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Ver Nápoles y morir

en Grandes Relatos

Ver Nápoles y morir

Hay palabras y palabras. Unas lucen con hermosura de atardecer de otoño, otras resultan desagradables como el pedrisco. La fealdad o belleza de las palabras no guarda relación con su significado. "Felicidad" o "tesoro" son vocablos duros y malencarados. Uno los pronuncia, y dientes y lengua se ponen mutuamente la zancadilla. Otras palabras –"alféizar", "mar", "caléndula"- son caricias trasmutadas en sílabas, a veces con sabor de beso, a veces de mordisco. Lo tenías muy claro. Eras especialista de palabras y sabías lo que te llevabas entre manos.

Lo primero presentarte: Esteban Fornés García, moreno, treinta y tantos, ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, ni guapo ni feo. El que se confunde con el paisaje. El que pasa desapercibido aunque no haya nadie más.

Pepa se divorció de ti. Te puso los cuernos con su jefe y pidió el divorcio. Aquello mató tu interés por las cosas. Comenzaste a resbalar por la vida y la vida a resbalar por ti. Te encerraste. Perdiste a los amigos por falta de trato. Salías de casa para ir a la tienda –tienes una papelería que da para vivir sin apreturas- y volvías a casa en cuanto cerrabas. Comprabas por ordenador. Dejaste de interesarte por las mujeres y, al hacerlo, renunciaste a vivir esas típicas aventuras de la vida sin aventura. Te aficionaste a las palabras. Las pronunciabas una y mil veces en intento de que su significado perdiera sentido y dejara al descubierto la desnuda esencia del vocablo: "Li-bé-lu-la". "Co-he-te". Pe-pa". ¡Qué ciego fuiste! "Pepa" es palabra que no engaña. Abofetea el oído. No debiste casar con mujer de ese nombre. Para aprender, perder. Te dedicaste a la lectura y, al recordar, te venía a la mente lo leído. Los treinta y tantos no son ni edad de acné, ni de píldoras y comprimidos de colores. Eras viejo joven o joven viejo, porque de ancianos es pasar las horas rememorando las cosas que no hicieron, en lugar de llevar a cabo las que después olvidarán. En tanto, la vida, ajena e indiferente al hecho de que le dieras la espalda, palpitaba en calles, plazas y entrepiernas.

Amaneció un día que parecía calcado del anterior, pero que no lo era. Fue el día del cambio. Llegaron los Espinosa. El era grandón, ingeniero y algo mayor que tú. Ella…

Hay mujeres que te miran y hablan con los ojos, y te dicen –y no mienten- que en su cuerpo hay un coño que desearás hasta el día de tu muerte. Paola era de esas mujeres. Paola Fornara, señora de Espinosa, napolitana, -los "ma que cosa dici?" y los "porca miseria" eran guijarros de color en su fluida conversación en español- vino a casarse, a vivir en tu mismo edificio, puerta con puerta, y a llenarte de hambre los sesos y la verga.

Sonó el timbre de tu casa. Estabas preguntándote por qué se desperdician tantos sonidos hermosos y en el diccionario no figuran palabras armónicas como "batira", "coruma" o "varaipo". El timbrazo barrió cavilaciones y te devolvió a este lado de las cosas. Abriste. Eran ellos. Venían a presentarse como nuevos y buenos vecinos. Fue la primera vez que viste a Paola. Si un dios toma una cucharilla y remueve un trozo de universo, se forman terremotos y tsunamis. Debieron ser muchos los dioses que agitaron sus cucharones por entre las junturas de las galaxias. Fue total. Las mujeres desconocidas suelen tener magia, esto fue distinto. Podrían haber saltado mil agujas de sismógrafo obligando a millones de personas a dejar hogares y pertenencias. Fue catarsis de genio de lámpara. Asumiste, en relámpago, que darías la vida por Paola y que ella lo sabía, porque las mujeres se aperciben siempre de las debilidades de los hombres. Rompiste una vez la cama mientras penetrabas a tu mujer -de poco te sirvió ese ímpetu: te puso cuernos-. Querrías ahora destrozar, follando con Paola, no una cama, sino todas las del planeta Tierra.

Paola casi no habló. La conversación - tres minutos de banalidades y fórmulas corteses- corrió a cargo del marido, pero lo poco que ella dijo se te clavó en la entrepierna e impulsó a tu verga a endurecerse y latir. La voz de Paola, ligeramente ronca, no era de niña. Era de mujer sabia y de vuelta de las cosas, de mujer consciente de que es preferible gustar a ser perfecta y de que lo único divertido con los hombres es ser la otra. Mantenía los ojos bajos y su sonrisa, que no sé cómo definir, contradecía su aparente compostura. Era morena –su pelo destellaba en azules de tan negro-, de veintimuchos o treintaynada, tenía ojos grandes y oscuros, nariz recta y boca de labios llenos. Vestía blusa y pantalón holgados y era ELLA, la que esperabas sin saberlo, la mujer destinada a ponerte los cojones o a quitártelos de por vida.

