Y en milagro, viniendo de muy lejos, "Paraules d´amor" de Serrat.
"Paraules d´amor" me trae tiernos recuerdos. El pueblo. La masía. El río. Enriqueta, mi primer amor. Cierro los ojos y revivo el verano de 1967. Enriqueta y yo, como los protagonistas del tema entonces recién estrenado de Serrat, teníamos quince años y no sabíamos más. No sabíamos que era el amor y sin embargo lo inventábamos. Ignorábamos el significado de la palabra "erotismo" y, pese a ello, la llenábamos de contenido. Verano de 1967 y "Paraules d´amor".
Yo veraneaba con los abuelos, en la Masía del Río, a un par de kilómetros del pueblo. Era una casona grande de muros blancos que se encalaban cada año cuando se acercaba la fiesta de la Patrona. Era también la casa paso obligado por el que caballería y carro accedían al corral. La vida se hacía a uno u otro lado de aquella zona de paso. Hoy no quedan casas como aquellas. Tampoco quedan carros. Hay tractores. Recordar la casa es volver a la infancia y a la adolescencia. Constituye uno de esos recuerdos que se graban en el alma y jamás se olvidan.
Enriqueta era hija del médico del pueblo. Nos caímos bien nada más conocernos. A veces íbamos con más gente, pero otras salíamos solos. Hacíamos cortas excursiones en bicicleta. Un día encontramos una playita escondida entre los cañares de junto al río. Acudíamos allí a menudo. Sentados en la arena, arrullados por el rumor del agua, le dije a Enriqueta que la quería. Claro que la quería. Me hacía daño no estar junto a ella, tanto que el mismo amor me impedía respirar. Tú, Enriqueta te estoy viendo, llevas blusa blanca y falda vuelosa justo por la rodilla-me mirabas con esos ojos negros como pozos que me sorbían el seso y se me tragaban el alma. No me cansaba de mirarte, no me canso, Enriqueta. Acaricio con el dedo índice de la mano derecha el arco de tus cejas, tu naricilla, el contorno de tus labios. Tú me dejas hacer. Permaneces quieta. Luego, de pronto, te tumbas boca arriba y descansas tu cabeza en mi regazo. Haces de mí tu almohada. Me enterneces. Desearía permanecer así toda la vida, los dos en el cañar de junto al río, mecidos por el rumor de la corriente. Grabé a fuego, no sé si en mi corazón o en mis entrañas, ese momento mágico. Nos sentíamos por encima del mundo, tal vez por encima de las estrellas. Te acariciaba el nacimiento del cuello, te respiraba, te respiro, te acaricio, acaricio tu cuello, la cálida concavidad en que se forma tu hombro. Mis dedos juguetean con el cuello de la blusa y se introducen unos centímetros por debajo de ella hasta dar con el tirante del sujetador. Se detienen entonces. Saborean el tacto de tu piel y de tu prenda íntima. Enriqueta, amor, deja que te desabroche un botón, solo uno. Mi mano se acopla a tu hombro, vuelve al tirante del sujetador, no sabe bien qué hacer. Deseo seguir y a la vez temo hacerlo. Créelo: no busco tu cuerpo, o sí, sí lo busco, pero es que te quiero. No puedo apartar mis manos de ti. Adoro tu calor, adoro sentir los latidos de tu corazón, Enriqueta. ¿Recuerdas? El sábado pasado viniste a la masía. Yo te esperaba junto al pozo. Dejaste apoyada la bicicleta en el brocal y nos besamos. Nos zambullimos mutuamente el uno en el otro. Ahora es mi mano la que se zambulle en ti, la que resbala por el tirante del sujetador. Serrat canta "Paraules d´amor" sencillas y tiernas, no sabemos más y lo sabemos todo, que fuera de ti y de mí, fuera del amor, ya nada importa.
Mis dedos llegan a la frontera de la copa de tu sujetador. Era, es, un momento de cristal. Trago saliva. Sigues muy quieta. Casi retienes la respiración. Introduzco la yema de un dedo por debajo de la prenda. Traspaso el Rubicón. Entro en tierra inexplorada. Mi sexo se yergue bajo el pantalón peligrosamente cerca de tu mejilla izquierda. Sigo el acoso a tu pecho. El segundo dedo ahueca la copa del sujetador dejando espacio para un tercero. Te acaricio muy despacio. Avanzo milímetro a milímetro. Llego a tu areola. Lo noto porque cambia la textura de tu piel y de mi tacto. Cierras los ojos. Rozo tu pezón erguido y duro. Juego con él. Suspiras. Te pasas la lengua por los labios. Te estremeces. Insisto. Te abarco un pecho entero con la mano y la dejo en él, como si la mano fuera un segundo sujetador entre el que llevas y tu piel. Permanecemos así varias eternidades. Te acaricio el pelo con la mano libre. Te quiero Enriqueta. Mis dedos telegrafían tequieros a tu nuca y a tu pecho. Es una corriente eléctrica hecha de cosquillas y de amor. El río, a nuestro lado, no lleva agua, sino ternura. El cielo es hoy el Cielo.
Abres los ojos y ases mi muñeca.
"Déjalo. Hemos de irnos".
Obedezco. Saco la mano de dentro de la blusa y la llevo a mi nariz. Mi mano huele a ti, Enriqueta.
Y nos vamos, nos fuimos, y aquella fue la primera de otras veces en las que aprendimos, junto al río, la geografía de nuestros cuerpos. Al final del verano nos perdimos la pista. No te he vuelto a ver, Enriqueta. Virgen te conocí y virgen te dejé. Fuiste mi primer amor. Contigo aprendí el abecé del erotismo. Hoy, treinta años después, a mis cincuenta y tantos ,te recuerdo y recuerdo a Serrat y la casa de los abuelos, y, en lugar de hilvanar un relato, escribo un poema. El poema cuya historia he contado y que dirá:
Recuerdo tiempo atrás, y echo de menos
los muros encalados,
el pozo, con brocal de cuerda y cubo,
y la entrada de carro
que apretaba el hogar hacia los lados.
Recuerdo los cañares junto al río
y los pechos de azúcar de Enriqueta,
chiquitos y dormidos.
Serrat ponía letra a nuestra historia,
aunque a los quince años
eran manos de amor, más que palabras,
las que fuimos, a tientas aprendiendo.
Recuerdo tiempo atrás, y soy muchacho
a despecho del viejo del espejo.
.
Estas es la historia del poema.
Y todo cuanto he contado es cierto.