Tendrías tres o cuatro años cuando tu madre te advirtió
que jamás aceptaras caramelos de desconocidos. Lo repitió luego muchas veces
a lo largo de una placentera niñez en que solo ancianas tías te obsequiaban
con golosinas. Al cumplir los siete, madre te habló de hombres perversos
que, en lugar de ofrecer caramelos, vestían largas gabardinas que solían
abrir y cerrar como al descuido. Nunca te topaste con ninguno. La vida te
fue presentando su vertiente más aburrida.
Despertaste a la aventura a los doce años, once meses y tres días. Antes de
ese momento habías hecho tus pinitos con los primos y habías comprobado lo
excitante que resultaba pelear con ellos, sobre todo si, en lugar de
torcerte un brazo, se apretaban contra tu cuerpecillo desmedrado; pero
conocías de siempre a tus primos y faltaba la atracción de lo prohibido.
Además no llevaban gabardina y acostumbraban a quitarte los caramelos en
lugar de ofrecertelos. La tarde en que cumplías doce años, once meses y tres
días, fue otra cosa. Ingresaste en el mundo adulto. Descubriste la
excitación y el morbo. Creciste en un minuto.
Habías estrenado tu primer sujetador un par de semanas atrás.
No había gran cosa que sujetar, apenas dos pezoncillos abultados, pero el
simple hecho de sentir las mínimas copas sobre la piel hacía que te supieras
importante. Sentías como tu cuerpo se afanaba por salir del cascarón de
niña. Se afinaba tu cintura, comenzaban a redondearse tus caderas y a
espesarse tus muslos. Eran mutaciones apenas perceptibles, pero las
analizabas cada noche frente al espejo que reflejaba un desnudo de niña
confusa y mujer incipiente entremezcladas, de sangre ya olvidada de antiguos
rasponazos en codos y rodillas y de sangre mensual y recién nueva. Espiabas
el moreno despertar de los pelillos de tu sexo y la creciente sombra de tus
axilas. Ideabas posturas que intuitivamente sabías atractivas. Ora trenzabas
tus cabellos, ora los dejabas sueltos, abiertos en abanico sobre los
hombros. También, de espaldas al espejo, volvías hacia él la cabeza, en
torsión imposible de cuello, para apreciar el contorno de tu espalda, los
mediodibujados hoyuelos de sobre tus riñones, y las nalgas, que perdían
ángulos de infancia lo que ganaban en líneas armoniosas.
El que luego calificaste como día especial, trascurría tan insípido como
cualquier otro. Nada hacía presumir la inminencia de la aventura. No tuviste
premoniciones ni presentimientos. Salisteis del colegio como cada tarde y,
como cada tarde, tomasteis el autobús. Clara y Cristina descendieron al
llegar a su parada no sin dificultad, porque las seis y media de la tarde es
hora punta. Seguiste tú sola, aunque en la relativa soledad de una
plataforma repleta. Nada inusual hasta el momento.
Un autobús en hora punta es un desequilibrado conjunto de frenazos y
trompicones. Los roces suelen ser, con tanto movimiento, tan frecuentes como
fortuitos. Pero este no era así. Te diste cuenta de inmediato: Te estaban
palpando el culo.
Quedaste paralizada. 'No puede ser' te resistías a la evidencia. 'Sí puede
ser' te telegrafiaba la mano que primero rozaba tu trasero y que después, al
advertir tu falta de reacción, ganaba confianza y se fundía con tus nalgas,
las abarcaba, las oprimía, clavaba ligeramente los dedos en tu pantalón.
Sentiste que el corazón se desbocaba y que la sangre emprendía veloces
carreras por tu cuerpo. No movías un músculo, pero tu interior era terremoto
que iba a más. La mano caminaba por tus glúteos como por tierra conquistada.
Era su tacto insolente y sofocante. Era la materialización de viejos temores
ahora resueltos en calor intenso y desazón: hombres de rostros ignorados
rebuscando en sus bolsillos para llenarte de caramelos el regazo,
desconocidos abriendo y cerrando viejas gabardinas, la mano sobándote,
amasándote el culo... Ni te atrevías a separarte, tampoco a volver el rostro
para ver quién te tocaba.
Una eternidad puede durar un segundo y viceversa, faltan
tres paradas, dos paradas, que llegue la mía, por favor que llegue, o mejor
que no llegue nunca, pero ¿qué digo? y sí, ya está, fin de trayecto. Y sales
a la carrera, atropellando a quienes encuentras en tu camino. No vuelves la
vista atrás, bajas corriendo y corres por las calles, es tu niñez que huye.
Cumples doce años, once meses y tres días y tu niñez corre desalada por las
calles. Esta noche, cuando te desnudes frente al espejo, tu mirada tendrá un
brillo distinto, el brillo que se coló en tu alma en tanto te palpaban el
trasero. Aunque una y no más, Santo Tomás. Bien está asomarse al vacío, pero
de ahora en adelante serás dueña de tu cuerpo, nadie podrá invadirte sin
permiso. Fue un viaje iniciático, la aceptación de tu entrada en el mundo
adulto. Entraste en él. Estás dispuesta a jugar su juego, pero de igual a
igual, no de otro modo.
Pasaste el Rubicón a las seis cuarenta y dos PM del día en que cumplías doce
años, once meses y tres días.
Justo a esa hora, alguien, no sabes quién, te tocó el culo.