Un amor eterno dura el tiempo que media entre un deslumbramiento y un desengaño. El lazo recién creado entre Paola y tú, y del que ambos erais conscientes, era más fuerte y duradero que el eterno amor: llenaba tus horizontes y no dejaba espacio para más. Hay mujeres que son noches estrelladas de Enero: hermosas y frías. Paola no era así. Sugería pasión, fuego, relámpago. Ojalá no fueras trueno tú. Relámpago y trueno nacen juntos, corren, uno por el camino de la vista y el otro por el del oído, y se van distanciando. Paola… Los señores de Espinosa se despidieron, te ofrecieron su casa, les ofreciste la tuya, bla, bla, bla. Paola. "Paola" es palabra fabricada a martillazos. No te importó. El fortísimo e imposible "ao" te hubiera horrorizado en circunstancias normales. Ahora te revelaba nuevos matices de lenguaje, brillos inesperados y atrevidos en las sílabas, sutiles vislumbres de sonido en cada letra.

Paola…La verga te pulsaba contra el ombligo. Jugabas a imaginar su torso desnudo. Nada sabías de los pechos de Paola. La blusa, holgada, negaba pistas. Partías de cero. Podían ser pechos adolescentes que aniñaran su desnudo, apenas bultillos sugerentes y andróginos, o esferas cálidas, dulcemente pesadas, que llenaran las manos de textura de cielo. Tal vez tuvieran breves areolas rosadas resueltas en botones del tamaño y sabor de granos de mostaza, o areolas extensas y oscuras con mugrón grano de café, o quizá Paola hubiera sido madre –lo ignorabas todo sobre ella- y tuviera pechos de pezones generosos, totales y dulces, como uvas o fresas.

La tarde en que se tambalearon las palabras y el hambre de Paola te acuchilló los sesos, resucitaste de entre los muertos y volviste a sufrir, o a vivir que es lo mismo. A partir de entonces empleaste tiempo y energías en espiar a tus vecinos atisbando, a través de la mirilla de tu puerta, el rellano de la escalera. Obtuviste un magro éxito: fugaces visiones de Paola entrando o saliendo en su casa. El oído tuvo mejor fortuna que la vista. Lo aplicaste al tabique que separaba vuestras viviendas y localizaste la exacta ubicación del dormitorio del matrimonio. Paola y su marido hacían el amor las noches de sábado con puntualidad británica. Convertiste en dormitorio la habitación lindante con la alcoba de tus vecinos. Colocaste la cama junto al tabique y, cada sábado, te desnudabas y, en verano sobre sábanas y en invierno arrebujado bajo mantas, te masturbabas, inflamado por los gemidos que atravesaban la pared y se colaban en tu oído. Paola maldecía, cantaba y susurraba obscenidades a voz en grito, que en ocasiones los gritos son susurros y los susurros, gritos. Cerrabas los ojos y, en poderoso ejercicio de imaginación, lograbas eliminar marido y tabique y convertir las camas propia y ajena en una, en la que os revolcabais Paola y tú. Acomodabas el ritmo de la masturbación a sus gemidos. No se oía, como ocurre en las películas, el chirrido del somier. Tampoco la cabecera de la cama golpeaba a cada acometida en la pared. Era más hondo y más auténtico: no ruido de cosas, sino de orgasmo. Comenzaba ligero, apenas quejido gozoso. Luego se enredaba con la respiración misma y a Paola se le borraban de la cabeza el idioma español y las palabras decentes y boqueaba, luchaba con el aire a golpe de riñones y de vagina musculosa –o eso imaginabas- y le sobabas los pechos y le agarrabas el culo a la vez que, de este lado del tabique, tu mano se agitaba arriba y abajo, arriba y abajo, amarrada a la verga, oprimiendo tu sexo convulso, triturándolo, y los quejidos de Paola se transformaban en ronroneos de gata que sabe saborear el placer y lo saborea y siempre pide más, y seguías agitando la verga roja e hinchada y el ronroneo se encendía en gemido de amor, en hambre, explosión y terremoto, en subida a pulso por la cuerda del orgasmo para, al llegar arriba, resolverse en grito hondo y visceral, en siroco abrasando el desierto, en pistoletazo de salida para tu semen que se disparaba a pulsiones poderosas y rítmicas, dejándote sudoroso y exhausto.

Paola se convirtió en tu única razón para vivir. Se hizo obsesión, tótem y diosa. Te familiarizaste con su horario tras semanas de espiarla. Salías de casa cada tarde, rompiendo una tradición de años, y vigilabas la entrada de la calle sentado en un banco del parque cercano a vuestro edificio. Paola doblaba la esquina a las siete y media y se encaminaba, a paso vivo, hacia el portal. Pensaste alguna vez hacerte el encontradizo a la altura del parque. Tu poquedad con las mujeres –y más desde los cuernos- te frenó. Te bastaba con entrar tras ella en el portal y compartir ascensor.

Tenía chispas de risa en la mirada. No, no es frase más o menos bonita. Tenía chispas de risa en los ojos, lo juro. Ni te atrevías a desearle "bona sera". Hablarle en italiano hubiera supuesto complicidad, por mínima que fuera. Te limitabas a un aséptico "buenas tardes". Respondía con voz apenas audible. Ese fue, durante meses, el único y repetido cruce de palabras en casi un centenar de subidas en ascensor a la planta quince, cuatro segundos de conversación y cuarenta y ocho de silencio hasta completar los cincuenta y dos que duraba el trayecto. En esas ascensiones eternas oliendo y casi tocando a Paola, te aficionaste a imaginar historias en que ambos erais protagonistas de procaces encuentros. Os reflejabais hasta el infinito en el juego de espejos de la cabina del ascensor y jugabas a que cada imagen fuera diferente a las demás, un capítulo distinto de vuestra historia improbable. Permanecías en silencio y, maniatado por tu propia timidez, aherrojado por ella, te comportabas como un casi muerto, en estado preagónico en que es bueno recordar las cosas que quisiste hacer y no hiciste, porque las llevadas a cabo no valía la pena recordarlas. Morías rodeado de tubos, no de familiares, y asistías a tu propio entierro. Paola, blusa blanca, falda negra vuelosa –solías imaginarla con falda pese a que ella vestía casi siempre pantalón- estaba en primera fila. Tú, que por muerto eras espíritu y por espíritu, aire, acariciabas sus tobillos, trepabas por la costura de sus medias en soplo fresco de brisa, le contorneabas los muslos, los ceñías, reposabas un momento en el portaligas – Paola lo llevaba en tu fantasía- y buscabas el nido de su entrepierna, tanga brevísimo y caliente oscuridad, hasta que, en el mejor de los momentos, el ascensor se detenía en la planta quince. Te resistías a dejar a Paola y, en ráfaga impensada, alzabas su falda en tu ensoñación y dejabas al descubierto los muslos enfundados en medias negras. Paola no se percataba -¿o sí?- de tus pensamientos. Sonreía, te decía "hasta la vista" y entraba en su casa.

Otra tarde: Estabais en el campo. Atardecía. La claridad se difuminaba en los cerros encanecidos de olivos. La luna, en cuarto creciente, se perfilaba sobre el cielo lechoso. Los grillos telefoneaban a la noche recién nueva, que desatendía sus llamadas insistentes. Paola se bañaba desnuda en el río. Percibías reflejos fugaces de luna en su piel mojada. Te dijo "ven" y, como Alicia, pasaste al otro lado del espejo, el agua por los tobillos, por las corvas, a la altura del vientre, y corriste a abrazarla, a aplastar sus pezones erizados en tu pecho, a deslizar las manos por su espalda hasta los remolinos de la riñonada…Cerrabas los ojos y temías que te estallara la bragueta, incapaz de contener la erección. Planta quince. Paola, al despedirse, tenía más chispas en la mirada que de costumbre. Tartamudeabas. "Hasta la vista". "Hasta la vista".

Las subidas con Paola en ascensor eran momentos de vida, el resto oscuridad. Soñabas con que una tarde, con la lógica absurda de las películas pornográficas y de los malos relatos eróticos, Paola, sin mediar palabra, se despojara de la ropa, se arrodillara frente a ti, extrajera tu miembro del pantalón y lo embutiera en su boca. En el juego de espejos de la cabina, mil Paolas de Espinosa chuparían mil veces tu verga. Nunca ocurrió. Quizá la naturaleza imite al arte, pero no a las películas porno. La naturaleza no es ciencia ficción. Lo que sucedió, lo que te descolocó por completo, fue que, al llegar el ascensor a la planta quince, Paola te miró fijo a los ojos y murmuró con voz ronca:

"Sí".

No fue pregunta, sino afirmación.

"¿Cómo dices?" –balbuceaste.

"Tú lo sabes. Y es que sí" –sonrió ella.

E introdujo el llavín en la cerradura de su puerta.

Al otro día retornó la normalidad. "Hasta la vista". "Hasta la vista". Nada más.

Paola aceptó con naturalidad la diaria coincidencia de ascensor. Nunca hizo comentarios. Sonreír sí lo hacía. Incluso estando seria, tenía chispillas de luz en la mirada.

La deseabas desde el silencio. Desde la timidez. Desde la apariencia sensata. La gente respetable tiene menos curiosidad que temor. Siendo grande tu curiosidad, el temor la superaba con creces. Te morías por dar el paso adelante, por quemar las naves, por forzar la máquina, pero ¿y si Paola se ofendía? Cesarían los encuentros, las subidas en ascensor, la evidente complicidad entre su silencio y tus ensoñaciones. Te aterrorizaba perder su asidua compañía en la cabina. Necesitabas permanecer junto a ella cincuenta y dos segundos al día, que hay quien vive para grandes ambiciones y otros, como tú, viven para pequeños vicios. Callando, refugiándote en la cobardía, nunca tendrías la suerte que deseabas, pero sí la que necesitabas. Hay quien prefiere pedir perdón a pedir permiso. No te planteabas esa opción. Te atenazaba el miedo de que desaparecieran las migajas que llenaban tu vida y te hacían desear que el mundo siguiera girando. Perder a Paola…El pensamiento evocaba terrores lejanos de cuarto oscuro y vigas en crujido. No. No. No. Paola estaba destinada a ser mujer de tus sueños y no de tus realidades.

Y llegó el verano.

No cuento bien tu historia. Me dejo cosas. No he dicho que le caíste simpático a Paco Espinosa y que después de una reunión de Junta de Vecinos –hay que pintar la escalera, los de la puerta 2 se quejan de que en las plantas superiores tienden la ropa sin escurrir- insistió en que fuerais los dos a tomar unos cubatas al bar del barrio. Te convenció enseguida. Era el marido de ELLA. Convivía con ELLA. Te interesaba. Más adelante pasó por tu tienda y compró un paquete de quinientos folios y dos bolígrafos baratos. Otro día una grapadora. La primera vez le hiciste un descuento del diez por ciento. La segunda, del quince. Hubo nuevas oportunidades de tomar copas. Las aprovechasteis. Intentaste que te cayera mal el marido de tu diosa. Imposible. Era inteligente, ocurrente y divertido. Un sol de hombre. Se interesó por tu vida amorosa. La pregunta te pilló bebiendo y casi tragaste los cubitos de hielo y la rodaja de limón. Te confesaste, y no faltaste demasiado a la verdad, misógino: lo eras antes de obsesionarte por Paola. Te recomendó que pusieras los ojos en la vecina de la puerta 26, que, según confesó, animado por la segunda copa, era la hembra más apetitosa que había visto en su vida. Aquellas palabras sonaron a herejía, a ceguera quizá, de seguro a blasfemia. No entendías como osaba desdeñar la maravilla que tenía en casa. Procuraste que hablara de Paola. Dijo poco. La conoció en un viaje de trabajo a Nápoles y fue un flechazo. No le sacaste más.

Le invitaste, pese a tu vocación de anacoreta, a que pasara por tu casa cuando quisiera. No podías resistirte al poderoso imán de Paola que se extendía a cuanto la rodeaba. Te visitó un par de veces. No llegasteis a intimar, pero sí a tratar lo suficiente para que los señores de Espinosa, al salir de vacaciones, te dejaran las llaves de su casa y el encargo de regarles las plantas.

Verano de 2005, Madrid, calle Estrella Polar 28, piso 15, puerta 44. El Paraíso. Y digo el Paraíso porque tenías al alcance el pasado y el presente de Paola. Eras amo de su vivienda, señor absoluto de su casa, con libertad para revolver cada cajón, registrar cada armario, curiosear cada papel. Te sentías Aladino en la cueva del tesoro, Wellington en Waterloo, Superman en Metrópolis, y, al tiempo, te sabías guardián del reino de Paola y esclavo de su recuerdo. Cada mueble, cada objeto de la casa, era reliquia cuando no tesoro. En tu idolatría, su dormitorio se te figuraba sanctasanctórum y el bidé del cuarto de baño, pila de agua bendita de su entrepierna. Y su ropa interior… Te faltaban los orgasmos de sábado noche y las subidas en ascensor pero, a cambio, podías manosear y chupar braguitas y sujetadores que, pese a su paso por la lavadora, conservaban –o eso pensabas- un atisbo del aroma de Paola. Tumbado en su cama, excitado y desnudo, echabas al aire las prendas íntimas, tanto daba que fueran tangas, sujetadores, medias o braguitas, para que cayeran sobre ti. Te llovían en parábola y, con ellas, tarantelas, chispas de risa, labios prestos al beso y una profunda desazón que mal remediabas masturbándote. Tras cada sesión, recomponías la disposición de la lencería en el segundo cajón de la cómoda, y te jurabas a ti mismo que nunca más jugarías con aquellas prendas, propósito que quedaba en nada un rato después.

Te familiarizaste con cada rincón de la casa. Podías caminar con los ojos cerrados por las habitaciones sin tropezar con los muebles. Una casa dice mucho, o tal vez todo, de quienes la habitan. Revela su estética, sus debilidades y secretos, sus gustos y fobias. A Paola le encantaba el verde. La mayoría de sus prendas íntimas era de ese color. Prefería zapatos planos –había solo tres pares de tacón-, y una estampa enmarcada de San Jenaro, patrón de Nápoles, daba seguras pistas de su procedencia. En el fondo del tercer cajón del armario, oculto debajo de unas blusas plegadas, hallaste un consolador: una verga de látex, tremenda en tamaño y perfecta en parecido. El hallazgo enriqueció tus masturbaciones en la cama de Paola. A más de tener sobre ti sujetadores y braguitas, manipulabas, con la mano no ocupada en tu propia verga, la de látex, que vibraba al dictado de dos pilas alojadas en su interior. El consolador paseaba por tu piel y la cosquilleaba. No te paraste a pensar en el regustillo homosexual de aquella caricia itinerante: era el consolador de Paola. Había entrado en su vagina y en su boca. Se había mojado con su saliva y con sus jugos. Le había generado fiebres íntimas y le había liberado de ellas. Era lógico objeto de culto. Por asociación de ideas admitiste que el consolador sustituía a la verga viva y caliente del marido, verga que se había bañado más todavía en los jugos de la entrepierna de Paola y en la saliva de su boca. ¿También hubieras disfrutado del contacto de aquel falo en tu piel? ¿Lo hubieras acariciado con la lengua, como ahora mismo hacías con el consolador? Hay preguntas que atemorizan, tal vez aterran, y conviene renunciar a responderlas. Te autoconvenciste de que no se ha de reparar en detalles: lo fundamental era Paola. Consolador y lencería, incluso la verga del marido, eran medios y no fines, nimiedades, acompañamiento, pura escenografía. Ya en paz con tu conciencia, proseguiste la masturbación, el consolador trazando caminos de placer entre tangas y sostenes al desgaire, aproximándose a tu vientre, rozando tu glande, electrizando los alrededores del frenillo. Dotado de voluntad propia, dictó órdenes a tu mano y se demoró en el escroto antes de pretender acomodarse entre tus nalgas. No le permitiste proseguir la andadura. Fue una demostración de voluntad. Resististe y venciste. ¡Las fuerzas que da el miedo!

Seguiste utilizando el consolador, aunque con tiento. Te aficionaste a imitar, en largas sesiones de autodisfrute, la intensidad y el timbre de los gemidos de Paola haciendo el amor. Te apercibiste entonces de que la estabas suplantando. Ocupabas, instintivamente, su lugar. Usabas su consolador y su cama, manoseabas su ropa interior, remedabas sus gemidos. Intentabas convertirte en ella. ¿Puede la obsesión llegar a anular la propia personalidad y sustituirla por la del objeto del deseo? Te empapabas de Paola, procurabas sorber cuanto tuviera relación con ella. Viste sus álbumes de fotos hasta sabértelos de memoria. Los de la infancia: excursión colegial a las ruinas de Pompeya, veraneo en Capri, la casona napolitana, y ella, siempre ella, calcetín corto, calcetín largo, niña, adolescente, falda escocesa, falda de tablas, shorts, trenzas, pelo suelto y esa sonrisa que te ponía dura la verga. Los álbumes de juventud: chicos y chicas riendo, bailando, ella y una amiga con el Vesubio al fondo, ella con un chico, con otro, con sus padres –lo ponía detrás de la fotografía-, con quien ahora es su marido. El álbum de boda: Vestido blanco, gasas y tules, sonrisa luminosa, Paco, padres, tíos, primos, la iglesia, la tarta nupcial. También había, en una caja de zapatos, fotos sueltas y más recientes sin ordenar ni clasificar.

Revisaste sus DVD y sus CD. Películas bajadas del ordenador. Un momento. Detrás de una pesada figura de bronce que representaba a la Victoria de Samotracia sobre peana de mármol, había un CD sin título. Apartaste la figura e insertaste el CD en el reproductor. Bingo. Premio al caballero. La sonrisa de Paola resplandeció en la pantalla del televisor. Una foto magnífica. Otra más. Paola en la playa. Lucía bikini verde y sostenía en las manos una pelota a gajos de colores vivos. Otra foto. Otra. Otra. Te llenabas de sus facciones, del modo que tenía de ladear la cabeza, del mínimo lunar de su mejilla izquierda. Y, de pronto, la bomba: Paola desnuda de cintura para arriba. Fijaste la foto para contemplarla a tu sabor y tu mirada se enredó en sus pechos redondos y bien puestos, de pezones largos y areolas color chocolate claro. Te repantigaste en el sofá frente a la pantalla, bajaste la cremallera de la bragueta, sacaste el sexo y pasaste a la siguiente fotografía. Paola tenía un ombligo mínimo que rompía en la blancura de su vientre y, entre los muslos, mechones de vellos negros y rizosos. Siguiente foto: Paola, erguido el torso, desnuda y sentada en el mismo sofá que ahora ocupabas. Imaginarla a tu lado era convertir la pantalla del televisor en espejo. Te masturbaste junto y frente a ella gloriosa, los muslos abiertos. Te acariciaste frente a su sexo, sonrisa y pechos, enfebrecido por su imagen y por su esencia que flotaban en el ambiente. Te masturbaste sabiéndote violador de su intimidad, responsable de atropellos que, por desleales, eran mucho más gratificantes.

Ya no te interesaban las palabras ni el trabajo de la tienda: solo Paola. Vivías en su función. Si antes considerabas la vida como un inconveniente asumible, ahora se había convertido en altar en que adorar y desear a Paola. La respirabas, la sufrías, la latías, te dolía en el corazón y en los testículos.

La tarde anterior al regreso de los Espinosa, te masturbaste por última vez en la cama de Paola bajo sus bragas y sujetadores. Te afanaste luego en recolocar cada objeto y cada prenda. Cuidaste de poner el CD y la estatuilla de bronce que medio lo tapaba en sus emplazamientos exactos y, al hacerlo, sonreíste porque habías grabado una copia del CD, y el desnudo de Paola acompañaría en lo sucesivo a los gemidos llegados desde el otro lado del tabique. Suspiraste al salir y cerrar la puerta de la vivienda. Lo bueno acaba demasiado pronto.

El jueves 1 de septiembre de 2005, festividad de San Gil, fue decisivo en tu existencia. La mañana discurría animada en la tienda. La inminente apertura del curso escolar disparaba la venta de cuadernos y bolígrafos. Paco Espinosa llegó cuando estabas cerrando. Te sentiste inquieto. Quizá hubieras descuidado algún detalle y dejado señales de aventura en la casa vecina. Paco se comportó como de costumbre, Con naturalidad. Sin atisbo de sospecha. Le devolviste las llaves y tomasteis sendas cervezas en el bar de la calle. Habían pasado quince días en Formentera. Una gozada, comentó.

Siete y veintinueve de la tarde. Aguardabas en el parque. Confiabas en que las vacaciones no hubieran cambiado las costumbres de Paola. No lo habían hecho. Dobló la esquina y se acercó al portal con paso elástico. Vestía de blanco para potenciar el efecto de dos semanas de playa. Entrasteis en el ascensor.

"Buenas tardes. ¿Qué tal las vacaciones?"

Jamás le habías hecho una pregunta. Ahora resultó natural.

"Buenas tardes. ¿Las vacaciones? Como siempre, Esteban".

Fue la primera vez que la oíste pronunciar tu nombre. Te encantó.

Paola sonreía y tú, ahora sí, la veías desnuda, pese al pantalón y a la blusa, con conocimiento de causa. Conocías cada detalle de su cuerpo, el pubis abultado, el estómago plano, los glúteos con respingo, los muslos llenos. La radiografiabas y tu verga se autoesculpió en piedra. Cuando os despedisteis en el rellano, contestó tu "hasta la vista" con un "hasta ahora mismo" que te dejó descolocado. Eran las siete y treinta y dos de la tarde. No podías saberlo, pero estaba finalizando la cuenta atrás.

Veías, en la televisión, Operación Triunfo. Sonó el timbre de la puerta. Te extrañó. No era hora de visiteos. Aplicaste un ojo a la mirilla. Paola. Abriste.

"Pasa".

Entró.

"¿Una copa?"

El ofrecimiento surgió automático, sin pensar.

"Sí, por favor. Algo que sea fuerte".

Le ofreciste asiento y preparaste las bebidas. Te temblaban las manos. No acertabas a introducir los cubitos de hielo en las bocas de los vasos. Eras consciente de que se acercaba el momento, aunque no sabías de qué.

Pusiste los güisquis sobre la mesa. Paola suspiró "¡porca miseria!", dio un buen trago y se apartó el pelo de la frente. La miraste embobado. Permanecisteis unos segundos en silencio. Luego…

"¿Hasta qué punto estás enamorado de mí, Esteban?"

Te desarboló lo directo de la pregunta. Quedaste sin habla.

"¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para conseguir acostarte conmigo?" –insistió.

Flotabas. Acababas de ingresar en una dimensión distinta e irreal. Tragaste saliva.

"Haría lo que fuera por ti"-susurraste con un hilo de voz.

Te miró fijamente a los ojos.

"¿Lo que fuera? Piénsalo bien antes de contestar. Lo que fuera es todo ¿entiendes?

Estabas a un paso no sabías si de la gloria o del abismo. No te importó. Era tiempo de lanzarse de cabeza. Solo existía Paola. Después de ella el diluvio. Aquí cayó Sansón con todos sus filisteos. Ver Nápoles –nunca mejor dicho- y morir.

"Lo que fuera".

Tu voz había ganado seguridad porque habías reencontrado valentía en tu interior y no temías decir –y vivir- tu propia verdad.

"Bien- sonrió Paola- Bésame. Es un adelanto. Una muestra sin valor comercial".

Acercó sus labios a los tuyos.

Se supone que hay sucesos que son piedras blancas en la historia del mundo: El primer día de la Creación, posiblemente el Diluvio Universal, sin duda alguna vuestro beso.

Te adentraste en el Edén, emprendiste el mejor de los viajes iniciáticos a microescala, te zambulliste en el magma de la sensualidad. Aplastaste tu boca contra la suya y tanteaste con la lengua su frontera de dientes que te abrió paso franco. "Beso" es hermosa palabra. Cuando acaba de pronunciarse, los labios quedan en disposición de besar. El beso de Paola dejaba sabor a romero entre los dientes. Besándola, y pese a tener la mente en blanco, se te ordenaron las ideas y viste claro, porque cuando se aflojan los límites de la consciencia uno llega a comprenderlo todo, aunque nadie lo comprenda a él. Viste la verdad. "Por un beso de la Flaca yo daría lo que fuera" pregonaba Jarabe de Palo. Lo que fuera. La vida incluso. En el beso hay mareas, flujo y reflujo de salivas, abordajes de lenguas gozadoras. El beso está reñido con el tiempo: Se besa y se reza para que la eternidad dure al menos un poco. El beso es buscar y que te busquen el cordoncillo que hace abrir y cerrar los ojos y es estirar de él para que los párpados se cierren y nada distraiga del placer de besar. Córtazar lo definía como un milagro de peces y de flores. No le faltaba razón. En cuanto a Paola…Sabía besar la condenada. Lo hacía con maneras de mujer gozadora y algo puta. Sabía engolfarse en esa clase de besos que afaman a las chicas y hacen que sus nombres y números de teléfono queden inmortalizados en las paredes de los servicios de caballeros. Tenía en la lengua Vesubios en erupción.

Paola te puso la mano en el pecho y separó su boca de la tuya.

"¿Matarías a mi marido si yo te lo pidiera?"

Te faltó el aliento. Varias minas antipersona estallaron en tu interior. ¿Matar a tu marido? Pero, mujer, esas son palabras mayores. Eso solo pasa en las películas. Soy Esteban Fornés, una persona normal. No soy un asesino. Además tu marido me cae bien, pechos preciosos, sueño con sostenerlos en mis manos, con apretarlos, con morderlos, con estimularte los pezones a lengüetazos. ¿Matar a tu marido? Me muero por ponerte las manos en los hombros y dejarlas resbalar a lo largo de tu espalda, vadear tu talle, abarcarte el culo con las manos, clavar las yemas de los dedos en él, pero no, matar es demasiado precio. No hay otra cosa en el mundo, Paola. No tengo más porvenir que tus muslos abiertos. Lo dijo Miguel Hernández y lo cantó Serrat: "Menos tu vientre todo es confuso". ¿Matar? ¿Matar yo? Me marea ver sangre, Paola, estaría contigo la noche entera, te llenaría los pechos de mordiscos y el pecho de dulzura, gemirías solo para mí. No sé cómo se mata, jamás pensé en hacerlo.

Paola te miraba. Aguardaba tu decisión. No sonreía. Puso su mano en tu bragueta y la mantuvo quieta, cerca y lejos de la verga, pantalón por medio. Se te formó, en lo más profundo, una bola de fuego que no te permitía respirar y que creció hasta hacerte ver todo rojo. Virtud, ley, delito, pecado…Tonterías. "Menos tu vientre, todo es oscuro. Menos tu vientre claro y profundo". Te resignaste con tu destino, porque es destino lo que los demás esperan de nosotros. Todavía te sacudió un ramalazo de buena educación, civismo y quinto mandamiento de la Ley de Dios. ¿Matar? Paola tenía los pezones largos y oscuros. Las deseabas como jamás pensaste que podrías hacerlo. Ver Nápoles y morir. "Menos tu vientre".

"¡Sí. Sí. Sííí!"

Fue rugido más que grito. Tras él, te sentiste liberado y alegre. En paz con el mundo. Contento con tu suerte, ocurriera lo que ocurriera.

"Sí" –remachaste más calmado.

"Bien, Esteban. Primero dime cómo lo harás. Luego llévame a tu cama".

Reflexionaste, aunque no tuvieras la cabeza fría. Las armas de fuego descartadas. No tenías ninguna. ¿Armas blancas? Te faltaba valor. Un golpe en la cabeza con algo contundente. Un buen golpe.

"Eso podría servir –convino Paola- Pero ¿cómo? Y ¿dónde?"

"Podría ir a tu casa y, mientras le entretienes, darle por la espalda con, no sé, una plancha, un atizador, algo así".

"¿Y luego?".

"Revolvemos las habitaciones para que parezca que el móvil fue el robo y nos vamos. Y, al volver, llamas a la Policía."

"Ven, Esteban. Llévame a la cama".

Y la llevaste.

Dicen que amor y muerte son cara y cruz de una misma moneda. Aseguran que la idea del crimen potencia el placer de los sentidos. Es cierto. No desnudaste a Paola. Le arrancaste la ropa del cuerpo. Le rasgaste los ojales de la blusa. Le destrozaste a tirones el cierre del sujetador. Le rompiste la cinturilla del pantalón con fuerza que no reconociste como tuya pero que te dominaba, te dolía y pugnaba por salir al exterior. Le quitaste el tanga de zarpazo. Habías imaginado en muchísimas ocasiones cómo sería tu primera e improbable noche de amor con Paola. Nunca faltó música de violines en tu fantasía, ni dulces besos, ni caricias lánguidas. Un fracaso como profeta, palabra. Eras energía, brusquedad, brutalidad. No besabas, mordías. No saboreabas, atropellabas. No perdiste el tiempo en preliminares. Le separaste los muslos y la penetraste. Paola comenzó a gemir en tu oído y no del otro lado del tabique. Gemía y sentías crecer el fuego que te consumía por dentro y empujabas cada vez más fuerte, y ella gemía más, y deseabas taladrarla, hendirla, partirla en dos a embates de verga, los dos un mismo resuello y una misma fiebre. "Lastímame" te suspiró a medio gemido, "golpéame". Lo hiciste. Le diste puñadas en los costados, en el rostro, en los pechos. Estabas fuera de control. Tal vez Paola, al despertar en ti al asesino que todos llevamos dentro por más que lo neguemos, había desencadenado la soterrada violencia contenida durante tantos años de poquedad y represión. Hacer daño aumentaba tu líbido. Era tu vez. Te sabías sin futuro –ver Nápoles y morir- y, dominando a Paola o dominado por ella, vengabas en su cuerpo los cuernos que te puso tu mujer con su jefe, las masturbaciones solitarias y descorazonadas, los sueños rotos, tu misma obsesión por la napolitana, la injusticia que representa vivir, la imposibilidad de dar respuesta a las grandes preguntas. Los hombres somos inconstantes. Encumbramos a los dioses y luego los crucificamos. Eso estabas haciendo con Paola una y otra vez, y otra, y otra, hasta que el placer, hecho cuchillo, te rasgó el vientre a medio mordisco y a media puñada, y te vaciaste en descarga copiosa y caliente que ametralló las entrañas de la mujer. El orgasmo es la pequeña muerte. La gran muerte aguardaba en la vivienda de al lado. Saliste de Paola y rodaste a su vera. Te costó recuperar el ritmo normal de respiración. También a ella. La miraste avergonzado. Tenía verdugones en los pechos y el ojo izquierdo hinchado.

"No sabía que me desearas tanto".

"Pues ya ves".

Permanecisteis un rato quietos, incapaces de cualquier movimiento. La calma tras la tempestad. Luego Paola te miró muy fijo:

"Ahora te toca cumplir tu parte del trato".

El corazón volvió a latirte fuerte.

"¿No te harás atrás, verdad?"

Inspiraste. Ver Nápoles y morir.

"No, no me vuelvo atrás. Cuando quieras pasamos a tu casa y le mato".

Te temblaba la voz, pero no tanto como hubiera sido lógico.

Paola rió con ganas.

"¡Pero que tontos sois los hombres! ¿Crees que si mi marido estuviera vivo haría el amor contigo a medianoche? Está muerto y bien muerto. Te he ahorrado el trabajo, cariño, sólo que el asesino eres tú."

"¿Yo el asesino?"

"Sí, Esteban. Tú. Has matado a mi marido y me has violado. Es lo que declararé. Y no puedes llevarme la contraria. Un trato es un trato".

"Pero…"

"No hay pero que valga".

Y te contó la historia en la que habías sido títere invitado.

Nada fue casual. Paola, a poco de venir a vivir a la puerta de al lado, se apercibió de tu obsesión por ella e hizo lo imposible por acrecentarla. Gimió cada sábado con mayor fuerza, sabedora de la endeblez de los tabiques y de tu deseo de espiarla. Avivó o retardó el paso con la finalidad de llegar a la altura del parque cada tarde a las siete y media en punto. Incluso –te confesó riendo-, en alguna ocasión en que te retrasaste, dio una vuelta a la manzana para asegurarse de que entrarais juntos al portal. Y las subidas en ascensor…¡ay las subidas! Paola las adoraba. No eras –te dijo- buen jugador de póquer. Las emociones se te reflejaban en la cara. Eso por no hablar de tu bragueta. Erecciones brutales de las que era perfecta conocedora –"me subían la autoestima" confesó-, ensoñaciones traducidas en gestos y en suspiros… Eras masilla en sus manos, Esteban. Convenció a su marido de que visitara tu tienda. Le animó a hacerse tu amigo. Sugirió que te hiciera el encargo de regar las plantas y, a propósito, no cerró con llave los cajones en que guardaba la ropa interior y el consolador. Y concluyó:

"Tus huellas dactilares, Esteban, están por todos los rincones de mi casa. Incluso en esa figura de bronce, la Victoria de Samotracia ¿recuerdas?, que estaba delante del CD de mis desnudos, y con la que, he abierto la cabeza de Paco tras ponerme los guantes de cocina. Te he animado esta noche a que me lastimaras. Los verdugones me vienen de cine. Cuánto más azúcar, más dulce. ¿Llamo ya a la policía o prefieres que hagamos otra vez el amor?"

La pregunta te estalló en lo más hondo y te barrenó las entrañas. Había llegado el momento, Esteban. Con ser duro saber que Paola te había utilizado y había jugado contigo desde un principio, peor era su desfachatez al soltártelo a la cara. Resulta difícil admitir que se está dispuesto a matar, pero más lo es consentir sin protestas la propia destrucción, la pérdida de la autoestima, la aceptación de ser juguete en lugar de persona. Paola había destapado sus cartas y confiaba en ellas. En sus pechos. En su culo. En su coño. En tu hambre. En tu obsesión. Si hubieras conservado un gramillo de cordura, si te quedara en el alma un solo céntimo de dignidad, hubieras roto allí mismo la baraja, pero Paola había calculado bien. No quedaba empuje en ti, solo deseo. Eras insecto irremisiblemente atraído por la llama que lo ha de quemar. En tu caída a los infiernos, habías tocado fondo y chapoteabas en él. Todo estaba ya escrito.

Paola había preguntado: ¿Llamo ya a la policía o prefieres que hagamos otra vez el amor?

Contestaste lo obvio.

Estáis haciendo el amor. Paola gime y sus gemidos, no sabes bien por qué, suenan a sirena de policía.

Ver Nápoles y morir. "Nápoles" es vocablo duro. ¿Nunca te dio mala espina esa palabra, Esteban?

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